jueves 25 de abril de 2024
Cursos de periodismo

«Elon Musk», de Ashlee Vance

Hay un hombre en el mundo que lo hace todo. Que es la perfecta combinación entre Thomas Edison, Henry Ford, Howard Hughes y Steve Jobs. Se llama Elon Musk y es el emprendedor que está detrás de Tesla Motors, SpaceX y SolarCity, las empresas más innovadoras de sus respectivos campos —la automovilística, la aeronáutica y la energía—, con las que Musk está consiguiendo convertir en realidad lo que hasta hace poco no era más que ciencia ficción.

Ídolo de toda una nueva generación de ingenieros y emprendedores, Musk vendió su primera empresa por 300 millones de dólares, y la segunda, PayPal, por 1500. A partir de ese momento empezó a soñar a lo grande: coches eléctricos a precios asequibles, cohetes que vuelven a la Tierra y pueden reutilizarse, un medio de transporte terrestre capaz de circular a 1200 kilómetros por hora con baterías de litio que almacenan energía y funcionan al margen de las eléctricas…

Esta es la fascinante historia de la tumultuosa ascensión de Musk a las cumbres del mundo empresarial, un hombre que ha revolucionado la industria estadounidense rompiendo todos los límites de la innovación y ganándose de forma inevitable unos cuantos enemigos por el camino. Más que un inventor, más que un pensador, más que un genio, Musk es el perfecto ejemplo del emprendedor que persigue cambiar nuestra vida cotidiana hasta extremos que aún no somos capaces de imaginar.

A continuación un fragmento, un modo de adelanto:

Musklandia como revelación

Yo me había trasladado a Silicon Valley en 2000 y acabé viviendo en el barrio de Tenderloin, en San Francisco, una parte de la ciudad que los lugareños aconsejan evitar. No es raro encontrarse con tipos que se bajan los pantalones y hacen sus necesidades entre dos autos aparcados o que se golpean la cabeza contra una parada de autobús. Junto a los clubs de striptease hay antros en los que los travestis abordaban a ejecutivos curiosos y los borrachos se derrumban sobre algún colchón abandonado y se ensucian como parte de su ritual dominguero. Es la zona descarnada y violenta de la ciudad, un gran lugar desde el que contemplar el hundimiento de la burbuja de internet.

La codicia es una parte importante de la historia de San Francisco, un sitio que alcanzó la categoría de ciudad gracias a la fiebre del oro y cuyo apetito económico no menguó ni siquiera después de padecer un terremoto catastrófico. No hay  que dejarse engañar por los hippies: la ciudad se mueve al ritmo  de los booms y las quiebras. Y en el año 2000, San Francisco  estaba dominada por el boom de todos los booms y consumida  por la avaricia. Casi toda la población vivía hechizada por la  fantasía de ganar rápidamente una fortuna gracias a la locura de internet. Aquel delirio colectivo era palpable y producía un  zumbido de fondo que vibraba por toda la ciudad. Y allí estaba  yo, en el centro de la zona más depravada de San Francisco,  observando lo que les ocurre a los ricos y a los pobres cuando  el exceso los consume.

Las historias sobre la insensatez de los negocios en aquella  época son bien conocidas. Para crear una empresa floreciente  ya no era necesario fabricar un producto que otros quisieran  comprar; bastaba con idear algo relacionado con internet y  anunciarlo al mundo para que inversores entusiastas financiaran el experimento conceptual. El objetivo era ganar el máximo dinero en el menor tiempo, dado que todo el mundo sabía  —aunque fuera a nivel inconsciente— que la realidad acabaría  imponiéndose.

Los habitantes de Silicon Valley se tomaban al pie de la letra  eso de que en el trabajo hay que emplearse tan a fondo como  en el placer. La gente de entre veinte y cincuenta años se pasaba las noches en vela. Los cubículos de las oficinas se convertían en hogares temporales y la higiene personal brillaba  por su ausencia. Curiosamente, había que trabajar muy duro  para lograr que Nada pareciera Algo. Pero cuando llegaba el  momento de relajarse, había muchas opciones para el libertinaje total. Las empresas de punta y los poderes mediáticos de  la época parecían embarcados en una competencia para ver  quién era capaz de organizar las mejores fiestas. Las compañías a la vieja usanza que trataban de parecer «al día» solían  alquilar un local de conciertos, ofrecer barra libre y contratar  a bailarinas, acróbatas y a los Barenaked Ladies. Los jóvenes tecnólogos se dejaban caer por allí para beberse su ración de  whisky con Coca-Cola y consumir cocaína en los baños portátiles. La codicia y el egoísmo eran lo único que tenía sentido.

Aunque abundan las crónicas sobre los buenos tiempos,  escasean —lógicamente— los relatos sobre lo que vino después. Es más divertido recordar los tiempos de exuberancia  irracional que la resaca posterior.

Digamos, para que conste, que la implosión de la burbuja de internet dejó sumidas en una profunda depresión a San  Francisco y a Silicon Valley. Las fiestas interminables se acabaron. Las prostitutas dejaron de frecuentar las calles de Tenderloin a las seis de la mañana para ofrecer sus servicios a los  empleados que acudían al trabajo («¡Anímate, guapo! ¡Es mejor que el café!»). Los Barenaked Ladies dieron paso a las bandas que homenajeaban a Neil Diamond en las ferias comerciales, a las camisetas gratuitas y a una vergüenza insoportable.

La industria tecnológica no sabía qué camino seguir. Los  necios socios capitalistas que habían perdido dinero con la  burbuja no querían parecer todavía más necios, así que simplemente dejaron de invertir en nuevas empresas. Las ideas  sencillas ocuparon el lugar de los grandes proyectos. Era como  si Silicon Valley hubiera iniciado un proceso de rehabilitación  en masa. Suena melodramático, pero es la verdad. Una población formada por millones de personas verdaderamente inteligentes había llegado a pensar que estaba inventando el futuro,  hasta que el sueño se vino abajo. De repente se puso de moda  apostar por lo seguro.

Esta angustia se evidencia en las ideas y las compañías que  surgieron durante aquel período. El auge de Google comenzó  alrededor de 2002, pero el suyo era un caso atípico. Entre el  triunfo de Google y la introducción del iPhone en 2007, las  compañías insípidas dominaron el panorama. Y las empresas  de moda que entonces daban sus primeros pasos —Facebook  y Twitter— no se parecían a sus predecesoras —Hewlett Packard, Intel, Sun Microsystems—, que fabricaban productos  físicos y daban empleo a decenas de miles de trabajadores. En  los años siguientes, los grandes riesgos, las industrias innovadoras y las ideas ambiciosas dieron paso a la búsqueda de dinero fácil a base de entretener al consumidor, crear apps sencillas y vender espacio para publicidad. «Las mejores mentes de mi  generación se devanan los sesos para lograr que la gente haga  clic en un anuncio. Vaya mierda», afirma Jeff Hammerbacher,  uno de los primeros ingenieros que trabajaron para Facebook.  Silicon Valley empezó a parecerse a Hollywood. Mientras tanto, los consumidores a cuyo servicio estaba se habían encerrado en sí mismos, obsesionados con su vida virtual.

Uno de los primeros en afirmar que aquel impasse podía ser síntoma de un problema mucho más amplio fue Jonathan  Huebner, un físico que trabaja en el Centro de las Fuerzas  Aeronavales del Pentágono, en China Lake (California). Huebner parece la versión sesentera de un mercader de la muerte. Es un hombre de mediana edad, delgado y con entradas, a  quien le gusta vestirse con pantalones caqui, camisa marrón a  rayas y chaquetón caqui. Ha diseñado sistemas armamentísticos desde 1985, y tiene información de primera mano sobre  los últimos avances tecnológicos en materiales, energía y programas informáticos. Tras el estallido de la burbuja de internet, la mediocridad de las supuestas innovaciones que llegaban  hasta su despacho empezó a irritarle. En 2005 escribió un artículo titulado: «A Possible Declining Trend for Worldwide  Innovation» [«Una posible tendencia al declive en la innovación mundial»] que era una acusación contra Silicon Valley o,  como mínimo, una ominosa alarma.

Huebner recurrió a la imagen de un árbol para describir  el estado de la innovación en aquellos momentos. El hombre había subido por el tronco del árbol y había llegado a sus  grandes ramas, de las que pendían las ideas verdaderamente  decisivas (la rueda, la electricidad, el avión, el teléfono, el transistor). Pero ahora nos hallamos en el extremo de las ramas  más altas del árbol y nos dedicamos principalmente a refinar  creaciones del pasado. Para respaldar su argumento, Huebner  señalaba que la frecuencia de las invenciones de peso había  comenzado a disminuir. Además, demostraba con datos que  el número de patentes solicitadas había declinado con el paso  del tiempo. «Creo que la probabilidad de que logremos crear  algo que se cuente entre los cien inventos más importantes de  la humanidad es cada vez más pequeña —me dijo Huebner en  una entrevista—. La innovación es un recurso finito.»

Huebner predijo que su reflexión tardaría cinco años en  calar, y su pronóstico se cumplió casi a rajatabla. Alrededor  de 2010, Peter Thiel, cofundador de PayPal y uno de los primeros inversores de Facebook, empezó a promover la idea  de que la industria tecnológica no cumplía las expectativas de  la gente. «Queríamos automóviles voladores, no mensajes en  ciento cuarenta caracteres». Ese fue el lema de Founders Fund,  su nueva compañía de inversiones. En un documento titulado  «What Happened to the Future» [«¿Qué le ha ocurrido al  futuro?»], Thiel y sus colaboradores explicaban que Twitter,  con sus mensajes de ciento cuarenta caracteres, y otras invenciones similares habían defraudado al público. Sostenía que la  ciencia ficción, que antaño celebraba el futuro, se había vuelto  distópica porque la gente había dejado de ser optimista sobre  la capacidad de la tecnología para cambiar el mundo.

Yo suscribía en gran medida esas ideas hasta mi primera  visita a Musklandia. Aunque Musk había sido de todo menos  tímido a la hora de hablar sobre sus objetivos, pocas personas ajenas a sus empresas habían podido ver con sus propios  ojos las fábricas, los centros de investigación y desarrollo, los  talleres y, en definitiva, el alcance de su trabajo. Aquí había  un tipo que había asumido gran parte de la ética original de  Silicon Valley moviéndose a la velocidad del rayo y dirigiendo  organizaciones libres de jerarquías burocráticas, y que había concentrado sus esfuerzos en mejorar máquinas fabulosas y  en perseguir objetivos que tenían el potencial para convertirse en los auténticos avances que habíamos estado echando  en falta.

En realidad, Musk tendría que haber sido parte del problema. Se subió al barco de la burbuja de internet en 1995,  cuando, nada más salir de la universidad, fundó una empresa llamada Zip2, una especie de combinación primitiva entre  Google Maps y Yelp. Aquel primer negocio le reportó un éxito tan grande como rápido. Compaq compró Zip2 en 1999  por 307 millones de dólares. En aquel trato, Musk obtuvo 22  millones de dólares que invirtió casi en su totalidad en su siguiente negocio, una empresa que sería el germen de PayPal.  En calidad de accionista mayoritario, Musk se convirtió en un  hombre inmensamente rico cuando eBay adquirió la empresa  por 1.500 millones de dólares en 2002.

Sin embargo, en lugar de frecuentar Silicon Valley y entrar  en la misma dinámica que otros como él, Musk se trasladó a  Los Ángeles. En aquella época se decía que lo más sensato era respirar hondo y esperar tranquilamente hasta que se presentara la siguiente gran oportunidad. Musk se apartó de esa lógica invirtiendo cien millones en SpaceX, setenta millones en  Tesla y diez millones en SolarCity. Solo habría elegido una  forma más eficaz de echar por la borda su fortuna si hubiera  construido una máquina para destruir dinero. Musk se convirtió en una empresa de capital riesgo dedicada a invertir en  proyectos temerarios y dobló las apuestas fabricando bienes  materiales ultracomplejos en dos de los lugares más caros del mundo: Los Ángeles y Silicon Valley. Siempre que era posible, las empresas de Musk empezaban desde cero e intentaban  replantear todos los principios que las industrias aeroespacial, automovilística y energética daban por descontados.

Con SpaceX, Musk ha desafiado a los gigantes del complejo  militar-industrial estadounidense, incluidas Lockheed Martin y Boeing. También ha desafiado a naciones enteras, entre las  que se cuentan Rusia y China. SpaceX se ha labrado un nombre como la empresa de suministros más baratos del ramo.  Pero eso no basta para ganar. En el negocio espacial hay que  enfrentarse con una maraña de políticos, compadreo y proteccionismo que socava los cimientos del capitalismo. Steve  Jobs batalló contra fuerzas similares cuando se enfrentó a la  industria musical para lanzar al mercado el iPod e iTunes. Los  irritables luditas de la industria musical eran peccata minuta comparados con los rivales de Musk, dedicados a construir  armas y naciones. SpaceX ha estado haciendo pruebas de  cohetes reutilizables capaces de transportar cargas al espacio y  de volver a la Tierra, a su plataforma de lanzamiento, con la  máxima precisión. Si la compañía fuera capaz de perfeccionar  esa tecnología, asestaría un golpe devastador a todos sus competidores y probablemente desplazaría del mercado a algunos  agentes que hasta ahora han sido inamovibles, estableciendo  a Estados Unidos como el líder mundial en el transporte de cargamentos y pasajeros al espacio. Musk está convencido  de que esa amenaza le ha granjeado numerosos enemigos: «La  lista de personas a las que les gustaría verme muerto no deja de  crecer. Mi familia teme que los rusos me asesinen».

Con Tesla Motors, Musk ha intentado renovar la forma  de fabricar y vender automóviles, creando al mismo tiempo  una red de distribución mundial de combustible. En lugar de  vehículos híbridos —«soluciones de compromiso que distan  de ser óptimas», en sus propias palabras—, Tesla ha apostado por fabricar automóviles que seduzcan al comprador y que  expandan los límites de la tecnología. No vende los vehículos  a través de concesionarios, sino en internet y en tiendas similares a las de Apple, situadas en centros comerciales de lujo. Además, la compañía no prevé ganar demasiado dinero con  el mantenimiento de los vehículos, dado que los automóviles  eléctricos precisan de muchos menos cuidados que los automóviles convencionales. El modelo de venta directa abrazado  por Tesla supone una verdadera afrenta para los concesionarios, habituados a regatear con sus clientes y a sacar beneficios  gracias a unas tarifas de mantenimiento exorbitantes. La red  de estaciones de recarga de Tesla abarca en la actualidad casi  todas las autopistas importantes de Estados Unidos, Europa y  Asia, y precisan apenas unos veinte minutos para suministrar  a sus vehículos la energía necesaria para recorrer centenares  de kilómetros. Las estaciones de supercarga, como se las denomina, funcionan a base de energía solar, y los propietarios  de un Tesla no pagan nada por utilizarlas. Mientras la mayor  parte de las infraestructuras de Estados Unidos van envejeciendo, Musk está construyendo un sistema de transporte futurista que pondrá a nuestro país a la vanguardia. Las ideas de  Musk, y, en los últimos tiempos, los medios concebidos para  ejecutarlas, parecen combinar lo mejor de Henry Ford y John  D. Rockefeller.

Con SolarCity, Musk ha fundado la mayor compañía de  instalación y financiación de paneles solares para clientes individuales y empresas. Musk contribuyó a idear el concepto del  que surgió SolarCity y es el presidente de la empresa, dirigida  por sus primos Lyndon y Peter Rive. SolarCity ha logrado  abaratar el costo de docenas de servicios y, de hecho, se ha  transformado en una gran empresa de servicios por sí misma.  En una época en que los negocios dedicados a las tecnologías limpias han quebrado con regularidad alarmante, Musk  ha creado dos de las compañías más productivas del ramo en  todo el mundo. El imperio de fábricas, las decenas de miles de  trabajadores y el poderío industrial de Musk y Cía. tienen aterrorizadas a las empresas tradicionales y ha convertido a Musk  en uno de los hombres más ricos del planeta, con una fortuna  valorada en unos diez mil millones de dólares.

La visita a Musklandia sirvió para aclarar en parte cómo  había sido Musk capaz de lograr aquello. Aunque el objetivo de llevar al hombre a Marte pueda parecer una locura, ha  servido para dotar a todas sus empresas de un espíritu competitivo excepcional. Es el propósito que engloba y unifica todo  lo que hace. Los empleados de las tres empresas lo saben perfectamente y son conscientes de que su trabajo es lograr lo  imposible día tras día. Cuando Musk establece objetivos poco  realistas, maltrata verbalmente a sus empleados y los presiona  al máximo, se entiende que —de algún modo— todo forma parte del proyecto Marte. Unos lo adoran, otros lo detestan,  pero le son extrañamente leales porque respetan su determinación y su propósito. Musk ha desarrollado algo de lo que  carecen la mayoría de los emprendedores de Silicon Valley: una visión coherente del mundo. Es un poseso genial embarcado en la misión más ambiciosa que se haya planteado el ser  humano. No es un director ejecutivo que intenta amasar una  fortuna, sino un general que dirige sus tropas a una victoria  segura. Mark Zuckerberg nos quiere ayudar a compartir las  fotos de nuestros bebés; Musk aspira a… bueno… nada menos  que a salvar la especie humana de la aniquilación.

La vida en la que Musk se ha embarcado para lograr todos sus objetivos es una locura. Lo normal es que la semana  comience en su mansión de Bel Air. Los lunes trabaja todo el  día en SpaceX. Los martes empieza en SpaceX, pero después  se sube a bordo de su jet privado y vuela a Silicon Valley. Se  pasa un par de días trabajando en Tesla, que tiene sus oficinas  en Palo Alto y su fábrica en Fremont. Musk no posee una  casa en el norte de California, así que se queda en el lujoso hotel Rosewood o en casa de algún amigo. En el último caso,  su asistente envía un correo electrónico con el siguiente mensaje: «¿Habitación individual?», y si el amigo responde: «Sí»,  Musk se presenta a última hora de la noche. A menudo se aloja  en el cuarto de invitados, pero más de una vez se ha quedado  dormido en el sofá después de relajarse con algunos videojuegos. Los jueves vuelve a Los Ángeles y a SpaceX. Comparte la custodia de sus cinco pequeños —dos de ellos gemelos y tres,  trillizos— con su exmujer, Justine, y pasa con ellos cuatro días  a la semana. Musk calcula cada año la cantidad de tiempo que  se ha pasado volando a la semana para saber hasta qué punto  se le están yendo las cosas de las manos. Cuando se le pregunta  cómo hace para sobrevivir a esta agenda, Musk responde: «Mi  infancia fue dura, supongo que eso ayuda».

Durante una de mis visitas a Musklandia, tuvimos que ajustar nuestra entrevista justo antes de que Musk se marchara de  acampada al Parque Nacional del Lago del Cráter, en Oregón.  Eran casi las ocho de la tarde de un viernes, así que faltaba  muy poco para que Musk apretujara a sus hijos y a sus niñeras  en su jet y se reuniera con los conductores que lo llevarían con  sus amigos hasta el punto de acampada, donde estos ayudarían  a toda la familia a deshacer las maletas y a ponerse cómodos  en medio de la oscuridad. Durante el fin de semana haría un  poco de senderismo, y después, el tiempo para la relajación  llegaría a su fin. Musk viajaría con sus hijos de vuelta a Los  Ángeles el domingo a primera hora de la tarde, y unas horas  después volaría solo a Nueva York. Dormir. Asistir a los programas de entrevistas matutinos el lunes. Reuniones. Correos  electrónicos. Dormir. Volar a Los Ángeles el martes por la  mañana. Trabajar en SpaceX. Volar a San José el martes por  la tarde para visitar la fábrica de Tesla Motors. Volar por la  noche a Washington y entrevistarse con el presidente Obama.  Volar a Los Ángeles el miércoles por la noche. Pasar un par de  días trabajando en SpaceX. Asistir a una conferencia celebrada  durante el fin de semana por el presidente de Google, Eric  Schmidt, en Yellowstone. En aquel momento, Musk acababa  de romper con su segunda esposa, la actriz Talulah Riley, e  intentaba calcular si podía compaginar toda esa actividad con  una vida personal. «Creo que el tiempo que dedico a los negocios y a los niños es el adecuado —afirma Musk—. Pero me  gustaría dedicar más tiempo a relacionarme. Tengo que encontrar novia. Por eso necesito sacar un poco más de tiempo.  Tal vez entre cinco y diez horas. ¿Cuánto tiempo necesitan las  mujeres a la semana? ¿Diez horas? ¿O eso es lo mínimo? No  tengo ni idea.»

Musk no suele encontrar tiempo para relajarse, pero cuando lo consigue, la celebración es tan espectacular como el resto de su vida. Para su trigésimo cumpleaños, Musk alquiló un  castillo en Inglaterra para unas veinte personas. Desde las dos  hasta las seis de la mañana jugaron a una variante del escondite  llamada «las sardinas». Otra de sus fiestas tuvo lugar en París.  Musk, su hermano y algunos de sus primos estaban desvelados  a medianoche, así que decidieron recorrer la ciudad en bicicleta hasta las seis de la madrugada. Tras dormir durante todo  el día, se subieron al Orient Express a última hora de la tarde.  Volvieron a pasar la noche en vela. El grupo vanguardista Lucent Dossier Experience estaba a bordo del lujoso tren, leyendo las palmas de las manos y realizando acrobacias. Cuando  el tren llegó a Venecia el día siguiente, el clan Musk cenó y  se quedó en el patio del hotel, con vista al Gran Canal, hasta  las nueve de la mañana. A Musk le encantan las fiestas de disfraces: en una de ellas se presentó vestido como un caballero  y usó una sombrilla para enfrentarse con un enano disfrazado  de Darth Vader.

Durante uno de sus últimos cumpleaños, Musk invitó a cincuenta personas a un castillo —o a lo más parecido a un castillo que se puede encontrar en Estados Unidos— en Tarrytown  (Nueva York). El tema de la fiesta era el retrofuturismo inspirado en Japón, el sueño húmedo de cualquier aficionado a  la ciencia ficción, con su mezcla de corsés, cuero y culto a las  máquinas. Musk se presentó vestido de samurái.

Las actividades incluían la representación de una ópera  cómica victoriana de Gilbert y Sullivan ambientada en Japón,  The Mikado, representada en un pequeño teatro situado en el corazón de la ciudad. «No estoy segura de que les guste a los estadounidenses», dice Riley, con quien Musk volvió a casarse  después de que su plan de citas de diez horas semanales fracasara. Los estadounidenses y todo el mundo disfrutaron con  lo que siguió. De vuelta en el castillo, a Musk le vendaron los  ojos, lo empujaron contra una pared y le pusieron un globo en  cada mano y otro entre las piernas. Después entró en acción el  lanzador de cuchillos. «Ya lo había visto actuar, pero me preocupaba que tuviera un mal día —afirma Musk—. Con todo,  pensé que a lo mejor me daría en una gónada, pero no en las  dos.» Los espectadores estaban asombrados y aterrorizados.  «Fue un momento muy extraño —recuerda Bill Lee, inversor  en el campo de la tecnología y uno de los mejores amigos de  Musk—, pero Elon cree en la ciencia de las cosas.» Uno de los  luchadores de sumo más importantes del mundo apareció en  compañía de algunos de sus compatriotas. Musk se subió al  cuadrilátero que habían instalado en el castillo y se enfrentó  al campeón. «Pesaba ciento sesenta kilos y no estaba nada fofo  —dice Musk—. Tuve una descarga de adrenalina y logré levantar al tipo del suelo. Me dejó ganar el primer asalto y después  me aplastó. Creo que todavía tengo la espalda estropeada.»

Riley ha convertido en un arte la organización de esta  clase de fiestas. Conoció a Musk en 2008, cuando sus empresas se venían abajo. Lo vio perder toda su fortuna mientras  la prensa lo ridiculizaba. Sabe que la amargura de esos años no  ha desaparecido y que se ha combinado con otros traumas de  su vida —la trágica pérdida de un hijo y una infancia terrible  en Sudáfrica— para crear un alma torturada. Riley ha hecho  lo imposible para asegurarse de que esas evasiones del trabajo y del pasado inyecten energía en Musk, aunque no basten  para sanarlo. «Intento encontrar cosas divertidas que no haya  hecho nunca y con las que pueda relajarse —explica Riley—.  Intentamos compensar de alguna forma su infancia tan triste.»

Por auténticos que sean esos esfuerzos, no han resultado  completamente efectivos. No mucho después de la fiesta del sumo me reuní con Musk en las oficinas centrales de Tesla, en  Palo Alto. Era sábado y el estacionamiento estaba lleno de automóviles. En el interior de las oficinas trabajaban cientos de jóvenes diseñando piezas en computadoras o realizando experimentos con equipos electrónicos. La estruendosa risa de Musk  estallaba cada pocos minutos y resonaba por toda la planta.  Cuando Musk entró en la sala de reuniones en la que yo lo  estaba esperando, le dije lo sorprendente que era que tanta  gente apareciera caer por el trabajo un sábado. Musk veía la  situación de una manera muy distinta y se lamentaba de que  en los últimos tiempos cada vez hubiera menos personas  que trabajaran los fines de semana. «Nos hemos vuelto unos  putos blandengues —me respondió—. Iba a enviar un correo  electrónico. Somos unos putos blandengues.» (Una advertencia: la palabra «puto» y otras de carácter similar aparecerán  frecuentemente en este libro. Musk adora ese lenguaje, como  muchos integrantes de su círculo íntimo.)

Una afirmación como esa parece encajar con la idea que  tenemos de otros visionarios. No es difícil imaginar a Howard  Hughes o a Steve Jobs reprendiendo a sus empleados en los  mismos términos. Crear algo —y sobre todo crear algo grande— no es tarea sencilla. En las dos décadas que Musk ha dedicado a fundar empresas, ha dejado tras de sí un largo rastro  de personas que lo adoran o lo desprecian. En el transcurso de mi investigación, esas personas prácticamente hicieron  cola para darme su opinión sobre Musk y para contarme los  detalles más escabrosos sobre su manera de actuar y sobre el  funcionamiento de sus negocios.

Mis comidas con Musk y mis viajes periódicos a Musklandia me ofrecieron la posibilidad de ver al gran hombre desde  otra perspectiva. Musk ha empezado a construir algo que tiene  el potencial de ser mucho más ambicioso que todo lo que hicieron Hughes o Jobs. Ha cogido industrias como la aeroespacial  o la automovilística, a las que Estados Unidos parecía haber dado la espalda, y las ha convertido en algo nuevo y fabuloso.  En el núcleo de esa transformación están las habilidades de  Musk como programador informático y su capacidad para aplicar ese talento al mundo de las máquinas. Ha fusionado átomos y bits de maneras que pocos consideraban posibles, y los  resultados han sido espectaculares. Es verdad que todavía no  ha conseguido un éxito de ventas, como el iPhone, ni que su  producto llegue a mil millones de personas, como Facebook.  Por el momento, sigue fabricando juguetes para ricos, y su  floreciente imperio podría derrumbarse si un cohete explotara  o si hubiera que retirar un modelo Tesla del mercado. Por otro  lado, las empresas de Musk han logrado mucho más de lo que  sus grandes detractores creían posible, y la promesa de lo que  está por llegar hace que los tipos más curtidos se sientan optimistas incluso en sus momentos de debilidad. «Para mí, Elon  es el mejor ejemplo de la capacidad de Silicon Valley para reinventarse y conseguir algo más que salir a bolsa lo más rápido posible y centrarse en vender productos mejorados —dice  Edward Jung, famoso ingeniero e inventor de software—. Esas cosas son importantes, pero no bastan. Tenemos que plantearnos cómo lograr objetivos a más largo plazo y en los que la  tecnología esté más integrada.» La integración mencionada  por Jung —la armoniosa mezcla de programas informáticos,  componentes electrónicos, materiales avanzados y potencia de  computación— parece un don que Musk posee. No es difícil percatarse de que está usando todas sus capacidades para abrirse paso hasta una época de máquinas asombrosas, en la  que sueños que hoy parecen imposibles acaben finalmente por  hacerse realidad.

En este sentido, Musk recuerda mucho más a Thomas  Edison que a Howard Hughes. Es un inventor, un industrial  y un famoso hombre de negocios capaz de crear grandes productos a partir de grandes ideas. Ha empleado a miles de personas en metalúrgicas estadounidenses cuando se pensaba que ese modelo de negocio formaba parte del pasado. Nacido en  Sudáfrica, Musk parece ser en la actualidad el industrial más  innovador y el pensador más excéntrico de Estados Unidos,  así como la persona que tiene más probabilidades de lograr  que Silicon Valley transite por caminos más ambiciosos. Gracias a él, los estadounidenses podrían despertarse dentro de diez años con la autopista más moderna del mundo: un sistema de tránsito dirigido por miles de estaciones de carga solares por el que circulen automóviles eléctricos. Para entonces  es muy posible que SpaceX envíe cada día cohetes al espacio,  transportando bienes y pasajeros a docenas de hábitats y preparándose para realizar travesías hasta Marte. Estos avances  son tan difíciles de imaginar como aparentemente inevitables,  siempre que Musk consiga ganar el tiempo suficiente para ponerlos en marcha. Como dice su exmujer, Justine: «Hace lo  que quiere, y es implacable al respecto. Es el mundo de Elon,  y los demás formamos parte de él».

Elon Musk
Las luces y sombras del «nuevo Steve Jobs» que está revolucionando la industria energética, automovilística y aeroespacial.
Publicada por: Planeta
Fecha de publicación: 08/01/2017
Edición: 1a
ISBN: 978-950-12-9602-0
Disponible en: Libro de bolsillo
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