martes 23 de abril de 2024
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«Mujeres y poder», de Mary Beard

Mary Beard no es solo la clasicista más famosa a nivel internacional; es también una feminista comprometida y como tal se manifiesta asiduamente en las redes sociales. En este libro muestra, con ironía y sabiduría, cómo la historia ha tratado a las mujeres y personajes femeninos poderosos. Sus ejemplos van desde el mundo clásico hasta el día de hoy, desde Penélope, Medusa o Atenea hasta Theresa May y Hillary Clinton.

Beard explora los fundamentos culturales de la misoginia, considerando la voz pública de las mujeres, nuestras suposiciones culturales sobre la relación de las mujeres con el poder y cuánto se resisten las mujeres poderosas a ser sometidas a un patrón masculino.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

No hay más que echar un vistazo fortuito a las modernas tradiciones occidentales de pronunciar discursos —p or lo menos hasta el siglo xx— para ver que muchos de los temas clásicos que he destacado hasta ahora emergen una y otra vez. Las mujeres que reclaman una voz pública son tratadas como especímenes andróginos — como Mesia, que se defendía en el foro— o parece que se tratan a sí mismas como tales. Un caso evidente es la beligerante arenga de Isabel I a las tropas en Tilbury en 1588 ante la llegada de la Armada española. En las palabras que muchos de nosotros aprendimos en la escuela, parece confesar su propia androginia:

Sé que tengo el cuerpo de una mujer débil y frágil, pero tengo el corazón y el estómago de un rey, el de un rey de Inglaterra.

Extraño lema para que lo aprendan las niñas, pero la verdad es que probablemente nunca dijera nada parecido. No hay ningún guion escrito de su puño y letra ni de quien le redactara los discursos, ningún relato testimonial, y la versión canónica procede de una carta de un comentarista poco fiable, que tenía sus propios intereses, escrita casi cuarenta años después. No obstante, para el propósito que nos ocupa, la probable irrealidad del discurso incluso lo favorece: el giro interesante es que el autor de la carta pone en boca de la propia Isabel I la declaración (o confesión) de androginia.

Cuando nos detenemos en las tradiciones modernas de oratoria en general, vemos que las mujeres tienen licencia para hablar en público en los mismos ámbitos: ya sea en apoyo de sus propios intereses sectoriales o para manifestar su condición de víctimas. Si buscamos las contribuciones de las mujeres incluidas en esos curiosos compendios llamados «los cien mejores discursos de la historia» o algo parecido, encontraremos que la mayoría de las aportaciones femeninas, desde Emmeline Pankhurst hasta el discurso de Hillary Clinton en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre las mujeres de Pekín, tratan del sino de las mujeres. Lo mismo ocurre con el ejemplo de oratoria femenina más popular de las antologías, el discurso «¿Acaso no soy una mujer?», de Sojourner Truth, ex esclava, abolicionista y defensora norteamericana de los derechos de las mujeres, pronunciado en 1851. Se le atribuyen estas palabras: «¿Acaso no soy una mujer?».

Imagen de la reina Isabel I en Tilbury, reproducida a menudo en los libros de texto decimonónicos para escolares. La reina, con su delicado vestido vaporoso, está rodeada de hombres y de picas por todas partes.

He tenido trece hijos, y los vi vender a casi todos como esclavos, y cuando lloraba junto a las penas de mi madre, ¡nadie, sino Jesús me escuchaba! ¿Y acaso no soy una mujer? …

Debo decir que estas palabras, aun siendo influyentes, son ligeramente menos míticas que las de Isabel I en Tilbury. La versión autorizada se escribió en torno a una década después de que Sojourner Truth hiciese su declaración, momento en el que se insertó el famoso estribillo, que a todas luces no pronunció, y en que sus palabras fueron traducidas a un dejo sureño para encajarlas con el mensaje abolicionista, pese a que Truth procediera del norte y hubiera sido criada en lengua holandesa. Con ello no quiero decir que las voces de las mujeres a favor de las causas femeninas no fueran, o no sean, importantes (alguien tiene que hablar en nombre de las mujeres), pero el caso es que el discurso público de las mujeres ha estado «encasillado» en este ámbito durante siglos.

Sojourner Truth, fotografiada en 1870 cuando tenía más de setenta años, ofrece aquí un aspecto de anciana serena y venerable, muy alejado del radicalismo combativo.

Ni siquiera esta licencia ha estado siempre, o de forma sistemática, al alcance de las mujeres; tenemos numerosos ejemplos de intentos de eliminar por completo del discurso público a las mujeres, al estilo de Telémaco. Un caso reciente y tristemente célebre fue el silenciamiento de Elizabeth Warren en el Senado de los Estados Unidos —y  su exclusión del debate— cuando trató de leer una carta de Coretta Scott King. Sospecho que pocos conocemos las normas que rigen el debate senatorial como para saber hasta qué punto estaba formalmente justificada esa decisión, pero aquellas mismas normas no impidieron que Bernie Sanders y otros senadores (en su apoyo) leyeran exactamente la misma carta sin ser excluidos. Existen también ejemplos literarios harto inquietantes.

Uno de los temas principales de Las bostonianas de Henry James, publicado en la década de 1880, es precisamente el silenciamiento de Verena Tarrant, una joven oradora defensora del feminismo. A medida que va intimando con su pretendiente Basil Ransom (un hombre dotado de una voz grave y profunda, como bien destaca el propio James), cada vez le cuesta más hablar en público, como hacía antes. En efecto, Ransom privatiza su voz e insiste en que hable solo para él: «Guarda para mí tus reconfortantes palabras», le dice. En la novela resulta difícil determinar la opinión de James — no cabe duda de que Ransom no entusiasma a los lectores—, pero en sus ensayos el escritor deja claro su punto de vista, puesto que escribió sobre el efecto contaminante, contagioso y socialmente destructivo de las voces de las mujeres, palabras que fácilmente podrían haber salido de la pluma de un romano del siglo ii d. C. (y casi con toda seguridad derivadas en parte de fuentes clásicas). Bajo la influencia de las mujeres norteamericanas, insistía, el lenguaje corre el riesgo de convertirse en un «balbuceo o batiburrillo generalizado, un babeo, un gruñido o un gimoteo sin lengua»; sonará como el «mugido de una vaca, el rebuzno de un asno y el ladrido de un perro». (Obsérvese el eco de la mutilada lengua de Filomela, el mugido de Ío y el ladrido de la oradora en el foro romano.) James no fue más que uno entre una legión. En lo que en aquellos tiempos equivalía a una cruzada respecto a las normas adecuadas del discurso norteamericano, otros eminentes contemporáneos elogiaron el dulce cantar doméstico de la voz femenina, mientras rechazaban frontalmente su uso en el mundo exterior. Hubo un enorme revuelo sobre los «agudos tonos nasales» presentes en el discurso público de las mujeres, sobre sus «gangueos, soplidos, resoplidos, gimoteos y relinchos». «En nombre de nuestros hogares, de nuestros hijos, de nuestro futuro, de nuestro honor nacional —exclamó James—, ¡no permitamos que haya mujeres así!»

Es evidente que hoy en día no hablamos en estos términos tan descarnados, o no del todo. Para muchos, ciertos aspectos de este tradicional bagaje de criterios acerca de la ineptitud de las mujeres para hablar en público —u n bagaje que, en lo esencial, se remonta a dos milenios atrás— todavía subyacen en algunos de nuestros supuestos sobre la voz femenina en público y la incomodidad que esta genera. Examinemos por ejemplo el lenguaje que todavía utilizamos para describir el sonido del habla de las mujeres, que no está tan alejado de James o de los romanos. Cuando las mujeres defienden una cuestión en público, cuando sostienen su posición, cuando se expresan, ¿qué decimos que son? Las calificamos de «estridentes»; «lloriquean» y «gimotean». Tras un ataque particularmente infame de comentarios por internet acerca de mis genitales, tuiteé (creo que con bastante coraje) que todas aquellas injurias eran «un puñetazo en plena boca», palabras que fueron trasladadas por el comentarista de una popular revista británica en estos términos: «La misoginia es verdaderamente “un puñetazo en plena boca”, gimoteó». (Por lo que he podido comprobar tras un rápido rastreo en Google, el otro único grupo de este país al que se lo acusa de «gimotear» es a los entrenadores de fútbol de primera división tras una mala racha.)

¿Realmente importan estas palabras? Por supuesto que sí, porque apuntalan una expresión que sirve para despojar de autoridad, fuerza e incluso humor, aquello que dicen las mujeres. Se trata de un término que restituye con eficacia a la mujer a la esfera doméstica (la gente «lloriquea» por cosas como lavar los platos); trivializa sus palabras o las sitúa en el ámbito de lo privado, contrariamente a lo que ocurre con el hombre de «voz grave», con todas las connotaciones de profundidad que aporta la simple palabra «grave». Se da el caso de que cuando los oyentes escuchan una voz femenina, no perciben connotación alguna de autoridad o más bien no han aprendido a oír autoridad en ella; no oyen mythos. Y no se trata solo de la voz: pueden añadirse los rostros ajados y arrugados que indican madurez y sabiduría en el caso de un hombre, mientras que en el caso de una mujer son señal de que se le ha «pasado la fecha de caducidad».

Por otro lado, tampoco se suele escuchar la voz de alguien experto, por lo menos no fuera de los ámbitos tradicionales de los intereses sectoriales de las mujeres. Para una parlamentaria, ser ministra de Igualdad (o de Educación o Sanidad) es algo muy distinto que ser ministra de Hacienda, cargo que hasta el momento no ha sido ocupado por ninguna mujer en el Reino Unido. En todas las esferas observamos una tremenda resistencia a la intrusión femenina en el territorio discursivo tradicionalmente masculino, ya sea a través de los insultos proferidos a Jacqui Oatley por tener la osadía de abandonar el campo de juego para convertirse en la primera comentarista femenina del programa de fútbol Match of the Day, o a través de los que se infligen a las mujeres que aparecen en Question Time, donde los temas a debate son normalmente de «política masculina». Por otro lado, no debería sorprendernos que el mismo comentarista que me acusó de «gimotear» pretenda organizar un «pequeño concurso desenfadado» para elegir a la «mujer más tonta de las que han pasado por Question Time». Un aspecto todavía más interesante es la conexión cultural que se pone de manifiesto cuando una mujer defiende opiniones impopulares, polémicas o simplemente diferentes: en este caso se consideran indicativas de su estulticia. No es que uno esté en desacuerdo con ella, es que es tonta: «Lo siento, cariño, pero es que no lo entiendes». He perdido la cuenta de las veces que me han llamado «cretina ignorante».

Jacqui Oatley recibiendo un título honorífico en 2016. Cuando inició su andadura como comentarista en el programa Match of the Day en 2017, hubo una oleada de críticas. «Un insulto a los comentarios contrastados» de los hombres, dijeron. Incluso hubo quien espetó: «Cambiaré de canal».

Estas actitudes, supuestos y prejuicios están profundamente arraigados en nosotros: no en nuestros cerebros (no hay ninguna razón neurológica que nos haga considerar que las voces graves están más acreditadas que las agudas), pero sí en nuestra cultura, en nuestro lenguaje y en los milenios de nuestra historia. Y cuando pensamos en la escasa representación femenina en la política nacional, en su relativa mudez en la esfera pública, hemos de ir más allá de lo que algunos políticos británicos prominentes y sus compinches tramaran en el Oxford Bullington Club, más allá del mal comportamiento y de la cultura machista de Westminster, más allá incluso de los horarios compatibles con la familia y de los servicios de atención a la infancia (por importantes que sean). Hemos de centrarnos en aspectos aún más fundamentales, sobre cómo hemos aprendido a escuchar las contribuciones de las mujeres o — volviendo de nuevo a la viñeta de la revista Punch— sobre lo que me gustaría llamar la «cuestión de la señorita Triggs»; pero no solo para preguntarnos cómo consiguen intervenir, sino para ser más conscientes de los procesos y prejuicios que hacen que no las escuchemos.

Mujeres y poder
Con reflexiones personales sobre sus propias experiencias de sexismo y agresión de género que ha soportado en las redes sociales, la autora pregunta: si no se percibe que las mujeres están dentro de las estructuras del poder, ¿no es necesario redefinir el poder?
Publicada por: Planeta
Fecha de publicación: 06/01/2018
Edición: 1a
ISBN: 978-84-17067-89-2
Disponible en: Libro de bolsillo
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