martes 19 de marzo de 2024
Cursos de periodismo

«Asalto al mundial», de Gustavo Grabia

En todos los países existen barras que explotan la pasión del fútbol para realizar negocios gigantescos. Y para todos, el teatro mayor fueron, son y serán los Mundiales. Allí, nuestros soldados del paravalanchas han causado estragos.

En Asalto al Mundial, Gustavo Grabia, el mayor experto en el tema, narra como nadie el lado oscuro de la gloria. Desde el iniciático Uruguay 1930 -con la famosa batalla del Río de la Plata- hasta lo que se espera de este Rusia 2018, con La Doce al frente. En el medio, el recibimiento deshonroso a la vuelta de Inglaterra 66 -donde se los apodó Animals-, el reclutamiento para perseguir opositores en el Mundial 78, la excursión fallida a España por la Guerra de Malvinas, los combates contra los hooligans en México 86 y Francia 98, la relación con la camorra napolitana en Italia 90, el safari por Sudáfrica 2010 y las burlas a la Policía Federal y la Justicia que desde Brasil emitían barrabravas con la entrada prohibida.

Una historia jamás escrita sobre cómo los violentos de distintos equipos tejen alianzas o se enfrentan salvajemente para llevar los colores de la Argentina, vistiendo una camiseta manchada con sangre.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

El regreso de aquel Mundial fue con indiferencia una vez más. Pero la Argentina entraba en una espiral de violencia como nunca antes había visto en su historia moderna. Montoneros pasaba a la clandestinidad y la Triple A del secretario personal y ministro de Acción Social de María Isabel Perón, José López Rega, había co- menzado ya su reguero de sangre con los emblemáticos crímenes del diputado nacional Rodolfo Ortega Peña y Silvio Frondizi. Un personaje central en esa organización criminal paraestatal sería el comisario Alberto Villar, a quien Perón había designado al frente de la Policía Fe- deral con la misión de combatir la subversión. Villar, que para entonces regresaba de su retiro en enero de 1973, había hecho todo su escalafón en la Policía y conocía de primera mano el crecimiento por entonces de los líderes barrabravas y cómo se podía manejarlos. Es por eso que apenas asumió en su nueva función les advirtió a los mi- litares sobre la importancia de establecer contactos con los delincuentes del tablón. Y según cuenta el historiador Amílcar Romero en su libro Muerte en la cancha, la reu- nión se gestó en el propio despacho de Villar con los más conspicuos representantes de los barras, a quienes los adoctrinó sobre el peligro de la infiltración subversiva en los estadios y los convocó a ser un ejército contra el comunismo y a delatar a todo aquel que manifestara esa ideología. Villar fue asesinado el 1° de noviembre de aquel 1974 pero el nexo estaba hecho. Tiempo más tarde ocurrió un hecho ineludible en el fútbol argentino, como fue la primera manifestación de Montoneros en un es- tadio de fútbol tras la dictadura. Todo se desarrolló en el viejo estadio de Estudiantes de La Plata, que recibía el 16 de mayo de 1976 la visita de Huracán, aquel equipo que en el maravilloso torneo Metropolitano que ganó en 1973 y mientras en el país el peronismo tras dieciocho años de proscripciones generaba la campaña “Cámpora al go- bierno, Perón al poder”, su hinchada cantaba: “Lo dice el Tío, lo dice Perón, hacete del Globo que sale Campeón”. Porque Huracán era, por entonces, el equipo que más se identificaba con el peronismo de izquierda. Y aquella tarde de 1976 quedaría expuesto. El partido transcurría por los carriles normales, con dos tribunas repletas de hinchas ya que el equipo de Parque Patricios venía pun- tero e invicto. Hasta que en el entretiempo, la hinchada de Huracán alzó una bandera con una única leyenda: Montoneros. La Infantería se movilizó hasta debajo de los tablones de madera y se desató una represión que ter- minó con un asesinato por parte del Estado: el del hincha Gregorio Noya, que había asistido al partido junto a su hijo. Ese hecho y la idea de que también la hinchada de San Lorenzo estaba integrada por elementos “subversivos” llevó a la Policía a tomar la decisión de infiltrar con efec- tivos de civil a las barras de todo el país. Un caso para- digmático fue, por ejemplo, la de Atlético Tucumán que tuvo como líder a Froilán Ruiz, alias el Carpincho, un sanguinario guardaespaldas del general Antonio Merlo, quien primero dirigió el EAM 78 y después fue gober- nador de facto de Tucumán. Si hasta entonces los barras trabajaban para la dirigencia deportiva en particular y para la Policía en general, pero como socios en delitos comunes, ahora lo harían como un ente en las sombras para la estructura asesina del Estado. Era la entroniza- ción de un poder que ya jamás dejarían de lado.

La Argentina, por entonces, era un país que se desin- tegraba con una economía que se desbocaba y llegaba en 1975 a una inflación de 340% después del brutal ajuste económico impulsado por quien era ministro de Eco- nomía, Celestino Rodrigo, en un evento que se dio en llamar Rodrigazo. En el medio estaba el compromiso asumido para organizar el Mundial de 1978, lo que pa- recía absolutamente inviable. “El Mundial 78 no se de- biera realizar en la Argentina por las mismas razones que un hombre que no tiene dinero para ponerle nafta a un Ford T no debe comprarse un Torino. Si lo hace es porque a alguien le está robando. Y se va a hacer. Porque vivimos esquivando leyes. Afanándonos entre nosotros mismos. Borges dice que el nuestro es un país venal. Se le nota de mil maneras. Nuestros acostumbramientos a vivir afanándonos entre nosotros mismos, determina que queramos hacer el Mundial 78 aun a sabiendas de que nos va ir muy mal, especialmente si lo ganamos”, decía Dante Panzeri, el más lúcido de los periodistas depor- tivos argentinos, en una de sus míticas columnas. No viviría para comprobar lo cierto de sus palabras: falleció tres meses antes del comienzo del torneo.

Pero la realización del Mundial no estaba en peligro. Ni siquiera después del golpe militar que derrocó a Isabel Martínez de Perón y entronizó en el poder a la más sangrienta dictadura militar argentina que se recuerde. De hecho, la Junta integrada por los comandantes de las tres fuerzas armadas, el teniente general Jorge Rafael Videla por el Ejército, el almirante Emilio Eduardo Massera por la Armada y el brigadier Orlando Ramón Agosti por la Fuerza Aérea, sabía perfectamente de la importancia del fútbol como distractivo. Tan así era que aquel nefasto 24 de marzo de 1976, apenas asumida, la Junta difundió una cantidad impresionante de comunicados para avi- sarle a la población lo que se venía. El primero establecía: “24 de marzo de 1976. Se comunica a la población que a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta de Comandantes Generales de las Fuerzas Armadas. Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento a las disposiciones y directivas que emanen de la autoridad militar, de seguridad o po- licial, así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan exigir la in- tervención drástica del personal en operaciones”. La voz potente, oscura y monocorde del locutor Juan Vicente Mentesana se escuchó por cadena nacional. Todos los co- municados, uno detrás de otro recitados por Mentesana, prohibían cosas. Hasta llegar al número 23, que contra- riando la corriente autorizó a transmitir el amistoso de la Argentina con Polonia en Chorzow, que se jugaba esa misma jornada y era el segundo partido de una gira de tres, que se había iniciado cuatro días atrás con victoria frente a la Unión Soviética por 1 a 0 en Kiev. Aquella delegación estaba comandada por el dirigente de Boca Pedro Orgambide, a quien se le comunicó que la deci- sión de la Junta era que la Selección saliera a la cancha como si nada hubiese ocurrido. Y quien fue el vocero de los militares para con aquel conjunto de jugadores y dirigentes fue José María Muñoz, el relator más famoso por entonces, que transmitiría el partido por Radio Ri- vadavia. La transmisión televisiva, en cambio, estuvo a cargo de otro periodista, Fernando Niembro. La Argen- tina no sólo jugó sino que también ganó el encuentro, 2 a 1, con goles de Héctor Scotta y René Houseman. Era la piedra basal de lo que vendría más tarde: la utilización del deporte como eje para cambiar la imagen sangrienta que tendría de allí en más el gobierno titulado Proceso de Reorganización Nacional.

En ese ámbito, el que más entendía al deporte como vehículo de difusión, tal como lo habían utilizado Mus- solini o Hitler en su momento, era el almirante Massera. Fue él quien convenció al general Jorge Rafael Videla, presidente de facto, de que la Argentina debía seguir con la organización del Mundial porque sólo costaría 70 millones de dólares, una cifra que terminaría multi- plicándose por ocho. De hecho, sería la Marina la que se haría cargo real de aquel torneo en breve. Primero se creó el Ente Autárquico Mundial 78, y Videla puso al frente a un hombre de su confianza, el general Omar Actis, quien hasta había llegado a hacer inferiores en River y estaba considerado un austero dentro del mundo militar. Debajo de él, Massera colocó al vicealmirante Carlos Lacoste, quien tenía la idea de construir estadios faraónicos sin reparar en gastos exorbitantes. Los roces entre ambos terminaron como se terminaban las discu- siones por aquella época: el 19 de agosto de 1976 cuando Actis iba a presentar en conferencia de prensa el plan de ingeniería e infraestructura, su vehículo fue atacado por varios sujetos y acribillado por múltiples impactos de proyectiles. El gobierno le adjudicó con velocidad el crimen a la guerrilla, pero todos apuntaron al círculo más cercano y el nombre de Lacoste quedó siempre vincu- lado al hecho. Más cuando terminó haciendo y desha- ciendo a piacere en dicho ente por más que el titular en los papeles era el general Antonio Merlo, quien decidió que era mejor seguir vivo a oponerse a los planes del tándem Massera-Lacoste.

Por entonces, la realización del Mundial corría peligro por los países europeos donde sí se estaba al tanto del plan sistemático de desaparición forzada de personas que se llevaba adelante en la Argentina. Ante esa situación, Massera planteó dos vías de trabajo. Una institucional contratando a la agencia Burson Marsteller por 500.000 dólares para que hiciera una campaña pro Argentina en el viejo continente y esta le aconsejó que lo primero a hacer era adherirse a los éxitos deportivos. La segunda fue otra vez convocar a los líderes barras, pero esta vez con un objetivo más concreto: no podía haber violencia en los estadios que empañaran la imagen del fútbol ar- gentino. Quien obviara esta decisión, tendría un final poco feliz. A cambio, se les daría la participación plena en las tribunas de los estadios donde se jugara el Mun- dial. El acuerdo estaba sellado.

Mientras el EAM 78 se encargaba de ejecutar una orgía de despilfarro de dinero público que además era secreta, porque gracias al Decreto 1261 el Ente disponía de sus fondos en forma reservada (jamás se entregó un balance), en Europa se organizaba el boicot al Mundial iniciado en octubre de 1977 con un artículo en el diario francés Le Monde y auspiciado por Amnesty International. “El Mundial tiene plomo bajo las alas” era el título de la nota escrita por el periodista Alain Fontain e ilustrado con afiches que hacían mención a la dictadura. Pero el boicot fracasó. En otro medio francés, L’Express, Rodolfo Galimberti, uno de los líderes de Montoneros en el exilio, declaraba el 10 de abril de 1978: “Estimamos que el boicot no es una política realista en las circunstancias presentes. A todos les decimos: Vayan, los Montoneros no desarrollarán ninguna operación que pueda poner en peligro a jugadores, espectadores o periodistas”. Siempre se dijo que la tregua con la dictadura se pactó en un en- cuentro en París del jefe guerrillero Roberto Firmenich con el almirante Emilio Massera a fines de 1977. Así, el Mundial siguió firme y el EAM a cargo de Lacoste también: se estimó su costo en 556 millones de dólares, cuatro veces más de lo que costó el siguiente, el de Es- paña 1982. Consecuentemente, el patrimonio personal de Lacoste había ascendido un 443% entre 1977 y 1979, y ya en democracia tuvo una causa por enriquecimiento ilícito. Insólitamente, o no tanto dado que dio participa- ción en los negocios a los más altos dirigentes de la FIFA, adonde llegó a ser vicepresidente tras empezar su carrera en la Conmebol. Y el frente interno siempre lo solucionó a su manera: con bombas a sus detractores y ejército barra en las tribunas. Uno de los hechos paradigmáticos ocurrió con quien era el secretario de Comercio de en- tonces, Juan Alemann, que había criticado fuertemente la construcción de Argentina Televisora Color (ATC ayer, Televisión Pública hoy), cuyo costo estaba programado en 20 millones de dólares y terminó en 100, y también disentía con el Mundial en su conjunto. En enero de 1978, Alemann declaraba públicamente: “El Mundial es como un enorme elefante blanco, monumental y her- moso pero que demanda extraordinarias cantidades de dinero y nadie sabe para qué sirve”. El 21 de junio de ese año, a las 20.40, una bomba explotó en la puerta de su casa del barrio de Belgrano. Justo en el momento en que la Selección le marcaba el cuarto gol a Perú sellando su clasificación para la final (el encuentro terminaría 6 a 0). “La relación de la bomba con mis exposiciones sobre el Mundial está clara: de lo contrario no hubiesen buscado ese momento preciso. ¿Quién tenía entonces suficiente impunidad para atreverse a poner una bomba a pocos metros de una comisaría tan concurrida como la 33, en una calle de mucho tránsito apenas iniciada la noche?

¿Quién podría tener interés en matarme o amedren- tarme?” declaró tiempo después.

En lo que respecta a los barras, su utilización fue evi- dente. Y si bien hubo un conjunto de violentos distri- buidos básicamente por todo el estadio Monumental, era la de River la que tenía predominio sobre el resto, barra que había sido infiltrada por la propia Policía Federal. De hecho, el nombre que circulaba era el de Miguel Bomparola, apodado el Negro Bompa y que era la mano derecha del jefe, Alberto Taranto, alias Matute, asesinado el 19 de octubre de 1983 tras un superclásico entre Boca y River en el estadio de Vélez que ganó el Xeneize por 1 a 0. Bomparola, exoficial de la Policía Federal, llegaría 30 años después a ser el hombre clave de seguridad del club bajo la presidencia de Daniel Alberto Passarella, el Gran Capitán de aquel Mundial 78. También empezaba a pisar fuerte otro pesado del tablón, Carlos Alberto De Godoy, alias el Negro Thompson, líder de la barra de Quilmes, quien sería clave en la barra de la Selección desde 1979 a partir de su relación con el intendente de dicha localidad durante la dictadura, Julio Casanello, que llegó a ese puesto ubicado allí por el gobernador bonae- rense de facto, Ibérico Saint Jean, y que tiempo más tarde llegaría a presidir el Comité Olímpico Argentino entre los años 2005 y 2008.

Esos violentos del tablón fueron también los que encabezaron las manifestaciones en Ezeiza para recibir a los planteles y periodistas extranjeros que se acercaban a participar o cubrir el torneo. Eran los difundidores en los estadios de la campaña “Los argentinos somos derechos y humanos”, slogan creado por la compañía de publicidad internacional Burson Marsteller y que tendría su pico un año después, en ocasión de la visita al país de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, cuando el go- bierno mandó a fabricar y distribuir 250.000 calcomanías con el lema y armó una manifestación donde también tuvieron preeminencia varias barras de los clubes por- teños. Y bajo ese esquema de silencio que en las canchas garantizaban los violentos del tablón, el Mundial se jugó en un país azotado por el terror y en donde la prensa en general y la revista El Gráfico en particular fueron señeras en la defensa de la organización gubernamental del torneo. “Para quienes están en el exterior, para todos aquellos periodistas insidiosos y maliciosos que durante meses hicieron una campaña de mentiras sobre la Ar- gentina, esta competencia está mostrándole al mundo la realidad de nuestro país y su capacidad para hacer cosas importantes de manera responsable y bien. En cuanto a aquellos que están en el país, a los no creyentes que te- níamos en nuestra propia casa, estamos seguros de que el Mundial ha logrado emocionarlos y hasta hacerlos sentir orgullosos”, se leía en el editorial del número siguiente a la inauguración del Mundial.

Pero, a diferencia de lo que ocurre con los clubes ar- gentinos, la barra de la Selección tenía prohibido pisar el entrenamiento donde se preparaba el equipo de César Luis Menotti. La presión allí pasaba por otro lado. “Es- tábamos entrenando en el campo y de pronto oíamos el ruido de un helicóptero. Nos abríamos para que la má- quina aterrizara. Bajaba una persona de uniforme, cual- quiera, nos saludaba uno por uno, nos deseaba buena suerte y se iba, y volvíamos a entrenar. El episodio ocu- rría casi todos los días. Pero eran ordenados, lo hacían al comienzo o al final del entrenamiento”, reconoció ya en democracia el legendario Mario Alberto Kempes, el Matador, la gran figura de aquel team que conquistó la primera Copa del Mundo para el país.

Ese Mundial siempre quedará atrapado entre el festejo por el triunfo y la vergüenza por lo que sucedía en una realidad que se escondía debajo de la alfombra. Mien- tras que el relator preferido de la dictadura, José María Muñoz, en la fiesta inaugural el 1° de junio de 1978 ex- presaba por radio Rivadavia, la más popular, que “aquí están los niños haciendo los ejercicios. Faltan palabras para describir el espectáculo que estamos viendo. Y mi- llones de seres humanos saben lo que es la Argentina. Que eso sea la paz para todos los pueblos del mundo. Esta es la Argentina que le muestra al mundo cómo es su juventud, su belleza. Orden, corrección, disciplina y amor para todos”, en el juicio a los militares una de sus sobrevivientes, Graciela Daleo, detenida en la Escuela de Mecánica de la Armada, narró que el día de la consa- gración “a mí me sacaron del centro de detención y me subieron a un Peugeot verde porque nos iban a mostrar cómo el pueblo festejaba el triunfo. En un momento le pedí a uno de mis cancerberos, Héctor Febres, que me dejara parar para ver mejor. Tuve una certeza. Si yo em- pezaba a gritar que era una desaparecida nadie me iba a dar pelota”.

Asalto al mundial
Desde el primer muerto en el Mundial de Uruguay en 1930 hasta el viaje a Rusia 2018, la historia sangrienta y turbia de los barras argentinos en los Mundiales de Fútbol.
Publicada por: Sudamericana
Fecha de publicación: 04/01/2018
Edición: 1a
ISBN: 9789500760959
Disponible en: Libro de bolsillo
- Publicidad -

Lo último