sábado 27 de abril de 2024
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«La lucha por el pasado», de Elizabeth Jelin

Lejos de ser un objeto inerte, clausurado, distante de nuestra experiencia, el pasado vuelve una y otra vez sobre el modo en que vivimos el presente y proyectamos el futuro. Las sociedades, especialmente aquellas que han atravesado extendidos procesos de violencia política, reescriben los sentidos de ese pasado mediante la memoria: aquello que eligen recordar, honrar en monumentos, y también olvidar. Pero la memoria social nunca es única, acabada y definitiva. Por el contrario, palabras y silencios son disputados en la coyuntura de los debates políticos e ideológicos de su época. Por eso, las memorias, siempre en plural, tienen historia.

Centrado en la experiencia argentina desde los años setenta del siglo XX, pero atendiendo al contexto del Cono Sur y a procesos similares en el mundo, este libro cuenta al menos tres historias de temporalidades diversas, pero entrelazadas. En primer lugar, la de los procesos sociales y políticos involucrados en la construcción de las memorias del pasado reciente. En la Argentina, los movimientos de derechos humanos fueron protagonistas fundamentales de esa elaboración colectiva. La lucha por el pasado repasa su historia y la de otros actores y sus tensiones, así como la de los modos de narrar y de institucionalizar los hechos. Pero cuenta también la historia de un campo de investigación, la trama en la que se forjaron y reelaboraron ideas y discursos y, al hacerlo, relata con lucidez el recorrido intelectual y subjetivo de la propia autora.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Del indulto a la anulación de la obediencia debida (1990-2001)

Los indultos de  Menem significaron un golpe fuerte para el movimiento de derechos humanos.  Hubo muy amplias y nutridas manifestaciones de protesta y repudio, pero muy pronto la actividad social ligada a las reivindicaciones por los derechos humanos entró en un cono de sombra.  Durante la primera mitad de los noventa, la presencia pública del movimiento fue mínima, con pocas movilizaciones y escasa participación en los medios y en el espacio público.  Después de la hiperinflación de 1989, la agenda pública argentina estaba dominada por las políticas económicas vinculadas al control de la inflación y a la “convertibilidad”.  Las cuestiones relacionadas con los derechos humanos tenían poca saliencia y visibilidad.  Sin embargo, fue una tendencia transitoria y superficial.  Podría decirse que los primeros años de la década de 1990 fueron de “hibernación”, un período en el que se gestaron nuevas modalidades de expresión social, por un lado, y de respuestas estatales, por el otro.

Una primera línea de políticas de derechos humanos implementada desde el gobierno de  Menem fue la reparación económica a las víctimas de violaciones durante la dictadura.  En términos de estrategia, se pretendía minimizar los costos políticos de los indultos, medidas sumamente impopulares en su momento.45  En la línea de las reparaciones económicas, un primer decreto presidencial de 1991 beneficiaba a todas las personas que habían sufrido detenciones ilegítimas o estado a disposición del  Poder  Ejecutivo.  En 1994, se establecieron también las compensaciones económicas para padres, hijos o herederos de los desaparecidos y muertos como consecuencia de la represión, y hacia 1999 hubo iniciativas legislativas para cubrir también a los exiliados, aunque esto nunca se concretó.  Estas medidas seguían lineamientos internacionales y, más específicamente, las recomendaciones de la  Comisión  Interamericana de  Derechos  Humanos (Guembe, 2006).  Asimismo, la implementación de un programa de reparaciones económicas individualizadas era ideológicamente consistente – o manifestaba una “afinidad electiva”–  con las visiones dominantes (neoliberales) del gobierno de  Menem, centradas en los costos y beneficios económicos y en la fragmentación del lazo social en beneficio del individualismo.

En sus inicios, estas acciones gubernamentales no fueron objeto de gran debate público.  Cada individuo o familia afectada tomaba su decisión sobre la reparación económica, y actuaba en consecuencia.  En algunos casos, el dinero recibido como reparación fue usado para financiar proyectos de conmemoración (memoriales, concursos, etc.) o la preparación de libros sobre el tema, pero se trató de proyectos individuales, que no formaban parte de una acción colectiva organizada.

En el movimiento de derechos humanos, el tema de las reparaciones económicas generó resistencia, sobre todo entre los “afectados”, que temían que recibirlas implicara resignar de manera tácita el reclamo de justicia.  El aval internacional de este tipo de medidas, sin embargo, llevó a considerar que la reparación económica era una demanda legítima a la que el  Estado debía responder.  No obstante, la  agrupación  Madres de  Plaza de  Mayo se opuso sistemáticamente a recibir reparaciones económicas por considerarlas actos de prostitución.

Otras áreas de actividad permanente, aunque lenta y silenciosa durante esa primera parte de los años noventa, estuvieron vinculadas a acciones de carácter judicial, tanto en el país como en cortes del extranjero.  Así, en marzo de 1990, la justicia francesa condenó (in absentia) a cadena perpetua al ex capitán Alfredo Astiz, culpable de la desaparición de dos religiosas de esa nacionalidad.  En el país, las acciones más notables estuvieron ligadas a la recuperación de niños secuestrados o nacidos en cautiverio y fueron impulsadas por la  agrupación  Abuelas de  Plaza de  Mayo.  La búsqueda de los niños y niñas, el seguimiento de pistas y denuncias, son labores permanentes desarrolladas por individuos y redes.  La prueba de filiación y la restitución de la identidad son actos de carácter judicial, casi siempre acompañados de considerable exposición en los medios de comunicación.  La  Comisión  Nacional por el  Derecho a la  Identidad (establecida en 1992) y el  Banco de  Datos  Genéticos son instrumentos que actúan en cada uno de estos casos.  En todos estos ámbitos, la iniciativa estuvo en manos de personas y grupos que intensificaron sus compromisos y su activismo, al margen de la poca atención pública y mediática que suscitaba su accionar (Sikkink, 2008).

Como mencionamos en el capítulo 1, en 1995, año del décimo aniversario del juicio, la escena política y cultural de la  Argentina se vio sacudida por la confesión de un ex oficial de la  Marina acerca del método de las desapariciones: los vuelos sobre el  Río de la  Plata, a cuyas aguas se arrojaba a prisioneros que aún estaban vivos, previa inyección de tranquilizantes.  Si bien muchos conocían la existencia de esta metodología de desaparición y ya habían aparecido cuerpos en las costas argentinas y uruguayas, era la primera vez que alguien que había participado directamente en la represión confesaba lo que se había hecho y cómo se había realizado (Verbitsky, 1995).  No había un tono de arrepentimiento en sus declaraciones, sólo un reconocimiento de la verdad.  La confesión llegó a los medios masivos, en especial a la televisión, y estos retazos de información pasaron a formar parte de las noticias cotidianas. El revuelo mediático provocó una respuesta institucional por parte del general  Martín Balza, comandante en jefe del  ejército, quien reconoció que su fuerza había cometido crímenes y pidió perdón a la población en abril de 1995.

Ese año hizo su aparición pública un nuevo grupo de derechos humanos: H. I. J. O. S. (Hijos por la  Identidad, la  Justicia, contra el  Olvido y el  Silencio), la organización de los hijos de desaparecidos, compuesta en su mayoría por jóvenes de poco más de veinte años.  La presencia juvenil ligada a las demandas del movimiento transformaría las maneras de expresar la protesta y la demanda (Bonaldi, 2006).

En 1996 se cumplían veinte años del golpe militar en la  Argentina.  A lo largo del año, y particularmente durante el mes de marzo, la esfera pública fue ocupada por múltiples conmemoraciones, con el impacto emocional de los relatos, la posibilidad de expresar lo callado, la sorpresa de escuchar lo desconocido, reconocer lo parcial o totalmente negado, lo corrido de la conciencia.  Las iniciativas de conmemoración estuvieron lideradas por las organizaciones de derechos humanos, acompañadas por una amplia gama de otras organizaciones sociales y con escasa participación estatal.

A partir de ese momento, el tema de las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura volvió a ocupar un lugar central en la atención pública, en distintos espacios y niveles.  Las acciones judiciales internacionales se multiplicaron: en abril de 1996, el juez español  Baltasar  Garzón comenzó los procedimientos para procesar a militares argentinos que habían actuado durante la última dictadura (Anguita, 2001).  Los desarrollos posteriores en la justicia española se extendieron al caso chileno y llevaron a la detención de  Augusto  Pinochet en  Londres en 1998.  Las actuaciones con relación a la  Argentina se mantuvieron activas a lo largo de los años siguientes y crearon conflictos entre la justicia española y el  Estado argentino sobre cuestiones de jurisdicción territorial, ya que la  Argentina se negó a extraditar a los imputados.

En el plano judicial nacional, en diciembre de 1996, las  Abuelas de  Plaza de  Mayo presentaron una querella criminal por el delito de sustracción de menores durante la dictadura militar.  Esta presentación tuvo consecuencias importantes.  En tanto el crimen de apropiación y falsificación de identidad no prescribe (porque sigue cometiéndose a lo largo de la vida de la víctima del secuestro), y en tanto estos crímenes no fueron juzgados en el  juicio a los ex comandantes, se han podido llevar adelante causas judiciales que incriminaban a los más altos jefes de la dictadura militar.  En 1998, por su responsabilidad en este tema, fueron detenidos y procesados el ex general  Videla, el ex almirante Massera y otros altos jefes militares.

A su vez, a partir de varias presentaciones judiciales desarrolladas en años anteriores, en 1998 se iniciaron en  La  Plata las audiencias en los “Juicios por la  verdad”.  Gracias a sucesivas presentaciones ante la  Corte  Interamericana de  Derechos  Humanos se logró afirmar el derecho de los familiares de las víctimas al esclarecimiento de la verdad sobre el destino de los desaparecidos y la ubicación de sus restos, aun en casos en que no se pudiera procesar o condenar a los responsables debido a los indultos y amnistías (Andriotti  Romanin, 2013).

La actividad de los organismos de derechos humanos como demandantes frente al  Estado y como emprendedores y promotores de la acción estatal fue y es innegable.  Además de las presentaciones judiciales, fueron también los activistas de las organizaciones de derechos humanos quienes de manera sistemática llevaron adelante otros tipos de iniciativas – desde las prácticas y marcas territoriales de conmemoración (en monumentos, parques o museos, la recuperación de ruinas de centros de detención clandestina, etc.) hasta la recuperación y digitalización de archivos–.

En todas estas iniciativas, sin embargo, la heterogeneidad y las divergencias políticas y estratégicas de diversos grupos sociales ligados a los derechos humanos se mantuvieron e incluso se intensificaron.  En los años noventa – y también en la década siguiente, aunque con signos opuestos–  hubo una línea de divergencia y conflicto respecto de qué tipo de relación establecer o aceptar con los organismos estatales: la gama de posturas variaba desde quienes, como la  agrupación Madres de Plaza de  Mayo, no aceptaban ningún tipo de negociación o de vínculo con el  Estado, hasta quienes se incorporaron como funcionarios a la estructura estatal en sus diversos niveles.

Otra línea de divergencia que se perfiló a lo largo de los años está vinculada a la interpretación y el sentido que diversos grupos dieron a los conflictos políticos y la violencia de los años setenta.  Desde el primer momento de la transición el marco dominante fue, sin duda, el de un  Estado terrorista que cometió violaciones a los derechos humanos y crímenes de lesa humanidad.  Sobre esto no hubo mucha controversia.  Los temas de interpretación y debate tenían que ver con los sentidos del “antes” y con las visiones del “después”. ¿Cómo incorporar el sentido de los proyectos de transformación que inspiraron las luchas sociales y políticas de comienzos de la década de 1970? ¿Cómo establecer continuidades y rupturas entre la represión política de la dictadura y las políticas de exclusión y marginación económica de los noventa?  Cuestiones abiertas, difíciles de contestar sin que medie una distancia temporal e histórica con los procesos analizados.

 

¿Fin de una etapa?

El 6 de marzo de 2001, el juez federal  Gabriel  Cavallo declaró la “inconstitucionalidad e invalidez” de las leyes de  Punto  Final y de  Obediencia  Debida, que entraron en vigor en 1986 y 1987 y eliminaban la posibilidad de procesar a los militares responsables de la represión durante la dictadura militar (con excepción de aquellos acusados del crimen de secuestro y apropiación de niños).  Tres años antes, en 1998, el  Congreso había derogado estas leyes, pero su derogación no tenía carácter retroactivo.  La sentencia del juez  Cavallo, ratificada por la  Cámara  Federal en noviembre de 2001, se aplicaba a un caso particular; sin embargo, confirmada por la  Corte  Suprema en 2005, significaba la posibilidad de reabrir cientos (si no miles) de expedientes de violaciones cometidas.  La sentencia del juez  Cavallo, que dictaminó que las leyes de  Obediencia  Debida y  Punto  Final eran inconstitucionales, superaba el marco del caso individual que se estaba juzgando por ser un texto fundante de una nueva institucionalidad jurídica, que rápidamente se convirtió en modelo y en hito significativo, incluso más allá de los límites del país.

El reconocimiento de los crímenes cometidos tuvo un impacto político inmediato y duradero, al que unos días después se sumó el impacto simbólico del 25º aniversario del golpe del 24 de marzo.  En esta coyuntura convergieron dos líneas desarrolladas a lo largo de esos veinticinco años: el trabajo de la memoria y la justicia institucional.  Los dos caminos, que parecían haberse escindido y separado, volvían a encontrarse.  Justicia y memoria quedaron identificadas y se borró la distancia entre la construcción simbólica y los procesos institucionales.

La sentencia del juez  Cavallo fue premonitoria de un cambio de relación entre el  Estado y el movimiento de derechos humanos.  Porque a partir de la asunción como presidente de  Néstor  Kirchner (en 2003), el  Estado tomó la palabra y la iniciativa en este tema.  Por un lado, a partir de 2005 se comenzaron a sustanciar juicios por crímenes de lesa humanidad durante la dictadura, hecho que produjo una verdadera “cascada de justicia”;  juicios que fueron promovidos por querellantes privados – sobre todo, familiares de víctimas–  acompañados y apoyados permanentemente por los organismos de derechos humanos y por las agencias estatales pertinentes, y también promovidos desde el  Estado.  La cascada de justicia que  Sikkink (2011) analizó en el plano internacional y que había tenido su punto de partida en la  Argentina de los años ochenta, tuvo entonces su manifestación local en la multiplicación de juicios en distintos lugares del país.

Por otro lado, cada vez más identificado con las demandas históricas del movimiento de derechos humanos, el gobierno nacional comenzó a implementar una amplia gama de iniciativas y políticas ligadas a la memoria.  Muchas fueron muy visibles y con fuerte carga simbólica, como la recuperación del predio de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada (ESMA) y la política de marcación de sitios de detención clandestina durante la dictadura, o el establecimiento del 24 de marzo como feriado nacional.49 A su vez, la cercanía de algunas líderes del movimiento – antes distanciadas u opuestas a las políticas estatales–  con el gobierno se volvió visible: la presencia de  Hebe de  Bonafini y  Estela de  Carlotto en actos oficiales fue cada vez mayor, casi siempre acompañada de declaraciones de apoyo a las políticas estatales.  Otras figuras (Adolfo  Pérez  Esquivel,  Nora  Cortiñas y las  Madres  Línea  Fundadora, por ejemplo) mantuvieron una postura más independiente, de distancia crítica respecto de las políticas estatales.

La creciente iniciativa y visibilidad del gobierno en temas vinculados al pasado dictatorial, el apoyo financiero a las organizaciones y la incorporación de militantes del movimiento en las instituciones estatales relacionadas con el tema plantean una cuestión casi clásica en el estudio de los movimientos sociales: por un lado, el éxito de su accionar hace que sus demandas y agenda sean aceptadas e incorporadas en otras instituciones (en este caso, el  Estado); al mismo tiempo, y en consecuencia, el movimiento pierde autonomía y tiende a diluirse.  Porque los movimientos sociales se aglutinan cuando hay un adversario unificado y fuerte.  Los cambios de orientación de los gobiernos implican, en este sentido, vaivenes que oscilan entre su dilución – cuando hay más aliados políticos que adversarios fuertes–  y su recomposición –unificada ante nuevos opositores fuertes– .

Preparo esta revisión de la historia del movimiento de derechos humanos entre 2016 y comienzos de 2017, poco después de la asunción de  Mauricio  Macri como presidente de la  Argentina.  Está claro que el nuevo gobierno no se identifica con la causa del movimiento de derechos humanos en su demanda de “memoria, verdad y justicia”.  Sus funcionarios hablan de un “cambio de paradigma”, y también de terminar con el “curro de los derechos humanos”.  La inquietud política se instala, y es quizá mayor que la incertidumbre   En términos del análisis de escenarios políticos, tal vez se esté conformando un bloque, un adversario frontal y relativamente unificado cuyo impacto sobre los distintos actores y espacios del movimiento puede ser unificador, aunque también existe la posibilidad de que se debilite y disgregue.

Abril­mayo de 2017.  Mientras releo una vez más – espero que la última antes de su publicación–  los textos de este libro, las controversias sobre el sentido del pasado se intensifican en la esfera pública en la  Argentina y vuelven a ocupar el centro del escenario político­cultural.  Reaparecen cuestiones que parecían resueltas: ¿de dónde surge la cifra de 30 000 desaparecidos?; la dictadura ¿fue militar o cívico­militar?; nombrar públicamente a las organizaciones armadas de los años setenta ¿constituye una defensa y una reivindicación de la lucha armada, entonces y hoy?; ¿qué significa hablar de lxs 400  LGBTIQ desaparecidxs, que quedaron fuera de los registros existentes?; ¿se pueden justificar los intentos de otorgar beneficios – como la detención domiciliaria–  a represores convictos judicialmente?; ¿cuál será el alcance de la decisión del 2×1 (que reduce el tiempo en prisión de condenados) de la Corte Suprema?

La lucha por el pasado
Elizabeth Jelin, pionera y faro de los estudios sobre memoria, derechos humanos y política, vuelca el resultado de una extensa y prolífica reflexión sobre las memorias, esas piezas vitales en la construcción de un horizonte democrático.
Publicada por: Siglo XXI
Fecha de publicación: 08/01/2017
Edición: 1a
ISBN: 978-987-629-748-6
Disponible en: Libro de bolsillo

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