jueves 28 de marzo de 2024
Cursos de periodismo

«Caminantes», de Edgardo Scott

La literatura argentina se jacta con avaricia de su discreción: pareciera cada vez desechar más, abarcar menos. Se trata de mezquindades acordes con los malos tiempos (tal vez no existan buenos), de halagos autoinfligidos por ignorancia, no de medidas extremas tomadas a partir de la navaja de Ockham. En este libro y como no es frecuente, Scott amplía, entre otras cosas, el campo visual de la literatura: muestra cómo los arcos asociativos e imprevisibles y la conceptualización rápida e inteligente despejan los ceños fruncidos de la esterilidad y la sequía encubiertas. Una apertura única para lectores en el camino.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Walkmans

Los walkmans caminan escuchando música. Son los nuevos semidioses de la ciudad. Para confundir, algunos hablan de la generación Y, por el dibujo de los audífonos; pero eso da lugar a malentendidos, porque la generación Y ya fue fechada, entrando de esa manera a los segmentos de sociología y márketing, o sociología del márketing, que se suceden a toda velocidad para que nunca dejemos de tener un estante, una vidriera o góndola dónde reconocernos y comprarnos.

Algunos creen que los walkmans marchan alienados, que deploran o niegan la realidad y el mundo. El adolescente encerrado en su habitación que no responde al llamado de sus padres. Un vicio estúpido, parecido a todos los otros que llegaron con las pantallas privadas:

televisión, videojuegos, teléfonos móviles, redes sociales.

Es cierto. Pero no del todo. Incluso al revés. Nuestras ciudades están saturadas de ruido. No solo el ruido audible —ese giro desdichado “la polución sonora”—, también ruido visual y sobre todo ruido escénico: la brutal, la inelegante, la triste y sorda coreografía de nuestras ciudades.

Los walkmans se defi enden de todo eso. Como un rosario, como una cruz que se muestra al vampiro, los walkmans son paseantes o peregrinos protegidos por un escudo, por un blasón musical. La música como una de esas burbujas mágicas de los videogames arcade donde el héroe puede atravesarlo todo sin perder la vida, sin perder la gracia.

En su grandioso Danubio, Claudio Magris cita al barón Von R., de Hoffmann, viajero que coleccionaba panoramas y que “cuando lo consideraba necesario para su placer o para crear un hermoso mirador, hacía talar árboles, desnudar ramas, aplanar las redondeces de un terreno, abatir bosques enteros o demoler alquerías, si obstaculizaban una vista”; los walkmans hacen otro tanto, acaso con menor gasto y mayor sensibilidad: les basta con determinar qué canción, qué música es la adecuada para la ambientación del cuadro y compañía de su marcha.

En nuestro invisible —invencible— paisaje postapocalíptico, los walkmans son la primera mutación feliz. Avanzando entre las ruinas y la carne quemada, caminan —e incluso levitan— entre oboes y pianos, entre guitarras acústicas, secuencias o sintetizadores.

“It’s a terrible love and I’m walking with spiders”, canta The National. Y la frase vuelve y envuelve, justamente como una pasión arácnida. Más que caminar con arañas o entre arañas, el terror es pasivo: es ser caminado por ellas. Después vendrá la pregunta de si las arañas pican o no, cuáles no, cuáles sí, y si el veneno es peligroso, mortal o pasajero. Pero primero alcanza con la pesadilla: estar durmiendo, o desvanecido, inconsciente, y que una o por qué no varias arañas vayan y vengan sobre la piel, vengan y vayan por nuestra superfi cie, indecisas, lentas, aterciopeladas y eléctricas; que nos despierte su roce.

Sí, el amor terrible —o el desamor— es una pasiva forma de pesadilla.  +

“When I walk beside her, I am a better man”, canta Eddy Vedder en “Big Hard Sun”, el tema de cierre de Into the wild. La película ícono de cierta nostalgia hipster o hippismo vintage; o en verdad, sin nostalgia, de cierto espíritu cínico e ignorante de comienzo de siglo —la película salió en 2007—, que insiste y defi ende la naturaleza y “lo natural” como las normas que dice respetar Starbucks para generar sus bolsas de café. ¿Qué es hoy lo natural?: marihuana sí, o tabaco para armar. Descalzarse para entrar a una casa. Luchar contra las bacterias y parir para teletransportarse con los walkmans al oeste americano o canadiense, incluso a Alaska, mientras hacemos una fi la interminable a las puertas de un banco, de un subte, de un supermercado. +

El nuevo mundo siempre nace de la guerra. Ya sea que en la armada japonesa se conozcan el ingeniero electrónico Masaro Ibuka con el físico Akio Morita, o que nazca en 1945 un bebé alemán llamado Andreas Pavel. Porque después de que los hombres intentan exterminarse de una vez por todas, destruirlo, quemarlo todo, y apenas consiguen —repiten— los mismos grandes avances en miserias de siempre, quieren volver a caminar, construir ciudades, reinventarlo todo otra vez.

en el jacuzzi. Tener una cabaña autosustentable pero + con excelente WI-FI. No importa. Imposturas sobre las que ya cayeron Thoreau o Néstor Sánchez hace siglos, pero que se olvidan y se renuevan, y sobre las “Hoy que estás espléndida / y que todo lo iluminas que hay que volver a caer. Como las baobabs del prin- / demos un paseo / vuelta por el universo” canta en plenicipito. Y sin embargo, “When I walk beside her, I am tud junto a Melero, la voz de Gustavo Cerati.

a better man”, canta Eddy Vedder con su preciosa y En “Utopía de un hombre que está cansado”, un afectada garganta folk. El hombre nuevo, el hombre cuento de la última época de Borges, otra voz, la voz mejor nunca llega, pero la banda de sonido que hizo asustada y reaccionaria del genio dicta que al fi n y al cabo el cantante de Pearl Jam es muy buena; son canciones “todo viaje es espacial”. Entonces por qué no pasear por ideales, es cierto, para caminar a su lado, para andar el universo. Los paseos además siempre tienen ese cielo, por los paisajes de la película o, mucho mejor aun, menos un cielo celeste que una bóbeda estrellada. En una lámina interior de un disco de The cure, Van Gogh decía que de nada estaba seguro, pero que ver las estrellas lo hacía soñar. Citas. Eso también lo cifró, como lo llama Cozarinsky, el viejo infalible: la lengua es un sistema de citas. Un larguísimo texto repetitivo, una cárcel.

Pero hoy estás espléndida y como todo lo iluminas, navegar es preciso, perdón, dar un paseo es preciso. +

“Llevando como el caracol la casa a cuestas y al azar”, canta Daniel Melingo, para recrear el clásico de Antonio Tormo, “Linyera soy”. Las palabras también desaparecen cuando desaparecen sus formas, su uso y su memoria. ¿Qué es un linyera? El dibujo de historieta de un hombre fl aco yendo junto a las vías del tren con un atado de ropa y un palo suspendido sobre el hombro. Los linyeras son del tiempo en que los hombres no llevaban mochilas ni portafolios. También son del tiempo en que los trenes eran el progreso y el progreso la fe (con sus dosis de ignorancia, candor y poder en partes iguales).

Pero lo importante es que Melingo le da otro swing a esa vieja canción criolla y la canción revive; la música no es de ningún lado ni de ningún tiempo, o la música es una sola, y entonces Melingo transforma la canción folklórica y popular argentina en una suerte de dixieland. Con esa cadencia particular que también para bailar propuso como “fundamental step: just walking”.

Wanderlust signifi ca pasión de viajar o por viajar. El extraordinario David Sylvian nombra de esa manera una canción bellísima donde canta siempre ese amor algo oscuro y atormentado y magnético que recorre su obra: “And we’re out on the road again / It’s given us this wonderful wanderlust”. Importa menos la maravilla de la pasión viajera que la aquiescencia del don. Leer la pasión como don. Leer el viaje como destino. Todo eso, sí y además escuchar con el énfasis de la lluvia afuera, una canción de David Sylvian. +

La canción está en el primer disco de Serú Girán, que es del 78 y tiene esa tapa en blanco y negro de un vagón de tren con una ventana de Magritte. El mensaje pasa por delante de las narices: “Autos, jets, aviones, barcos: se está yendo todo el mundo”. El exilio, la censura, los secuestros y asesinatos se ocultan en una canción que puede pasar del candombe al blues o a la música disco con esa destreza que llaman naturalidad. El arte de la prestidigitación y denuncia y el testimonio de Charly, como cuando un año antes, en el 77 se preguntaba qué se puede hacer salvo ver películas. Ahora vemos series. Pero también huimos. Lo que se puede hacer es huir. Como tantas veces. Pero Charly se quedó y nunca perdió el humor, la lucidez, el coraje, el talento. Aunque el talento es suerte, decía por aquellos años Woody Allen, en el comienzo de Manhattan: lo que de verdad importa es el coraje. +

“El amor es torbellino / de pureza original, / hasta el feroz animal / susurra su dulce trino, /detiene a los peregrinos, libera a los prisioneros”. Detiene a los peregrinos, canta Violeta Parra en su himno, “Volver a los diecisiete”. El amor a Dios (pero Dios es amor) puede detener a los peregrinos. También puede ponerlos en marcha. El amor como único motor humano. +

Los dos amigos japoneses fundan Sony en 1946, y justo un año antes nace en Brandenburgo Andreas Pavel, según se mire el enemigo o gran aliado de los dos amigos japoneses. Pavel parece un inventor de ofi cio. Esa clase de nerds que divulgó y consagró Spielberg. Inventores no sin cierto celo paranoide, muy mezquinos. Que inventan cosas inservibles o rebuscadas, y enseguida las patentan. Porque así como hay escritores a los que les interesa la fi guración social, les interesa más publicar y viajar y ser invitados que escribir, hay inventores que prefi eren patentar y litigar a inventar, a seguir inventando o inventar mejor. En un par de videos de YouTube se ve, se intuye, la pobreza creativa de Pavel. Lo cierto es que hacia 1972, Pavel patentó en varios países su stereobelt —cinturón stereo (sic)—, y lo ofreció, sin suerte y durante años, a Grundig, Philips, Yamaha, entre otros gigantes. Qué habrá sido del alma del pobre Pavel cuando vio en 1979 que Sony sacaba al mercado su mítico PTS-L2. En principio, abogados, abogados y abogados. En principio y para siempre. Recién en 2006 Sony perdió el juicio y se le reconoció a Pavel derechos y regalías. Habían pasado veintisiete años. Pero como dijo Bioy, a nadie quiere tanto la gente como a sus odios. La conclusión de Pavel fue que ahora debería iniciar acciones contra Apple, porque el Ipod, fi nalmente, era una derivación de su walkman. Pavel ve en el walkman lo que Gollum en el anillo. +

¿De dónde sale la paz de ciertas canciones de Joni Mitchell? Por ejemplo esta, “Night Ride Home”, algo así como un paseo nocturno volviendo a casa. De su voz, claro, y de esos acordes en esa guitarra acústica. Pero también de cierta inspirada y oportuna y módica fi losofía sentimental: “I love the man beside me / We love the open road / No phones till Friday / Far from the undertow / Far from the overload”. Un amor, un camino despejado, la puesta en sordina del mundo, la puesta en sordina de los vicios. No está mal. Además, el paseo ocurre un 4 de julio, pero que resulta menos patriótico que feriado. Las revoluciones, las independencias y las batallas, todos los mártires y las carnicerías de la Historia se vuelven con el tiempo días o noches de paseo. Una lúcida perspectiva que con cierta melodía puede irradiar un bienestar inasible y espiritual. Algo similar a eso que los creyentes llamarían paz. +

Cuando el mundo era sensual y joven —y algo frívolo, por supuesto— Jim prometía un paseo a la luz de la luna. “Moonlight drive”, pero como sus hermanos mayores, los poetas beatniks, Jim estaba motorizado, al menos en la canción no iba a pie. Había estacionado junto al océano, junto al Pacífi co, en uno de esos autos americanos de asientos infi nitos que bien parecen transatlánticos. La chica se desliza y entonces Jim dice que es fácil enamorarse. Todo a la luz de la luna. Pero el mundo dejó de ser sensual y joven, y Jim reposa en el Père Lachaise como un atractivo turístico más entre los muertos. La pregunta es: ¿pasear por el Père Lachaise para dejarle un poco de whisky al héroe barítono de Los Ángeles o estacionar el auto junto al océano para un paseo a la luz de la luna? La respuesta: como supieron los griegos, y mi amigo Funes, los hijos se parecen menos a sus padres que a su época.

Nick Cave, pero sobre todo este tema de Nick Cave, me hace pensar otra vez en Morrison. También, pero por otros motivos, en Arlt. En Morrison es evidente. “Kafka y sus precursores”. Basta ver —y hasta escuchar— algún concierto de Nick Cave para asistir a la clase de rituales o misas chamánicas que inauguró Morrison hacia fi nales de los 60. Pero Nick Cave es más predicador que esclavo, que místico. Si la escena los tuviera a los dos, y de veras fuera sacrifi cial, Morrison sería el que se extiende en la mesa de piedra, el pecho desnudo —pero siempre los pantalones de cuero negros y las botas y el colgante indio— y Nick Cave el que acomoda una hebra del pelo detrás de su oreja, alza la cabeza al cielo —nunca abandona el salmo— y clava el puñal. O tal vez los dos estarían aullando adentro del fuego, quién sabe, el mismo fuego. Pero antes, antes, podría proponer Nick Cave “Take a little walk to the edge of town”. Pasando las vías o los molinos, los silos o el viejo puente. Mientras haya ciudades habrá suburbios. La cita del Paradise Lost de Milton viene al paseo nocturno donde hay un demonio bueno y dadivoso con esa rara mano derecha afi ebrada. Roja. Es ahí donde pienso en Arlt. En la ciudad de Arlt escribió Borges, y no al revés. El hombre con la mano derecha roja y vengativa es pariente del jorobadito. Arlt lo dijo: cuídense de los señalados por Dios.

Caminantes, flâneurs, paseantes, walkmans, vagabundos, peregrinos
El tópico de los caminantes se ha vuelto un camino muy transitado y por eso se ha convertido en tierra de nadie. Este libro introduce una primera diferencia
Publicada por: Godot
Fecha de publicación: 05/01/2019
Edición: 1a
ISBN: 9789874086679
Disponible en: Libro de bolsillo

 

- Publicidad -

Lo último