martes 19 de marzo de 2024
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«El peronismo de Cristina», de Diego Genoud

«Por mérito propio o por deficiencias ajenas, la mujer política a la que le adosaban todos los defectos y ninguna virtud superó la prueba ácida de un peronismo que se apuró a jubilarla en un pacto explícito con Macri y, llegado el momento, fue ella la que ganó la iniciativa, armó a dedo la fórmula presidencial de la unidad y recuperó con un movimiento imprevisto a los aliados que había perdido durante sus años de equivocaciones en la Rosada. El 18 de mayo de 2019, con un videíto en redes sociales, Cristina inauguraba una nueva etapa en la política argentina.»

El peronismo de Cristina cuenta la historia de una construcción política inédita, cercada por la pandemia, la deuda y la vitalidad irreductible de la sociedad antiperonista. Para entender de verdad el gobierno del Frente de Todos, hay que develar una trama que, tal vez porque no rinde en el show de la polarización, resulta casi desconocida. Se trata de un relato lleno de traiciones, retractaciones estratégicas, Realpolitik, miedo a la intemperie y convicciones renovadas en que esta nueva etapa podía o puede ser mejor.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

El peronismo que sufre el poder

Las circunstancias explican mucho, pero no todo. Cristina   Fernández de Kirchner sabía que gobernar después de Mauricio Macri iba a ser una experiencia traumática. Por eso, no solo bus có un socio para ampliar las fronteras de su poder, sino también un político que estuviera dispuesto a hacerse cargo de la bomba de tiempo que había dejado activada el primer empresario en llegar a la Casa Rosada por la vía de las urnas.  Difícil que Alberto Fernández se olvide de aquella conversación con  Felipe  Solá, a fines de 2018, cuando la entonces senadora le preguntó al exgobernador para qué quería ser presidente con el “quilombo” que había.  Después de una década fuera de los primeros planos de la política,  Fernández tenía lo que uno de sus íntimos amigos, hoy embajador argentino en el exterior, definió una tarde en Buenos   Aires como “el grado de locura necesario” para ponerse al frente de lo que venía.

 Acostumbrado a moverse en las sombras como operador todoterreno, el exjefe de Gabinete se puso el traje de candidato y durante la campaña ejecutó sin mayores dificultades la partitura que había formulado Cristina.  Enseguida, dio muestras de su capacidad de resiliencia.  Como si nunca hubiera dejado de entrenar para asumir el poder, sorprendió incluso a parte de un entorno que lo creía fuera de estado, se adaptó en tiempo récord a la adrenalina que le provocaban la negociación con los factores de poder y la adhesión de una mayoría social que ansiaba con nostalgia el regreso al tiempo de las vacas gordas.

Sin embargo, a la hora de gobernar una crisis muy profunda, todo resultó bastante peor.  Pese a que surgió de un triunfo electoral mucho más amplio que el de Macri, el gobierno peronista no encontró las facilidades que tuvo el egresado del  Newman para presentar la ficción de una nueva etapa en la que sus contrincantes quedaban rápidamente reducidos al pasado y a la marginalidad política.  Con el derrumbe de la galaxia de medios que había creado el último cristinismo y la militancia entusiasta de las grandes empresas de comunicación a favor de Macri, Cambiemos comenzó su gobierno con un aire refundacional que, aunque tuviera mucho de ficticio, le permitió avanzar con sus objetivos y tomar medidas hasta muy poco antes impensadas, como la violenta transferencia de ingresos a favor de un grupo de grandes concesionarios que significó el tarifazo en los servicios.  Los  Fernández no contaron con ese beneficio y chocaron de entrada con una correlación de fuerzas de lo más ajustada.  Al  Frente de Todos lo recibió intacta una artillería que no dio  ni un paso atrás: la estructura de medios que había promovido las bondades del reformismo permanente, los tribunales federales que habían ejecutado un festival de prisiones preventivas y una parte de la sociedad que, pese al fracaso ruidoso del experimento  Macri, seguía firme en su convicción antiperonista. Ese dispositivo ubicó  al nuevo presidente más como una extensión del último cristinismo que como el nombre de una experiencia distinta o fundacional.  Lejos de cualquier autocrítica, los factores de poder que apostaron a la aventura de  Macri admitieron, en el mejor de los casos, haber errado con el instrumento, pero siguieron aferrados a los axiomas de la Argentina meritocrática alineada con Trump y se mantuvieron desafiantes, con el objetivo tan audaz como temerario de quebrar la alianza entre  A F y  C F K.  Ese frente social­empresario que tiene bien claro lo que no quiere ejerció un poder de veto elocuente durante el primer año del  Frente de  Todos en el gobierno y le marcó límites en el plano económico, en el terreno de los medios, en la batalla judicial, en la Cámara de   Diputados y en la calle.

Eso no era todo. Había que sumarle la deuda, la crisis y, también, el covid­19. Nadie esperaba que la pandemia más letal del último  siglo se expandiera alrededor del planeta y le sumara a la Argentina sobreendeudada otro trastorno que hundiría todavía más la actividad económica, prolongaría la recesión y elevaría hasta niveles desconocidos los índices de pobreza, indigencia y desocupación. Pero pasó.

 Frente a ese cuadro, el presidente tuvo una primera reacción que lo puso por encima de la polarización y le permitió disfrutar un minuto de gloria que duró dos o tres meses, en un juego para el que colaboró de manera especial Horacio Rodríguez  Larreta, incansable gestor de sus propios objetivos.  Con un costo sanitario, económico y político inconmensurable, la irrupción del coronavirus le sirvió a  Fernández para despabilarse y salir de un modo inicial de gobierno que se distinguía poco de la campaña electoral.  Fueron unos primeros meses, de diciembre a marzo, en los que la gestión del Frente de   Todos parecía estar reducida a las buenas artes que fuera capaz de desplegar  Martín  Guzmán: las tratativas para reestructurar la deuda, la Ley de Solidaridad Social y Reactivación Productiva que apuntaba a reducir el déficit fiscal, el congelamiento de tarifas y alquileres, el freno a los desalojos y la declaración de emergencia ocupacional con doble indemnización.  Mientras  Guzmán ejecutaba un operativo de urgencia para tranquilizar la economía,  Alberto se mostró muchas veces despreocupado, en charlas distendidas con periodistas, con el país bailando sobre la cubierta del Titanic. Así fueron los primeros cien días de gobierno.

 El imperativo de centro

 Fernández ganó las elecciones como candidato de C F K con la promesa de ir hacia el centro y tender puentes con sectores que se habían enemistado en muy malos términos con la vicepresidenta electa.  Aunque intentó hacerlo, de manera intermitente y errática, se topó con dificultades elocuentes. La pesada herencia no se restringía al endeudamiento demencial de  Macri sino que incluía a la misma oposición que había enfrentado a  Cristina y se orquestaba a partir del eje Juntos por el  Cambio­ tribunales federales ­medios. Por eso, gran parte de los conflictos que marcaron el final del ciclo de Cristina se repitió con  Alberto como inquilino de la  Casa  Rosada.  Más allá de que el presidente pretendía una relación armónica con las grandes empresas periodísticas que lo habían elevado durante su década de opositor, el choque se reeditó, igual que con la casta de Comodoro Py y la Corte Suprema.

 Por lo demás, el centro y el consenso –que tanta adhesión genera ban entre los grandes empresarios, una parte de la clase política y los intelectuales de la moderación– ganaban siempre la mejor prensa, aunque tenían bastante de lobo con piel de cordero.  El sueño de una  Argentina donde los conflictos se saldaran en armonía contradecía  una historia de durísima confrontación en torno a intereses irreconciliables y buscaba disimular el pliego de condiciones que los dueños del país presentaban, gobierno tras gobierno, para que la política firmara a libro cerrado. Si la polarización es el reverso del empate  tenso que impide tanto consolidar un proyecto político como sacar a la  Argentina del vaivén estancamiento/caída libre que ya lleva casi una década, el imperativo de centro aparece como la falsa salida que funciona como coartada, es siempre idéntica y pretende conciliar un imposible: el apoyo político y social para un programa de ajuste envasado bajo la etiqueta de reformas estructurales.  Detrás del llamado a un gran acuerdo nacional volvieron a circular las consignas de siempre: achicar el déficit fiscal con recortes profundos que, sin embargo, no deben afectar a los dueños de la  Argentina; reducir los impuestos al capital privado, brindar una lista infinita de garantías para liberar la inversión y apostar a un derrame con sinónimo acorde a tiempos de consenso.  Esa campaña permanente que nacía de las usinas de la más pura ortodoxia económica tenía una traducción difusa al idioma de la ciencia política, que le servía para amplificarse en un lenguaje cuya virtud consistía en eludir la división entre ganadores y perdedores. Por qué el consenso proempresario no había funcionado durante la aventura del macrismo, que en ese plano hizo todo lo que le demandaban, y por qué solo había florecido la especulación financiera eran preguntas cuyas respuestas quedarían pendientes para cuando la oposición tuviera la oportunidad de volver a gobernar. Después de la debacle de la pandemia, cuando tocó el  piso de 9,5% del P  B I, la tasa de inversión se estacionó según Morgan   Stanley en torno al 12%, un número que está apenas por debajo del promedio de los últimos años. Macri no había alterado ese número de manera significativa.  La lluvia de inversiones no había mojado la tierra del macrismo y el festival de deuda había venido de la mano de corrientes especulativas que se dedicaron a timbear en la  Argentina durante los dos primeros años del  P R O en el gobierno para irse de un día para otro gracias a la ausencia de cualquier tipo de controles y con un fuerte impacto en la estabilidad económica.

 El dogma del ajuste revestido del imperativo de centro era el camino que se le proponía recorrer a Fernández, en un ejercicio que  por supuesto lo obligaba a romper su alianza con  Cristina y serruchar la rama que lo sostenía.  Mientras el presidente pretendía ir en otra dirección sin saber cómo, C F K aguardaba en boxes con un programa similar al que había marcado el final de su gestión económica y había terminado en la derrota electoral de 2015.  Las circunstancias, no obstante, eran distintas.  El endeudamiento, la presión del  Fondo  Monetario  Internacional y la debacle de los ingresos que se prolongaría con la pandemia dificultaban como nunca la sintonía fina que se demandaba.  Después de tres años de caída estrepitosa en el salario real, había motivos fundados y adicionales para preservar a la población asalariada de un nuevo golpe en el poder adquisitivo por la vía de un aumento de tarifas como el que requerían la reducción de subsidios y el acuerdo con el Fondo.

 El imperativo de centro chocaba en el terreno de la práctica con el continente de heridos que había fabricado la crisis y con la realidad de una polarización alimentada desde las mismas usinas que reclamaban la moderación ajena.  Pura paradoja, esa mezcla de voracidad y ansiedad que demostraban las élites, en especial un grupo reducido de dueños que lideran el poder económico, contrastaba con la paciencia de los sectores más perjudicados por la crisis y la caída del poder adquisitivo.  Pasó el tiempo y sucedió lo esperable: los ademanes de la unidad nacional que había forzado la pandemia cedieron muy rápido a la confrontación más o menos abierta.

 El comandante

 En lo personal, gracias al dedo mágico de  Cristina,  Alberto  Fernández tuvo una oportunidad única pero también puso mucho en juego. Comprometió su reconocida carrera de hombre de  Estado y se calzó un traje que nunca se había probado como parte de su acuerdo con la vicepresidenta.  Después de haber sido poco más que un comentarista de la política entre 2008 y 2018, el caso del profesor de  Derecho Penal puede asemejarse al de un jugador que vuelve a su  club para retirarse. A partir de su asunción como presidente se puso  a prueba a sí mismo, arriesgó el recuerdo que había dejado en los años nestoristas y se expuso a que el paso del tiempo lo delatara.

 En un ejercicio de nostalgia que ahora se demuestra inconveniente,  Fernández asumió con la consigna de sacar a la  Argentina del pozo como, según repetía, había hecho junto a  Néstor  Kirchner.  Fue uno de sus primeros errores.  Un año y medio después, por lo menos dos cosas parecen claras.  Primero, que el país y el contexto son distintos y se burlan de la traslación mecánica que hizo el exjefe de  Gabinete en campaña.  Segundo, tal vez más preocupante, que el motor de esa recuperación fue Kirchner asociado con  Roberto  Lavagna, no Alberto, que era la mano derecha del presidente en el  manejo de la operación política pero no el responsable de la gesta post­2001.  Por eso, con su desempeño en la gestión,  Fernández está redefiniendo su lugar en la historia reciente, de punta a punta. No  solo su presente y su futuro, sino también parte de su pasado.

 En un juego de identificaciones que no logró conformar a nadie, Alberto no solo probó invocar a Néstor sino que también eligió a   Raúl  Alfonsín como ejemplo, en una comparación recurrente que erizó la piel del peronismo. Si bien Fernández levantó – y levanta todavía– la bandera de la ética y buscó reivindicar la transversalidad en la apelación a un radicalismo que hoy casi no existe, lo que logró fue un efecto adverso, más todavía en los meses de 2020 donde fue marcada la inestabilidad con el dólar: quedar emparentado con un gobierno que terminó su ciclo de manera traumática por la crisis económica y la hiperinflación. La presión del mercado para que Guzmán devaluara a fines de 2020 puso al presidente en el sendero ingrato de  Eduardo Duhalde, que asumió forzado a ejecutar una megadevaluación con  Jorge  Remes  Lenicov.  Pero finalmente, y después de haber rifado el excepcional superávit comercial de 12 528 millones de dólares que logró la  Argentina en 2020, las reservas del  Banco  Central dejaron de caer, producto de causas que cada quien atribuye a lo que quiere: la negativa firme del gobierno a ceder, el paquete de medidas de  Guzmán que incluyó incentivos de ahorro en dólares, la elección en los  Estados  Unidos o el renacer de la soja.

 Fuera lo que fuese, a finales de su primer año de gestión, el balance parecía bastante nítido.  Ni  Kirchner, ni  Alfonsín, ni  Duhalde.  Fernández quedaba obligado a transitar su propio camino, pero el inicio de 2021 lo volvería a conectar con la experiencia más próxima que hasta ese momento había querido eludir: la de la propia  Cristina, su socia omnipresente y gran electora. Con una coalición  mucho más amplia que la del último  Frente para la  Victoria, después de que la división del peronismo permitiera el triunfo de  Macri y en un contexto en el que hallar la salida virtuosa para la economía no resultaba tan sencillo, el presidente quedó a cargo de un ensayo de gestión que tiene más puntos en común con la experiencia de gobierno de  C F K que con cualquier otra.

 Frente al cuadro de situación que generó la pandemia, la respuesta de Fernández se dio por etapas en torno a circunstancias que  fueron cambiando. Del encierro estricto de marzo, abril, mayo y  junio – cuando los muertos de cada jornada oscilaban entre cinco y cincuenta– a las cifras del inicio de la primavera –con un promedio  de trescientas víctimas fatales cada veinticuatro horas– , los cambios fueron notorios: la cuarentena se relajó de mil maneras, el pesimismo creció en todas las encuestas,  Fernández dejó de ser el comandante aclamado para la batalla contra el virus, la polarización volvió a gobernar la coyuntura y el presidente fue perdiendo su autoridad política. Hasta fines de septiembre, el encierro colectivo afectó al  propio  Alberto, que se mantuvo casi siempre en el aislamiento de la quinta de Olivos, rodeado de un reducido grupo de colaboradores  que cumplen órdenes y pocas veces discuten de política.

Aferrado a la nostalgia de su memoria nestorista, el sucesor de   Macri decidió enfrentar con un esquema precario la herencia más explosiva, el combate de una oposición rabiosa y el impacto del  covid­19. Propio de un diseño de gobierno para una           Suecia sin pan demia, al presidente se le fue el primer año de mandato con un balance amargo que quedó marcado por la elevada cifra de muertos a causa del coronavirus, y tuvo como principal activo la reestructuración de la deuda de  Guzmán, el logro que se había fijado como meta fundamental en el inicio de la gestión y que sirvió para desactivar la bomba de tiempo de vencimientos de cortísimo plazo que había dejado  Cambiemos. Pese a la importancia de evitar el  default, el objetivo prioritario del presidente para la primera etapa de su mandato, una vez conseguido, duró nada en la agenda pública y se escurrió en un campo de batalla donde al peronismo le costaba salir de su arco.  También en ese aspecto se pudo advertir la debilidad del gobierno.

 En paralelo, a los datos de la crisis global, que se tradujeron en el aumento del continente de desocupados y pobres, la  Argentina le sumó la inestabilidad permanente, la escasez de dólares y la caída del poder adquisitivo por cuarta vez en los últimos cinco años. ¿ Cuál era la fortaleza del gobierno panperonista para hacer frente a ese panorama pleno de restricciones?

 Poco había quedado del borrador que habían escrito algunos colaboradores de  Fernández, en el que el presidente se proponía iniciar una nueva era y lograr una “síntesis abarcadora” para que el kirchnerismo se religara con aquellos sectores que, a partir de 2008, habían huido espantados por la confrontación con el campo y con el  Grupo  Clarín y habían comenzado a migrar hacia las afueras del  Frente para la  Victoria. El objetivo era, más que ambicioso, inviable:  hacerlo sin que nadie se sintiera derrotado, subsumido ni subordinado a una corriente principal que, sin embargo, se distinguía con claridad en el archipiélago de todos los peronismos: la base de poder que se mantuvo leal a C F K en todo momento, con raíces firmes en la provincia de  Buenos Aires.

 El frente heterogéneo que sirvió para ganar las elecciones tuvo que enfrentar infinidad de dificultades para gobernar y Fernández  quedó como el administrador de diferencias que, aun sin ser irreconciliables, marcaron los límites de la política oficial.  Anunciada en mayo de 2019 por  Cristina, aquella decisión que recuperó a  Alberto como la pieza que faltaba para una aritmética superadora alteró los equilibrios y abrió pasó a la victoria, pero no pudo garantizar un funcionamiento eficaz a la hora de gobernar. Las caras del  peronismo que Fernández arrimó en campaña volvieron muy rápi­ do a cuarteles de invierno.  Los gobernadores, que se habían fugado en los años previos hasta dejar a  C FK como dueña de su soledad  política y su cuota de popularidad irreductible, regresaron a sus provincias para ser, una vez más, espectadores de las decisiones que se tomaban en  Buenos Aires.

 Lo que pasó, más allá de los posicionamientos políticos, fue lo que algunos en el  P J habían temido dos años atrás, cuando  Macri era arrastrado por los mercados y se delataba impotente para gobernar los intereses de sus aliados naturales.  La crisis tan anunciada esta vez le estalló al peronismo y la pandemia proyectó el peor de los mundos sobre una economía que acumulaba largos años de restricción externa, ajuste y recesión. La suma de las partes no pudo  garantizar un rumbo definido, y la diversidad, sin conducción clara, derivó más de una vez en confusión y parálisis. La característica de  un  Fernández que nunca había construido poder propio y siempre había trabajado para otros jugó en contra.  Parado como vértice de la alianza oficialista, mantuvo la mayor parte de sus viejos criterios.  Armó un gabinete para otro país, decidió concentrar la mayor parte de las decisiones y prefirió no delegar: por autosuficiencia, porque temía falta de lealtad o porque, en el fondo, no tenía la confianza necesaria en sus elegidos.  Esa sobreexposición lo llevó a descuidar el uso de su propia palabra, la base de autoridad para un político que accedió al lugar más alto gracias a una transfusión de votos y tenía en el archivo a su más implacable detractor.

 Resaca de su rol como jefe de Gabinete y operador, Fernández apuesta demasiadas veces a que decir es al menos tan importante como hacer y dedica horas interminables a charlar con periodistas, en público y en privado. Se trata de un contraste fulminante con el uso de la palabra cargado de voltaje que hace su vicepresidenta, en cuentagotas y en circunstancias importantes en las que siempre genera un estruendo que sacude a la política, al poder y a gran parte de la sociedad. Pura paradoja, ese abuso de la oratoria llevó al  presidente a quedarse sin discurso en momentos fundamentales, como cuando los muertos y los contagios llegaron a su mayor nivel, el botón rojo se demostró una fantasía y él mismo no logró estar a la altura de lo que había predicado.  De tanto hablar, puede quedar disfónico en una sociedad que precisa orientación en medio del ruido.

Uno de sus ministros, que lo conoce desde hace tiempo, lo de­ finió a su manera en una conversación privada.  Alberto tiene un déficit que en medio de una crisis se advierte con nitidez: le cuesta sostener las posiciones rotundas que él mismo busca asumir. Cae en tonces, de manera recurrente, en el intento de quedar bien con casi todos, lo que genera el efecto opuesto y lleva a muchos a preguntarse, dentro del propio oficialismo, cuál es el verdadero Alberto.

 En política, su misión y activo principal pasa por conducir el F  D T sin resignar el valor de la unidad;  Fernández decidió vetar la construcción del albertismo, en lo que para algunos constituyó una confesión abierta de su imposibilidad, y quedó como una figura institucional, en el marco de una coalición en la que se impusieron las estructuras consolidadas de La   Cámpora, los intendentes, los movimientos sociales y el massismo.  Según la jefatura de  Gabinete de  Santiago  Cafiero, el objetivo fundamental es preservar el “todismo” y demostrar que el aprendizaje de la confluencia no tiene vuelta atrás.  Como si Alberto no tuviera más ambición que la de ser el  nombre de una transición, una excepcionalidad que no se vale de la ventana de oportunidad única que lo puso donde está, y se resignara a cumplir el papel de vehícu lo para un peronismo que no resolvió sus diferencias internas y solo las puso en segundo plano, ante el espanto que  Macri provocó tanto en su auge como en su decadencia.

 La decisión de no edificar poder propio fue una de las tantas características que lo mostraron como el opuesto de aquel Kirchner  que tanto le gustaba invocar.  El expresidente no solo era el más rápido en el terreno de la táctica y buscaba siempre concentrar la iniciativa. En paralelo, era un incansable constructor y diseñaba  planes de lo más ambiciosos a largo plazo. Aun cuando en algún  momento también su ensayo empezó a quedarse sin condiciones favorables desde el punto de vista económico y todavía se lo critica por no haber aprovechado al máximo el ciclo alcista de los commodities, Kirchner vivió hasta el final para la política, en un doble tiempo en el que mientras gobernaba el minuto a minuto de las decisiones en medio de la fragilidad, pensaba cómo hacer para quedarse en el poder durante veinte años. Producto de la crisis que le toca administrar y del rol que decide desempeñar, Fernández apareció casi siem­ pre como un presidente gobernado por las restricciones, que –por  limitaciones propias o condicionamientos ajenos– hace política sin horizonte, se distrae muchas veces en cuestiones secundarias y corre el riesgo de ver consumida su cuota de poder.

 La contradicción adentro

 A poco de andar la cuarentena, el objetivo inicial de construir la avenida del medio, encender la economía y llamar a un contrato social se vio frustrado en la  Argentina del empate tenso donde los ganadores permanentes confirmaron que no estaban dispuestos a ceder nada, ni aunque viniera el fin del mundo.  El centro quedó dinamitado, pero lo más significativo fue que, en más de una oportunidad, la alianza oficialista mostró que lleva la contradicción adentro.  La expropiación fallida de Vicentin, la reestructuración de la deuda,  la tentativa de pacto con sectores empresarios, la sublevación de la policía bonaerense, la política de seguridad, la toma de tierras y la caída de reservas del Banco Central fueron apenas los hechos más destacados de una discusión pública que encontró a distintos sectores del gobierno con posiciones enfrentadas y en defensa de intereses a veces contrapuestos.

Después de varias pulseadas internas en busca de dirimir posiciones de poder, el presidente armó una mesa para limar discrepancias y se sentó en la cabecera con  Cafiero,  Máximo  Kirchner,  Sergio  Massa y  Eduardo de  Pedro.  Lo que comenzó con cenas que se prolongaban más de la cuenta derivó después en almuerzos en los que alternaron, según dicen, cuestiones operativas con discusiones políticas. Así se  constituyó lo que puede ser interpretado como un segundo estamento del poder por debajo de la conversación –intermitente, difícil,  fundamental– que sostienen AF y  C F K en lo más alto.  Por portación de apellido, por ser el jefe de  Diputados y por conducir una organización que tiene presencia en todos lados,  Máximo se convirtió en el tercer nombre en la toma de decisiones. Crédito de   Cristina, durante todo 2020 Axel  Kicillof quedó apartado de ese debate intermitente,    pendiente de los fondos de la nación y tomado por el impacto de la pandemia y la crisis en un territorio tan extenso como lastimado por las dificultades múltiples.  Recién en 2021, el exministro de  Economía pareció recuperar aire en la gestión y tuvo margen para involucrarse en el debate económico que la vicepresidenta mantuvo con  Guzmán por la velocidad de la recuperación y la profundidad del ajuste vía reducción de subsidios en el año electoral.

Sucesores naturales por edad y condiciones, quienes conocen el  vínculo entre  Máximo y  Kicillof sostienen que la preferencia tan  marcada de Cristina por el gobernador bonaerense provoca diferencias con su hijo. Sin ser parte de La Cámpora, Kicillof necesitó bastante más que su plus como candidato para ganar la elección de 2019 y se benefició tanto de su identificación con la vice como del trabajo camporista en la provincia de  Buenos Aires.   Esas tensiones, que nunca pasan a mayores y apenas trascienden fuera del cristinismo, llevaron a C  F K más de una vez a pedirle a su hijo que no cele a Kicillof.

 La fragilidad, la incertidumbre y las discrepancias en el gobierno fueron producto de la debilidad económica, la falta de dólares y la presión de actores que siempre quieren una nueva devaluación para incrementar sus márgenes de rentabilidad, pese a que la divisa acumula tres años de suba y los salarios cargan con tres años de pérdida.

 A diferencia de lo que sucedía en los años del último gobierno de  Cristina, cuando la homogeneidad impuesta produjo una sangría de aliados, el  Frente de  Todos tiene rasgos que lo distinguen de las versiones anteriores del kirchnerismo y funcionan como daños colaterales de la unidad más grande.  Cuando los temas de debate acentúan la polarización y se producen los momentos de mayor tensión, la disputa se mete adentro de la alianza oficialista, donde también militan actores que representan intereses distintos a los de la base social que se mantuvo leal a la vicepresidenta incluso durante su etapa de mayor aislamiento político. La fuerza de la unidad no  impide que por momentos la balanza se incline para favorecer al bloque de poder opositor gracias al peso de jugadores que integran el panperonismo.

 Según la caracterización de Eduardo   Basualdo, la coalición oficialista es un frente nacional que reúne a los sectores perjudicados y perseguidos por el macrismo con grupos económicos también afectados, de manera relativa, durante el gobierno que privilegió como nadie al capital financiero internacional.  En una entrevista que le hice para  Letra  P a mediados de 2020, el reconocido historiador y economista de Flacso y la C T A consideró que el  Frente de  Todos no es la continuidad del cristinismo sino que incluye a una parte mayoritaria de la clase trabajadora y los sectores populares, pero también a los grupos económicos locales.

– ¿ Dice que hoy grupos como Clarín son parte de ese frenteanacional?

– No todos, pero están incidiendo y están presentes en esta  alianza. Esta es una alianza de los perseguidos y perjudicados por el capital financiero internacional que encarnó Cambiemos con sectores empresariales también perjudicados relativamente, porque, si uno mira la fuga, esos sectores están muy presentes.  No es que los únicos ganadores de la fuga fueron los capitales golondrina: se puede percibir en la lista dea100 principales fugadores publicada en El Cohete a la Luna. Creo que la persecución judicial de  Cambiemos a los grupos económicos tenía que ver con la dificultad para subordinarlos al capital financiero. Hay antecedentes.  La ruptura de la Convertibilidad  tuvo como protagonistas no solo a los sectores populares: también incidió la disputa entre los grupos que promovieron la devaluación y el capital financiero que quería la dolarización.

 En torno al oficialismo, ya no se anotan solo los empresarios como Cristóbal López,  Lázaro  Báez o  Gerardo  Ferreyra, que pagaron con la cárcel su asociación al kirchnerismo.  También figuran los que regresaron de la mano de Fernández y Massa, como el fallecido  Jorge  Brito, el magnate  Hugo Sigman y el versátil  José Luis Manzano.  Se trata de actores que se identifican con el establishment peronista que no pudo acoplarse a la aventura amarilla – algunos estuvieron al margen de entrada, otros acompañaron y después rompieron– y vieron en el ensayo de  Fernández una nueva oportunidad.  Aunque haya sido naturalizado a fuerza de lobby y publicidad, nada es tan sorprendente como el regreso de  Marcelo Mindlin a las costas del  pancristinismo.  El comprador de la empresa de  Ángelo  Calcaterra, que había sido denunciado por el candidato Fernández en campaña, pasó muy rápido a ser considerado por el presidente como un ejemplo del empresariado nacional, una concesión de lo más generosa que le permitió ingresar al  Plan  Gas de subsidios en  Vaca  Muerta y lo mostró después como el vendedor de Edenor al consorcio de Manzano,  Daniel  Vila,  Mauricio  Filiberti y Global   Income  Fund Limited, un fondo de inversión creado en  Bahamas y controlado por el chileno  Ricardo Beroiza Contreras.

 Producto de esa misma contradicción que atraviesa al bloque oficialista, en su primer año largo de gobierno el presidente no pudo cumplir el papel que se esperaba de él como redentor de un peronismo no kirchnerista que venía de acumular un ciclo largo de impotencia y orfandad a la sombra de  Cristina.  Tampoco supo conformar a la vicepresidenta, que sentía nostalgia de aquel jefe de Gabinete “eficaz” que trabajó, sobre todo, a las órdenes de su  marido.  El “quilombo” que el  Frente de  Todos debió afrontar hizo visible, en particular, las falencias del profesor de Derecho  Penal,  que fue sometido a la gimnasia del desgaste y el combate frontal de la oposición más intransigente, pero también al fuego amigo de los que se amparan en el paraguas amplio de la vicepresidenta.

 Alberto generó sentimientos de decepción y preocupación incluso en varios dirigentes del peronismo que lo acompañaron durante gran parte de su vida y que todavía lo acompañan.  Vicepresidenta, dueña de un caudal de votos inigualable y jefa de una organización que ocupa gran parte del organigrama de poder, Cristina por  supuesto influyó en la marcha de los acontecimientos, aunque su actuación quizá no haya tenido tanto que ver con el relato dominante que la describe como una especie de hiena que asfixia a su delegado en el poder sino más bien con la impaciencia ante la falta de resultados, algo que a su modo le había pasado al propio Kirchner  cuando la que gobernaba era su esposa, entonces una debutante en la función ejecutiva.  Cristina era la encarnación viviente del último gobierno del  Frente para la  Victoria y tenía disponible gran parte de la batería de axiomas que había moldeado en la soledad de su último mandato. Solo que en segundo plano.   Frente a las dudas y el incesante ida y vuelta del presidente, la vicepresidenta emergía, en determinados momentos, con su convicción de siempre.

El peronismo de Cristina
La historia de una construcción política inédita, cercada por la pandemia, la deuda y la vitalidad irreductible de la sociedad antiperonista.
Publicada por: Siglo XXI
Fecha de publicación: 05/03/2021
Edición: 1a
ISBN: 978-987-801-072-4
Disponible en: Libro de bolsillo
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