martes 19 de marzo de 2024
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Montajes

Hace años que repito algunas frases dolorosas: la verdad dejó de ser importante; la justicia se mueve al ritmo de los poderosos; los grandes medios de comunicación son capaces de versionar la realidad, convertirla en ficción. Ellos que se quejan tanto de los relatos. Construyen los propios.

Estoy lejos de mi casa. El querido Tomás Eloy Martínez decía que los lugares extraños nos llenan de claridad. Y Serrat canta que de lejos se ve más claro. Tal vez.

Decidí tomar el menor contacto posible con la actualidad. Autopromesa de vacaciones pero no es fácil. Las noticias de Brasil se cuelan por todos lados. Lula preso. Una condena sorprendente: 12 años y un mes por recibir un triplex como soborno. El presidente más popular de la historia de Brasil negó en todas las instancias judiciales que esa vivienda fuese suya. Las pruebas que se argumentaron en su contra son endebles. Lo confiesan hasta los enemigos del líder metalúrgico. La empresa que supuestamente cedió el departamento llegó a ponerlo en garantía. ¿Cómo podría hacerlo si no le pertenecía?

Con todo, la gran prensa de Brasil ya lo había condenado en fallo inapelable, como cuando auspició la salida de Dilma Rousseff de la presidencia y apoyó la llegada de Michel Temer. Y allí ni siquiera hubo denuncias de corrupción.

Lula es el candidato a la presidencia con mayor intención de voto. Un ex general hizo una clara advertencia unos días antes del fallo del Tribunal Superior de Justicia que habilitó la detención: si Lula vuelve al poder, las Fuerzas Armadas deberán intervenir. Otra vez la idea de restaurar el orden. ¿Pero qué orden?

La maldita polarización le hace el juego al autoritarismo. Hay buenos y malos. Santos y corruptos. Venden la honestidad como ideología. Sorprende ver la multitud de compradores.

«A Lula se lo castiga no por las muchas cosas malas que hizo el PT en sus años en el poder, sino por las pocas cosas buenas que cambiaron la vida de muchos brasileños». La explicación es de un colega carioca muy crítico del ex presidente pero con la suficiente independencia como para percibir que «algo huele mal en Dinamarca».

Estoy leyendo una novela. Siempre lo hago cuando viajo en tren, esos dinosaurios que los gobiernos populistas no lograron revitalizar en América Latina y en Europa siguen siendo el transporte más valorado. Es un libro de Jorge Volpi. Se llama «Una novela criminal» (Premio Alfaguara 2018). El próximo 5 de mayo tendré el gusto de presentarla en la Feria del Libro de Buenos Aires. Relata un caso real ocurrido en México en 2005. Cuenta cómo el noticiero más popular de la televisión mexicana transmitió en vivo un operativo con la detención de dos secuestradores. Todo era falso. Se trató de una escena arreglada entre el canal y la policía. Además de contar una gran historia, el libro es una radiografía implacable del sistema penal corrupto y sus complicidades.

Es México, pero podría ser Brasil, esa otra democracia de muy baja intensidad. El periodismo y la literatura de Volpi iluminan la tragedia. Exponen las mentiras, la injusticia y la desigualdad. El secreto es hacer las preguntas correctas. Denunciar los montajes.

Eso pienso -y escribo- mientras las imágenes de la primavera europea estallan en las ventanas del tren que avanza.