jueves 18 de abril de 2024
Cursos de periodismo

«Nunca es demasiado», de Fernando Samalea

«Después de la tempestad viene… otra tempestad», dice Fernando Samalea al empezar este recorrido por sus vivencias más recientes. Amigos, conciertos, viajes, amores, paisajes, en estas páginas todo transcurre con la naturalidad de lo extraordinario. Samalea salta desde el Colón con Charly hasta el barcito de provincia con músicos veinteañeros; va de Nueva York a París, de Arequipa a Kioto; cambia el altillo de Constitución por el Barco de Villa Ortúzar. Abandona, durante un tiempo, ómnibus y aviones para subir a su querida Idílica y conquistar en dos ruedas casi toda Sudamérica. No conforme con la percusión y el fueye, con The Prostitution, la Orquesta Hypnofón y el Sexteto Irreal, también es bartender. Y como si ser Samalea no fuera suficiente, algunos lo llaman Palito y otros le piden autógrafos de Julio Bocca. Nunca es demasiado.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

 

Capítulo 6 – Una vida random

Del Emperador del Universo al Artista Popular con mayúsculas, y su implacable descendencia

 

Disfrutaba de ciertos “revisionismos” con el amplificador Marantz. Coloqué Letter from Home, de Pat Metheny, acordándome de cuando junto a García escuchábamos el vinilo American Garage del jazzero norteamericano. Solíamos hablar de ese mundo de guitarras de señal limpia procesada con combinaciones de delays, armonías de clase alta, teclados Oberheim, cabellos pelirrojos de Lyle Mays, corales de Pedro Aznar y baterías livianas. Yo atesoraba otros como Bright Size Life, First Circle, Still Life (Talking) y el dueto As Falls Wichita, So Falls Wichita Falls. Mientras sonaba el instrumental “Every Summer Night” (de estrofa de cuatro pulsos y estribillo de tres) fui revisando la biblioteca como en una tienda. Tomé unas viejas revistas Pelo, Canta Rock y Expreso Imaginario y me tiré en el sillón Chester. Me encantaba ver sus fotografías y anuncios o releer crónicas de Claudio Kleiman, Alfredo Rosso, Jorge Pistocci o Pipo Lernoud, para deshilvanar un poquito la historia. Rato después, mientras me lavaba los dientes, sonó el celular. Atendí al ver el nombre de Mecha en la pantalla. “¿Sama? ¿Cómo va? Esperá que te paso”, escuché.

—Aló, ¿Fer? Es Charly. ¿Venís a grabar hoy, tipo siete? —dijo—. Estaré en el estudio de los Turf, ahí en Urquiza. Vénganse con Rosarito.

Casi que pude ver sus ojos expresivos a través del auricular.

—Dale, le aviso y salimos para allá —contesté con restos de pasta dentífrica en la boca.

A las siete menos cinco, frené en Combatientes de Malvinas 3607, aceleré con prudencia sobre el cordón (sin ningún policía a la vista) y estacioné la motocicleta en el poste de La Pampa. Desde hacía bastante, el Tano Caloia y Nico Ottavianelli le prestaban el estudio Cathedral. Ahí podía explayar libremente sus impulsos creativos que, como de costumbre, eran notorios. “Este lugar me inspira. Además, acá no hay nada caro”, ironizaba el líder. Era una casa de estilo español. Se accedía por un garaje de puerta celeste vidriada, ocupado por anvils, instrumentos y una heladera.

La llegada y la salida de Charly eran todo un espectáculo. Solía acompañarlo Tato Vega. Era un joven grandote, de barba, que había formado parte de las huestes del Say No More y, de a poco, mutó a asistente personal. Su presencia le aportaba practicidad y onda al asunto. “No hay nadie más confiable que un fan”, había comentado García infinidad de veces. Normalmente los acercaba el simpático Javito con una camioneta Renault Sandero azul (La Sanders), o iba a buscarlos el propio Tano en su Fiat Punto. Cubrían el trayecto escuchando canciones de Small Faces.

Entramos al control junto con Rosario. Estaba montado en la habitación del fondo, y exhibía telas de rombos, paredes bermellón, piso de cerámica, un sillón tapizado y una mesada con decenas de objetos bajo la pantalla, calavera plateada incluida. Dos monitores Adam A7x se imponían sobre las columnas griegas. A la izquierda, una lámpara de pie daba la intimidad apropiada. En la pared trasera había una biblioteca cuadriculada exponiendo tapas de CD y una foto de los Turf grabando Odisea. Sobre el costado podían verse cajoneras con calcomanías de Shure y Amoeba Music, así como teclados apoyados en mesas de televisores antiguos.

—Es un estudio hecho a mano, re “Hotmail” —bromeaba el baterista de Turf al turnarse el Pro Tools con Ottavianelli.

La paciencia era su fuerte. Otra puerta de vidrio conectaba con la sala de paneles Sonex azules, alfombras orientales y luces cenitales. De paredes blancas, tenía nueve azulejos de vidrio ubicados estratégicamente al fondo. Contaba con equipos Vox Ac30, monitores de piso, un sintetizador italiano y teclados Crumar, Casios y Yamaha CS1x. Además, había elementos de percusión y un gong de tamaño considerable.

Por una coincidencia increíble, se encontraba allí la Premier color champagne que perteneció a Willy Iturri. ¡La misma de Yendo de la cama al living, Piano bar y tantas giras de los ochenta! La razón era que Caloia la había comprado años atrás, cuando el propio Willy, quizás en una decisión apresurada, supo dejarla en consignación en una tienda. Fue emocionante sentarme por primera vez ante esos tambores que tanto admiré como oyente, embelesado por la actuación de Iturri. Afiné los tom-tom como si fuesen el hallazgo en una película de Indiana Jones, regulé el resorte del pedal de bombo y la altura de la banqueta, acomodé los platillos e intenté estar a la altura. Desde hacía tres décadas, yo disfrutaba del mecanismo de grabar con Charly. Era cuestión de escuchar con claridad sus fraseos vocales y estar atento al deslizar de sus dedos, para plegarse a la idea con la mayor precisión posible. Algo que iba lográndose sobre la marcha, sin mucho preámbulo, luego de que él dijese:

—Vamos a la que salga, sin pautar nada, ¿okey?

En ocasiones, sugería que sobregrabase tom-tom o platillazos para ciertos lugares específicos, o que agregase un ritmo adicional, que luego procesaba y paneaba a un costado en la mezcla. De repente, tomaba el bajo Höffner y lo enchufaba al Ampeg para grabar una línea, o se divertía con la guitarra Jaguar Arístides Gracia, la Danelectro, o un pedal Mogger Fogger. Luego, sumaba capas de sintetizadores y voces. Nunca podía saberse qué llegaría al disco de todo eso, pero allí radicaba el encanto. Su iPad con controlador Airis guardaba muchos secretos. ¡Más que los de la Mona Lisa de Da Vinci!

—Si no sabés quiénes fueron los Allman Brothers, Lynyrd Skynyrd o Neil Young, ¿con qué autoridad podés hacer rock? —protestaba de repente con una sonrisa, vaya a saberse a quién.

A García se le aceptaba todo. Era un auténtico dadaísta. Continuaba creando con el mismo idealismo de cuando los asuntos financieros de las discográficas aún no se habían entrometido en su vida. Rato después, comenzó a cantar junto a Rocha, probando niveles en los auriculares. “Thank you, miss Lady Gaga”, dijo, para tomar una acústica Fender y esbozar partes de “Natural Woman” y “You’ve Got a Friend”. “Las cantábamos con María Rosa hace mil años”, aclaró, alabando a Carole King. Conocíamos sus maquinarias evocativas y las apreciábamos. Cada tanto, rememoraba la pensión de Soler 4271, casi Aráoz, que lo acunó a principios de los setenta, sus caminatas desde la calle Vidt al edificio francés de la familia de la Yorio, en Marcelo T. de Alvear y Carlos Pellegrini, o el bar Young Man de esa misma esquina, donde él le había propuesto matrimonio a la joven cantante. Como en The Twilight Zone, parecía conectar con la letra de “Pequeñas delicias de la vida conyugal”, cuando “tenés tanto tiempo para recorrer, / tenés un instante para renacer”. En esa primera juventud, él había encontrado el germen de todo: Peter, Paul & Mary, The Mamas & The Papas, Vanilla Fudge, Crosby, Stills, Nash & Young, Procol Harum, The Beatles, Joni Mitchell, Elton John, James Taylor, Carly Simon y demás etcéteras.

—Esta se llama “Lluvia”, es la historia de una pareja que se junta en un telo —comentó luego, tomándose las solapas de su saco gris—. Escuchen.

Sonó una canción preciosa. Era un middle-tempo de su firma, que comenzaba con el sonido de una tormenta: “Ya ves, amantes otra vez, / por eso es que hoy llovió. / Ya ves, modelos de papel, / no las critiques vos”. Cual pintor ante su obra, agregó arpegios de guitarra, delays vocales y un órgano misterioso. A veces sumaba otra voz principal sobre la anterior, cambiando algunas palabras de la letra, quizá sin querer. Se daban frases entrelazadas, de estilo Say No More. Solíamos resguardarnos en la cocina de azulejos amarillos, colmada de envases vacíos de cerveza, o en el patio cubierto, de escalera y Virgen María sobre la pared. “Me escapé por ahí / y el colchón me chupó la angustia, / y vas a estar bien / cuando el sol no nos vuelva locos”, escuchábamos a través de la puerta de madera. El Artista gustaba de utilizar auriculares Life of Mars, con luces led verdes, para embeberse de fantasía. Tenía otro par idéntico y supo prestármelo para eventuales registros a dúo. ¡Me sentía un alienígena! Así grabábamos dentro del control, teclado y redoblante con escobillas mediante.

—¿Tiramos otra? —preguntó el Tano tras una toma.

—Escuchame, George Martin, ¡yo no tiro nada! —retrucó, cómplice.

“Chica asesina”, “Eterna juventud”, “No te abatas” y “Con 9 alcanza” eran algunas de sus nuevas creaciones. En esta última, un rock & roll de tinte clásico, había juegos de palabras en relación con Maradona y el periodista chimentero Jorge Rial.

—Mejor grabemos juntos allá en la sala. Conectame la viola y vamos con la bata acústica —propuso.

Dado el abrumador volumen de su guitarra, las chances de lograr un sonido aceptable eran prácticamente nulas. Además, era poco probable que contásemos con más de dos micrófonos para los tambores. El Tano los acomodó con la agilidad de un colibrí, mientras me ponía los auriculares y agarraba los palillos. Tras anunciar one, two, three, fin, el líder destiló su rima: “No ves el espejo para espejar y no ves a los paparazzis del lugar… No quiero un diez, con nueve alcanza, pa, pa, pa, pa, papá”.

Sin escuchar la toma de recién, comenzó a tocar otro riff de guitarra de tempo más lento, y me dijo:

—A esta le puse “Sádico”. Meté tom-tom y breaks, y después otra batería más, para duplicarlos. Dale, grabá, grabá, Tano…

Improvisó una letra que ya tenía bocetada: “El sádico de mi generación, / el sádico de mi generación, / le gustaban las pendejas, / y los hippies de fumar / y a los viejos izquierdistas / él los dejaba atrás”, que intercaló con esbozos en “guareschol” o inglés aproximado. Cuando se hartaba de algo, sacaba otras ideas de la manga, como un prestidigitador. Más tarde, nos mostró “Vas a volver”. Tenía un aire alegre y sincopado de teclados y guitarras con slide. Era la canción donde, parafraseando a Mahoma, aseguraba que “vas a volver al barrio, o el barrio te vuelve a vos”. Recuperó también bocetos construidos con ritmos dance del iPad, como “Dream into Your Bed”, “In the Street Again”, “Me aburre ese hombre”, “El club de los 27” y el instrumental “Iglesia”. En general, surgían de las sesiones de hoteles, donde el paciente Tato solía grabarlo, ya sea en camas, baños o pasillos. Abría esos tracks por separado para seguir construyendo la pirámide, pidiéndoles determinados procesos técnicos al Tano o a Nico. “Pero tenía que seguir a alguien, quizá no era el diablo, quizá no era Dios, pero alguien tenía que seguir al diablo, quizá no sea blanco, quizá no sea negro”, cantó a capela, escudriñándonos por el rabillo del ojo, convencido de que podríamos comprender al ciento por ciento todos sus sentimientos. En esos días se había mudado al Sheraton de San Martín 1225, frente a la plaza Fuerza Aérea Argentina. Supimos visitarlo en la habitación 2316.

Desde ese primer encuentro en Cathedral, continuó la costumbre de juntarnos. Yo estaba encantado, y le tomé cariño al lugar. El sistema de coordinación era simple: cada dos o tres semanas, sonaba mi celular con el nombre Mecha, yo atendía, escuchaba: “¿Vamos al estudio?”, y contestaba afirmativamente. Se asemejaba a cualquier llamado misterioso en una película de Lynch, al estilo “Dick Laurent is dead”. En otra de las sesiones, propuso abordar “Primavera”. Como punto de partida, García hizo sonar una balalaica con el iPad. Sobre ella, fuimos construyéndola. “Hacele un ritmo bien uruguayo”, sugirió al llegar el turno de sentarme en la Premier dorada.

“Al fin llegó la primavera, / al fin iremos a pasear, / al fin la ropa de la escuela, / se empezará a deshilachar. / Y seremos hoy más jóvenes que ayer, / es que el sol nos va a invitar a renacer”, cantó sabiendo lo que tenía entre manos, antes de gritar “¡Rosario, venííí!”, para agregar más voces.

Tras los coros, sumó una línea de bajo y varios teclados. Combinando repiques de tambor con momentos de rock, y pases de tom-tom con entradas y salidas puntuales, más la pandereta, el asunto quedó bastante resuelto. “No me mostrés tus celulares / con su gramática fatal, / arroba, punto, ja, ja, sabés… / gramática vegetal, / porque pronto dejarán de funcionar, / estarás en este mundo digital”, fraseó luego, para enfatizar: “Porque siempre estaré pronto a renacer, / porque hoy yo estoy más joven que ayer, / que ayer, que ayer…”.

No diré algo que nadie sepa, pero su personalidad lograba que fuese reconocido al primer segundo de escucha. Él había propulsado las primeras rebeldías, basándose en canciones de Tanguito, Almendra y Manal. En otro de esos encuentros, optó por grabar covers como “96 Tears” de Question Mark & the Mysterians. Se mostraba inspirado, haciéndose espacio para derrochar una fina dialéctica.

—Le voy a poner Random al disco, loco —aclaró en una pausa.

Mientras registraba la canción “Otro”, utilizó un sample de la película The Producers, de Mel Brooks, a modo de introducción. En la coda del tema había un cambio abrupto de ritmo, donde comenzaba otro programado, transformándose en un folk de dos acordes. Sugerencias como “Doblale la batería dos veces más y las sumamos”, “Pegale al tom de pie reforzando el bombo” o “Hacela bien Zeppelin” eran corrientes.

—Bueno, quiero otro, che —se justificó con gracia, para luego mostrarnos “Believe”, el cual había construido sobre un sample de batería de Keith Moon.

Contaba con más de cuarenta temas pero, insaciable, continuaba programando o buscando sonidos virtuales de pianos, Moogs, Hammonds y Wurlitzers. Evidentemente, solventaría cualquier problema de escasez de material.

—Nunca sé qué es lo que voy a grabar —comentó la Ortega menor, en broma—. Casi que pone rec mientras nos muestra el tema, ¿no?

Nuestro Héroe Nacional tenía en la manga otra canción mágica: “La máquina de ser feliz”. Le había grabado, al principio, un nocturno de Chopin y pedazos de 2001: A Space Odyssey, y formaba parte de los demos que yo le había entregado a Blaney tiempo atrás.

—Es una balada, tocala bien para atrás, como nos gusta —gritó por el talkback antes de la toma, dejándome sordo.

“Pedimos perdón, / corriendo, enmascarando el fin, / por eso te busqué, por eso diseñé / la máquina de ser feliz. / Plateada y lunar, / remotamente digital, / no tiene que hacer bien, no tiene que hacer mal, / es inocencia artificial”, escuché al intentar acompañar su marcha rítmica.

—Me imagino que esa máquina podría ser un aparato con forma de delfín. La quiero poner en el living de casa —agregó luego, más serio, cuando escuchábamos la versión en el control.

—¡Qué genialidad eso de “nadando en mares de Ravel”, muchacho —acoté, sentado en el piso, sorbiendo Coca-Cola en un vaso y mirándolo desde abajo.

La maquinaria se había puesto en marcha. Sabíamos que el proceso sería largo, y que volveríamos varias veces más a la calle Combatientes de Malvinas en pos de eso. Estábamos contentos. Nos despedimos en la vereda, con olor a cigarrillo impregnado en la ropa y el sabor de empanadas, pizzas y quesadillas mexicanas. “Prende y se apaga sola, / sale después de hora. / Hay tanta gente sola, / hoy tanta gente llora”, continuó sonando en nuestras mentes, hasta entregarnos a los brazos de Morfeo.

El dúo franco-norteamericano CocoRosie —que integraban las hermanas Bianca y Sierra Casady— se encontraba en Buenos Aires, grabando con el productor argentino Nico Kalwill. Él era una especie de alma mater de sus registros. Ya habían realizado Grey Oceans y Tales of a Grasswidow. Las chicas exhibían una estética original, entre La familia Ingalls y American Horror Story. Tenían videoclips de buenas producciones, filmados en castillos o caserones medievales, en los cuales lucían pelucas, faldas con miriñaques y bigotes masculinos. De voces aniñadas, hacían recitados en plan cuentos de hadas, que acompañaban con sonidos de juguetes. En paralelo, Bianca estaba preparando su disco solista Oscar Hocks. Entre ella y Nico sugirieron que grabase algunas baterías y percusiones.

CocoRosie venía de la escena New Weird America que se había propagado por Audiogalaxy o Napster. Habían compartido proyectos con Devendra Banhart y tenían orígenes distintos: Sierra había nacido en Iowa y Bianca, en Hawái. Vivieron separadas cinco años, hasta reencontrarse en París, donde en verdad nació el dúo. “Componemos alrededor del mundo, en Islandia, Francia o donde sea. No hay razón para hacer canciones lógicas porque disfrutamos de la imaginación, lo que nos lleva a escribir sobre otros planetas”, solían declarar. Les gustaba mucho la Argentina y la definían en tres palabras: “Familia, asado y helado”.

Ocupamos la pequeña sala del estudio de Charlone, con mi batería Yamaha Recording. Había llevado las chapas Rimtech y otros accesorios de mis tiempos con los IKV, y ellas parecieron gustar de esas estridencias. Las dos llevaban el misterio de la femineidad al extremo. Observándolas, no se sabía si estarían planeando hacer obras de caridad ante la hambruna sudamericana o africana, si eran ángeles de la bondad universal llegados desde algún confín espiritual o si, por el contrario, formaban parte del culto de sacrificios humanos de Texas, de la Orden del Templo Solar o de la Secta de la Puerta del Cielo. Tampoco si habían participado del ritual macabro de Eyes Wide Shut, o si de golpe tomarían una ametralladora M240B para perpetrar una masacre porteña. Lo incierto se presentaba también en lo musical. Ante cada toma de batería, tanto para el disco Heartache City que preparaban en conjunto como para el de Bianca solista, podían mutar de un alentador “Oh, amazing drums” a un silencio sepulcral digno de un aplazo universitario.

—Y qué decirte. A esta altura ya aprendí que, cuando ellas traen una idea concreta, puede variar —me dijo Nico en broma por lo bajo.

Estar en su órbita era un ejercicio psicológico particular, pero adorable.

Por sorpresa, fue anunciado un show de CocoRosie para el 22 de abril de 2015. Sería en el Niceto Club, donde ya habían actuado en otras oportunidades. Tenían muchos seguidores. Acompañadas por el beatboxer Tez y el tecladista japonés Takuya, pude sumarme como percusionista. Llevé un set especial con steel drum, glockenspiel, accesorios y chapas. Como el look sería importante, no dudé en lucir la bata de brillos que había comprado hacía tiempo en Montmartre. La noche abrió con “End of Time”, ante una horda de adolescentes y jóvenes al límite de la desesperación. Continuaron con “Harmless Monster” y otras de sus piezas. Participé en “Child Bride”, “Not for Sale”, “Teen Angel” y en los dos bises: “God Has a Chice” y “Turn Me On”. “Parecías uno más de los que trajeron de Indonesia”, bromeó Rosario en camarines, mientras Bianca y Sierra me miraban fijo, sin pronunciar palabra. ¿Qué estarían pensando?

En lo personal, me había mudado a Villa Ortúzar, luego de años en ese pulmón de manzana que llamábamos “el altillo de Constitución” o Consti a secas. Durante la semana que tomó el cambio de domicilio, Kabusacki supo prestarme su estudio en Estomba al 2600. Era un dos ambientes boutique con ventanales grandes, colmado de guitarras, portarretratos y amplificadores. Disfruté recorriendo la estación de trenes Coghlan y sus calles empedradas. Para darme aliento, solía recordar las palabras de Alejandro Jodorowsky: “Todo lo que vas a ser ya lo eres. Alégrate de tus sufrimientos, porque te enseñarán a ser”.

Había logrado comprar esa terraza-vivienda —también en la calle Estomba—, gracias a la ayuda de mi madre Hilda y del préstamo noble de mi amigo Uriel Dorfman. Quise instalarme con pocas pertenencias, así que decidí donar casi todo y conservar lo esencial. Gran parte de mis libros, DVD y CD cobraron vida por medio de nuevos dueños, a través de un anuncio de Facebook con el lema “Ofrenda mágica”. Ese sábado otoñal, puntualmente a las cuatro p. m., un centenar de chicos se dieron cita en la vereda de San José al 1900. No estuve presente, pero Fernando Berstein y Nico Diomedi se tomaron el trabajo de repartir los souvenires.

El nuevo apartamento, una suerte de loft, ganó el mote de Barco dado su estilo arquitectónico. Mostraba techos de cabaña, pisos de pinotea y cemento alisado con paredes blancas, además de una terraza bordeando la esquina. Yo solo contaba con un somier, ropa, libros, discos y el equipo de música, todo lo cual trajimos desde Consti en el Taunus gris de Berstein. Aún no estaba instalada la electricidad en el inmueble: algunas velas y un visor de lectura, además del resplandor de mercurio que llegaba entre los árboles de la calle Zárraga, iluminaron los cuatro días que pasé sin suministro de Edenor. Podía escuchar música con la Mac y el parlante JBL, recargándolos en el bar Acacia Negra —“el lobby del hotel”, ya que estaba en la planta baja del mismo edificio—, tomando café o charlando con la señora rusa que lo atendía. Ella era muy protectora conmigo. El mundo podía ser un desastre, ¡pero nada grave sucedería con Larissa Teliukina delante!

Mi vecino ilustre era Dani Melingo. Increíblemente, su hogar se alzaba en la esquina opuesta. Enfrente, también habitaban Diego Pérez del dúo Tonolec, y Mariana Michi, del Miau Trío. Miraba el barrio desde la altura de la ochava, tirado en la reposera o metido en el hidro durante las noches estrelladas. Más que cine dramático o de culto, deseaba ver Ratatouille, Intensa-mente o Buscando a Nemo. Comencé a frecuentar el café Los Manolos, en Álvarez Thomas y Estomba, el restó Tulio —que atendía mi amigo Abel—, el bar Oriente, en la esquina de Plaza, y Cocinarte, en avenida de los Incas y Tronador. Caminaba hacia la plaza Castelli, en Belgrano R, atravesando calles de mansiones inglesas y avenidas arboladas, haciendo eles por arterias como Forest, Rómulo Naón, Virrey del Pino, Conde y Echeverría. Tras leer 45 días y 30 marineros de Norah Lange, visité su casona familiar en Tronador al 1700, y también contemplé con nostalgia la de La Pampa y Estomba, que Fabi y Fito habían habitado en los ochenta. Era una zona musical: Spinetta y su familia habían vivido en la calle Elcano, Gustavo, sobre Heredia, y Dante y Emmanuel, a pocas cuadras.

Solía hacer girar en la bandeja Legao, el álbum de Erlend Øye, o las cajas de CD de Yes, Mike Oldfield, The Police, Talking Heads y Miles Davis. También It Might as Well Be Swing, de Frank Sinatra, con la orquesta de Count Basie, arreglos de Quincy Jones y “Fly Me to the Moon” como estandarte. El otoño me sorprendió hojeando libros al sol, como Jazz Life, del fotógrafo William Claxton, o How It Feels, de Tracey Emin, la provocativa artista británica de vida al límite: algunas de sus obras eran camas sin hacer, sábanas con manchas, condones, bragas y zapatillas. En plan cinéfilo, conecté el proyector con Apple TV y Netflix. Fascinado con las exhibiciones de freestyle motocross y sus piruetas inverosímiles, deseé nacer de nuevo para dedicarme a eso. Unos tales Bob Kohl y Carey Hart habían logrado las primeras volteretas hacia atrás, aunque Mike Metzger y el gran Travis Pastrana mejoraron el truco en los X Games. Este último había fundado el Nitro Circus. Era un programa de MTV donde mostraban destrezas de alto riesgo. Yo acostumbraba ver las X-Fighters con Tom Pagès, Clinton Moore y el australiano Josh Sheehan, plagadas de backflips y dobles backflips.

 

Sebastián Carreras me hizo participar de la obra Saga cuadro: una instalación sonora y visual de su grupo Entre Ríos. ¡De alto vuelo! Junto a la cantante Lolo Gasparini, ofreceríamos cuatro funciones en la sala Fulldone del Planetario.

—Siempre vuelvo a escuchar Cocteau Twins, la banda inglesa pospunk que inventó el rock oceánico. Produce una sensación acuática, descripta por la psicología como la sensación de volver al vientre —comentaba Carreras con sonrisa inmensa.

Valiéndonos de un teclado, una computadora, mi Roland SPD-SX con tambor y un micrófono vocal, bajo una puesta sorprendente, sonaron canciones como “Uno sueña”, “Quiero”, “Nueve” y “Tuve”. A pura hipnosis astronáutica. Los tres de pie, de riguroso blanco y negro, rodeando el proyector central de 360 grados. “A que sí, por qué no, tengo lo que soy, a que sí, por qué no, quiero lo mejor”, quedó flotando en la estratosfera.

Días después, por un hecho fortuito, fui convocado a dar una conferencia en Medellín. Busqué en Internet el artículo “Cómo ser conferencista de talla mundial en cinco prácticos pasos”, dije: “Hágale, pues” y subí al avión. Mi coequiper sería el colombiano Sandro Romero Rey. ¡El éxito estaba garantizado! O al menos, el humor y la dramaturgia de Sandro le darían solvencia al asunto. Se había organizado dentro de la Parada juvenil de la lectura, en el Parque Biblioteca Manuel Mejía Vallejo. Habría bandas en vivo, ferias y stands. La propuesta Amanecer leyendo, obviamente, implicaba leer hasta contemplar la salida del sol. Habían instalado un camping literario, así como un ring de boxeo para combatir con ideas y palabras, aunque no quedó claro si habría control de alcoholemia para los contrincantes. Además, se coordinaba una recorrida en bicicleta del último vuelo de Gardel, ya que allí mismo había funcionado el aeropuerto Olaya Herrera, tristemente célebre por ser donde el cantante perdió la vida.

Sandro me contó de sus múltiples viajes y proyectos, entre los que se combinaba una tesis doctoral sobre la tragedia griega en Colombia (género y destino) y lo que él mismo llamaba, en clave, su “novela porno”. El porno y la tragedia griega, qué cóctel. Aprovechamos mi viaje relámpago para salir por El Poblado y cenar en el Hard Rock Café de la Carrera 43, antes de que regresase a Buenos Aires en una aventura contrarreloj. Romero Rey supo advertirme:

—Medellín es adictiva, no se puede pasar allí más de veinticuatro horas.

 

Todo comenzó un día de música y campito en el estudio de Luján, cuando Ramón Ortega me invitó a grabar las baterías de los bocetos que preparaba. Los Pájaros tenía el confort para quedarse a dormir, degustar asados exquisitos y darse chapuzones en verano. Su soundtrack natural era el piar de los pájaros y algún mugido lejano. Mi grado de contribución sería mínimo, pero el hombre supo hacerme sentir parte del asunto, a pura vibración chamánica. Al mostrarme su canción “La fuerza del pensamiento”, batió palmas como en un tablao flamenco. Vestía zapatillas impecables, ¡y la mejor camisa western! El productor Nelson Pombal, así como el ingeniero Leo García, acompañarían cada registro.

Palito, o Tolipa, según sus allegados —“así me decía Aníbal Troilo, Pichuco”, aclaraba—, nos llevaba de la charla profunda a la risa, contándonos anécdotas adolescentes de cuando había sido baterista de circo en tierras chilenas. La suya era una vida de novela: desde el ingenio Mercedes, en Tucumán, a las luminarias del mundo. Ahora, en pleno 2015, iban asomando un puñado de canciones. Él trabajaba en soledad, y a veces junto a Leo, quien había sido fundamental en esa etapa de programaciones básicas. Su historial en las perillas, así como sus tendencias astrológicas de revoluciones solares o cósmicas, sugerían que podría añadir un aire paciente en tal procedimiento. Fuimos agregando baterías reales, panderetas, cencerros, shakers, timbaletas y bongós. Ramón era un buen baterista, aunque no pude convencerlo de que hiciese alguna toma. Insinuó buenos giros melódicos para mi bandoneón, tarareándomelos, y los grabamos sin más. En verdad, parecía planear algo cercano al rock. No era extraño, ya que podría incluírselo entre sus pioneros nacionales. Conocedor de la música de Elvis Presley, desde mucho antes de haber sido bautizado Palito supo nutrirse de artistas como Johnny Cash o Bob Dylan.

—El rock tiene dos etapas. Yo viví el rock and roll propiamente dicho, el que Elvis proyectó en distintos países, el que nos estimuló a cantar en español. Después llegó el otro, el llamado “nacional”, que ya no era lo mismo. Ahí apareció gente talentosa como Charly —solía declarar.

Palito pudo experimentar junto al propio García, cuando adaptaron “The House of the Rising Sun”, de The Animals, como “La casa del sol naciente”.

—Se me ocurrió hacerle una letra a esta canción. Charly me dijo: “Dejame que le ponga un piano”, y después agregó el órgano —nos contó el Ortega primigenio, mientras acomodaba las brasas de carbón y leña en la parrilla de la finca, y nuestras papilas gustativas se alteraban considerablemente.

El caso de “The House of the Rising Sun” se remontaba a los sesenta, cuando Ramón había actuado en El rey en Londres junto a Graciela Borges. El productor compró imágenes de The Beatles tocando en un teatro londinense, para incluir en el film argentino. Asimismo estaba la versión de The Animals y, al escucharla, Ramón pensó: “Algún día voy a grabarla también”. Mientras García registraba su teclado, notó que la letra tergiversaba el sentido original en inglés, que en verdad hablaba de un burdel, y le dijo, fiel a su estilo:

—Palito, estás cantando sobre un lugar en el que se casa no sé quién, pero la verdadera “casa del sol naciente” es un puterío.

—Bueno, es una versión libre. ¡Muuuy libre! —acotó el astro popular.

Me senté en la Yamaha Recording y marqué el ritmo sin más referencia que el playback grabado por ellos dos.

—¿Qué te parece si le pedimos a Pedrito que grabe el bajo? —me consultó Ortega después.

—Dale, sería lo máximo. Hay que intentarlo. Lo llamo a Aznar y te cuento.

“Es un honor”, fue la respuesta del ex Serú Girán. La semana siguiente, Pedro se acercó a Luján para sumar un bajo Hofner y toda su categoría en tres de las canciones. Además, nos sirvió copas de Octava Alta, el vino creado en su bodega Abremundos. A la tercera copa, estuve a punto de cantarle “Dream of the Return”, la notable canción en su voz junto al Pat Metheny Group. Por suerte, no lo advirtió.

Evangelina Salazar era la anfitriona. Impecable, acostumbraba a presentarse en el control como lo hubiese hecho Grace Kelly. La reconocida actriz cargaba un pasado televisivo y cinematográfico, como Señoritas alumnas, El amor tiene cara de mujer, Jacinta Pichimahuida y El santo de la espada, sobre el libertador José de San Martín, en la cual interpretó a Remedios de Escalada. Cada tanto también se acercaban sus hijas Julieta y Rosario.

Ramón no quiso que faltase una canción dedicada a nuestro Héroe Nacional. Compuso “A mi amigo le gusta el rock”, de letra referencial. Armamos la base con batería, el bajo de Aznar y algunas guitarras.

—Yo tengo un amigo cuya vida es puro rock & roll —soltó de entrada, grabando la voz principal.

—Pa, mejor cambiá eso del “noveno piso”, es demasiado obvio y demasiado amable —sugirió Rocha a través del talkback, en relación con otra parte del texto.

—¿Sí?

—Y en vez de “talentoso e inteligente”, podrías decir “Say No More grita la gente”, que rima igual —acotó, atenta a cada frase cual Gustavo Adolfo Bécquer.

—¿Y si digo que “Charly hizo bellas canciones” queda bien?

—Claro, es verídico.

Luego, para hacerle otro guiño al Artista, incluimos un sample de “Reloj de plastilina”, su canción de Filosofía barata y zapatos de goma, que coincidía en tonalidad, y los sonidos originales de “No voy en tren” para reforzar la batería del final. “Mirá si te meten en una clínica alguna vez y no tenés a Palito Ortega… fuiste”, había declarado García muchas veces, así como “A las clínicas te llevan tus viejos, algún amigo que no te quiere o los doctores que buscan plata. No te curan, te hacen empeorar. Él en cambio me llevó a su casa de Luján, donde nos divertíamos. Es un amigo”.

Por entonces, ambos hicieron un dueto en otra canción llamada precisamente “Amigo”, donde Aznar hizo los coros. “Un poco nomás”, “Si fuera fácil” y “Cuando era niño” eran otros títulos. A veces, cenábamos en el pueblo de Luján. Solía recibirnos el restaurante 1800, en Rivadavia al 700, o The Horse, en la calle Alvear. El dueño, apellidado Pandullo, se acercaba a la mesa a recomendar platos, con su voz de El padrino. Sin duda, se estaba gestando un disco histórico que involucraba a artistas roqueros. Quizá simbolizaba un reconocimiento desde otros ambientes a su carrera. Hubo lugar para las voces y flautas de Nito Mestre en “Dios lo hace todos los días”, así como para el dúo con Moris, quien dejó su vozarrón beatnik en “Sin una canción”. Una tarde, mientras dábamos saltos en la cama elástica del predio con Rosario, me pareció ver una bombilla eléctrica sobre su cabeza.

—¿Y si esto sigue en Nueva York y el disco lo mezcla Joe Blaney? —dijo.

—¿Y si Jim Campilongo mete algunas guitarras? —retruqué.

De la mano del manager Luis Méndez, con aspecto de galán maduro y “cara de saber manejar las crisis”, el sueño fue haciéndose realidad. No pasó demasiado hasta acordar los detalles para mezclar allá, al menos la mitad del disco. Ramón hizo hincapié en que todos fuésemos a Estados Unidos. Cargados de ilusiones, quedó al alcance la Nueva York de los cuarenta, la de películas de Fred Astaire y Gene Kelly.

—Che, me da vergüenza aceptarlo. Mis partes de batería ya están hechas. Voy a ir de recolado —le confesé a La Menor del Clan, aunque logró disuadirme.

 

El 19 junio de 2015 a la noche, Nelson Pombal y yo partimos desde el aeropuerto de Ezeiza. Tras el vuelo, tal como estaba previsto, nos instalamos en el hotel Wellington, en la Seventh Avenue. Salimos a dar un paseo por el Central Park, extasiados ante sus praderas abiertas, lagos, monumentos, puentes, carruajes a caballo, puestos de bebidas, waffles, rollitos kati, shawarmas y comida libanesa. El muchacho de Bernal vestía remera roja y chaqueta de jean, y yo una casaca negra con mi clásico sombrero gris. Sentíamos mucha adrenalina. Esa misma noche, Nelson me invitó al concierto de Billy Joel en el Madison Square Garden. Nunca había entrado al mítico recinto, así que se lo agradecí cual San Francisco de Asís, palpando a un ícono de la ciudad entonar “Captain Jack”, “Vienna” y “Zanzíbar”.

En la mañana, comenzaría la mezcla en el Area 51 Studio del 253 W 51th Street. Blaney lo había escogido por sus condiciones técnicas, pero también por su privacidad. Comentaban que Justin Timberlake, Björk, Beyoncé o los rappers Run-DMC solían elegirlo por idénticos motivos. Se ubicaba al lado del Bar & Grill Mc Hale’s, que mostraba maderas relucientes, dos banderas estadounidenses en lo alto y un maniquí cortado a la mitad de un joven con bermudas y gorro. Subimos por el ascensor alfombrado hasta el tercer piso. El lugar era chico. Dos habitáculos, una sala de estar, alfombras marrones, paredes amarillentas con paneles bordó y techo cuadriculado. Podía verse un menjunje de heladeras, microondas, armarios metálicos y cables ordenados como el destino los fue dejando. Me habían encomendado coordinar las actividades con el dueño del estudio. Al hablarle con mi modesto inglés, él creyó estar ante el propio Palito. Fue en vano aclararle reiteradas veces que yo no era el artista, sino el baterista. No parecí convencerlo.

—This studio is down to earth, Palitou —me dijo enigmático al retirarse.

Rato después entró Joe, cargando su mochila. Lucía una camisa azul y blanca, con motivos a rayas. También llegaron a los pocos minutos Ramón, su hijo Emanuel y Rosario, quienes habían volado desde Miami. Desde entonces, nos atrapó el mundo de perillas, potenciómetros y tableros luminosos. El trabajo previo de Nelson, clasificando sesiones y limpiando el terreno con abrasivos, tuvo mucho que ver para que todo marchase a la perfección. Ese lunes estaba acordado recibir a Campilongo. El carismático Jim ingresó a Area 51 vestido de negro, con su Telecaster y halo fisonómico a Richard Gere. Supimos que todo estaría en orden no bien colocó el plug en el amplificador. Él se movía como pez en el agua en la escena del East Village y sería fundamental para el sonido roquero buscado. Ya en confianza, Ortega fue insinuándole frases o riffs. Parecieron hermanados, e intercambiamos miradas disimuladas con Rosario, al estilo “¿Te acordás?” o “¡Quién lo hubiera dicho!”.

—Va muy bien, ese me gusta —le soltaba cada tanto Palito al italonorteamericano, amparándose en levantamientos de cejas y gestos amistosos.

Campilongo tocó con el aplomo de un elefante africano sobre “Sin una canción”, “A mi amigo le gusta el rock” y “Guitarra vieja”, donde el líder rememoraba sus intentos por hacerse escuchar en las discográficas. Antes de que anocheciese, se retiró a puro abrazo fraternal. Esa noche fuimos a escucharlo al Rockwood Club del 196 Allen St, en el Lower East Side. Jim desgranó un manojo de composiciones potentes y atmosféricas. Palito llegó más tarde, en compañía de Carlos Ledesma. Se mezcló entre el público, al lado de sus hijos, cerveza en mano, vitoreando al trío del guitarrista.

Continuaron las sesiones. Joe solía usar onomatopeyas como “guauuu” o gestos graciosos. Se mantenía ante la consola horas y horas, incluso al momento de comer. El experimentado ingeniero —que había grabado a The Clash, The Rolling Stones, Prince, Beastie Boys, Keith Richards y unas cuantas veces a García— reproducía las canciones por diferentes parlantes. Uno monoaural al centro, otros estéreo, y los gigantescos blancos de carcasa negra, que arrastraban una curiosa historia: habían pertenecido a los estudios de Sony en Midtown y, por su tamaño, eran de la preferencia de Michael Jackson en tiempos de Off the Wall y Thriller. Según comentó Blaney, Michael hacía sonar sus hits por ellos, con volumen ensordecedor, obligando a su equipo a utilizar protectores acústicos, al estilo de los banderilleros de pistas de aeropuertos. Pombal trabajaba codo a codo con Joe, y las opiniones de Emanuel y Rocha eran valoradas. A menudo, salíamos en busca de cafés de Starbucks, o algunas frutas, distendiéndonos entre el bullicio de Times Square.

Esa tarde realizamos una sesión de video de “A pesar de todo” con Ramón y Rosario. Oficié de cameraman. Al apretar rec con el pulgar derecho, incliné mis rodillas, aferrando con fuerza la cámara, mientras él cantaba por la vereda. Llevaba colgada una guitarra negra y vestía campera cuadriculada, pantalones blancos y zapatillas a tono. Palito conocía muy bien el oficio, y con dos o tres gestos lo dejó en claro. Detrás de escena, su hija sugirió algún detalle, además de cuidar nuestras integridades cuando cruzábamos las calles alarmantemente distraídos. Avanzamos por Broadway, frente a la marquesina iluminada del Winter Garden Theatre, hasta la W49th Street. Todavía no había anochecido y el cielo se mostraba amenazante. Sin aviso, nos envolvió un viento huracanado, como el de una película taquillera. Lejos de inmutarse, Ramón abrió los brazos y continuó con el estribillo de guerra: “Hay que seguir, seguir, seguir, seguir andando, / un tropezón de vez en cuando, cualquiera puede dar…”. Entregados a cuestiones fílmicas, continuamos en medio de la locura de cientos de transeúntes, bajo los reflejos coloridos de las gigantescas pantallas led. Dimos otro giro por la Séptima y llegamos al Radio City Music Hall. La ciudad embrujaba.

—Vos filmame desde estas flores, enfocando luego lo alto de los rascacielos, y bajando lentamente la cámara —me dijo Palito, cual director conceptual.

Una hora después, regresamos al estudio frente al Gershwin Theatre. La escenografía de fachadas vidriadas y ladrillos ya nos era familiar. Abundaban cafés, panaderías y delis atendidos por inmigrantes de Europa del Este o asiáticos, así como restaurantes italianos, thai o el Nippori, cuyo sushi y su sashimi nos cautivó más de una vez.

Fueron días de vagabundear por Manhattan, Brooklyn, Queens y Nueva Jersey, “metiéndome en la memoria de sus calles”, según el astrólogo, observando el Empire State, la Grand Central Terminal, el Rockefeller Center o las tiendas de la Quinta Avenida. Alterné paseos por el East Side con visitas al museo Whitney, en Chelsea. Fuimos a la muestra de Yoko Ono en el MoMA, así como a la disquería Rough Trade en la calle 9 y el río, en Brooklyn, y al japonés AKO en 205 Bedford Avenue.

Llegó el turno para que grabase La Menor del Clan. Concentrada en los abismos insondables de la pantalla de su celular como estaba, sentada en el sillón detrás de la consola, se puso de pie y entró en la salita. Vestía remera gris y short negro. Auriculares mediante, su voz afinada coronó el estribillo: “Hay que seguir, seguir, seguir dando pelea, / la vida tiene cosas buenas, que no llegan sin luchar…”. Su padre compartió con ella una toma. Emocionó escucharlos cantar juntos, al igual que me había sucedido la tarde anterior al verlos caminar del brazo por las avenidas neoyorquinas. No pasó mucho hasta que su hijo Emanuel armonizase en “A pesar de todo”. “El tiempo irá poniendo todo en su lugar…”, entonó ante la mirada cómplice de su familia.

—Escuchemos “Los piscianos”, para ver dónde estamos —propuso alguien sensato.

Ramón continuaba retocando letras, cerrando sus ojos y escuchando vaya a saberse desde qué frecuencia delta de meditación, concentrado ante los parlantes de Michael. Escribía a mano, en un cuaderno de páginas amarillentas con renglones. Fue otra grata sorpresa cuando se acercó el guitarrista Jesse Harris. A pesar de ser yanqui hasta la médula, amaba Brasil. ¡No perdía chance de hablar en portugués!

—¿Tudo bem, cara?

—¡Tudo ótimo!

Eternizó su guitarra clásica en “Dios lo hace todos los días”, y ese mismo miércoles 24 de junio culminaron las sesiones en Nueva York. Subimos a la terraza del edificio, para hacer algunas fotografías más.

—Excuse me, sir. ¿Podríamos subir a la terraza? Ehhh… Could we go up to the terrace? —le consulté al dueño del lugar, por las dudas.

—Of course, Palitou.

El Ortega mayor se puso un saco verde claro y posó como modelo experimentado. Hombre de mundo y con derechos bien ganados, lograba hacer convivir a ese niño de destino adverso que fue con el artista admirado. Mientras yo apretaba cada clic, con las ventanas y escaleras de emergencia de fondo, logré imaginar al chico que iba por bodegones de Lules a zapatear para los gauchos, hacer imitaciones o cantar percutiendo sobre su pecho, y luego pasar la gorra. O al que cantaba durante los carnavales con tachos y cacerolas, disfrazado con bolsas de arpillera y el rostro pintado con corcho quemado.

Más tarde salimos por los alrededores. Miles de computadoras, teléfonos y cámaras fotográficas asomaban en las vidrieras, entre souvenires y buzos con el nombre de la ciudad estampado. Tolipa se detuvo ante una Estatua de la Libertad de tamaño humano e hizo el mismo gesto, con el brazo levantado, luciendo lentes de estrella de cine. Los puestos callejeros vendían pósteres de Marilyn Monroe y Audrey Hepburn, de superhéroes como Wonder Woman, Batman y el Capitán América o del propio Lennon, además de panorámicas de edificios y el Brooklyn Bridge. La Gioconda y yo nos quedaríamos un poco más en la ciudad. Pasamos la tarde del jueves en el Central Park, sentados en las rocas frente al lago, con la visión de patos, botes y tortugas. Podían divisarse los techos del edificio Dakota y las dos cúpulas del The San Remo, como en una postal de John & Yoko.

—El Village está ambientadísimo, lleno de clubes de jazz que cierran a cualquier hora. Y en la Washington Square hay una bola de músicos tocando —le comenté mientras tiraba una piedrita al agua.

—Sería bueno vivir un tiempo acá. Algún día lo haré. Y si tenés un botecito, ni te digo. Muy Bloodline, como esa serie que tenés que ver. Vos tendrías que estar seis meses acá y seis allá. De golpe, los ángeles aparecen y hasta te dan laburo —reflexionó la chica, recostada en una roca, con su vestido negro y lentes Rayban.

Tres días después, la acompañé al JFK para que regresase a Buenos Aires. Yo dispondría de una semana más de turismo. La música dictaminaba leyes, y Britney Spears seguía reinventándose en los rankings, así como cobraban lugar nuevas artistas como la rapera australiana Iggy Azalea —con su hit “Work”—, u otra compositora de Los Ángeles llamada Sky Ferreira. El mundo femenino arrasaba con la potencia del videoclip “Bitch I’m Madonna”, donde la diva del pop ejercitaba como en un gimnasio, besaba a hombres y mujeres por igual y compartía una secuencia frenética con Diplo, Rita Ora, Chris Rock, Miley Cyrus, Rocco Ritchie, Beyoncé, Katy Perry, Kanye West y Nicki Minaj. Otra de las solistas de rol protagónico era Grimes, una artista canadiense de dream pop y electrónica. Comencé a escuchar sus discos Visions y Art Angels, y ver sus videos de ángeles alados, submundos sangrientos, castillos, canchas de tenis, sombreros de cowboys o pelucas monárquicas, como “Genesis”, “Oblivion”, “Butterfly”, “Realiti”, la saga “Flesh Without Blood/Life in the Livid Dream” y el dueto apocalíptico “Venus Fly” junto a Janelle Monáe.

Reencontré al productor venezolano Héctor Castillo, un amigo entrañable que había conocido como bajista del trío Dermis Tatú. Él recaló en Nueva York en rol de ingeniero, grabando a Phillip Glass, Lou Reed, David Bowie, Björk, Beck o Roger Waters. O sea, codeándose con las estrellas. Fui a visitarlo a su refugio de Brooklyn, en Metropolitan Avenue y White. Las luces de la ciudad y algunas estrellas fugaces decoraron nuestras palabras en la terraza. Nos acompañó su perrito Momo, una suerte de satélite mágico de la convivencia humana. Héctor me contó que estaba desmontando su estudio de Greenpoint, dispuesto a comenzar otra etapa en Union Square de Manhattan.

Como siempre, yo combinaba realidad y fantasía. Al llegar al Lincoln Center, rememoré a Jaco Pastorius en el Jazz Festival 82, con su “Worth of Mouth Big Band” de trompetas, trombones, french horn y tuba. En la contracarátula de álbum, Jaco lucía saco de corderoy marrón, pelo corto, jeans, zapatillas y cierta desprolijidad chic. “Invitation”, “The Chicken”, “Three Views of a Secret”, “Liberty City” y “Bluesette” eran algunos de los temas junto a Bob Mintzer, Randy Brecker, Don Alias, Peter Erskine y Othello Mouneaux.

El día anterior al regreso, me reuní con el pianista colombiano Gabriel Guerrero. Era un músico clásico y de jazz, que había tocado con Paquito D’Rivera, Dave Holland, Esperanza Spalding, Gregg Bissonette y John Benítez, además de crear Lapso y el cuarteto Surca. Sugirió que fuésemos a la sala Ultrasound, en el 251 West 30th Street. Improvisamos a teclado y batería, sin esquemas previos, y también sobre canciones de La Máquina de Hacer Pájaros, Serú Girán o Spinetta Jade, que él sabía a la perfección. Lo despedí con gratitud y afecto. Escuchando canciones de Cab Caloway y Screamin’ Jay Hawkins en mi cabeza, di los últimos recorridos en el A Train. Abordé el avión de Aerolíneas Argentinas mientras celebrábamos la obtención de la Copa Libertadores 2015 de nuestro amado River Plate.

Nunca es demasiado
Cierre de la trilogía autobiográfica del mayor baterista argentino de rock, que abarca el período 2010-2017: de Charly & The Prostitution, las giras, el Colón y su disco Random a los conciertos europeos con el francés Benjamin Biolay.
Publicada por: Sudamericana
Fecha de publicación: 12/02/2019
Edición: 1a
ISBN: 9789500763714
Disponible en: Libro de bolsillo
- Publicidad -

Lo último