jueves 25 de abril de 2024
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«Gorda vanidosa», de Lux Moreno

Un día Lux Moreno se matriculó en una pileta. Con antiparras, gorra de lycra hasta las cejas, toalla y ojotas, se presentó ante el profesor a cargo de la escuelita que, apenas una rápida mirada después, sin dudar ni preguntar, la destinó al andarivel de principiantes. Lux Moreno es gorda. Es también ex federada de natación. 

¿Por qué el tamaño de nuestros cuerpos afecta el éxito y la circulación social que tenemos? ¿En qué momento naturalizamos que ser gordo equivale a ser inútil o feo?
En este brillante ensayo sobre la obesidad en la era del espectáculo y las redes sociales, Lux Moreno, filósofa, gorda vanidosa y activista, usa su propia experiencia de vida para desnudar los mecanismos de discriminación que todos ejercemos cotidianamente contra la gente gorda.

Convertidos en policías de los cuerpos, nos amparamos en discursos que se escudan en la salud y el bienestar para estigmatizar la circulación de los cuerpos gordos, para negarlos como sujetos de deseo. La autora de este libro les da la palabra y nos descubre un mundo en el que la aceptación de la diferencia es posible y clave de una nueva convivencia.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Capítulo 5 – La opción de la identidad corporal: elegir ser gordo

Lo que había sentido allí fue verdadero, de eso no cabe ninguna duda. Esta experiencia revelaba de manera brutal la irrealidad de este mundo, la abstracción realizada que es el Espectáculo.
Tiqqun, Fenomenología de la vida cotidiana

—Ven, Rock —dijo—. Aquí ya no hay sitio para nosotros. Vamos a perder algunos kilos y ablandarnos y afearnos. Tal como van las cosas, no tenemos la menor posibilidad con las mujeres.
Boris Vian, Que se mueran los feos

La gorda invisible
Durante muchos años, la palabra “gorda” me parecía el peor de los insultos. Había escuchado numerosas veces a más de una persona usarla para hablar de mí o de otros con todo su carácter despectivo. Como conté en otros capítulos, cuando empecé a militar en el activismo gordo, mi personaje de resistencia, la gorda vanidosa, me empujó a salir de nuevo de fiesta. Me llevó a ser visible nuevamente, algo nada fácil cuando se es gorda. Las miradas de los otros, que son el infierno, como diría Jean-Paul Sartre, serán siempre el primer obstáculo a sortear. Ser vista primero como gorda y después como mujer me ponía frente al problema de la percepción del otro como reconocimiento. Por un lado, las discotecas heterosexuales son lugares poco amigables para una corporalidad como la mía. La presión social y el repudio por no encajar en los cuerpos “normales” me ponían en la mira de un montón de personas que decían cosas sobre mi cuerpo: insultos, comentarios maliciosos y, cómo no, algún que otro espécimen que se me acercaba, ya avanzada la noche, cuando me veía como su última opción para salvar la salida. El escrutinio público del boliche mainstream sobre las personas gordas tiene que ver con las formas de vigilancia sobre los cuerpos a las que estamos acostumbrados. Ser gordo, desde estos parámetros, supone ser algo que no es deseable a la vista y nos convierte en el constante blanco de los discursos vigentes sobre los cuerpos.

Por eso comencé a frecuentar las fiestas de la comunidad LGBTTI, en las que la diversidad sexual y corporal se mezcla con los brillos del baile. Ahí, a veces era mirada de un modo distinto, aunque otras no, porque todos estamos inmersos en este sistema de valores. El deseo se construye en esta red de necesidades que instala la lógica del consumo y hace de nuestros cuerpos un espectáculo. Es decir, nuestras relaciones sociales se han mercantilizado de tal modo que ya no se trata de ver quién es el otro que tenemos enfrente sino de clasificarlo por medio de distintos prejuicios. Los estándares corporales, precisamente, son parte de esa serie de engranajes que construye el gran régimen de reconocimiento en el que vivimos. Ir a las fiestas de la diversidad sexual no me permite abandonar del todo estos prejuicios, pero me pone en un espacio abierto y crítico donde puedo mostrar cómo vivo mi corporalidad de manera distinta a lo normado. En estos lugares, sin embargo, también obra siempre en mí la sospecha: nunca sé si la mirada que me apunta es de deseo o si quien me observa me está juzgando. ¿Es posible cambiar esas caras de asco frente a los cuerpos que no encajamos por una mirada amorosa? Yo creo que sí, pero también considero que la forma en la que el régimen de reconocimiento homologa lo visible con lo deseable es la trampa en la que debemos evitar caer. En términos generales, el sistema de consumo nos pone las reglas de juego y ser visibles se vuelve el requisito para poder competir por el bien último: ser merecedores de amor. Esto quiere decir que las condiciones de habitabilidad del mundo con las singularidades de nuestros cuerpos están atravesadas por dispositivos que prescriben el modo adecuado para obtener dicho premio. Así, se alientan ciertas formas de concebir las afectividades y las comunidades políticas que refuerzan los símbolos dados de esa normatividad.

Como dice mi amiga BC, ser gorda, en nuestra cultura se considera algo que está mal, un problema que hay que resolver. Cuando pensamos las representaciones sociales que tenemos sobre los cuerpos, salta a la vista que estamos frente a la construcción social de un objeto. Sí, la corporalidad es un objeto que se ha ido construyendo a lo largo de la historia de la humanidad en el que han intervenido diversas disciplinas para dilucidar cuál es su estatuto. El cuerpo, entonces, se ha transformado con el tiempo, y es en sus formas de enunciarlo donde se encuentra la clave para comprender los modos de discriminación que operan sobre él.

Todas las personas en mayor o menor medida circulamos por la vida social. Cuando vamos al cine o a trabajar, ingresamos en ámbitos en los que nos encontramos con otros. La importancia de estar con otros se nos revela en cuanto somos continuamente diferenciados por las lógicas de consumo. Esto no es nuevo: se nos clasifica por nuestro estatus social, poder adquisitivo, preferencias sexuales, filiaciones políticas o deportivas, sex appeal y, por supuesto, por el tipo de corporalidad que portamos. Ser en el mundo implica ser valorado por nuestra visibilidad o, mejor dicho, en referencia a un sistema de reconocimiento que nos encasilla en diferentes lugares y jerarquías. Habitamos un espacio sociocultural que nos invita (casi diría que nos obliga) a explicitar nuestras adscripciones o lugares de pertenencia pero, al mismo tiempo, existen modelos que evalúan esas identidades para los que no todos tenemos el mismo valor. Las lógicas de reconocimiento se establecen a partir de la imposición de estas normas que median nuestra percepción cuando vemos a los otros. Es decir, se delimita de manera clara qué es ser una mujer de clase media blanca o una persona trans, o cualquier otra variante establecida. Esta forma de distinguir entre unos y otros se recrudece cuando de corporalidades se trata.[1]

¿Cómo obran estas formas de darse de la visibilidad e invisibilidad sobre los cuerpos gordos? Primero, debemos señalar algunas de las características propias de la dicotomía visible/invisible para comprender dónde y cómo se sitúan las diferencias morfológicas de los cuerpos. Cuando nos referimos a que alguien tiene “visibilidad social”, estamos diciendo que las notas constitutivas de ese sujeto se ajustan a las normas socioculturales dominantes. Como ya vimos en los capítulos anteriores, una persona delgada es visible en la medida en que es reconocida como portadora de un cuerpo que posee ciertas características y significantes culturalmente asociados a una valoración positiva. Es decir, ser flaco contiene en sí un modo de aparición relacionado con la salud, la belleza, la deseabilidad y la apreciación moral que determina que se es bueno porque se es adecuado. La visibilidad, entonces, se transforma en un mecanismo que denota la adecuación a estas reglas culturales. Asimismo, el sistema de consumo es el marco en el que nos insertamos como personas existentes: somos cuando consumimos estas normas puesto que es así como entramos en la luz de la visibilidad. Ahora bien, como ya dijimos, el capitalismo se nos presenta como la conjunción de una serie de dispositivos de control que promueven necesidades que obran sobre nuestro deseo. Estos mecanismos generan discursos sobre los cuerpos que resultan aceptables o normales, pero también determinan cuáles son inaceptables.

En este contexto, la identidad aparece como un valor de mercado que nos torna más o menos visibles y es aquí donde debemos preguntarnos por la validez de esas jerarquías y normas que se instalan sobre nuestros cuerpos. El mercado supone un sistema que fomenta las necesidades en forma de reglas sociales y culturales que se convierten en dispositivos de control que nos piden que aceptemos estos modos de ser de manera homogénea. Esto quiere decir que si uno no acata los mandatos o si no consume, como exige el mercado por medio de la lógica de visibilidad e invisibilidad, quedará fuera del reconocimiento. Si somos gordos porque tenemos un cuerpo que excede un cierto IMC, somos identificados de inmediato como invisibles. Las personas que poseen características que están por fuera de este marco no son borradas del todo aunque se llame la atención sobre sus corporalidades. Ser invisible se transforma en un modo de aparecer en el espacio público mínimo (Bourdin, 2010) donde los cuerpos tienen una sola posibilidad: ser delgados.

Ser corporalmente distintos nos pone en un lugar de señalamiento y de refuerzo de la visibilidad. “No seas gorda como X, porque nadie te va a mirar” es una afirmación que muestra la paradoja sobre la que se funda la lógica de visibilidad e invisibilidad: el sistema de reconocimiento que valoriza el ser visibles y exige que podamos ser sujetos de derechos nos solicita entregarnos a las normas y sus correlatos políticos para poder serlo. No se trata entonces de reclamar ser vistos como gordos en un sentido positivo, sino de desmontar esta reivindicación de la visibilidad en cuanto política de reconocimiento.

Lo que tratamos de describir es cómo el sistema de consumo que proporciona estos modos de adiestramiento sobre nuestras corporalidades también fomenta maneras específicas de reconocimiento. Si la reivindicación dentro del activismo gordo solo se reduce a la visibilidad estamos en problemas, puesto que seguimos insertos en una máquina que reproduce una y otra vez las normas y que, al mismo tiempo, limita a una las opciones de cuerpos posibles: el que es visible. Incluso, como ha pasado con las modelos plus size, se impone un modelo de cuerpo gordo como condición de visibilidad. Es decir, no se trata de ser cualquier gordo, sino que la gordura debe responder a esas mismas características específicas que se busca desmontar. El fenómeno del control de los cuerpos es muy intrincado ya que conjuga las experiencias de negación de la visibilidad con una lógica de consumo que transforma el reconocimiento en un eslabón más de esa cadena de vigilancia. A esto se le suma que la visibilidad y la invisibilidad tienen grados variables que modifican las formas en las que se expresan en el espacio social. Es decir, pertenecer al mundo de los visibles se vincula con poder demarcar una cierta trazabilidad de las normas sobre la materialidad de los cuerpos. En otros términos, el sistema de consumo nos pide signos manifiestos de que somos delgados para ser visibles pero, también, para ser invisibilizados como gordos. ¿Es posible revertir esta homogenización de los cuerpos?

El fast-food de las identidades
El fenómeno de la globalización ha favorecido la homogenización del significado del sistema de reconocimiento tal y como lo experimentamos en la actualidad. Esta uniformidad encierra, a la vez, una heterogeneidad de territorios, colectivos y costumbres bien diferenciados. En los últimos años, a nivel mundial, se han producido avances en materia de derechos para la diversidad sexual. Esto produjo una democratización de la sexualidad, producto de políticas que apuntaron a la equidad y al reconocimiento de la diversidad sexual y de género. Estas directivas de inclusión impactaron en el modo de pensar la realidad social y pusieron en escena nuevas identidades sexo-genéricas. Es decir, dentro de las democracias actuales se han dado nuevas formas de visibilidad que promueven el acceso a distintos derechos. Uno de los conceptos que se ha revitalizado es el de “tolerancia”, que aparece como una forma de integrar estas identidades al sistema de consumo por medio de nuevas jerarquías socio-sexuales que son validadas en el orden social (Sabsay, 2011). Este fenómeno de la visibilidad sexual entrama, a su vez, formas de exclusión de otros grupos, por ejemplo, los religiosos, los migratorios o los de la diversidad corporal.

La identidad, en cuanto se refiere a un sistema de reconocimiento en el que las personas son definidas en su singularidad, se caracteriza por enunciar un modo de ser. En la comunidad LGBTTI, las identidades han sido parcialmente incorporadas —y destaco el adverbio “parcialmente” porque en muchos lugares del mundo esto no ha ocurrido— en el repertorio de elecciones posibles como consecuencia de las luchas y los avances que los colectivos de la diversidad sexual han propiciado en materia de derechos civiles. Sin embargo, estas enunciaciones no han logrado escapar al régimen capitalista y también se han vuelto elementos de consumo. Como si de un fast-food se tratara, hoy podemos elegir cuál queremos entre una gran variedad de opciones disponibles en el menú de las identidades sexo-genéricas y corporales. Consumimos identidad para ser parte del repertorio de visibilidad del mercado porque ser objetos del deseo de otro significa seleccionar minuciosamente nuestros propios deseos y reivindicaciones. En ese sentido, el sistema capitalista actual se configura como un espectáculo donde nuestros cuerpos son la última mercancía a mano. Uno de los efectos más claros de esta forma de mercantilización es el asimilacionismo identitario, fenómeno en el cual el mercado incorpora otras identidades posibles que funcionan como nuevas normatividades. En otras palabras, el pasaje hacia la visibilidad de los colectivos de la diversidad sexo-corporal ha tenido como consecuencia el establecimiento de jerarquías de visibilidad. Por ejemplo, en los procesos de globalización, los movimientos gay obtuvieron una homogenización que ha derivado en la homonorma, es decir, un sistema de reglas que constituye la forma de reconocimiento que hace que no cualquier gay sea considerado un “buen” homosexual sino que debe cumplir con esas características para serlo.

Por otra parte, el avance en materia de derechos de los movimientos LGBTTI ha impactado en la participación política de estos grupos dentro de los gobiernos actuales. Los casos paradigmáticos que se pueden señalar son los gobiernos de Europa del Norte, donde son muchos los avances respecto de la orientación sexual. Allí, paralelamente al incremento de las legislaciones a favor de los grupos LGBTTI, se ha montado una serie de negocios progay, como el turismo gay friendly. En este sentido, es interesante detenerse en el trabajo de Frédéric Martel (2014), quien especifica cómo se ha logrado insertar a diversos funcionarios LGBTTI en los parlamentos europeos y destaca que las acciones que realizan estos gobiernos a favor de los homosexuales han conformado una suerte de progresismo de la orientación sexual. Sin embargo, esta instauración de políticas en contra de la discriminación en torno de la orientación sexual y la inclusión de personas LGBTTI en esos cargos supone nuevos tipos de homogeneizaciones y de jerarquizaciones sexuales. El autor relata la historia de varios funcionarios gay y, en especial, analiza su trabajo político enfocado en los derechos de matrimonio y adopción de las parejas homosexuales. Cada una de ellas, sostiene, demuestra la materialización de esa jerarquía en torno de las minorías sexuales. Este fenómeno de cristalización de identidades dentro del sistema de consumo es una nueva complejidad a tener en cuenta cuando abordamos el activismo gordo. En vista de estos casos en los que vemos cómo estos colectivos terminan reproduciendo esas mismas lógicas de mercado a las que buscaban oponerse, debemos preguntarnos si afirmar la particularidad del cuerpo gordo o de cualquier otro como más adecuado resulta una estrategia pertinente o no. Esta es, creo, la gran discusión que todo activismo debe dar.

Gorda vanidosa
En este brillante ensayo sobre la obesidad en la era del espectáculo y las redes sociales, Lux Moreno, filósofa, gorda vanidosa y activista, usa su propia experiencia de vida para desnudar los mecanismos de discriminación que todos ejercemos cotidianamente contra la gente gorda.
Publicada por: Planeta
Fecha de publicación: 07/01/2018
Edición: 1a
ISBN: 978-987-3804-71-7
Disponible en: Libro de bolsillo
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