La música es parte importante de nuestras vidas y aun los que no se dedican profesionalmente a ella y aseguran no saber nada del tema tienen fuertes opiniones, ideas y fundamentos acerca de las que les gustan y prefieren, pero también de las que detestan. Sin embargo, incluso muchos músicos y cultos melómanos suelen pensar y entender el arte sonoro con términos y conceptos más propios de un romanticismo decimonónico que de nuestro siglo XXI. Con ejemplos actuales e históricos de los más diversos tipos –desde el rock, el pop y la música clásica europea, hasta las tradicionales de Asia y África o los folklores y músicas populares urbanas, rurales e indígenas de América y Europa– este libro se dedica a desbaratar mitos y lugares comunes que son moneda corriente no solo en el campo de la música sino en nuestra sociedad.
Aunque para algunos la musicología y la etnomusicología sean disciplinas puramente académicas y de escaso interés fuera del ámbito científico o universitario, estas ciencias tienen mucho para decirnos y para contribuir a la comprensión y al disfrute de la música. Y no hablamos de datos, fechas, biografías y anécdotas de compositores célebres o intrincados análisis de partituras. Hablamos de ideas y conceptos para entender cómo la música es mucho más que sonido y no se la puede ignorar para pensar la política, la economía y la sociedad del mundo actual. Hablamos de herramientas para renovar nuestra forma de pensar, comprender y vivir las músicas.
A continuación, un fragmento a modo de adelanto:
¿Qué significa saber de música?
En una entrevista aparecida de manera póstuma escuché a un compositor académico y musicólogo peruano afirmar que los músicos populares, incluso aquellos de gran talento y dotes técnicas, no sabían de música. La declaración es desafortunada, más aún viniendo de alguien que dedicara buena parte de su vida al estudio de las prácticas musicales populares. Valga entonces la pregunta ¿qué significa saber música?
Saber de o saber música, para quienes nos movemos en el terreno de la etnomusicología, implica una serie conocimientos prácticos y teóricos, sin los cuales ningún instrumentista ni ningún cantante podría ejercer su profesión satisfactoriamente. Considerando este punto de vista, la frase del compositor resulta altamente refutable. Ella, empero, adquiere otro sentido si convenimos en que lo que pretende expresar es que los músicos populares, por lo general, no leen partituras ni poseen profundos conocimientos en teoría musical como para alcanzar la supuesta excelencia de la música llamada erudita, académica o clásica. No estando seguro de que los músicos populares pretendan competir con dicha música, quiero aprovechar esta polémica afirmación para problematizar lo que realmente me interesa: el lenguaje de los musicólogos.
La musicología, la ciencia que estudia la música en todas sus manifestaciones, nació hace poco más de cien años en Alemania, como un producto colateral de la reflexión sobre música impulsada por el idealismo hegeliano y su idea del espíritu manifestado en una obra. Entonces esta rama del saber, que buscaba erigirse en una disciplina académica, se vio en la necesidad de desarrollar un nuevo tipo de discurso sobre música que difiriera abiertamente de aquellos que profesaba el vulgo o el aficionado. Es así que, siguiendo las premisas sentadas por el crítico musical austríaco Eduard Hanslick, la musicología hubo de renegar del concepto de expresión, tan caro al neófito y al melómano, para volcarse a la forma, la cual creía ver materializada en la escritura. Puede afirmarse entonces que, por una paradoja del destino, la ciencia consagrada al arte de las musas nació del menosprecio de la práctica musical –entre otras cosas por sus connotaciones femeninas– e impulsó la sublimación de su abstracción en la partitura.
Desde su aparición a finales de la Alta Edad Media, la notación dotó a la música en Europa de una dimensión espacial. Esto tuvo repercusiones tan inmensas en la composición que el compositor británico Howard Goodall tildó tal proceso como el primer big bang en música. Hasta entonces la trasmisión de repertorios musicales en Occidente había tenido lugar exclusivamente a través de métodos orales y mnemotécnicos. Mas entonces, la necesidad de salvaguardar amplios cancioneros llevó a la cultura musical europea religiosa a desarrollar un sistema de representación que pudiera indicar tanto la altura cuanto la duración del sonido, logrando así que la música trascienda personas, países, lugares y épocas. Pero el verdadero aporte de la escritura musical no estuvo en el hecho de que alborotara las formas de transmisión existentes, sino sobre todo en que inspirara estructuras sonoras, como el contrapunto, que emulaban la arquitectura, revolucionando con ello la creación musical. Charles Seeger ha señalado con acierto que la notación puede ser descriptiva –como la transcripción del etnomusicólogo que tiene lugar a posteriori– o prescriptiva, cuando indica al ejecutante lo que debe interpretar durante la performance. Por considerarla una herramienta efectiva para la instrucción de nuevas obras, la musicología pasó a considerar la partitura como el ideal de la obra y a sus realizaciones, como meros intentos de reproducir dicho ideal, siendo por lo mismo irrelevantes para el análisis científico. Pero ¿es una partitura realmente la expresión más fidedigna de una obra musical?
Si consideramos que la notación no es sino apenas una representación simbólica de los sonidos, capaz de indicar altura y duración, mas no apta para reproducir timbres ni frecuencias, habremos de convenir en que una partitura, ya sea prescriptiva o descriptiva, carece justamente de aquello con que solemos identificar la música: los sonidos. Podemos afirmar por consiguiente que ella, por sí misma y sin mediación de una ejecución, jamás alcanza a ser música, aunque se encuentre estrechamente ligada a su práctica. Y ahora bien, en cuanto el lenguaje de los musicólogos se funda por lo general en lo que le permite formular la notación y no la interpretación musical, no será aventurado sostener que su jerigonza profesional se basa en una manera atípica de entender la música.
¿Qué significa saber de música? La respuesta está supeditada a las competencias que exige cada cultura musical. De poco serviría ser diestro en bel canto si de entonar melodías microtonales se trata, o modular a las maravillas si uno forma parte de una batucada. Existen, por lo demás, distintos saberes musicales, dependiendo de si uno es compositor, intérprete, oyente o coleccionista. Conozco melómanos que se saben de memoria todo el repertorio de Glenn Gould, aunque no reconozcan una nota en el pentagrama, y excelentes instrumentistas incapaces de acompañar una simple canción de cuna si se les arrebata la partitura. Sé de fanáticos que podrían recitar durante horas los nombres de los músicos participantes de las sesiones de grabación de los discos de John Coltrane o Dexter Gordon y de otros que conocen cada detalle de una sola pieza. Y es que las capacidades musicales pueden ser muy diversas: pueden ser armónicas, melódicas, rítmicas, históricas o performativas, pueden complementarse o excluirse entre sí.
¿Se necesita ser un experto en teoría musical para saber de música? No. El oyente común o el músico popular no escuchan ni tocan cadencias de terceras o plagales ni subdominantes ni tónicas ni escalas pentatónicas o diatónicas, sino canciones o melodías. Estos términos no son menos exactos ni menos objetivos que aquellos que usamos los musicólogos. Los primeros obedecen sencillamente a una tradición de pensamiento especializado afín al proyecto moderno, que se conforma a partir de una discrepancia y de una enajenación con la vivencia musical cotidiana. En ese sentido, aquellos músicos populares que mencionara nuestro compositor sí saben de música, aunque difieran de los musicólogos en la forma en que adquieren y trasmiten sus conocimientos, es decir, aunque no sepan leer notación musical alguna y no se valgan del lenguaje musicológico y de la jerga de la teoría musical decimonónica para expresar sus saberes. Robert Walser ha escrito, con el tono sarcástico que lo caracteriza, que analizar la partitura de una pieza musical equivale a ir a un restaurante y discutir la calidad de la carta y no de la comida. No estoy seguro. Acaso sea más como discutir las recetas, algo para lo cual tal vez se aplique mejor el lenguaje de los cocineros que el del simple degustador.
¿Qué es la música clásica?
Conocerse es siempre una actividad engorrosa. Es como patinar sobre el hielo: uno toma impulso, tambalea, adquiere progresivamente un poco de seguridad, avanza unos pasos y ¡zas!, se resbala para darse de bruces en el suelo. Conocerse es siempre cosa riesgosa. Remito un ejemplo: cierta vez viajaba en tren con un especialista en música de arte europea. Ocupábamos un compartimento con una pareja de mediana edad, con quienes pronto entramos en diálogo. Una vez revelada nuestra profesión, la pareja se sintió obligada a manifestar competencia en nuestra materia: “Me encanta la música clásica –dijo uno de ellos–, tenemos un compacto de André Rieu y seguimos sus conciertos en la tele”. Juro que sentí vergüenza ajena. Mas no por la pareja, sino por mi colega, quien, con soberbio tono pedagógico, se largó a explicarles a nuestros interlocutores que André Rieu no era un clásico y que música clásica era aquella compuesta en el período posterior al barroco y anterior al romanticismo, es decir, entre mediados del siglo xviii y las primeras décadas del siglo xix. Yo lo contradije en el acto. Debo reconocer que no fue una decisión inteligente. Pues si el tono de mi compañero ya había intimidado a la pareja, mis reparos sobre los métodos históricos de este terminaron por sumirla en la zozobra. Traigo a colación la anécdota porque nos permite echar luces sobre la interrogante que encabeza estas líneas. ¿Qué es la música clásica?
Partía mi amigo del supuesto que la palabra “clásica” denota una realidad objetiva, un referente en el mundo real, y que su uso dependía de un correcto conocimiento de su significado. Yo, por mi parte, sostenía que ella no remitía sino a aquello que el consenso social en un determinado lugar y tiempo define como clásico. Esta discrepancia encierra, en el fondo, dos concepciones antagónicas de la historia: el esencialismo y el nominalismo. Como bien resume Karl Popper en La miseria del historicismo, el asunto en disputa aquí es si los conceptos universales refieren cualidades intrínsecas y afines a un grupo de objetos o si estos son apenas etiquetas que agrupan elementos particulares y dispares entre sí. Me apresuro a traducir en términos sencillos: mientras que para los nominalistas la palabra “blanco” describe una variedad de calidades agrupadas bajo una abstracción –la nieve, las servilletas blancas o el plumaje de los cisnes son blancos de manera divergente–, los partidarios del esencialismo sostienen que el blanco es una categoría efectiva y que dicho concepto, por ende, describe una identidad objetiva en el mundo. Por eso, la pregunta que suele conducir las pesquisas esencialistas es “¿qué es lo blanco?”, mientras que a los nominalistas y a los postestructuralistas, como el propio Popper o Michel Foucault, lo que les interesa es rastrear los significados de lo blanco a través del tiempo, es decir, el derrotero de sus continuidades y trasformaciones al interior de un sistema de significaciones. Vistas así las cosas, podemos entender lo clásico como una cosa objetiva –la música del período así llamado– o como un signo carente de un valor intrínseco, por tanto aplicable a diferentes realidades, según los antojos de quienes lo usan. Voy a defender el segundo punto de vista, partiendo del hecho de que ni siquiera la música del período mentado llevaba tal epíteto. ¿Cómo puede definir un nombre una música si esta durante su “vida” no era identificada en absoluto con él? ¿Por qué llamamos entonces música clásica a una música que no era clásica?
Extraído del lenguaje tributario de la Roma antigua –clasicus era el contribuyente más alto–, el adjetivo pasó a denominar en el siglo xix una idea de excelencia cualitativa y una relación con el arte y la alta cultura. Clásico era entonces lo sobresaliente o, como diría T.S. Elliot en su momento, muestra de la madurez artística y cultural a la que llegaba un pueblo en su camino hacia la realización total. Se ha remitido al escritor francés Charles Perrault la idea de que lo “clásico” como cima de alta cultura buscaba corresponder las excelsas artes del período clásico antiguo. En el caso de la música, debido a la carencia de tecnologías para conservarla antes de la aparición de la notación en el Medioevo tardío y la invención de los medios técnicos hacia finales del siglo xix, lo clásico vino a definirse no por su pertinencia con respecto a una música antigua, sino por la exuberancia de las formas, el auge del piano como instrumento composicional e interpretativo y la consolidación de formas musicales como la sinfonía y la sonata, promovidas especialmente desde la escuela vienesa por eximios compositores como Haydn, Mozart y Beethoven. Según habrá notado el lector versado en la materia, me estoy refiriendo justamente al período mencionado por mi colega en el tren. Pero lo que mi compañero olvidó considerar es que el adjetivo fue introducido a posteriori por una generación de compositores que, al ensalzar la música que los precedía, la canonizaba y, por añadidura, historizaba la propia. El auge del adjetivo “clásico” en el discurso musical, por ende, estuvo directamente relacionado con un afán de legitimación y valoración subjetiva.
Si bien es cierto que desde el siglo xviii hasta la fecha la literatura especializada en música piensa la música clásica como un período concreto –existen, por lo demás, serias discrepancias entre las dataciones, pero ese es otro tema–, también es inobjetable que la influencia de los expertos en el uso popular del vocablo ha sido siempre bastante reducida. No es de sorprender si se tiene en cuenta el carácter inminentemente elitista de una musicología que, como el aristócrata, reniega de las maneras ordinarias de la plebe sin percibir las políticas excluyentes con que contribuye a generarlas.
Fue precisamente esa canonización la que desató la popularización del adjetivo “clásico”. Como parte del ideal intelectual burgués, la música de arte había pasado a ser promovida por colegios e instituciones pedagógicas del Estado. Frente a la maraña de términos –renacentista, barroco, romántico, impresionista o moderno– urgía una simplificación. La solución llegó desde la industria del disco. Al menos desde mediados del siglo xx, esta expandió el término a todos los períodos de la llamada música de arte. El crítico musical estadounidense Alex Ross ha llegado a afirmar por eso que odia la música clásica –el epíteto–, aduciendo que aglutina períodos sumamente divergentes. Hoy en día en cualquier catálogo o tienda de discos son clásicos tanto un polifónico temprano como Giovanni Pierluigi da Palestrina, un romántico como Franz Liszt, cuanto un impresionista como Eric Satie. Como se hace evidente, en dicha acepción, la música clásica no corresponde más a un período de la historia sonora, sino a un segmento del mercado discográfico y no tiene más función que distinguirla en una tienda de otros como la música pop, el rock, el jazz o la música folklórica. El éxito del término impulsó su uso inflacionario entre el vulgo. El ciudadano de a pie a menudo lo confunde con música instrumental, sobre todo si esta presenta algún tipo de complejidad estructural, como la música para películas, según muchos el último refugio de las grandes formas en música. Igualmente es frecuente encontrarlo como garantía de excelencia e historicidad al interior de algunos géneros y hasta en culturas ajenas a la influencia occidental. Hoy en día pueden adquirirse compactos como Baladas clásicas o Clásicos del rock o escribir disertaciones sobre la música clásica de la India o de Turquía, pues “clásico” sigue siendo parte de un discurso de canonización y por tanto no define categoría alguna sino, más bien, la crea.
Conocedora del afán de distinción social de los consumidores, la industria discográfica ha empezado a tratar la música clásica como una especie de género musical. Así, no es extraño encontrar compactos como Clásicos de Beethoven o Las más bellas melodías del canto lírico clásico, es decir, descontextualizadas compilaciones que con su mera existencia aterran a eruditos y estudiosos. En verdad, tales espantajos engañan a incautos por pretensiosos. ¿Quién tomaría por versado en letras a quien compra compendios de capítulos de novelas de autores consagrados?
¿Toca André Rieu música clásica si su repertorio se compone principalmente de música del período romántico? Cualquiera capaz de leer las partituras originales de las piezas advertiría rápidamente que sus versiones simplifican melodía y ritmo para minimizar errores durante el espectáculo. Y sin embargo, como en el caso de Anna Netrebko, Richard Clayderman o Vanessa Mae, me temo que habría que responder afirmativamente. Para definir tal segmento las disqueras han creado el precioso oxímoron “clásico popular”, algo tan descabezado como hablar de un ateísmo católico o un artificio natural. Con tan imaginativo engendro se refiere la industria musical a un repertorio de compositores académicos interpretado de manera asequible a las masas “incultas” e inexpertas, pero también a un pop estilizado a usanza de la música de arte. En ese sentido, aun siendo uno de carácter popular, André Rieu es un artista clásico. Sospecho que algunas de sus grabaciones sobrevivirán el devenir del tiempo. A la sazón, devendrá en un clásico de lo clásico popular, es decir, en un clásico por partida doble. Estoy seguro de que entendidos como el colega que me acompañaba en el tren en esa oportunidad pegarán entonces un grito al cielo, demandando enmienda. Pero, siendo sinceros, ¿a quién diablos le importa?
La música y el nacionalismo
Hacia finales del siglo xiii, cuando el Sultanato selyúcida del Rüm se desmembraba en pequeños emiratos, el de Osmán el guerrero expandió hacia el Asia Menor, el norte de África y la península balcánica, llegando a formar uno de los imperios más poderosos y duraderos de la historia: el Imperio otomano. A mediados del siglo xv, otro gran imperio comenzó a ampliar sus territorios en pleno corazón de los Andes: el de los incas. Entonces, Pachacuti liberó al Cuzco –a la sazón tomado por guerreros chanka–, iniciando una dispersión militar que, cien años más tarde, cuando las huestes de Pizarro arribaron a Tumbes, abarcaba gran parte del subcontinente sudamericano. El Incanato vivió una debacle tan rauda como su ascenso. El Imperio otomano, en cambio, sufrió una lenta agonía que solo llegó a su fin en el siglo xx, cuando Mustafa Kemal, Atatürk, logró expulsar del Asia Menor a los aliados de la Triple Entente. La historia no parece haber sido benévola ni con Turquía ni con el Perú, los Estados surgidos de las cenizas de dichos imperios. Víctimas de inmerecidas ocupaciones y de consecutivas derrotas militares, políticas y económicas, ambos países esperan ansiosos un desagravio que les devuelva el resplandor de los reinos de antaño.
Si la demanda parece justa a primera vista, aplicada a un escenario futuro muestra toda su falacia: ¿justificaríamos dentro de quinientos años que Estados Unidos exija un liderazgo aduciendo su supremacía pasada? Aunque a menudo aparenten lo contrario, los discursos revivalistas no reclaman jamás justicia histórica alguna. Puestos al descubierto, no son sino burda cháchara nacionalista. Pero ¿qué misterio encierra ese adjetivo, otrora estigmatizado y hoy peligrosamente redimido en la vida política?
El nacionalismo, según el antropólogo británico Ernest Gellner, es un programa político que sostiene que la nación y el Estado son indiscernibles. El postulado es esotérico dicho así, sin preámbulos. Es por ello que se hace necesario retroceder un tanto más y escrutar el término en el que se funda dicho pensamiento: la nación. Aunque considerada un ente metafísico por personalidades tan disímiles como Johann Siegfried Fichte, Ernest Renan o Iósif Stalin, la nación es, en verdad, una quimera. El historiador estadounidense Benedict Anderson la ha definido, acertadamente, como una comunidad política imaginada, limitada y soberana. Imaginada, dice Anderson, porque a menudo sus miembros se identifican como semejantes aunque no se conozcan entre sí; limitada, porque hasta la más grande presupone fronteras que la separen de otras; y soberana debido a su adhesión al ideal independentista de la Ilustración europea. El Estado es, en cambio, un aparato administrativo, cuyo fin más caro es asegurarse la sumisión política y económica de sus miembros. Cuando este, ya secularizado, se estableció como forma de poder en el siglo de las luces, sus propulsores entendieron pronto que había que ocupar con algo el pedestal que hasta entonces había correspondido a la Iglesia o al monarca y escogieron a la nación como doctrina. Desde entonces, el Estado-nación se ha empeñado en instruir a sus hijos en el amor incondicional a la patria, aunque se trate, en verdad, de un apego al aparato de poder que lo sustenta.
Pobres en cuanto ideología, los nacionalismos recurren a menudo a la retórica enardecida para construir aquello que Homi Bhabha ha tildado como “narraciones pedagógicas de la nación”. Así Fernando Lázaro Carreter –el de El dardo en la palabra– nos hablaba de “esa especie de erotismo con que rodean a la patria todos los nacionalismos”. Y es cierto. En su afán de vendernos la ilusión de un vínculo natural entre un pasado glorioso y un futuro ilimitado –la frase es de Anderson–, los discursos nacionalistas inventan rimbombantes odas e intrépidas sagas para ensalzar la nación con adjetivos tan sugerentes como indómita, heroica, rebelde o sempiterna.
Al igual que la historia, también la cultura ha sido una herramienta sumamente útil para inculcar sentimientos nacionalistas. El etnomusicólogo estadounidense Thomas Turino ha denominado “nacionalismo cultural” al trabajo semiótico de utilizar prácticas artísticas para representar, crear y distinguir a la nación. Música, danza, literatura y artes plásticas son subvencionadas desde las esferas del Estado, y de este modo, utilizadas por instituciones oficiales para propagar las redes de convenciones sociales que el historiador británico Eric Hobsbawm ha bautizado como tradiciones inventadas. Siendo una práctica colectiva por excelencia, la música ha sido y sigue siendo un espacio predilecto para impulsar y difundir discursos nacionalistas. No es casual que en las últimas décadas la etnomusicología haya dirigido su interés hacia las formas en que la música ha sido y viene siendo instrumentalizada por movimientos o Estados nacionalistas a fin de crear, sostener o transformar una identidad para la nación y sus miembros. Al respecto nos dice el etnomusicólogo británico Martin Stokes: “La música está intensamente vinculada a la propagación de clasificaciones dominantes y ha sido una herramienta en las manos de los nuevos Estados de los países en vías de desarrollo, o mejor dicho, de las clases que poseen la posición más elevada en esas nuevas formaciones [sociales]”. Tomada por un arte autónomo, la música es, en realidad, un arte vigilado y controlado estatalmente a través de instituciones tales como universidades, conservatorios, archivos y medios masivos de comunicación. Nada podría evidenciar mejor ese uso que la Cámara de Música del Tercer Reich, la cual, bajo la tutela del mismo Joseph Goebbels, velaba por “salvaguardar” el buen gusto musical alemán, promoviendo la producción afín al “espíritu germano” y obstaculizando –cuando no destruyendo– la circulación de aquel que lo “degeneraba” o “mancillaba”.
Turino se ha referido a dichas prácticas como “nacionalismo musical”, mas diferenciándolas de la corriente estilística musical europea homónima del siglo xix. El nacionalismo musical es entonces la práctica de utilizar la música para adoctrinar a la población civil en la obediencia a un tipo determinado ideal de Estado. Efectivamente, numerosos gobiernos de Europa, América Latina y África se han valido de la música para difundir una lealtad incondicional a la patria vía festivales, ediciones y subvenciones. Los ejemplos abundan. Philip Bohlman ha constatado que casi todos los estados europeos recurrieron a formas locales o folklóricas para constituir una idea sonora de la nación. No ha sido otro el destino de América Latina. Numerosos gobiernos populistas del siglo xx –el de Juan Perón en Argentina, Getúlio Vargas en Brasil o Juan Velasco Alvarado en el Perú– se esmeraron considerablemente en subvencionar programas de apoyo al folklore nacional para asegurarse el favor de los sectores populares en la ciudad y en las zonas rurales. Del mismo modo, gobiernos tan disímiles como el de Nigeria, Uzbekistán o Tanzania han creado instituciones –y hasta ministerios– para salvaguardar la música “tradicional”, entendiendo por esta aquella que se muestra condescendiente con sus propósitos.
Pero no solo gobiernos se han dejado llevar por el nacionalismo. Clifford Geertz ha anotado que los intelectuales suelen jugar un rol fundamental durante la formación de los discursos nacionalistas, en cuanto ellos imaginan la nación anticipadamente. Léopold Senghor en Senegal, Robert Mugabe en Zimbabue, de manera similar a Mario Andrade o Gilberto Freyre en Brasil, Alejo Carpentier y Fernando Ortiz en Cuba, Manuel M. Ponce y Carlos Chávez en México o José María Arguedas en el Perú volcaron la mirada a las expresiones sonoras populares y tradicionales para hacerlas “emblemáticas” de la nación y representar un pasado como ideal de esta y proyectarlo como modelo político futuro, inspirando, aunque con distinta suerte, políticas culturales concretas en sus países.
Puede argumentarse en contra que nada hay de insano en salvaguardar lo propio y en promover el amor al terruño. Y es cierto. Pero el amor a la tradición de los nacionalismos es también un artilugio. Y es que toda política cultural es, por naturaleza, normativa y, por tanto, excluyente de todo aquello que se aleja del canon establecido como válido. Getúlio Vargas instituyó el samba como la música nacional brasileña a mediados del siglo xx, siguiendo a Freyre, pues veía en él la confluencia de razas que formaban lo brasileño (la africana, la indígena y la europea). Pero para realizar su empresa tuvo necesariamente que marginalizar la producción musical del caipira del sertão y las de los diversos grupos indígenas, las cuales menospreciaba por no simbolizar “el crisol de razas” que debía representar la cultura del país. Un buen ejemplo de la arbitrariedad con que actúan los nacionalismos cuando sientan patrones de autenticidad puede verse en la controvertida historia del gnoma y el taarab, dos de las formas musicales más populares de la República Unida de Tanzania. Durante las tres primeras décadas de la independencia, cuando el gobierno poscolonial reafirmaba su raíz africana para librarse de las sombras del imperio británico, la música elegida para representar la joven nación fue el género tradicional gnoma, el cual fue enarbolado para atacar al taarab, que por sus influencias árabe y europea era motivo de menosprecio oficial. Treinta años más tarde, cuando se vio obligado a mostrar una nueva imagen para contrapesar el desgaste sufrido, el gobierno revolucionario se aferró al otrora desprestigiado taarab, pues él encajaba a la perfección con la imagen que entonces pretendía la república africana: dinámico, híbrido y moderno. El gnoma, por el contrario, convertido en un incómodo anacronismo, perdió los favores del Estado. La moraleja es clara: lo que importa a los nacionalismos no es la música ni la tradición, sino la instrumentalización de estas para sus fines.
Los nacionalistas suelen argumentar que no todos los nacionalismos son dañinos. Lenin, por ejemplo, diferenció entre un nacionalismo de arriba, represivo y expansivo, y otro de abajo, liberador e internacionalista. La idea es seductora –de ahí que la esgriman tan fehacientemente los movimientos libertadores–, pero los nacionalismos triunfantes –el de Stalin o el de Mugabe, por citar dos ejemplos tristemente célebres– han demostrado que la vaca fácilmente olvida que fue ternera y que los nacionalismos siempre son nocivos en el poder en cuanto oprimen la divergencia.
Por lo demás, los nacionalismos requieren siempre de una amenaza “foránea”. Así la autoalabanza va en desmedro del otro. Un triste ejemplo de lo negativo que llega a ser el nacionalismo musical puede extraerse de la obra del musicólogo peruano Policarpo Caballero Farfán, quien dedicó buena parte de su vida a demostrar que la “música incaica” había alcanzado el mismo grado de desarrollo que la llamada música erudita europea. En su libro La música inkaika. Sus leyes y su evolución histórica, Caballero Farfán le adjudica a la música andina “un profundo sentido de orden, de simetría, de armonía, de belleza, de lozanía, advirtiéndose en todo momento una acentuada originalidad, un gran refinamiento, un peculiar estilo, así como forma, unidad, variedad y medida, cualidades estéticas poco comunes que, en conjunto, jamás se ha podido constatar en manifestaciones musicales de otros pueblos”. Y unas páginas más adelante: “Cada una de ellas [de las piezas recopiladas por él] es una obra de arte de amplios perfiles y sorprendente originalidad y emotividad, con modos y tonalidades en perfecto acuerdo con la moderna música clásica europea; con ritmos multiformes, ágiles y vigorosos, con medidas y compases cuya variedad no posee música folclórica alguna”. De esta manera la justa defensa de la música andina pasa a convertirse en una ofensiva contra las “manifestaciones musicales de otros pueblos” y en una irreflexiva reproducción de los cánones excluyentes de la música de arte (o “clásica”) europea –originalidad, complejidad, etc.– que Caballero Farfán supuestamente buscaba criticar. Pero los nacionalismos construyen su ideal de patria no solo con lo que dicen, sino también con lo que callan. Así no es de sorprender que a lo largo de su libro, Caballero Farfán no se refiera al charango, el pequeño cordófono andino, pues este dejaba en evidencia la importante influencia española en la música de los Andes. ¿Cómo tildar este olvido si no de insidioso?
Con el auge de aquello que Leonardo García ha denominado “nacionalismos étnicos” –proyectos nacionalistas de corte provinciano, empeñados en una lucha por el patrimonio cultural–, la discriminación musical ha cobrado nuevas formas. Numerosas voces exigen hoy airosas la defensa del patrimonio nacional frente a la avalancha “extranjera” enajenante. Mas como Frédéric Martel ha constatado, nunca antes el mercado musical global consumió tanta música del llamado tercer mundo. ¿Qué varita mágica hace que los bolivianos que escuchan música pop inglesa sean parias culturales y los ingleses que disfrutan de la popular boliviana, justos reconocedores de la magnificencia de dicha música? La música como patrimonio ha ungido a la música de un aura de propiedad que confronta a unas naciones contra otras, haciendo más difícil promover el entendimiento entre pueblos cada vez más enfrascados en sus propios linderos. La intolerancia de Evo Morales frente a la reivindicación chilena y peruana del charango, las quejas de intelectuales peruanos por la expansión del “cajón flamenco” –al cual atacan con la misma pasión con que defienden la “guitarra ayacuchana”–, la satanización de la llamada “música extranjera” en Ecuador, Cuba, Malasia y Nigeria o la política extremadamente proteccionista de cuotas de música local en algunos países de Europa como Francia o Polonia dan cuenta de un avance de posturas nacionalistas en el terreno de la cultura y pueden desembocar, aún salvando las distancias, en programas discriminadores como los que llevaron a la persecución de las músicas afroamericana y judía durante el nacionalsocialismo. Al igual que los nacionalistas de hoy, los nazis también juraban defender los sagrados intereses de la patria, cuando, en verdad, luchaban por la apropiación de recursos para las propias arcas.
No necesitamos cuotas nacionales ni guardianes de la tradición ni hordas restauradoras que nos devuelvan el Imperio otomano o el de los incas. Lo que necesitamos es una cultura que acepte la diferencia y la semejanza como componentes esenciales del mundo diversificado en que moramos y disfrute feliz tanto con lo propio cuanto con lo ajeno. El nacionalismo, aunque se haya convertido en presentable en algunas sociedades, sigue siendo un claro impedimento para alcanzar tan caro ideal.