sábado 12 de octubre de 2024
Lo mejor de los medios

«Estación imposible», de Sebastián Benedetti y Martín E. Graziano

GM EST IMP - Tapa WEB (2)

En el invierno de 1976, a pocos meses de un nuevo Golpe de Estado, las calles de Buenos Aires amanecieron empapeladas con el anuncio de la salida de una nueva revista llamada Expreso Imaginario. En el centro, coronado por la noche de los tiempos, sonreía un pierrot, símbolo definitivo del proyecto: el delirio cósmico y vital en el medio de la oscuridad. Fundada por Jorge Pistocchi y Pipo Lernoud, el Expreso no sólo se transformó en un refugio sino que –con la incorporación de jóvenes como Alfredo Rosso, Roberto Pettinato, Claudio Kleiman y Fernando Basabru– puso la piedra fundamental del periodismo especializado.

“Estación Imposible es una excelente noticia bibliográfica tanto para quienes se interesan por el pasado del rock argentino como para los lectores inquietos por la historia de la prensa en este bendito país –dice Sergio Pujol en el prólogo–. Y por supuesto, es una buena noticia para los que sabemos qué valioso fue aquel estímulo impreso para nuestra educación estética y, digámoslo de una vez, política. Estación Imposible cuenta y recuenta con suma precisión lo que fue la revista —sus momentos y peripecias, sus hacedores y lectores, sus temas y estilos— pero también cuándo y por qué fue lo que fue. Nos sitúa en el contexto de la contracultura versión argentina, con sus fanzines, sus bocetos, sus búsquedas universales, su afán de terminar con tanto provincianismo y tantas anteojeras, contraponiendo al discurso del autoritarismo y el miedo el aliento de una vida que aún latía”. Rock, jazz, folklore, poesía, literatura, ciencia, ecología, cine e historietas en un coctel que aun hoy sigue siendo a la vez mito y referencia.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

La guerra de Malvinas, antes y después

Después de la internación de Viola y el breve interinato de Tomás Liendo, el mandato de Leopoldo Fortunato Galtieri significó un retorno a la mano más dura del Proceso. Sin embargo, la declaración de la guerra de Malvinas se produjo en una coyuntura muy diferente: en el marco de un conflicto cuyo resultado estaba en manos de colimbas que rondaban la veintena, el arquetipo del “joven sospechoso” necesariamente comenzaba a declinar.

“Lo gracioso es que cuando apareció la guerra, Basabru y yo huimos a San Pablo porque decían que llamarían a nuestra clase —dice Pettinato—. Pelear por este tipo de causas era para nosotros como pedirle a un musulmán orto­doxo que se desnude ¡y baile Led Zeppelin en el caño!”.69

Más allá de la boutade, el Expreso abrió inicialmente un paréntesis de silencio. Mientras la Plaza de Mayo se inflamaba de fervor patriótico y la prohibición de las canciones interpretadas en inglés abría la puerta para el desembarco mediático del “rock nacional”, la revista decidía no levantar la palabra. Una actitud que ya había tomado para el gauchito del Mundial 78 y que en un nuevo contexto acaso más propicio decidía sostener.

El Festival por la Solidaridad Latinoamericana, en ese sentido, no sim­plificó las cosas. Organizado por el propio Ohanian, Daniel Grinbank y Pity Iñurrigarro con el visto bueno del Gobierno militar, aquel encuentro del 16 de mayo de 1982 convocó a músicos y público en el campo de juegos de Obras Sanitarias. Y si bien el mensaje que flotó durante toda la jornada fue el reclamo por la paz, el festival tenía consignas confusas y un entramado organizativo que, al mismo tiempo, lo terminaría por consagrar como uno de los fiascos más grandes del movimiento rock argentino y una plataforma de alcance masivo para la década de los ochenta.

La conspicua cobertura de La Nación del martes 18 de mayo de 1982 no dejaba dudas:

Más de 70000 jóvenes unidos por el rock en un festival benéfico

… Es cierto que no faltó la vestimenta propia de los recitales de rock. ¿Pero importa ese desenfado cuando decenas de miles de jóvenes entonan la canción patria con los brazos en alto en señal de victoria?

[…] Si en algún momento un grupo menor intentó introducir un matiz político —por allí se veía un cartel que anunciaba la presencia de la Juven­tud Socialista— o proponer consignas —Unidad Latinoamericana contra el Imperialismo, rezaba otro—, ambos fracasaron ante la actitud colectiva. Se trataba de escuchar música juntos.

[…] No faltó entre los espectadores quien reflexionara sobre esta nueva instancia que vive la música nacional. “Uno ahora enciende la radio y todo el tiempo pasan temas nuestros. Quizás esto sirva para que lo nuestro tenga mayor difusión y crezca. Lástima que para llegar hasta aquí se haya necesitado un precio tan alto. Eso duele”.

[…]Algunos pocos, cuando no podían ver arrojaron pasto, naranjas, latas de bebida o monedas, según el grado de incivilidad…

[…]

-50 camiones del Ejército repletos de donativos (cigarrillos, pulóveres, bufandas, revistas, chocolates y medicamentos).

-Entre 70 y 80 mil personas asistentes.

El cronista del diario de Bartolomé Mitre podía perdonar la “vestimenta propia de los recitales de rock” y los inadaptados distinguibles según una curiosa escala de de incivilidad: después de todo, detrás había una “causa justa” y miles de gargantas entonando la canción patria con malinterpretados dedos en V (La Nación leía señales de la victoria donde había símbolos de paz).

El evento era ineludible. Excepto Virus (el grupo tachado de frívolo, que, paradójicamente, había sufrido la represión de la forma más directa: Jorge, el mayor de los Moura, era uno de los desaparecidos de la dictadura) y MIA (con su background sindical y de izquierda, el colectivo tenía otro nivel de conciencia sobre el Proceso), a lo largo de las cuatro horas transmitidas por televisión abierta se había presentado buena parte de la primera plana: desde León Gieco a Spinetta, pasando por Nebbia, Pappo, Tantor, Rada, Raúl Porchetto, Edelmiro Molinari, Ricardo Soulé y Miguel Cantilo.

Para su edición de junio del 82, el Expreso publicó una cobertura del Fes­tival firmada por Pettinato y Marcelo Gasió. Un espacio donde, finalmente, la revista no perdió la oportunidad para pasar facturas por los años de perse­cución e intentar separar la paja del trigo.

Con este acto se reafirmó no sólo la voluntad pacifista sino también el aplastante, contundente poder de convocatoria que tiene nuestro movimiento. Un movimiento que, dicho sea de paso, fuera tantas veces ignorado por los medios de difusión e incluso víctima de los prejuicios de un vasto sector diri­gente que lo catapultó como “música de marginados”, “de loquitos”, etc. A esto debemos sumarle el hostigamiento de las fuerzas policiales que no han cejado jamás en deponer o dilatar su postura intransigente con relación a la juventud. Todo esto ya había alcanzado un límite tal que hacía que ese delicado himen que separa el Eros del Tánatos se hiciera cada día más estrecho, al punto tal en que sólo, como joven, esperaras llegar a los cincuenta para poder transitar tranquilo por una vereda, comer, mirar, comprar —o simplemente estar—, todos actos que para el resto son normales y cotidianos y que para un joven argentino representan toda una aventura.

No sin ingenuidad, el Expreso pareció considerar el Festival como una oportunidad para legitimar socialmente al rock: “Es probable que haya llegado la hora en la que simplemente nos podamos cagar de risa en una esquina y no temblar de muerte”, escribían en la cobertura. La operación, sin embargo, dejaría un manto de dudas sobre la credibilidad contracultural del movimiento.

Más de tres décadas después, Gasió define la situación como un “chan­taje emocional”. “Por un lado era totalmente absurdo, y por otro era ‘pero y si no ¿qué hacemos?’ —afirma el periodista—. De cualquier manera, lo que yo recuerdo es que no hubo demasiada demagogia de parte de los grupos, que se limitaron a tocar y no levantaron ninguna bandera. A la distancia, hicieron un papel decoroso dentro de lo que eran las circunstancias, por eso no puedo maljuzgar ni criticar a los artistas que participaron porque, simplemente, era lo que había”.

Simbólicamente, ese número de la revista llevó en su tapa a uno de los beneficiarios indirectos de la nueva situación: Juan Carlos Baglietto. Todo un signo de esos tiempos. Por entonces, la prohibición de la difusión de cancio­nes en inglés provocó que los sellos que tenían pautados lanzamientos anglo­sajones detuvieran la marcha. Razones obvias: no era negocio editar un artista que no se podía promocionar. Veloces de reflejos, comenzaron a apostar sus fichas sobre la nueva generación de músicos locales y, en un par de meses, las calles porteñas se vieron empapeladas con la figura crística de Baglietto y la Trova Rosarina.

Del otro lado de la moneda estaba Sumo, que no solo tenía una integrante británica en sus filas, sino también un repertorio repleto de letras en inglés. Su horizonte, en ese contexto social, era bastante limitado. “Es posible que Sumo encuentre algún escollo a nivel difusión por cuanto el interpretar un material en inglés en los días que corren puede ser objeto de prejuicios o rechazos —decía la cobertura de Rosso sobre su show en La Cofradía publi­cada en el Nº 70, de mayo de 1982—. Pero en verdad sería una lástima si ello ocurriese ya que la música del grupo es de alto nivel y merece ser conocida por el gran público de rock”.

Stephanie Nuttal, integrante inglesa de Sumo, no tuvo más remedio que regresar a su país, pero la banda abrió un camino inédito en la historia de la contracultura argentina. Después del Festival de la Solidaridad Latinoame­ricana, el mapa del rock había cambiado buena parte de sus reglas, y pro­ductores incipientes como Grinbank, Iñurrigarro, Ohanian y Oscar López fortalecieron sus staffs con artistas no del todo ajenos a la lógica del mer­cado: Soda Stereo, GIT, Los Abuelos de la Nada, Virus… La aparición de los medios tradicionales y la inversión de las grandes discográficas provocaron un florecimiento, y sobrevino el aluvión de intermediarios. El rock argentino comenzaba a convertirse en un negocio muy redituable.

“Las guerras siempre han sido un monstruo de extraña dualidad —escri­bió Pettinato, medio año después de la rendición—. Por un lado han masacrado, destruido a mansalva todo lo que se ponía a su paso, y por otro, cuando ya flameaba alguna bandera blanca, comenzó con su período de involución, es decir; una herida que se da vuelta como un guante quirúrgico y retoma el camino del Hombre “Pacífico”. […] el arte, en general, siempre ha sufrido la guerra para más adelante haber gozado de una especie de ‘agradecimiento’ tácito. En nuestro país el Gobierno Argentino entabló una batalla que ha dejado un saldo que puede vivenciarse día a día… a través del desamparo, la confusión, la paranoia, el orgasmo tembloroso y desconcentrado, la vista hacia cualquier ángulo, sin saber qué hacer, qué decir, como solucionar, etc. Ya casi no hay diferencia entre una granada detonada y un peatón”.

En la misma nota —en realidad, un balance del año 1982— Pettinato decía: “La generación que fue a la guerra tenía alrededor de dieciocho años. Es decir, para que te ubiques; mientras algunos de nosotros recibían el boletín o la papeleta con el ‘4’ de la última materia que nos llevábamos a diciembre y nos íbamos a tocar o inventar un ‘tema’ en la pieza, estos chicos estaban empuñando un fusil, a muchos grados bajo cero. […] Muchos de esos purretes hoy deben estar empuñando una guitarra eléctrica o cualquier otro instru­mento. Y esos chicos son los que van a catalizar, de aquí a cinco años o más un nuevo proceso, una nueva química musical”.

“Si no sos capaz de creer en tu propia verdad, van a ser muchos los que se van a acercar para deformarte o confundirte —decía el director—. Si no sos capaz de reírte cuando tenés ganas, de callar cuando tenés ganas, de tocar cuando tenés ganas, de hacer lo que quieras cuando tenés ganas, entonces… me temo que será muy poca la diferencia que exista, a la hora del almuerzo, entre vos y tus Padres”.

Eran las últimas palabras escritas por Pettinato para el Expreso Imaginario. Era el último número de la revista.

 

Pan Caliente. ¡Queremos saber de qué se trata!

Después del apresurado final de Zaff!, Jorge Pistocchi se tomó unos meses para armar una nueva redacción y emprender el regreso a los kioscos. Con un grupo de gente que mezclaba viejos redactores del Expreso y Zaff! con algunos futbolistas amigos (¡sí, futbolistas!), logró darle forma a Pan Caliente, una revista que, desde el formato tabloide, parecía retomar con más fuerza el espíritu del primer Expreso.

El staff confirmaba esa idea. Bajo la dirección de Pistocchi, el equipo incluía a Ralph Rothschild como jefe de Redacción, Jorge Kaczewer como coordinador, y colaboradores como Pipo Lernoud, Uberto Sagramoso (corres­ponsal en los Estados Unidos), Jorge Nasser, Ana Reig, Mario “el Colorado” Rabey, Claudio Keblaitis, Guillermo Mikunda, Sergio Aisenstein, Pedro Conde, César Nieszawski, Pablo Perel, Resorte Hornos, José Luis D’Amato y Eduardo Abel Gimenez.

Con un repatriado Miguel Abuelo en la portada, Pan Caliente llegó a las calles durante mayo de 1981. El resto del sumario no ofrecía dudas sobre la dirección de la revista: una sección llamada “Caldera” con un puñado de notas breves sobre tecnología, un nutrido “Correo de lectores”, una analóga “Guía práctica” y el énfasis puesto sobre ejes como el indigenismo y el orientalismo. Con la gráfica, en ese sentido, se propuso reforzar el espíritu de la publicación con la incorporación de un diseñador permanente —Resorte Hornos, en la línea de Fontova— y la utilización de fotonovelas, ilustraciones y el recurso del fileteado como anclaje porteño.

Desde una estructura más frágil y con un staff menos sólido, Pan Caliente era una continuación desfasada del primer Expreso. Tanto es así que para el número de agosto de 1981, Pistocchi recreó aquella tapa del tomatazo para Travolta. Esta vez, el blanco no era el actor, sino Frank Sinatra (que, con pro­ducción ejecutiva de Palito Ortega, estaba próximo a actuar en el Luna Park), y el tomate era más bien un huevo. La fotonovela Los impalpables se encargó de justificar con humor la portada y, para completar el panorama, Ralph Rothschild y el propio director entrevistaron a Andrés Cascioli —director de Hum®—, que por esos días organizaba el Encuentro de Música Popular Argentina en el estadio Obras: una respuesta al concierto de “la Voz” con un line-up que iba desde el Cuchi Leguizamón hasta Spinetta, pasando por los MIA, el Cuarteto Zupay, Manal y Antonio Tarragó Ros.

La historia, sin embargo, se interrumpió tempranamente. Después de cinco números en ese camino, la redacción debió bajar sus persianas ante la imposibilidad de seguir financiando la publicación. A lo largo de los meses siguientes, Pistocchi comenzó a buscar modos alternativos para recaudar fondos hasta que se topó con la idea de un festival: un encuentro programado para el 2 de enero de 1982 en el estadio de Excursionistas, organizado por la propia revista con la ayuda de periodistas amigos, lectores y músicos. Nadie sospechaba que ese evento, espontáneo y con una estructura precaria, adqui­riría proporciones históricas.

Bajo un calor sofocante y la consigna “Para sacar una idea adelante”, desde las tres de la tarde comenzaron a desfilar por el escenario Alejandro Medina, León Gieco, Piero, Lito Vitale, Alberto Muñoz, Litto Nebbia y Destroyer junto con aquellos artistas que representaban musicalmente un cambio de guardia, como Alejandro Lerner y La Magia, Celeste Carballo y La Fuente. Los dos grandes momentos de la jornada, por diferentes razones, quedaron reservados para Los Abuelos de la Nada y Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota.

En su primer show multitudinario, la banda de Miguel Abuelo sorprendió a los tres mil espectadores —otras crónicas aseguran que había cerca de cinco mil— con un repertorio bailable y caliente que les valió no pocos tomatazos. Los Redondos, por su lado, ensayaron un destape democrático: en medio de clásicos tempranos como Un tal Brigitte Bardot, Nene Nena, El bazar de Wakeman & Fripp y Mariposa Pontiac, tocaron una larga zapada titulada Monona Blues que la célebre bailarina utilizó para quitarse las ropas.

Como consignan Laura Ramos y Cynthia Lejbowicz en su libro Corazo­nes en llamas, un suboficial de policía encaró a Pistocchi:

—“Pare esto. Esto no es un espectáculo. Es bochornoso —le dijo.

—El señor no tiene nada que ver —intervino Poly—. El señor Pistocchi no sabía que iba a hacer esto.

—O bajan ellas o subimos nosotros a bajarlas —fue terminante el unifor­mado.

—Espere un momento —le respondió Poly.

Sobre el escenario, Monona bailaba completamente desnuda y sin intención alguna de bajar. Una parte de los asistentes amenazaba con tirar las colum­nas de luces en tanto la policía aguardaba entre bambalinas. Finalmente, un redondito platense subió al escenario y envolvió a las bailarinas con mantas”.

A pesar de los apremios, los saldos del Festival fueron positivos. Después de Excursionistas, Patricio Rey amplificó su proyección capitalina y trabó relación con un performer que venía de una intensa estadía en la España del destape post franquista, donde había encuestado alrededor de mil per­sonas para un libro anónimo llamado La represión sexual en el franquismo. Su nombre era Enrique Symns.

La revista, por su lado, acabó encontrando el cauce para el retorno a los kioscos.

Después de una serie de idas y vueltas, Gabriel Levinas —también editor de El Porteño, aparecida en enero del 82— se convirtió en el responsable ejecutivo de una versión más austera de Pan Caliente: combativa y vestida de rústico papel obra impreso en blanco y negro. Una etapa que significó, a su vez, el debut periodístico de quien dejaría una huella imborrable en los años ochenta al frente de la mítica Cerdos & Peces. “Sin saber por qué, con esa intuición demente, Jorge Pistocchi, que era el editor, el dueño, me convocó —recuerda Symns, que fue incorporado como secretario de Redacción—. Yo no tenía la menor experiencia…”.

Gracias al background del propio Symns y la explosión de un nuevo teatro alternativo, el medio comenzó a reflejar con fuerza esa incipiente movida underground. En 1981, incluso, auspició la Muestra de Otoño de MEEBA: para entonces Resorte Hornos, su mentor, había dejado a un lado sus trabajos con el Expreso para encargarse del arte de Pan Caliente.

De esa edición de la Muestra de Otoño, además de los números de siempre, participaron Raúl Cela, Luis Nicitich, Jorge Altamirano, Ricardo Gómez, Yabor, Viracocha y algunos nombres emergentes de una nueva gene­ración, como Vivi Tellas y el grupo de raíz callejera San Pedro Telmo. Al año siguiente, la sede de Carlos Calvo les iba a quedar chica, y no quedaría más remedio que mudar las Muestras por primera y última vez al Centro Dramá­tico Buenos Aires del pasaje San Lorenzo y Defensa. Allí se sumaron Claudia Bielinsky y Kassandra en pintura, una jovencísima Hilda Lizarazu expuso sus fotografías y tocaron en vivo Pedro Conde, Alberto Muñoz, Fontova y sus Sobrinos, María José Cantilo, Jorge Durietz y Huancara. Symns, por su lado, realizó los monólogos que le darían prestigio en el under.

Poco después, la movida derivaría en el ciclo Encuentro del Parque —también organizado por Resorte junto con Litto Zetton—: el embrión de la escena que, durante la primavera alfonsinista, desembocó en espacios simbó­licos como Zero, el Bar Einstein y el Parakultural con personajes como Diana Nylon, Katja Alemann y Omar Chabán.

Pan Caliente, mientras tanto, exhibía una nueva personalidad. Bajo el poderoso influjo de Symns comenzó a publicar notas que iban desde la salud erótica de la población de Buenos Aires hasta la vibración callejera de San Telmo, proponiendo una liberación definitiva de las ataduras del Proceso.

En el sumario de la revista, el fresco de los estratos marginales y subur­banos de la sociedad porteña que Cerdos & Peces acuñaría como objeto de su trabajo podía convivir con la medicina herbaria hippie. El encuentro de dos décadas sintetizado en dos miradas: el enfoque universalista y colectivo de los setenta —cultivado al pie de la hoja de marihuana— frente a la explosión hedonista y urgente que los años ochenta agitaron en el borde de la noche cocainómana.

En efecto, Pan Caliente giró sobre su costado más político y directo, anti­cipándose a la ética y a la estética que iban a ser hegemónicas en los medios underground de los ochenta. No en vano el primer número después del período de inactividad se publicó hacia mayo-junio del 82: las referencias a la guerra de Malvinas, en este caso, no vinieron con el silencio. Todo lo con­trario. La revista volvía porque tenía cosas para decir. Muchas. Como las del editorial de julio de 1982:

Hoy los soldados comienzan a regresar del espanto. Un destino incierto los espera. Desde los kioskos un conocido semanario los saluda con un “mucha­cho, ahora te queremos más que antes”. Suena como una burla cruel de parte de ese periodismo que ya ha comenzado a recibir el repudio de la gente desen­gañada. Porque si algo les faltó a esos chicos, fue el amor. Además de justicia y libertad. Si esos valores no se recuperan, los jóvenes terminarán por pensar que en realidad no existen.

Una verdadera ética es, a su modo, también una estética. La radicalización de Pan Caliente, en ese sentido, acabó afectando no solo los temas, sino tam­bién el estilo. Los títulos hablan por sí solos: “De una vez por todas queremos saber de qué se trata”, “La psicosis de la guerra”; “Todos somos culpables. ¿De qué?”; “La militarización de la cultura”…

Frente a la intención cuestionadora, los lectores respondían desde el correo. “Quiero contarles que tengo bronca —decía la carta de Marcelo Lauber—. Mucha bronca. De esa que también es esperanza y se manifiesta sin fusiles y sin bombas. ¿Por qué? Bueno, sucede que en los kioskos venden simbolitos de la paz y los cuelgan justito al lado de las ametralladoras de plástico, que tam­bién venden, debajo de las cuales están perfectamente ordenaditas una serie de revistas (o así parecen) que ahora nos muestran la guerra en ‘fotos nunca vistas antes’ y que en su momento no mostraron”.

Otro lector, durante el mismo período, hablaba de una “Argentina violen­tada, violada, estuprada por esa secta de fariseos uniformados que la vienen sometiendo ininterrumpidamente desde el 24 de marzo de 1976”.

Después de años de represión, tanto los lectores como los propios perio­distas empezaban a liberar su voz. El “joven sospechoso” salía de su habita­ción y poco a poco, en los espacios públicos, se producía el reencuentro de una generación silenciada. La palabra democracia volvía a pronunciarse en voz alta y, en las letras de molde de su portada, Pelo hablaba de “La hora del rock nacional”. En el seno del movimiento, sin embargo, se incubaba la discordia.

“Entré en contradicción con Pan Caliente cuando todo el movimiento musical del rock participó del evento Encuentro por Malvinas [sic: una refe­rencia al Festival por la Solidaridad Latinoamericana], organizado por la dic­tadura para encubrir sus delitos y legalizarse públicamente —dice Symns—. Alberto Silva y yo lo señalamos como la gran traición del rock, como uno de los eventos más siniestros de la historia del género, porque eso nunca había sucedido en ninguna parte del mundo […]. Eso generó desacuerdos con Pis­tocchi, quien criticaba a la dictadura pero no al rock”.

Tras un puñado de números conviviendo con esa contradicción, la tensión devino en una pelea de larga data que tuvo su correlato físico. Pistocchi acusó a Symns de traición y, desde entonces, sus caminos no volvieron a cruzarse. La última vez que eso sucedió, el fundador del Expreso agarró de las solapas al monologuista y lo puso contra la pared: nunca lo perdonaría.

Con la experiencia de Pan Caliente cerrada, el editor Gabriel Levinas abrió un nuevo camino para Symns. A comienzos de 1983, editó el primer número de Cerdos & Peces, el autoproclamado “Suplemento marginoliento de El Porteño”. Una creación de Symns que, pese a las amenazas y la cen­sura, se terminaría convirtiendo en una revista autónoma a partir de abril de 1984.

Era el momento de Symns. Inspirado por publicaciones como la espa­ñola Ajoblanco y la mirada de Hunter S. Thompson, se sumergió en el perio­dismo gonzo para retratar el lado más oscuro del Buenos Aires way of life. Para Pistocchi, sin embargo, sobrevino el repliegue. Alejado de los medios de comunicación, encontró su lugar en un oscuro subsuelo del centro, donde algunos años más tarde, fundaría una galería de arte con el videasta Joaquín Amat y donde tanto Kleiman como Rosso tendrían sus disquerías: la Bond Street.

 

Triángulo de comunicación
1981-1982. Guerra de Malvinas y difusión masiva del rock

“¿Hubiera tardado el rock nacional más tiempo en salir de la pura repre­sentación para ingresar a la repetición de no haber mediado Malvinas? —se pregunta Pujol en el libro Composición libre— Yo creo que sí; que la guerra de Malvinas terminó siendo un precipitante de muchas cosas, y entre ellas la masificación del rock nacional, ese oxímoron escandaloso”.

Si bien los regresos de las bandas seminales y el surgimiento de una nueva camada propició una escalada del rock a partir de 1981, el contexto radiofó­nico y televisivo pos-Malvinas ensanchó radicalmente la base etaria y social del público de rock. El “Correo de lectores” del Expreso, en ese sentido, con­centró todos los aspectos del cambio: el choque de generaciones, las estéticas cruzadas, la mera moda, la mercantilización.

Postergado de las primeras a las últimas páginas —acaso un símbolo de la importancia que pasaba (o dejaba) de tener— el “Correo de lectores” se fue transformando en una tribuna para la confrontación de gustos y opiniones musicales. Un cabildo abierto cuyos ejes centrales fueron tanto los valores de la experiencia punk como la existencia de un “verdadero rock nacional”.

“Al punk no le interesan las florcitas y los pajaritos, para eso está [el humo­rista] Mario Sánchez —decía Javier Huevos en diciembre de 1981—; noso­tros hablamos de lo que nos hace sentir mal, de lo que también a ustedes les molesta, con la diferencia de que nosotros lo decimos, y a los gritos. Qué me importa si no toco como Page o Hendrix, si ellos no hacían más que hablar pavadas, si, pavadas”.78 Fiel a su estilo, la redacción respondía echando leña al fuego: “¡Eso! ¡Eso! A mí no me importa tocar como Javier Huevos si él solo dice pavadas sobre nosotros –Jimmy Page”.

“Pienso que el rock nacional no existe —apuntaba otro lector, en ese mismo número—. Los argentinos somos indios latinos a los que les inyec­taron cultura europea […] todos los argentinos copian música sajona, por lo tanto esos cuentos de la fusión y la identidad nacional son gansadas”.80 La respuesta apenas se hizo esperar. Dos meses más tarde, se publicó: “Perdón flaco, pero Litto Nebbia, ¿Qué carajo es? Ah… Y Sui Géneris?”.

A pesar del intercambio intenso y hasta los exabruptos, la sección no des­puntaba su potencial comunicativo. Como los cruces de clubs de fans que poblarían páginas y páginas de las revistas teen durante los noventa, las cartas del Expreso se empantanaban en elogios, saludos o discrepancias adolescentes.

En ese sentido, la llegada de Queen y la feroz crítica de la revista publi­cada en el número 56 dispararon algunas de las disputas más aguerridas. Al mes siguiente, solo dos cartas escaparon al tema. El resto se dividió entre los que apoyaban la opinión de los redactores y quienes no podían siquiera dar crédito a la cobertura.

Por medio de esta carta quiero expresar mi tremenda indignación y pena por la nota sobre Queen […] se quieren hacer los graciosos o chistosos cuando escriben la nota, y la verdad es que dan ganas de ponerse a llorar de lástima […] ¡Dios salve a Queen! de los bárbaros como ustedes.
¡Viva la revista Pelo! (Nº 57, IV-1981).

En la tribuna de enfrente, otro lector se burlaba de la banda y su público:

Mercury haciendo ademanes de todo tipo a las ruborizadas señoritas de buena familia que le sonreían complacidas. Brian May (qué tristeza, iba a verlo a él) poniendo caritas de “mi hombre sin noche” […]; los otros dos no existen; Taylor con su truchita de ángel y “crees que soy sexy” no transpiró un tema y Deacon (por lo menos con más vergüenza) azotando torpemente su bajo (ojalá no lo haya visto Pedrito Aznar, porque se indigesta), durante todo el recital (Nº 57, IV-1981).

Un poco ajenos a esas polémicas domésticas, algunos lectores de la pri­mera guardia se manifestaban desconcertados y hasta recelosos con el nuevo Expreso. Entre ellos estaba, por ejemplo, Federico Ghazarossian. En enero del 82, el futuro fundador de Don Cornelio y la Zona, Los Visitantes y Acora­zado Potemkin escribía una carta con visos de nostalgia: “Me acuerdo de las notas de Poesía China, mataban, y las de ecología, Little Nemo (tuve oportu­nidad de leerlo cuatro veces, que bueno ¡che!)”.

Mario Alberto Sánchez, otro lector que se reivindicaba como de la pri­mera guardia (decía que, alrededor de 1979, había defendido al Expreso ante una carta publicada en Hum® en la que sentía ofendida a la revista porque se la mencionaba como solo “una revista de rock”), resumía el sentimiento de buena parte de su generación:

Ustedes eran un vínculo entre todos nosotros, que además de música nos brindaban poesía, cuentos, notas sobre ecología, comunidades, etc. Hoy […] si tuviera que enfrentar esa situación, con mucho dolor, tendría que bajar la cabeza y decir: “sí, Expreso Imaginario es solamente una revista de rock” […] Quizá haya que aceptar que a pesar de la reconciliación pasajera, el anunciado divorcio Expreso-Mordisco, finalmente se concretó, sólo que, luego de la sepa­ración, Mordisco se llama Expreso, y Expreso se llama Pan Caliente (Nº 63, X-1981).

Como corolario, Sánchez publicó un aviso en “El rincón de los fenicios” donde ofrecía hasta 50.000 pesos por el único número de la historia que permanecía agotado: el 7. Era uno de los tantos lectores que, como María Ledesma (decía “extrañar notas como: la maratón naturista, parto natural, siendo imprescindibles” en el número 61) o Analía Bernardo (no entendía cómo nadie enviaba cartas al correo opinando sobre artículos referidos a Philip Slater o el filósofo Jalfen), demostraban un sentimiento parecido al despecho: la revista que les había pertenecido no dialogaba más con ellos.

En lugar del espacio de contención y diálogo que la había convertido en un espacio de resistencia cultural durante buena parte de la dictadura, la nueva encarnación del Expreso parecía inclinarse por funciones más utilitarias. No casualmente “El rincón de los fenicios” empezó a solidificarse como un espa­cio concreto de servicios. Aquellos pedidos personales en busca de contacto humano fueron desplazados al fondo, y el primer lugar, quedó reservado para “¿Qué te puedo enseñar?”, un apartado donde algunos nombres relevantes del circuito ofrecían sus clases musicales a los lectores de la revista. Por allí desfilaron los nombres de Yabor, Bernardo Baraj, Diego Rapoport, Rinaldo Rafanelli y Abuelos de la Nada como Cachorro López y Gustavo Bazterrica.

Miguel Abuelo, por su lado, publicó una serie de avisos insólitos: “Miguel Abuelo vende un par de skies para adulto y un par de skies para niño, sin botas; de segunda mano. Buen estado”.

O, por ejemplo:

Miguel Abuelo extravió una guitarra modelo Ibanez Jumbo con un pre­cioso estuche en la noche del 1 al 2 de abril. Como es bastante ingenuo, supone que puede ser factible que algún otro ingenuo de corazón la pueda haber encontrado, a las 3 de la madrugada a la altura del 5065 de la Av. Santa Fe. Cualquier noticia avisar prontito a la redacción del Ex-preso imagino oir. Se recompensará c/ happenings, pollos y cremas. Firma: Miguel Abuelo.

“Yo no sabía cómo se hacía para tocar —recuerda Daniel Melero—. De ser público quería pasar a ser músico. Entonces, contestaba todos los avisos del Expreso Imaginario, aunque pidieran trompetista. Salió uno de Richard Coleman que pedía gente que escuche a Bowie y a Visage. Y llamé”. Esa unión dejó como saldo, finalmente, la formación de Siam: una temprana banda compañera de ruta de Soda Stereo y embrión de los Fricción.

Cada uno de esos avisos y los del apartado “Puro grupo” fueron poster­gando a los mensajes personales hacia el fondo de la sección. Desde luego, todavía llegaban cartas de personas que buscaban conocer amigos, cartearse o intercambiar material; el espíritu, sin embargo, ya no era el mismo. De la libido de los clubs de fans a las amenazas veladas, muchos de esos mensa­jes alcanzaron un tono críptico: “Charly; devolveme los cuatro palos del día que te rompieron la cara”, “¿Qué pasó con los Pipos? Estamos esperando! Carlos Lasagna y sus 147 amigos”; o el redundante pero aún formidable: “Quisiera comunicarme con gente gay que sean músicos. Para hacer música y curtir”.

Pese a todo, el “Rincón de las publicaciones subterráneas” permaneció prác­ticamente intacto. Incluso podría aventurarse que, hacia el final de la revista, nunca dejaron de sumarse nuevos medios. Riachuelo, Figaro, Retruco, Espacios, Cosmos, Mamut, Mr. Bidet, Noesis, Rocksario, Rincón del Tuza, Metafrasta, Bronca, La Puerta, La luna que se cortó con la Botella y Crear Paisajes eran los nombres de algunos de ellos. Todas, de una manera u otra, eran las semillas florecidas de aquella idea que Pistocchi y Lernoud habían esgrimido en 1976.

Estación imposible : Expreso Imaginario y el periodismo contracultural
El libro cuenta con suma precisión lo que fue el Expreso Imaginario –sus momentos y peripecias, sus hacedores y lectores, sus temas y estilos- pero también cuando y por qué fue lo que fue.
Publicada por: Gourmet Musical
Fecha de publicación: 06/01/2016
Edición: 1a
ISBN: 978-987- 3823- 09- 1
Disponible en: Libro de bolsillo

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