lunes 18 de marzo de 2024
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Fontanarrosa: el hombre que contaba bien

Como un número nueve que piensa en el arco rival hasta cuando está en su casa jugando con sus hijos, el Negro Fontanarrosa tenía muy claro su objetivo: hacer reír. Jugó en todos los escenarios con la misma calidad. No hizo diferencias entre una viñeta, una historieta, un cuento o una novela. Siempre estaba dispuesto a conquistar esa sonrisa con la que soñaba. “No aspiro al Nobel de Literatura. Yo me doy por muy bien pagado cuando alguien se me acerca y me dice: me cagué de risa con tu libro”. Con esa humildad encaraba su trabajo. Tenía claro que uno juega como es y Fontanarrosa dibujaba y escribía como era. Un hombre de talento generoso que se servía del lenguaje coloquial y los trazos sencillos para hacer reír y pensar. Un nueve goleador.

En su cuento Palabras iniciales explica claramente esa filosofía. Después de demoler con ironía a toda la academia literaria señala que lo único que busca alguien que abre un libro es que le cuenten una buena historia y, además, que se la cuenten bien. John Irving, escribió el Negro en ese texto, dice algo interesante en El mundo según Garp: “´Por una sola cosa un lector continúa leyendo. Porque quiere saber cómo termina la historia´. Buena, John, me gusta eso. Te están contando algo, querido lector, de eso se trata. Tu amigo Chiquito te está contando, por ejemplo en el club, cómo al imbécil de Ernesto le rompieron el culo a patadas cuando se puso pesado con la mujer de Rodríguez. Vos te tenés que ir, porque tenés que trabajar, porque dejaste la comida en el horno, o el auto mal estacionado, o porque tu propia mujer te va a armar un quilombo de órdago si de nuevo llegás tarde como la vez pasada. Pero te quedás, carajo. Te quedás porque si hay algo que tiene de bueno el sorete de Chiquito es que cuenta bien, cuenta como los dioses y ahora te está explicando cómo el boludo de Ernesto le rozaba las tetas a la mujer de Rodríguez cada vez que se inclinaba a servirle vino y él pensaba que Rodríguez no lo veía. No te podés ir a tu casa antes de que Chiquito termine con su relato, entendelo. Mirás el reloj como buen dominado que sos, le pedís a Chiquito que la haga corta, calculás que ya te habrá llevado el auto la grúa, que ya se te habrá carbonizado la comida en el horno, pero te quedás ahí porque querés eso que el maricón de John Irving decía con tanta gracia: querés saber cómo termina la historia, querido, eso querés”.

Cuando Fontanarrosa cuenta, eso es lo único que importa. Contar una buena historia y contarla bien. El Negro es uno de los narradores de la tribu. El sacerdote que suministra el remedio “infalible” de su humor para cualquier dolencia. El envase no importa. Puede ser un chiste o un relato de largo aliento o una novela.

Ningún tema le era ajeno. Pero entre sus predilectos están los que se cruzan en una mesa de bar, “el único lugar donde uno puede sentirse como en casa”. El bar es el sitio donde se puede practicar de manera más precisa y preciosa: “el ocio no creativo”. Ante ese oráculo popular se reúne un grupo de amigos para hablar de fútbol, política y mujeres. Todo tamizado por el humor. Hasta la mayor de las desgracias merece la piedad de un chiste. En ese mar turbulento Fontanarrosa pescaba sus historias.

Los amigos merecen un párrafo aparte. Para el Negro eran como el oxígeno. La obra de Fontanarrosa es una celebración de la amistad. En la mayoría de sus relatos hay una suerte de defensa de esa fraternidad inexplicable que se construye día tras día. Será justicia que se concrete, alguna vez, esa noble iniciativa que pretende declarar al 19 de julio, fecha de su partida, como el Día del Amigo.

Amigos y fútbol. La esquina más cercana al corazón del Negro. Sus cuentos sobre este deporte están entre lo mejor de la literatura escrita con ese tema: 19 de diciembre de 1971, El ocho era Moacyr , Memorias de un wing derecho (el cuento que inspiró la película de animación Metegol de Juan José Campanella) y La observación de los pájaros (donde decreta que escuchar un clásico por radio es como estar en una habitación a oscuras y que te caguen a trompadas), son ejemplos de su maestría. Contaba con las herramientas necesarias para construir esas historias maravillosas en torno de una pelota. La música de fondo de su vida fueron los relatos de los partidos de fútbol por radio.

Confesó alguna vez que no entendía por qué le iba mal en la escuela (que abandonó) si su memoria podía retener las formaciones de todos los equipos del fútbol argentino. Las repasaba una a una antes de dormirse. Hincha fanático y jugador amateur toda la vida. Hasta cuando tuvo que explicar su enfermedad lo hizo en clave futbolera: “estoy jugando con ocho”, dijo ante un público que lo ovacionó. Sólo le quedaba armar dos líneas de cuatro y patearla para arriba. Por entonces, ya sabía que se trataba del partido que se pierde inevitablemente aunque el equipo juegue como el Central de Angel Tulio Zof.

Como escritor soportó durante mucho tiempo el ninguneo de la crítica y el menosprecio de las capillas literarias. Para muchos de sus pares era “apenas” un humorista. Y encima había cometido el pecado de ser popular. Al Negro nunca le preocuparon esos gestos mezquinos. Por eso tomó a broma la decisión de su amigo Arturo Pérez Reverte de proponerlo al Premio Cervantes. El escritor español, sin embargo, lo consideraba un verdadero maestro. Ahí están sus cuentos y sus novelas para confirmarlo. La sola propuesta funcionó como una reivindicación.

El resto lo siguen haciendo sus lectores y sus personajes más memorables. Un gaucho, remedo delirante del Martín Fierro; don Inodoro Pereyra, “el renegau”, y su perro “escudero” Mendieta. Cuando a lo lejos se divisa la polvareda que levanta un malón de indios enfurecidos,  el gaucho arenga a su inseparable compañero:

-Mendieta, ¡vamos a vender cara nuestra derrota!

-Don Inodoro, ¿quién va a querer comprar una derrota y encima cara?

El Negro sabía de qué lado estaba. Desde dónde escribía. Más que ideológica era una actitud vital. Por esa razón, Inodoro vive “comprometido con su tierra: casado con sus problemas y divorciado de sus riquezas”. Una desventura que, alguna vez, deberá cambiar.