viernes 29 de marzo de 2024
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«La gran historia de todo», de David Christian

La mayoría de los historiadores estudia franjas de tiempo pequeñas, enfatizando fechas específicas, individuos y documentos. Pero ¿cómo sería estudiar toda la historia, desde el Big Bang hasta el presente, e incluso plantearnos cómo sería el futuro si lo viéramos como una gran red en la que todo está conectado?

David Christian nos acompaña en un viaje a lo largo de los 13.800 millones de años que hemos conocido como «historia», ayudándose de ocho momentos clave en los que las condiciones adecuadas han permitido que surjan nuevas formas de complejidad. Y lo hace trazando una «gran historia» en la que todo está conectado, que discurre desde el Big Bang, el sistema solar, la aparición de la vida, los dinosaurios, el Homo sapiens y los grandes imperios hasta la globalización. Un libro que ha despertado el entusiasmo de lectores como Bill Gates o el físico Carlo Rovelli,  que lo considera «un método espectacular para poner orden en todos nuestros conocimientos sobre el mundo».

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

La creación de un sistema mundial único

Los navegantes europeos fueron los primeros en entrar en contacto con las principales zonas geográficas del mundo, lo cual durante varios siglos otorgó una ventaja colosal a los gobernantes y a los emprendedores europeos, dado que Europa, que anteriormente se había encontrado muy alejada de los grandes ejes de riqueza y poder, empezó a controlar de pronto las puertas de acceso a los mayores flujos de riqueza e información que había conocido hasta entonces la historia de la humanidad.

La causa de que los navegantes europeos penetraran en tromba en las nuevas zonas del mundo reside en el hecho de que no disponían de un acceso fácil a los ricos mercados del sur y el sudeste de Asia. Eso les animó a asumir riesgos para conseguir una parte del pastel, y sobre todo a superar a los mercaderes otomanos, que dominaban el Mediterráneo. Esto explica que a mediados del siglo xv, los gobiernos portugueses comenzaran a enviar sus carabelas (que además de ir provistas de cañones tenían una extraordinaria capacidad de maniobra) a la costa occidental de África con el propósito de sondear las posibilidades de extracción de recursos en esa zona. Este tipo de embarcaciones, dotadas de velas latinas basadas en el modelo de los velámenes islámicos, y de brújulas y cañones construidos a partir de inventos chinos, constituían en sí mismas un claro ejemplo de las sinergias intelectuales que acumuladas en la zona de Afro-Eurasia. Al llegar la década de 1450, los navegantes portugueses ya habían conseguido establecer un rentable comercio marítimo con el imperio de Malí, del que obtenían el oro, el algodón, el marfil y los esclavos cuyo transporte había requerido en el pasado el uso de caravanas de camellos capaces de cruzar las difíciles rutas terrestres del Sahara.

Estos modestos éxitos estimularon a sus rivales, entre los que destaca el navegante genovés Cristóbal Colón quien convenció a los monarcas españoles Fernando e Isabel de que debían apoyarle en la búsqueda de una ruta más directa hacia Asia. Creía que una posibilidad era atravesar el Atlántico navegando siempre hacia el oeste. Estaba erróneamente persuadido de que la distancia hasta China a través del Atlántico era mucho menor de lo que muchos otros suponían. Fernando e Isabel apostaron por su idea porque sabían que, en caso de que el marino estuviera en lo cierto, los beneficios serían extraordinarios. El 12 de octubre de 1492, los barcos de Colón avistaron una isla que bautizaron como San Salvador, perteneciente hoy al archipiélago de las Bahamas. En los últimos años de su vida, el descubridor seguía convencido de haber llegado a Asia, «las Indias», y por eso llamó «indios» a los pobladores de las regiones en las que desembarcó. Esa fue también la razón de que le desconcertaran tanto su desnudez, su aparente pobreza, y que no vistiesen kimonos ni túnicas de seda. Los nativos que apresó le condujeron hasta Cuba, donde encontró pequeñas cantidades de oro, lo que bastó para que Fernando e Isabel se persuadieran de la conveniencia de financiar nuevos viajes. Con sus idas y venidas, Colón estableció la primera línea de contacto regular entre dos zonas del mundo tan relevantes como las de América y Afro-Eurasia. En 1498, apenas seis años después del primer periplo trasatlántico de Colón, el capitán portugués Vasco de Gama mostró que también podía llegarse al Sudeste Asiático por el extremo meridional de África. El océano Índico no era un inmenso lago cerrado, como muchos habían supuesto.

Muchos (si no la mayoría) de los contactos iniciales entre personas de diferentes zonas del mundo fueron violentos, caóticos y destructivos. Desde luego, el recelo que a menudo inspiran los extraños tuvo en este caso un papel destacado. Sin embargo, también pesaron en esos desencuentros las muchas diferencias que separaban a los ahí reunidos, pues no solo les distinguían cuestiones como la densidad de la población, las tecnologías disponibles o el modelo de sus respectivas organizaciones sociales y militares, sino también factores como la resistencia a ciertas enfermedades, dado que en esas regiones hasta entonces aisladas los muchos milenios transcurridos habían generado (o dejado de generar) unas respuestas inmunológicas muy dispares. Evidentemente, unos salían ganando y otros perdiendo, pero la cuestión es que, para estos últimos, los resultados podían ser catastróficos. Como ya ocurriera con la primitiva oxigenación de la atmósfera o con la muerte repentina de los dinosaurios, la situación creada a partir del siglo xvi iba a constituir otro ejemplo de lo que el economista austríaco Joseph Schumpeter denominó «destrucción creativa», esto es, el constante reemplazo, frecuentemente violento, de lo viejo por lo nuevo —d e acuerdo con un proceso que, a juicio de Schumpeter, se hallaba presente en el corazón mismo del capitalismo moderno—. Muchas sociedades se arruinaron y se perdieron muchas vidas. Pero hubo también creación, porque el inmenso alcance de las primeras redes de intercambio global contribuyó a coordinar el aprendizaje colectivo a escala planetaria, liberando enormes flujos de información, energía, riqueza y poder, todo lo cual transformaría las sociedades humanas del conjunto del planeta.

Dado que sus barcos habían sido los primeros en romper las barreras que mantenían incomunicadas las diferentes regiones del mundo, casi todas las ventajas cayeron del lado de los estados e imperios situados en la vertiente occidental de Afro-Eurasia, marcados por su hambre de recursos. Todos esos sistemas de gobierno comenzaron entonces a explotar esa privilegiada situación, animados por un denuedo implacable que además aplicaron con la eficacia propia de un organismo predador. No habían transcurrido aún cincuenta años desde el primer viaje de Colón cuando los portugueses consagraban ya sus carabelas armadas a la construcción de baluartes bien fortificados para consolidar el imperio comercial que estaban levantando en el océano Índico. Los mercaderes y marinos afrontaban enormes riesgos, pero los beneficios que podían obtener también eran inmensos. En las dos Américas, los conquistadores españoles, como Hernán Cortés y Francisco Pizarro, lograron controlar las riquísimas civilizaciones de los aztecas y los incas con unos ejércitos exiguos que explotaron las divisiones políticas existentes en ambos imperios. No obstante, también les ayudaron a conseguirlo las devastadoras consecuencias de las enfermedades europeas, como la viruela, que además de acabar con el 80 % de la población de los dos imperios más importantes de América, arruinaron también sus antiguas estructuras sociales y sus tradiciones. Pese al enorme coste que el proceso tuvo para los afectados, los conquistadores habían dado, literalmente, con una mina de oro, de modo que disfrutaron de un raudal riquezas, tanto para sí como para las sociedades de las que provenían.

Sin embargo, los conquistadores españoles encontraron en las Américas algo más que oro y plata. Consiguieron tierras aptas para el cultivo de plantas como la caña de azúcar, cuyo producto despertaba en los europeos un apetito tan inmenso como creciente. Los españoles (entre los que hay que incluir a los propios parientes de Colón) ya habían demostrado que podían producir azúcar a bajo coste en las islas Canarias, donde las plantaciones funcionaban con mano de obra esclavizada. Estos campos de cultivo habían permitido entrever los beneficios que podían obtenerse en las Américas, muchas veces mediante el uso de una violencia brutal.

En Potosí, en la actual Bolivia, los comerciantes españoles encontraron en la década de 1540 una inmensa cantidad de plata. En un primer momento explotaron esa riqueza mediante los tradicionales sistemas de trabajos forzados heredados de la cultura inca, pero los índices de mortandad eran tan altos que los responsables empezaron a servir- se de esclavos importados de África. Los convoyes de mulas que partían de Potosí transportaban el metal hasta el puerto mexicano de Acapulco, donde era acuñado y convertido en pesos de plata, la primera moneda global que conoció el mundo. La enorme cantidad de pesos que cruzó el Atlántico en dirección a Europa contribuyó a reflotar la economía local, pues el gobierno español pudo con él cancelar las deudas que tenía contraídas con sus acreedores holandeses y alemanes. No obstante, los pesos también atravesaron el Pacífico, embarcados en las llamadas «naos de China» que partían hacia la ciudad de Manila, dominada por los españoles. Una vez en las Filipinas, los comerciantes y funcionarios españoles empleaban estas monedas de plata para comprar los objetos de seda, porcelana y otras materias que les ofrecían los mercaderes chinos; artículos que luego revendían, con enormes beneficios, tanto en las Américas como en Europa. Se trataba de una clásica economía de arbitraje. Los comerciantes compraban sus mercancías allí donde las encontraban más baratas y las vendían donde alcanzaban un valor más alto, proceso en el que se generaban unas ganancias descomunales debido a que, en los primeros mercados globales del mundo, la diferencia entre los costes de producción y los precios de venta podía ser enorme. La floreciente situación económica china necesitaba plata y la pagaba muy cara, y como consecuencia de ello en ese país asiático se obtenía por la plata el doble de lo que se podía conseguir en Europa (a lo que hay que añadir que la mano de obra esclava de las Américas permitía mantener unos costes de producción bajísimos). Por el contrario, la seda de alta calidad, un tejido muy habitual en China, era muy rara en Europa, lo que elevaba mucho su precio.

Mientras sus embarcaciones lograran esquivar a los piratas y evitar el naufragio, los comerciantes europeos y quienes les patrocinaban podían obtener unas ganancias inmensas mediante la simple explotación de los acusados gradientes de precio característicos de las primeras redes globales de intercambio. En el siglo XVII, los holandeses y los ingleses darían continuidad a lo que tanto portugueses como españoles habían puesto en marcha. Comenzaron por apoderarse poco a poco de los fortines portugueses de Asia y prosiguieron después erosionando paulatinamente las colonias españolas y portuguesas del Caribe y América del Norte.

A través de esos gradientes, y en compañía de los flujos de riqueza, viajó también la información, un recurso que no tardó en revelarse tan importante como el capital. A mediados del siglo xv, la invención de Johannes Gutenberg, que acababa de idear una eficiente y novedosa forma de imprimir textos, empezó a magnificar el impacto de los nuevos flujos de información. Entre los años 1450 y 1500 se publicaron cerca de trece millones de libros, mientras que de 1700 a 1750 vieron la luz más de trescientos millones de obras. Los libros dejaron de ser un objeto raro adquirido a precio de lujo — y otro tanto sucedió, por supuesto, con la información que contenían—, de modo que para las personas cultas se convirtieron en una compra habitual y cotidiana. Además, tal como había ocurrido con los beneficios del comercio de arbitraje, que estimuló el comercio europeo, la irrupción de unos nuevos y enormes flujos de información actuó como un potente catalizador de la ciencia y la tecnología occidentales.

Los navegantes europeos encontraron nuevas islas y continentes, contemplaron constelaciones hasta entonces desconocidas y entraron en contacto con pueblos, religiones, estados, plantas y animales que los textos antiguos no mencionaban. La marea de nuevas informaciones provocó en toda Europa una verdadera sacudida en la educación, la ciencia, e incluso la religión. Esto se debió, entre otras cosas, a que Europa era la región por donde debían cruzar necesariamente los nuevos flujos de información y por donde esas corrientes circulaban a mayor velocidad. Esa información obligó a los eruditos europeos a poner en tela de juicio la ciencia de épocas pasadas y a cuestionar incluso la Biblia. Empezaron a tambalearse, por tanto, las historias de los orígenes tradicionalmente aceptadas. En la Inglaterra del siglo xvi, Francis Bacon argumentó que la ciencia y la filosofía no debían continuar apoyándose en los textos antiguos, sino que tenían que tratar de adquirir activamente un conocimiento nuevo, tal como habían hecho los navegantes europeos: «Muchos son los misterios de la naturaleza que han quedado desvelados y expuestos gracias a las travesías y viajes que hoy son ya moneda corriente, y eso es algo que podría arrojar nueva luz sobre la filosofía». El pensador inglés Joseph Glanvill escribía lo siguiente en 1661: «Hay una América de secretos, y un Perú de realidades naturales que aguardan a ser descubiertos».

Así lo explica hoy el moderno historiador de las revoluciones científicas David Wootton: «La idea del descubrimiento fue […] una de las condiciones previas que requirió la invención de la ciencia». Es más recomendable estudiar el mundo mismo que lo que se ha dicho acerca de él. Bacon sostenía que solo «obedeciendo a la naturaleza aprenderíamos a conquistarla». Esto sintoniza en gran medida con el ánimo manipulador de la ciencia y la tecnología modernas. En el siglo xvii, muchos estudiosos empezaron a darse cuenta de que estaban asistiendo a una revolución no solo intelectual sino también geográfica y comercial, y que los nuevos conocimientos estaban incrementando el poder de los seres humanos sobre el mundo natural. Uno de los miembros de la Real Sociedad de Londres se refería en 1674 a la nueva situación creada en los siguientes términos: «Y por lo que hace a nuestro trabajo, coincidiremos todos […] en que lo que estamos haciendo no es encalar las paredes de una casa vieja, sino levantar una de nueva planta».9 En el siglo xviii, los pensadores europeos de la Ilustración comprendieron que los nuevos conocimientos tenían un objetivo y un significado, lo que les hizo concebir la idea de que se estaba «progresando». La noción de que los seres humanos deben transformar y «mejorar» el mundo comenzó a moldear la ciencia y a influir en la ética, la economía, la filosofía, el comercio y la política.

El universo del pensamiento experimentó un notable vuelco. David Wootton describe el cambio en los términos más vivos. En la época de Shakespeare, incluso los europeos más cultos daban crédito a la magia y la brujería, y muchos creían en la existencia de los hombres lobos y los unicornios. También pensaban que la Tierra permanecía estática en el centro del universo, mientras que los cielos giraban en torno a ella; que el avistamiento de un cometa constituía un mal augurio; que la forma de una planta indicaba cuáles eran sus propiedades medicinales, dado que Dios había diseñado las cosas con el propósito de que resultaran interpretables; o que la Odisea relataba acontecimientos verídicos.10 Siglo y medio más tarde, en vida de Voltaire, los europeos de elevado nivel educativo veían el mundo con unos ojos muy distintos. Muchos hacían acopio de instrumentos experimentales o se documentaban sobre su funcionamiento, apasionados por los telescopios, los microscopios y las bombas de aire; consideraban a Newton el mayor científico de todos los tiempos; sabían que la Tierra orbitaba alrededor del sol; no se tomaban en serio ni la magia ni las antiguas leyendas ni la aducida realidad de los unicornios ni (la mayoría de) los milagros. En cambio, creían en el avance del conocimiento y en algo similar al progreso.

La nueva información dotó a los seres humanos de los ladrillos intelectuales necesarios para la adquisición de nuevas clases de conocimientos y el cemento imprescindible para consolidarlos. Con su desarrollo de las leyes de la gravedad, Isaac Newton abrió una puerta por la que pudo acceder a un volumen de información sin precedentes. Quedó en condiciones de comparar, por ejemplo, la oscilación de los péndulos de París con la de los instalados en las Américas y África. Ninguna generación de científicos anterior había tenido ocasión de someter a una batería de pruebas tan exhaustiva sus ideas, ni se había podido contrastar en un conjunto de redes de información tan amplio y tan variado.

El logro de Newton podría asociarse con el incremento general del conocimiento que el comercio y la exploración ultramarinos habían aportado a los europeos. El valor de generalizar y de llegar a conclusiones universales sobre el mundo natural debe mucho a la inmensa cantidad de información —y de confianza en las propias posibilidades— que el dominio occidental de los océanos proporcionó a pensadores de tierra adentro como Isaac Newton.

La deslumbrante irrupción de todos esos nuevos flujos de recursos y conocimientos tuvo un efecto aún más poderoso: el de estimular aquellas formas de movilización comercial que solemos vincular con el capitalismo, cuyo principal motor adquirió velocidad de crucero debido precisamente a la previa existencia de fuertes gradientes de riqueza e información. En la mayoría de los casos, la fórmula empleada por los gobernantes tradicionales para movilizar recursos había pasado por el triple expediente de esgrimir amenazas de coerción, blandir promesas de protección y recabar el apoyo de las autoridades jurídicas y religiosas. Sin embargo, en todas las civilizaciones los comerciantes habían movilizado también grandes volúmenes de riqueza gracias a sus propios intercambios. Como ya hemos visto, la movilización comercial de bienes y caudales se basaba en la economía de arbitraje, es decir, en comprar barato en una región para vender caro en otra. Si querían salir airosos de sus empeños, los comerciantes necesitaban dinero para invertir e información para saber en qué hacerlo. Debido a los inmensos gradientes de riqueza e información de las primeras redes de intercambio global, los comerciantes y empresarios europeos se vieron ante un conjunto de oportunidades mercantiles tan enorme que su opulencia y su ascendiente político crecieron hasta el punto de poder influir, mediante la concesión de préstamos, en los mismísimos emperadores (como puede apreciarse, por ejemplo, en el caso de Carlos V, el soberano del Sacro Imperio Romano Germánico).

Los dirigentes europeos solían mostrarse más proclives a trabajar con los comerciantes que los gobernantes tradicionales (como los emperadores de la dinastía Ming china), dado que la mayor parte de los estados que dirigían tenían que arreglárselas con unos recursos bastante modestos y a menudo se hallaban enzarzados en una interminable serie de guerras, así que solían andar faltos de efectivo. Además, como es natural, los gobernantes que solicitaban créditos a los comerciantes eran más proclives a respaldar el comercio. De este modo fue creándose una estrecha relación simbiótica entre los comerciantes y los dirigentes de los estados europeos. Los gobernantes protegían y apoyaban las actividades comerciales, y a cambio podían gravar con impuestos los intercambios, con lo que se beneficiaban de la riqueza comercial. Nacía así la primera y más cruda forma de capitalismo, un sistema que no obstante admirarían todos los economistas europeos, de Adam Smith a Karl Marx.

La emergente asociación entre los gobiernos europeos y los empresarios adoptó diversas formas. El comercio de vodka ruso nos ofrece en este sentido un ejemplo perfectamente adecuado.12 En Rusia empezó a destilarse alcohol en el siglo xvi y casi de inmediato los funcionarios del gobierno de Iván el Terrible (quien se ganó este apodo por el brutal trato que daba a su propia nobleza) comprendieron que si impedían que los campesinos destilaran en sus hogares (cosa que no resultaba difícil de frenar, porque el proceso requería mucha destreza y una notable cantidad de aparatos), las arcas del estado ingresarían un montón de dinero, ya que el licor se convertiría en uno de los pocos artículos que los campesinos tendrían que comprar a terceras personas. Se trataba además de una sustancia con potentes efectos embriagadores, así que no tardó en convertirse en bebida obligada para todos los campesinos que quisieran celebrar las grandes efemérides religiosas y fiestas familiares, por no mencionar las bodas y los funerales. Sin embargo, distribuir el alcohol a los miles de aldeas dispersas por las inmensidades rusas no era tarea fácil, aunque muy adecuada para los comerciantes. Así pues, el gobierno ruso, de común acuerdo con los vendedores, puso en marcha un negocio de distribución de vodka tan rentable que, en el siglo xix, su producto contribuía ya a sufragar buena parte del coste del ejército ruso, que por entonces era uno de los mayores del mundo. Tanto los sucesivos gobiernos rusos, como la sociedad del país, tuvieron que pagar un alto impuesto entrópico por el complejo bombeo de ingresos obtenidos con la comercialización del vodka, pues este dio lugar a elevados y muy peligrosos niveles de alcoholismo.

Pese a que el capitalismo generara nuevas formas de desigualdad, los economistas lo admiraban porque también resultaba muy eficaz en la generación de riqueza y en el fomento de las innovaciones. Muchos de los primeros economistas comprendieron a la perfección que la riqueza generada por los capitalistas, que también empleaban en comerciar, derivaba en realidad del control de la luz solar, convenientemente comprimida en artículos concretos, y del manejo de los flujos de energía que recorren la biosfera. A ello se debe que muchos estudiosos de la economía suscribieran la teoría del valor-trabajo, ya que, a fin de cuentas, el trabajo era una forma de energía. No obstante, también comprendieron que una de las cosas que mejor hacía el capitalismo era estimular la innovación y la invención de sistemas de control de la energía. A su vez, esto se debía al hecho de que, a diferencia de los gobernantes tradicionales, los comerciantes rara vez podían recurrir al uso de la fuerza bruta para movilizar la riqueza (aunque no tuvieran el menor reparo en emplearla si se les presentaba la ocasión). En la mayoría de los casos, los comerciantes debían valerse más de la astucia que de la violencia, lo que implicaba buscar con ahínco nuevos elementos de información. Su propia actividad les obligaba a descubrir artículos y mercados todavía no explotados, por no mencionar que también debían comerciar con eficacia y reducir sus costes. Lo más imperioso era la innovación, ya que sin ella no podían superar a sus rivales. No les quedaba más remedio que hallar fórmulas nuevas de movilizar y controlar los flujos de energía y recursos. Esto contribuye a explicar que en los siglos siguientes al primer viaje de Colón a las Américas las sociedades europeas, cada vez más capitalistas, asistieran simultáneamente al crecimiento de su propia abundancia y al incremento de las innovaciones disponibles.

En algunos casos, el de los Países Bajos y Venecia, los comerciantes eran quienes llevaban las riendas del gobierno, de modo que sus dirigentes se tomaban muy en serio la actividad comercial. Los británicos aprendieron mucho de los holandeses, y durante un breve espacio de tiempo, a finales del siglo xvii, llegarían incluso a obedecer a un rey de esa nacionalidad: Guillermo III. Los gobiernos de Gran Bretaña invirtieron inmensas cantidades de dinero para disponer de una armada capaz de proteger los puestos comerciales avanzados y las colonias que tenía en el Caribe, América del Norte y, andando el tiempo, la India. Y gracias al amparo de esa flota, tanto los gobiernos como los comerciantes británicos lograron enormes beneficios. Se dedicaban, por ejemplo, a vender armas a los gobernantes africanos a cambio de grandes cantidades de esclavos que luego transportaban a las Américas en condiciones espantosas. Con los esclavos se hacían trueques y se conseguía azúcar, tabaco y otros productos de las plantaciones, cuyos precios permanecían en niveles muy bajos porque la mano de obra esclavizada apenas tenía coste. Esto permitía vender el producto de las plantaciones a precios baratos pero con importantes beneficios en los mercados de consumo de Inglaterra y Europa, que se hallaban inmersos en un rápido proceso de expansión. De este modo, los gobiernos británico y holandés empezaron a depender cada vez más de los ingresos derivados del comercio, de entre los que destacaba el de los derechos de aduana. Esto nos ayuda a entender por qué en 1694 se creó el Banco de Inglaterra, cuyo objetivo consistía, entre otras cosas, en ofrecer créditos asequibles a los comerciantes, empresarios y terratenientes británicos. En el siglo xviii, la posibilidad de conseguir préstamos baratos estimuló la innovación en el ámbito de la agricultura y facilitó tanto la construcción de canales como la creación de un extenso sistema de transportes por carretera. Londres se convirtió así en una de las mayores ciudades del mundo, y el comercio británico experimentó un crecimiento explosivo.

Los nuevos flujos de riqueza e información, añadidos a nuevas formas de conocimiento científico, estimularon la aparición de innovaciones en numerosos ámbitos, como por ejemplo la agricultura, la minería, la construcción naval, la navegación y la apertura de canales. Esto fue muy evidente en la Europa occidental. Después del año 1500, la abundancia y la capacidad de acción política comenzaron a cambiar rápidamente de manos, con lo que las regiones europea y atlántica, hasta entonces estancadas, se convirtieron en poco tiempo en un nuevo polo de atracción y pasaron a ser el centro de los primeros flujos globales de riqueza, información y poder.

 

La gran historia de todo
Desde el Big Bang a las primeras estrellas, nuestro sistema solar, la vida en la Tierra, los dinosaurios, el Homo sapiens, la agricultura, la Edad de Hielo, los imperios, los combustibles fósiles, el alunizaje y la globalización masiva.
Publicada por: Editorial Crítica
Fecha de publicación: 10/01/2019
Edición: 1a
ISBN: 978-987-4479-27-3
Disponible en: Libro de bolsillo
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