sábado 20 de abril de 2024
Cursos de periodismo

«Aramburu», de María O’Donnell

Buenos Aires, 29 de mayo de 1970. Tienen veintipocos años. Se presentan a plena luz del día disfrazados de militares en la casa de Pedro Eugenio Aramburu. Uno de ellos, Fernando Abal Medina, le dice: “General, usted viene con nosotros”.  
Aramburu no ofrece resistencia: cree que, en el Día del Ejército, lo buscan sus camaradas.
Tres días más tarde, en una quinta en Timote, provincia de Buenos Aires, esos jóvenes, constituidos en tribunal revolucionario, lo sentencian a muerte. Por el golpe de 1955 contra Juan Domingo Perón, por la prohibición del peronismo, por los fusilamientos de civiles y militares y por el robo del cadáver de Eva Perón. Lo ejecutan y guardan su cuerpo: no lo entregarán hasta que aparezca el de Evita. Así nace Montoneros, una organización de la que nadie había oído hablar, que pondría en jaque al poder cívico-militar de esos años.
María O’Donnell ahondó con una mirada nueva en este caso que aún despierta preguntas incómodas, y visitó a Mario Firmenich en su exilio auto impuesto en Barcelona para hablar sobre el crimen del que nunca se arrepintió.
Una investigación apasionante que combina el vértigo de un thriller con el rigor histórico y aporta testimonios inéditos y reveladores.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

 

Un almuerzo con Mario Firmenich

Vilanova i la Geltrú, 21 de agosto de 2017

 En octubre de 1974, además del cadáver de Pedro Eugenio Aramburu, los Montoneros tenían secuestrados a los hermanos Jorge y Juan Born, herederos del principal grupo económico de la Argentina de la década. Estaban encerrados en dos cuartos diminutos y sin ventanas, sin saber nada el uno del otro, en el sótano de una casa operativa en el norte del conurbano. La psiquis de Juan había colapsado, pero a Jorge, el mayor, le quedaba ánimo suficiente para conversar con los guardias que lo custodiaban. Ellos le contaron la novedad del robo en el cementerio de la Recoleta como una gracia. Él les respondió con estupor:

—¿No les bastó con haberlo matado?

Desde que me contaron esa anécdota, la frase de Born reverberó en mi cabeza, tenaz. Había publicado un libro sobre el secuestro de los hermanos en 2015 y no pensaba escribir otro ligado a los Montoneros. Pero sentí lo mismo que me había llevado a investigar el caso anterior: el crimen de Aramburu era un episodio conocido y, a la vez, con demasiados puntos oscuros.

A los ochenta años, Jorge Born me había contado lo que había callado durante la mitad de su vida. Sabía que Mario Firmenich era un testigo aún más reticente, pero lo busqué igual con un objetivo definido: desentrañar el secuestro de Aramburu para entender el punto de partida de Montoneros. Acaso al sentir el peso de la edad —estaba por cumplir setenta años— también él quisiera abrirse a conversar sobre un episodio incómodo y de gran relevancia de la historia nacional.

Por momentos mi búsqueda se convirtió en una persecución excesiva, tanto que muchas veces quise abandonarla. Firmenich nunca colaboró con periodistas ni investigadores. Tampoco aceptó publicar sus memorias: hasta ahora no lo tentaron el interés persistente de las editoriales más importantes de la Argentina ni la posibilidad de ganar un dinero significativo para su economía familiar. Muy rara vez se toma el trabajo de responder a los pedidos de entrevistas. Cuando lo hace, la fórmula es siempre la misma: «Muchas gracias, pero no».

Un día, por fin, conseguí sentarme frente a él. En ese instante mi empeño recuperó sentido: no hay otro testigo como él, el jefe de Montoneros hasta su total disolución en 1990. Tiene una memoria descomunal y conoce la historia de la organización guerrillera argentina más importante desde el momento de su creación, porque también integró el grupo fundador. Es, no obstante, esquivo a la hora de contar, casi avaro.

Gracias a la gestión de un allegado en común, quien le pidió que al menos me recibiera una vez, accedió a verme. No tenía interés en hablar conmigo, me mandó a decir, pero no podía rechazar al intermediario, un político peronista y católico sin vínculo con Montoneros por quien siente gratitud o lealtad. Volé a Barcelona sin tener certeza de si cumpliría con su media palabra o no.

María Martínez Agüero, la Negrita, esposa de Firmenich, coordinó el encuentro. Tomé el tren que ella me indicó y casi una hora más tarde bajé en Sitges, un pueblo pequeño con una ubicación privilegiada frente al Mediterráneo. Me contaron que en las cercanías estaban las residencias de Leonel Messi y algunos de sus compañeros del Barça, pero Firmenich llevaba una vida bastante más austera. Vivía en una pequeña casa alquilada cerca de la montaña, en Vilanova i la Geltrú, en un lugar aislado y con pocos vecinos.

Al llegar a la estación de Sitges, Martínez Agüero se disculpó porque su esposo había decidido no recibirme. Se había levantado testarudo, no había caso. Ella lamentaba que yo hubiese volado hasta España. Le dije que no se preocupara, que siempre conocí el riesgo de que algo fallara.

Fuimos a tomar un café. Al rato se sumó Facundo, el hijo menor de los Firmenich, un joven alegre, también vecino de Sitges, a quien yo había entrevistado en un programa de televisión. Martínez Agüero y Firmenich transitaron gran parte de sus vidas en la ilegalidad, en la cárcel, en el exilio o simplemente escondidos, pero en la madurez parecen un matrimonio tradicional con una familia numerosa —cinco hijos, Mario, María Inés, Agustín, Santiago y Facundo, y seis nietos, cinco varones y una nena— distribuida en la Argentina y España.

A ella le toca ir y venir entre Buenos Aires, Córdoba y Barcelona: nadie la reconoce. Firmenich, en cambio, tiene los movimientos bastante más acotados.

Nadie de su familia me lo contó, pero supe por otras vías que las pocas veces que viaja, vuela hasta Montevideo, toma un barco al puerto de Buenos Aires y desde allí marcha a Córdoba, donde se refugia. Quiere evitar que lo reconozcan y lo insulten. Solo los genocidas de la dictadura despiertan una reacción equivalente, y la mayoría ha muerto. A los setenta años, Firmenich luce inconfundible para cualquier persona que sepa de quién se trata: el gesto adusto, las cejas tupidas y el gran lunar junto a la boca. Le han salido canas pero no ha perdido el pelo, que mantiene siempre corto, lo cual le da un aire a militar o policía retirado.

Si alguien lo confrontara al grito de «¡Asesino!» —hipótesis probable— le costaría mucho contener su reacción, y el episodio explotaría en las redes sociales. Su prudencia reconforta a su familia. Sus hijos han sufrido cada una de sus apariciones públicas, además del peso del apellido. Facundo, graduado en economía y experto en comunicación que ha asesorado a otros políticos, se ha resignado a que su padre nunca tomará sus consejos para suavizar sus modos, su estilo soberbio y sentencioso.

Aquel día, apenas me despedí de la mujer y el hijo de Firmenich, volví a comunicarme con mi intermediario. ¿Podría llamar al número de ella —él no tenía uno propio, que yo supiera—, y si lo encontraba de humor, podría insistirle? Horas más tarde me anunció una segunda oportunidad.

Volví a coordinar con Martínez Agüero; convinimos en que intentaríamos otra vez. Me dijo que esa semana dos de sus nietos iban a pasar una noche con ellos, y que al día siguiente los llevarían a la casa de la madre: podía ser una buena oportunidad. Otra vez hice el tramo en tren desde Barcelona, otra vez me encontré con ella, ahora en el estacionamiento abierto donde había dejado su auto, cuyo aspecto más llamativo eran las sillitas para niños en el asiento trasero. Caminamos unos metros hasta una zona de restaurantes con vista a un amarradero de lanchas y el Mediterráneo; le pedí que eligiera un lugar para almorzar. Nos sentamos en uno muy agradable y mientras yo leía el menú de promoción con tres pasos, ella le avisó a Firmenich que lo esperábamos allí.

Cuando llegó —inconfundible— me saludó. Seco.

—Hola.

—¡Hola! —yo estaba contenta, me salió un poco de entusiasmo—. Gracias por recibirme.

Pedimos la comida: los tres ordenamos pescados, pero solo yo me incliné por el bacalao. Quise iniciar la conversación sobre algún tema inocuo, no tanto como el clima, pero algo que no generase controversia o tensión. La coyuntura política argentina: seguro que le interesaría, y dado que no tenía injerencia ni responsabilidad, podría hablar con desenvoltura. Firmenich analizó la realidad desde la perspectiva del papel que cumplía el peronismo: cuando almorzamos gobernaba Mauricio Macri, a quien la división del Partido Justicialista —dijo— le había facilitado el ascenso al poder en 2015.

Estaba muy al tanto de todo lo que ocurría en la Argentina. Aunque ya llevaba más de dos décadas viviendo en España, se mantenía permanentemente al corriente de las noticias: el devenir de la política y de la economía argentinas seguía siendo el principal objeto de interés en su vida. Lo llenaba de frustración ese lugar de observador que parecía haberle quedado, como un acechador de los acontecimientos.

Le quedaba poco tiempo como profesor. Enseñaba en la Universitat Rovira i Virgili, en Tarragona, a cuarenta minutos de su casa, y también daba clases de economía en la plataforma virtual de una universidad privada en línea de Cataluña, conocida por su sigla, UOC. En ambos trabajos lo iban a jubilar: nada personal, la edad. El trámite se activaría de manera automática, aun cuando, por su vida un poco nómada, no había completado la cantidad de años suficientes de aportes. Eso también le causaba enojo, porque lo privaría de su único ingreso estable, pero nada dijo al respecto: podía exigir protagonismo, pero nunca compasión.

Me comentó que uno de sus estudiantes le había dicho que era un desperdicio que ningún gobierno lo contratara como consultor. «En Argentina sería un escándalo», pensé, justo cuando él aclaró que hablaba de otros países de América Latina. Iba a preguntarle qué tipo de asesoramiento podía brindar, pero la charla fluía a su propio ritmo y de pronto podíamos ir hacia el pasado. Me animé a sacar el tema del secuestro de los hermanos Juan y Jorge Born, con el que Montoneros recaudó 60 millones de dólares en 1975: el rescate más caro de la historia.

En su momento yo lo había contactado, infructuosamente, para despejar dudas; con el libro ya publicado, las preguntas se habían vuelto mucho más livianas, casi inofensivas, para sus oídos. Como si mi oficio hubiese mutado de periodista a arqueóloga.

Le pregunté por el destino final de los 60 millones de dólares y asumió como cierta la versión más extendida: una parte importante del dinero había ido a parar a una cuenta controlada por el gobierno de Fidel Castro. La cúpula de Montoneros —un trío liderado por Firmenich, con Roberto Perdía y Fernando Vaca Narvaja— tuvo acceso a esos fondos mientras permaneció en Cuba. Durante años contó con recursos para financiar la estructura y las operaciones propias en la Argentina y en el mundo, y hasta brindó ayuda a grupos insurgentes en América Central. Las cosas debieron terminar mal: Firmenich sugirió, con una sombra de fastidio, que en la década de 1990, por un acuerdo secreto con el gobierno de Carlos Menem, en La Habana dieron por cerrada la cuenta en forma unilateral. No dijo cuánto dinero había quedado atrapado.

Los cubanos también se habrían quedado con los documentos más valiosos de Montoneros: no los habían devuelto porque —explicaron— un huracán inundó la caja fuerte de la oficina de inteligencia donde se guardaban los papeles de la guerrilla peronista. Si la historia era cierta, el diario que Jorge Born escribió para intentar sobrellevar los nueve meses de su cautiverio se había perdido en el ciclón. Allí, Born había consignado el episodio del robo del cadáver de Aramburu.

Desde el inicio, Martínez Agüero conoció el ansia que me movía; creyó que, por malas que me hubieran tocado las cartas, valía la pena intentar que él rasgara su silencio. Y ahí estábamos, comiendo pescado, hablando del pasado. Era mi oportunidad.

Le pedí permiso a Firmenich para tomar apuntes. Me lo dio. Puse el bacalao a un lado y saqué mi cuaderno de notas. Sentí que progresaba. Me animé a mencionar a Aramburu.

Hablar del segundo secuestro —el del cadáver— me pareció una buena entrada: aunque fuese un asunto macabro, no le había costado la vida a nadie. La respuesta de Firmenich no se demoró un segundo, y sonó fuerte:

—Nunca estuve de acuerdo. Y me enteré por (el diario) Crónica.

Acaso no mentía: Urondo tenía fama de desobediente.

La entonación de Firmenich al negar esa aprobación me sugirió que, además, el episodio le había caído mal. Podía ser una percepción errada: al fin de cuentas estaba escuchando al único sobreviviente —al menos conocido— del grupo que había asesinado al general Aramburu en mayo de 1970. ¿Tan repudiable le podía parecer el robo de un ataúd con los restos de Aramburu cuatro años más tarde?

Bastó con que insinuara apenas mi sorpresa por su objeción para que me explicara, con la desesperanza de quien sabe que si hace falta hacerlo es porque el otro no va a entender:

—Somos cristianos. Con los muertos no se jode.

En efecto, no entendí que el cadáver le pudiera parecer más sagrado que la vida. Lo miré perpleja. Agregó:

—Los muertos descansan en paz.

Aramburu
El crimen político que dividió al país y dio origen a Montoneros.
Publicada por: Planeta
Fecha de publicación: 05/01/2020
Edición: 1a
ISBN: 978-950-49-7017-0
Disponible en: Libro de bolsillo
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