sábado 12 de octubre de 2024
Lo mejor de los medios

«La física cuántica», de Juan Pablo Paz

La física cuántica es uno de los mayores logros de la ciencia del siglo XX. Lejos de la mística o el esoterismo, esta teoría que nació para poder explicar el comportamiento de la luz ha sido comprobada una y otra vez en algunos de los experimentos más bellos de las ciencias naturales. Sin las ideas de la cuántica no habría computadoras, reproductores de DVD, transistores o aparatos para medir qué le pasa a nuestro cerebro cuando está pensando. Como toda la ciencia, la física cuántica nos ayuda a entender de qué estamos hechos, y ha sido de lo más exitosa en esta misión.

Claro que en el camino nos ha enfrentado con paradojas, electrones que se escapan cuando los miramos, gatos imaginarios que pueden estar vivos y muertos al mismo tiempo, casamientos irrompibles entre pedacitos de materia que están dispersos por el mundo y, quizá, la teletransportación (sin hacernos ilusiones porque, como casi todo lo que esta teoría explica, se reduce al mundo de lo infinitamente pequeño).

Cien años después de que sus creadores la presentaran y demostraran, seguimos teniendo un profundo desconocimiento de esta teoría fundamental. Es hora, entonces, de que alguien nos explique de una vez por todas de qué se trata la física cuántica. En este libro Juan Pablo Paz, uno de los científicos argentinos más reconocidos en el mundo, viene a guiarnos por un universo fascinante, que a veces atenta contra el sentido común, pero que siempre nos desafía a entender la naturaleza, por extraña que pueda resultar.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

6 – El qubit, el más cuántico de todos los objetos

En este capítulo vamos a describir la naturaleza del más cuántico de todos los objetos físicos: el qubit, nombre que se utiliza como abreviatura de “bit cuántico” (por razones que explicaremos a continuación). Primero daremos una definición abstracta para, luego, intentar convencerlos de que en la naturaleza hay muchos objetos que se comportan como qubits.

La característica principal del qubit es la siguiente: cuando medimos cualquiera de sus propiedades, obtenemos solamente dos valores. Es un sistema cuántico dicotómico. Los valores de sus propiedades pueden asociarse, arbitrariamente, a alternativas excluyentes, como blanco o negro, 0 o 1, verdadero o falso, arriba o abajo, etc.

Dijimos que el qubit es el “más cuántico” de todos los objetos. ¿Cuál es el motivo de esta afirmación? La cuántica nació cuando se descubrió que ciertas propiedades de los objetos sólo pueden tomar determinados valores y, por lo tanto, tienen un carácter granular o discreto. Por ejemplo, Planck postuló que la energía luminosa en una cavidad está almacenada en paquetes, lo que le permitió explicar las propiedades de la radiación del fuego sagrado (o cuerpo negro). Einstein extendió esta idea proponiendo que un haz de luz está formado por paquetes (fotones) que transportan energía y momento. En consecuencia, tanto en la cavidad de Planck como en el haz de luz de Einstein, la energía total es siempre la suma de las energías de los paquetes y sólo puede variar de a saltos discretos. Desde el origen de esta rama de la física, lo discreto fue sinónimo de lo cuántico.

La energía de un haz de fotones –o la de los electrones, en el átomo de Bohr– sólo varía en saltos, pero puede tomar un número infinito de valores distintos, y cada uno puede ser rotulado por un número entero n = 0, 1, 2, 3, etc. Los creadores de la física cuántica pensaron que debería haber objetos con propiedades que no sólo variaran de a saltos, sino que también tomaran un número finito de valores. El qubit es el caso más extremo: como en cualquier medición se obtienen sólo dos resultados, es el más cuántico de todos los objetos.

La existencia de dos respuestas distintas para cualquier pregunta que podamos formular a un qubit nos induce a pensar que un sistema de este tipo puede usarse para almacenar información. Por cierto, en las computadoras ordinarias, la información está codificada de manera binaria. Cualquier texto se guarda en la memoria de nuestras laptops y netbooks o en nuestros teléfonos como una secuencia de ceros y unos. Cada una de estas unidades de información es lo que denominamos un “bit” (un bit es una unidad binaria de información).

A diferencia de los bits, aquí describiremos ni más ni menos que a los bits cuánticos. De ahí surge el nombre “qubit”, presentado por Ben Schumacher en 1993, durante una conferencia en Turín (a la que este autor tuvo el gusto de asistir). Como ustedes imaginarán, aquellas computadoras en las que la información está almacenada en qubits son las computadoras cuánticas, mucho más poderosas que sus parientes clásicas (algo de lo que hablaremos en el capítulo 9).

Aquí analizaremos el extraño mundo de los qubits de manera abstracta y, luego, describiremos brevemente el sistema natural más sencillo y célebre que se comporta como un qubit: el espín –o, como se suele usar, spin, en inglés– del electrón.

 

El qubit y el cubo cuántico

Podemos imaginar al qubit como un objeto un tanto misterioso, ubicado en el interior de un cubo. Las seis caras del cubo pueden abrirse. Al abrir una cara, medimos una propiedad del qubit y registramos un resultado binario: 0 o 1. Hasta aquí, nada extraño… Pero el cubo cuántico tiene las siguientes rarezas:

  • No podemos abrir simultáneamente dos caras adyacentes. Sólo podemos abrir al mismo tiempo cualquier par de caras opuestas. Al hacerlo, si en una cara observamos un 0, en la opuesta observaremos un 1.
  • Las caras adyacentes pueden abrirse una tras otra. Al hacerlo observamos azar: si al abrir una cara registramos un resultado (que se repite si la cerramos y la abrimos repetidamente), al abrir una cara adyacente observaremos resultados inciertos. Al repetir este proceso veremos que la mitad de los resultados de la primera y segunda caras son distintos y la otra mitad son idénticos; es decir, si en la primera cara registramos un 0, en la segunda podremos registrar 0 o 1 con igual probabilidad. En el cubo hay azar.
  • Abriendo tres caras, una tras otra, nos sorprenderemos aún más. Al abrir una observamos un 0; luego, en la segunda, adyacente a la anterior, observamos 0 o 1 con igual probabilidad. ¿Y si volvemos a abrir la primera tras haber abierto la segunda? Sorprendentemente, el resultado será incierto. Repitiendo esto muchas veces verificamos que, en la mitad de los casos, el resultado de la segunda apertura de la primera cara es distinto que el registrado la primera vez (y en la otra mitad, el resultado es idéntico); es decir, al abrir una cara del cubo generamos azar en cualquier cara adyacente.

La metáfora del cubo cuántico es la siguiente: dentro del cubo hay un objeto, el qubit, pero sólo podemos interactuar con él midiendo sus propiedades, lo que hacemos abriendo una de las caras. Nunca vemos el objeto en sí: sólo vemos una de sus múltiples facetas, de a una por vez, ya que son mutuamente incompatibles. Las caras del cubo son sólo canales que nos permiten interactuar con el qubit.

El cubo tiene tres pares de caras opuestas que, al abrirse simultáneamente, dan siempre resultados opuestos; por eso las caras del cubo representan sólo tres propiedades distintas y no seis (las caras opuestas, que pueden abrirse en simultáneo, dan resultados opuestos y redundantes). Las caras adyacentes representan propiedades complementarias entre sí: no sólo es imposible medirlas simultáneamente, sino que cada vez que una de ellas toma un valor preciso, el resultado obtenido al abrir la otra es incierto (los dos valores posibles son igualmente probables).

Al abrir una cara del cubo medimos una propiedad y, por lo tanto, preparamos un estado del qubit. Como vimos antes, estos estados están descriptos por ondas cuánticas. Tomemos una cara cualquiera. Para cada resultado registrado en esa cara tenemos ondas asociadas a las que podemos llamar Ψ0 y Ψ1. Estas ondas son los instrumentos matemáticos que nos permiten predecir las probabilidades de los resultados que obtendríamos si abriéramos las otras caras. No describiremos aquí de qué manera se hace eso; lo único que queremos mencionar es que, como todas las ondas, estas ondas cuánticas se pueden superponer (sumar o restar, por ejemplo). Al hacer eso generamos otro estado de un qubit; por ejemplo, hay un estado descripto por la onda (Ψ0 + Ψ1) en el cual las dos alternativas (0 y 1) están presentes a la vez. La superposición de ondas cuánticas es clave en la vida del qubit… Pero si este párrafo les pareció críptico, no se asusten y sigan leyendo. ¡Prometo no mencionar más ondas cuánticas por un rato!

La imagen del cubo cuántico es poderosa, pero demasiado restringida. El motivo es que un qubit no tiene solamente tres propiedades observables, sino muchas más. Para cada propiedad observable debemos agregar un nuevo par de caras opuestas al cubo, que, de ese modo, se transforma en un poliedro con muchas caras. ¿Y cuántas propiedades distintas tiene un qubit? Resulta que ese número es infinito; por lo tanto, la imagen correcta para un qubit es la de una “esfera cuántica”, que analizaremos luego.

Según la mecánica cuántica, si abrimos una cara del cubo y registramos un resultado, entonces los valores que registraríamos si abriéramos otra cara adyacente “no existen”. Después de abrir la primera cara, el qubit todavía no decidió qué valor nos mostrará su segunda: “los experimentos que no se realizan no tienen resultados”. Más adelante, usaremos los qubits para demostrar esta afirmación indigesta.

 

La esfera cuántica

El cubo describe la física del qubit sólo para experimentos en los que se miden tres propiedades mutuamente complementarias. Para poder representar un caso más general, con un continuo infinito de propiedades medibles, debemos usar la esfera cuántica, que ahora sí resulta una imagen completa. El qubit puede pensarse, entonces, como un objeto ubicado en el interior de una esfera. En cualquier punto de la esfera podemos destapar un agujerito para espiar su interior –tal como lo hacíamos abriendo las caras del cubo cuántico–. De ese modo, medimos una propiedad del qubit y obtenemos un resultado binario: 0 o 1. Las características de la esfera cuántica son muy similares a las del cubo:

  • Sólo los agujeros ubicados en las antípodas pueden abrirse simultáneamente (y al hacerlo se observan resultados opuestos).
  • Si se abren, uno tras otro, dos agujeros distintos, los resultados obtenidos son inciertos.
  • Si se abren sucesivamente dos agujeros distintos y, luego, se vuelve a abrir el primero, el resultado obtenido puede no coincidir con el registrado en la primera apertura.

Hay diferencias sutiles, pero importantes, entre el cubo y la esfera cuánticos. En el caso del cubo, la probabilidad de obtener resultados idénticos al destapar caras adyacentes era siempre 1/2 (es decir, en la mitad de los casos se obtenían resultados idénticos y en la otra mitad, resultados diferentes). En cambio, en el de la esfera, la probabilidad de obtener resultados iguales depende de la posición de los agujeritos. Más específicamente, depende del ángulo formado entre las rectas que conectan cada agujerito con el centro de la esfera.

La fórmula cuántica que establece la dependencia de la probabilidad con el ángulo θ (la letra griega que se pronuncia “theta”) es simple, pero no vale la pena discutirla aquí.1 Daremos sólo algunos ejemplos: si el ángulo θ entre los agujeritos es de 90° (lo que ocurre cuando un agujero está en el “polo norte” de la esfera y el otro, en algún punto sobre el “ecuador”), la probabilidad de observar resultados iguales es exactamente 1/2. Esto es lo que ocurre en el cubo (lo cual es razonable, ya que sus caras forman ángulos de, claro, 90°); es decir, el cubo cuántico es un caso particular de la esfera cuántica en el que nos restringimos a abrir agujeritos separados siempre por 90°. En cambio, si el ángulo θ es igual a 120° (lo que ocurre cuando un agujero está en el polo norte y el otro, en algún punto del paralelo de 30° de latitud sur, que pasa casi por la ciudad de La Rioja en la Argentina), la probabilidad de obtener resultados iguales disminuye a 1/4. Es decir, en ese caso, es más probable que los resultados sean distintos, lo que ocurrirá en tres de cada cuatro ocasiones.

 

Qubits en la naturaleza: el spin del electrón

Hasta aquí, presentamos una definición “abstracta” del qubit. Pero, a diferencia de la matemática, la física es una ciencia cuyo objetivo es describir la naturaleza. ¿Qué tienen que ver el cubo o la esfera cuántica con la naturaleza? Como veremos, estos objetos exóticos describen experimentos que involucran objetos muy reales. El qubit más famoso es el spin de algunas partículas, como el electrón. El spin es una propiedad intrínseca del electrón que puede imaginarse como una flecha que es transportada por esa partícula. Pero claro, pensar el spin como una flecha es, nuevamente, demasiado abstracto. En realidad, el spin es algo así como un pequeño imán (y un imán, como veremos, se describe de forma apropiada como una flecha).

Todo imán tiene dos polos: norte y sur. Los polos opuestos se atraen y los idénticos se repelen. Por eso, un imán puede describirse como una flecha dirigida del polo sur al norte, cuya longitud está asociada a la intensidad del imán: las flechas largas corresponden a imanes intensos y las cortas, a imanes débiles (que no se pegan bien a nuestra heladera). Entonces, la próxima vez que alguien les entregue un imán, pueden pensar que les están dando una flecha.

En Berlín, en el año 1922, Otto Stern y Walther Gerlach hicieron una serie de experimentos para investigar el origen del magnetismo. Se preguntaban si cada átomo llevaba consigo un pequeño imán y, en tal caso, cuáles eran sus propiedades. En busca de respuestas, inventaron un aparato que les permitía medir la proyección del imán a lo largo de algún eje. ¿Qué es la proyección de una flecha sobre un eje? Para entenderlo, les propongo que dibujen una flecha en esta hoja (o en una hoja en blanco, si prefieren). Para medir su proyección sobre el margen inferior del papel, pueden imaginar que iluminan la hoja desde el margen superior y suponer que la flecha no deja pasar la luz: la longitud de la sombra que se vería en el margen inferior indica la proyección de la flecha sobre ese margen. Además, si la sombra de la punta de la flecha queda a la derecha de la de la cola, diremos que la proyección es positiva y si queda a la izquierda, será negativa. Entonces, la proyección de una flecha sobre un eje es un número cuyo signo nos indica la orientación de la flecha y cuya magnitud señala el tamaño de la sombra proyectada sobre ese eje.

La idea de Stern y Gerlach para medir la proyección del imán atómico a lo largo del eje ez fue ingeniosa: enviaban átomos moviéndose en una dirección perpendicular a ez y lograban desviar su trayectoria en un ángulo proporcional a la proyección del imán sobre ez. Midiendo el ángulo obtenían la proyección del imán. No describiremos el detalle de este ingenioso aparato, que tiene una enorme importancia.2

El experimento de Stern y Gerlach tuvo un resultado sorprendente: los átomos de plata que utilizaban se desviaban siguiendo dos trayectorias distintas: una formaba un ángulo hacia arriba y la otra, el mismo ángulo hacia abajo. Sólo dos trayectorias sin nada intermedio; es decir: el experimento muestra que la proyección del imán atómico sobre el eje ez sólo toma dos valores, uno positivo y otro negativo, ambos de la misma magnitud. Stern y Gerlach comprobaron que lo mismo sucedía al medir la proyección del imán a lo largo de cualquier eje; es decir, la proyección del imán atómico a lo largo de cualquier eje toma sólo dos valores (de igual magnitud y de signo contrario). Al medir la intensidad del imán, a la que los físicos llamamos “momento magnético” y denotamos con la letra griega μ (que se pronuncia “mü”), Stern y Gerlach descubrieron que el valor de μ está relacionado con la constante de Planck (h), la carga y la masa del electrón (e y m) y la velocidad de la luz (c): μ = eh/4πmc. La presencia de la constante de Planck en esta fórmula fue un indicio de que estábamos frente a un imán cuántico. El hecho de que al medir cualquier proyección del spin obtengamos dos valores es el indicio inequívoco de que nos encontramos frente al primer ejemplo real de un qubit.

Al poco tiempo, quedó claro que el imán atómico tenía su origen en el de los electrones. En un principio se pensó que el electrón estaba magnetizado debido a corrientes que circulaban en su interior, generadas por el giro de está partícula sobre sí misma, movimiento al que se denominó “spin”; tiempo después, quedó claro que esta magnetización es una propiedad intrínseca desvinculada del movimiento de cargas. El spin, entonces, es una flecha (un vector, diría un amigo matemático). Pero es una “flecha cuántica”, ya que cada vez que medimos su proyección sobre cualquier eje obtenemos dos resultados: “arriba” o “abajo” (alternativas binarias que, arbitrariamente, denominaremos “0” y “1”). Para describir por completo los experimentos que involucran el spin debemos apelar a la esfera cuántica. Las propiedades de esa flecha cuántica son sus proyecciones a lo largo de cualquier eje. Dado que hay tantos ejes como puntos en la esfera, la superficie de este objeto describe bien el conjunto de magnitudes observables. Como dijimos, cada vez que medimos una proyección obtenemos un resultado binario, tal como ocurre con un qubit. Además, si analizamos secuencias de experimentos de Stern y Gerlach (es decir, primero medimos una proyección y, luego, otra), los resultados son idénticos a los que describimos cuando presentamos la esfera cuántica: los valores establecidos en mediciones sucesivas son aleatorios y la probabilidad de que estos sean iguales depende del ángulo sobre la esfera, tal como discutimos antes.

 

Qubits por todos lados…

El spin del electrón no es, ¡ni por asomo!, el único caso de un sistema natural que se comporta exactamente como un qubit. Por cierto, en primer lugar, es bueno aclarar que hay muchas partículas con spin y que esta propiedad es muy utilizada en varias tecnologías modernas. Las partículas que habitan el núcleo atómico, el protón y el neutrón, tienen spins, al igual que el electrón. El spin nuclear de varios átomos que están naturalmente presentes en moléculas orgánicas (como el hidrógeno y ciertos isótopos de carbono, nitrógeno, fósforo, etc.) es la clave para el fenómeno de la resonancia magnética nuclear. Este fenómeno fue fundamental para el desarrollo de una técnica que revolucionó el diagnóstico médico por imágenes. Todos estos núcleos se comportan como qubits, y en un resonador magnético podemos lograr, en algún sentido, que los qubits bailen una danza cuya música podemos diseñar casi a gusto. Esta técnica ha sido usada con fines más exóticos que las imágenes médicas, como, por ejemplo, para el desarrollo de las computadoras cuánticas.

Pero también hay otros qubits, además de los provistos naturalmente por los spins de los electrones o los núcleos. En ciertas circunstancias, algunos átomos se comportan como si fueran qubits. En efecto, si bien los átomos tienen un número infinito de niveles de energía disponibles para sus electrones (tal como lo describe el modelo propuesto por Bohr), en muchos experimentos es posible obligarlos a comportarse tal como lo harían si tuvieran solamente dos niveles. Los físicos hablamos de “átomos de dos niveles” (o de tres niveles, de cuatro, etc.) para describir esas situaciones. Para comportarse de ese modo, un átomo tiene que estar muy bien aislado y sometido a la acción de fuerzas externas que, al perturbarlo, lo lleven de uno de estos niveles al otro, y viceversa, sin que exista ninguna probabilidad de que el electrón pase a alguno de los otros niveles, que, de ese modo, permanecen ocultos. En estas condiciones, los átomos también se comportan como qubits.

La luz, en algunas circunstancias puede comportarse como un qubit. En efecto, eso es posible en experimentos en los cuales sólo puede propagarse por dos caminos (en ese caso, tal como ocurre en el experimento de las dos rendijas, la luz puede deslocalizarse y recorrer ambos caminos a la vez). Asimismo, la polarización de la luz se manifiesta como un qubit, uno de los más utilizados en experimentos modernos.

También hay qubits mucho más sofisticados y macroscópicos. Uno de los más notables está provisto por algunos dispositivos superconductores (un superconductor es un material que conduce la electricidad sin ofrecerle ninguna resistencia, es decir, sin disipar energía). Los qubits superconductores son anillos de material superconductor con una pequeña región de otro material (semiconductor) y tienen la propiedad de comportarse como “sistemas de dos niveles”. En ellos, los estados a los que denominamos “0” y “1” anteriormente, son estados en los que circula una corriente eléctrica en un sentido o en el opuesto.

Podríamos seguir con una larga lista de qubits realistas. Esa lista incluiría objetos extraños, como los puntos cuánticos, o dispositivos que aprovechan el peculiar comportamiento de los electrones en las vecindades de átomos de nitrógeno en cristales de diamante, etc., pero nuestro objetivo no es abrumarlos con la descripción de fenómenos complejos; por el contrario, queremos, simplemente, dejar claro que el mundo, como dijimos, está lleno de qubits.

La Fisica Cuantica
En este libro Juan Pablo Paz, uno de los científicos argentinos más reconocidos en el mundo, viene a guiarnos por un universo fascinante, que a veces atenta contra el sentido común, pero que siempre nos desafía a entender la naturaleza, por extraña que pueda resultar.
Publicada por: Siglo XXI Editores Argentina
Fecha de publicación: 05/01/2017
Edición: 1a
ISBN: 9789876297264
Disponible en: Libro de bolsillo

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