viernes 29 de marzo de 2024
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«Chicos de Varsovia», Ana Wajszczuk

Aunque casi desconocido, el Levantamiento de Varsovia fue uno de los movimientos de resistencia más importantes, heroicos y trágicos de la Segunda Guerra Mundial. Comenzó el 1 de agosto de 1944 y duró dos meses, cuando la capital polaca fue arrasada hasta sus cimientos por orden de Hitler.

Cerca de 150 sobrevivientes llegaron a la Argentina a fines de los años 40 con reputación de héroes. En busca de esas historias, Wajszczuk remonta sus raíces y emprende la aventura junto con su padre en un viaje a la vez íntimo y trascendente, que va de Buenos Aires a Europa. Como un cuento de buenas noches al revés: una hija que le narra a su padre la historia desconocida de su familia.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Capítulo 1 – Hay una ciudad que todos los años se detiene por un minuto

Varsovia está en calma.

Es sábado a la tarde, un sábado soleado, caluroso y sin nubes clavado en la mitad del verano europeo. Caminamos con mi padre por un sendero de los llamados Jardines Reales de Łazienki, y a medida que nos adentramos entre los árboles y los jardines de rosas sin ningún pétalo fuera de lugar, entre las familias que extienden los manteles y detienen los cochecitos de bebé en el césped prolijamente cortado, el ruido de las avenidas que ciñen al pulmón verde de la ciudad se aleja.

La luz del sol se cuela entre los árboles y destella en las plumas de los pavos reales ocultos entre los arbustos, y pareciera que Varsovia fuese solo esto, hubiera sido siempre solo esto, la calma amable y despreocupada de un parque en verano. Pero mi padre y yo apuramos el paso. Esta es una visita rápida, porque no es aquí donde hay que estar hoy.

Camino dos pasos por delante de él, que arrastra un poco los pies y me sigue, su espalda levemente encorvada, el bolsito azul colgado del hombro, la cara roja por el sol y el calor, los anteojos colgados del cuello, el gorrito con visera. En este desfasaje apenas perceptible de nuestros pasos me doy cuenta de que mi papá está viejo.

Cuesta arriba, retomamos una de las lomas del parque hacia la avenida Ujazdów para ir al centro de la ciudad. Hoy es sábado 1º de agosto de 2015 y los buses y tranvías que cruzan Varsovia tienen horarios y rutas especiales. Hay carteles pegados en las paradas pero para mí, que apenas reconozco alguna palabra del idioma, son como maderas sueltas en un mar revuelto. Papá los descifra a medias. Hace tres días, desde que aterrizamos en Varsovia y subimos y bajamos de buses y tranvías, que le insisto para que le pregunte a cualquiera por la calle cuando tiene alguna duda. No sabe leer bien en polaco, pero lo habla perfecto; aunque no es su lengua natal, es su lengua materna. Mi padre nació en Londres, en el exilio de mis abuelos polacos después de la Segunda Guerra Mundial, y llegó a la Argentina con un año y medio, en un barco que se zarandeó un mes por las aguas del Atlántico. Empezó a hablar español cuando entró a la escuela primaria. El polaco es la lengua que se habló siempre en su casa y en la casa de los amigos de sus padres y en la iglesia Nuestra Señora de Częstochowa, al sur del Gran Buenos Aires, donde mis abuelos se juntaban con sus compatriotas —t ambién arribados, después de la guerra, al conurbano de la ciudad más grande de un país que parecía más bien, para ellos, otro planeta—  a escuchar la misa en su idioma natal.

A mi papá le dicen “El Polaco”; así lo nombran sus amigos, incluso a veces mi mamá, mis hermanos, yo. Ahora que hace un par de años que murió mi abuela Stefania, que hace más de treinta que murió mi abuelo Zbigniew, ahora que ya no están sus padres, el Polaco no habla en polaco con nadie. Pero acá, en Varsovia, ese idioma de zetas y eses parece armársele en su interior, como una especie de esqueleto emocional. Como si él volviera a ser, mientras habla, lo que era de niño: un hijo de inmigrantes expulsados de un país al que creían que iban a regresar alguna vez. O al menos eso creyeron por un tiempo.

“Nos encontramos cinco menos cuarto en la rotonda De Gaulle. La de la palmera”, había propuesto mi prima Kamila. Dicho así pareciera que algo inmediato nos une, pero nos conocimos hace un par de días, después de semanas de intercambiar correos en inglés, yo en Buenos Aires, ella en Varsovia. Somos primas o algo así solo por convención: su bisabuelo y mi tatarabuelo eran hermanos. Ambas tenemos casi la misma edad, y el mismo apellido, ese que aprendí a escribir a los cinco años deletreándolo y que indefectiblemente, a lo largo de mi vida, todo el mundo lo pronunció o lo escribió mal. Ese apellido que aquí, en Varsovia, corre como agua clara para cualquiera, y yo me doy cuenta de que contagiada por mi padre empiezo a pronunciarlo distinto de como es en polaco: en la Argentina decimos “guaisuk” y acá, algo así como “vaishtchuk”.

“La de la palmera”. La rotonda Charles de Gaulle es un punto central de Varsovia; en una de las esquinas se levanta el monumento al general francés y en el cruce de calles, una palmera artificial de quince metros de alto, un falso ejemplar botánico de penacho siempre rígido que alguna vez fue parte de una instalación artística y quedó allí como marca registrada, tan estrafalaria como un ovni para esta ciudad donde en invierno las temperaturas se hielan a más de quince grados bajo cero. Son las cuatro y media de la tarde y el tránsito circula a su alrededor.

Chicos de Varsovia
El casi desconocido Levantamiento de Varsovia de 1944 contado desde la historia familiar de la autora. Un relato real donde la voz de los sobrevivientes se mezcla con la historia personal de la búsqueda de los propios orígenes.
Publicada por: Sudamericana
Fecha de publicación: 07/01/2017
Edición: 1a
ISBN: 9789500758642
Disponible en: Libro de bolsillo
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