jueves 18 de abril de 2024
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«El Di Tella», de Fernando García

Todos estos protagonistas de la cultura argentina tienen un origen común: el Instituto Di Tella. Al calor de la fortuna de la nave insignia de la burguesía industrial, el edificio de la calle Florida al 900 se convirtió entre 1963 y 1970 (en una correspondencia cronológica con el reinado de los Beatles) en el epicentro de una vanguardia que saltaba los decorados de la pintura, el teatro, la música y la danza para instalarse como una usina que desafiaba los rigores del régimen moralista del dictador Onganía.

Con los testimonios de sus protagonistas pero también rescatando las voces de sus actores secundarios y a partir de un trabajo de arqueología sobre el archivo, Fernando García se ha propuesto contar la historia de este fenómeno cultural que asombró al mundo como nunca antes, es decir: desde la intimidad de sus pasillos. 

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Minujín es el Mensaje

Mediática. Marta Minujín consiguió la atención de los medios desde el inicio de su carrera. Aquí en el prêt-à-porter pop futurista de 1966. Archivo Marta Minujín

Marta Minujín se presentó en mi casa un domingo al mediodía de la segunda mitad de los años 70 enmarcada por la pantalla ovalada de un televisor Philco naranja (diseño argentino de punta) mientras almorzábamos, como muchas otras familias de Buenos Aires, mirando como almorzaban en el programa de Mirtha Legrand. Su aparición capturó entera mi atención y gatilló el asombro de mis 11, 12 años. El flequillo albino, el rostro cubierto por los anteojos Ray-Ban que ocultaban sus ojos del resto de los comensales y de Mirtha, la Queen Elizabeth que supimos conseguir, la volvían un ser enigmático, absolutamente distinto de cualquier cosa que hubiese visto hasta entonces. Marta hablaba poco y cada vez que el director del programa decidía que se la enfocara se hacía rascar la espalda y el pelo con una extraña mano mecánica que guardaba bajo la mesa. Su imagen, teletransmitida, hizo que el resto de la escena se diluyera: los invitados-comensales, Mirtha, mi propia familia. Fue un fulminante encuentro con la otredad a través del medio que nos constituía como clan eléctrico: la TV. Acaso con esa aparición marciana estaba descubriendo a Minujín como un medio en sí misma: ella era el mensaje. En su esmerada búsqueda del impacto fueron los medios gráficos de los 60 los que la fueron construyendo y moldeando como artista-medio dentro de los mass media: su perfil visible como una constelación establecida por puntos entre 1964 y 1970.

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Marta Minujín (28) presencia casi permanente en recitales, fiestas, reuniones y otros ruidos necesariamente beat, provocó, según su legendaria costumbre, los más variados comentarios al aparecer el sábado pasado a la mañana en el hall del Opera con extraño atuendo, más enorme cartel. Pero la cosa no terminó allí: dedicó parte de su tiempo a promocionarse, aclarando que el motivo del cartel era la inmediata formación de un conjunto de música «muy sicodélica» que se llamaría Acid. «Ninguno de nosotros sabe música —explicaba— pero eso no tiene demasiada importancia; cuando estemos en el escenario vamos a crear experiencias realmente nuevas…» (Gente, 2/7/1970).

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Un tumulto simpático alteró, la semana pasada, el tranquilo mediodía de Florida y Lavalle, cuando un grupo de exóticos, acaudillados por MARTA MINUJIN, 30, irrumpió en el borbollón de peatones desde el interior de una galería: vivaban al dios Eros y lucían ramilletes de flores sobre sus abultadas melenas. En las caras tenían pintadas más flores que el Rosedal en verano, y varias veces la palabra amor. Mientras la responsable de La Menesunda golpeaba sin piedad su bombo y cubría de crisantemos y piedritas de colores a los despistados observadores, desde un primer piso se precipitó una lluvia de pétalos. Fue en ese momento que la sacerdotisa hippie abrió su antigua casaca militar y dejó en libertad a más de veinte pájaros que se alejaron aleteando en las cabezas de los viandantes de Florida. La sorpresa que recibieron, en realidad, no la esperaban; en lugar de recibir insultos, que sí esperaban, Marta fue aplaudida por la concurrencia. […] Cuando llegó la policía, un severo oficial fue recibido por una de las integrantes de la troupe, empeñada en colocarle florcitas amarillas en el uniforme: «Vamos, michi, no seas arisco; todo hombre debe tener un toque femenino» (Periscopio, 9/6/1970).

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Pocos turistas brasileros saben que además de bolsas de cocodrilo, sweaters de cashmere y bijouterie, se puede encontrar, en la famosa calle Florida, de Buenos Aires, una de las mayores organizaciones del mundo dedicadas al arte y ciencia: el Instituto Torcuato Di Tella. En el mejor de los casos, algunos habrán escuchado hablar de las locuras que allí se practican en nombre de la vanguardia cultural, los happenings organizados por su principal sacerdotisa Marta Minujín, o se habrán cruzado con grupos de melenudos en blue-jeans que se agolpan en su puerta. Con cierto escándalo, los bonaerenses más pacatos supieron, hace pocas semanas, que 3500 personas se arrinconaron cierta noche para ver La Imagen Eléctrica, un espec táculo ideado por el músico americano Eric Salzman y, naturalmente, Marta Minujín.

Especialista en música electrónica, Salzman, mostró ese día de qué era capaz: en una primera sala, entre chorros de luces coloridas y efectos de luz negra, ruidos atroces, gemidos, gritos, choques y frenos. Más adelante, nueve imágenes de diapositivas, proyectadas simultáneamente con trece filmes, formaban un cuadro incomprensible, de lindos colores y caras conocidas: el Pájaro loco, Marilyn Monroe, los hermanos Marx y hasta un bonzo en llamas. Había también teatro, solo que los actores improvisaban en medio del público al que, a veces, entre otras cosas, ofrecían cucharadas de mermelada. Vestida con propiedad para la ocasión, Minujín declaró a Visão: «No estoy segura porque hacemos esto. Pero me gusta». Y derramó un poco de perfume sobre el reportero. Salzman, que se negaba a hacer declaraciones, dijo: «Está todo dicho» («Buenos Aires pra frente», Visão, 21/11/1969).

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Lleva una camisa rosa, minifalda de cuero de oveja y collares yippies y joyas. Habla con mucha seguridad y se sorprende. De las agresiones que la esperan a la salida de la exposición[1] para decirle cosas: «¿Sos loca?» «¿Esto es pintura?», o para contarle su vida. Una muchacha se acerca a la mesa donde estamos. «Quisiera hablar contigo Marta, es muy importante, vos me podrás comprender», dice la chica. Pero Marta la elude sabiamente y explica: «No tengo tiempo para nada, estoy invadida». […] Parece generosa, llena de bondad. Más sensible que inteligente. Tiene un anillo en cada dedo. Resuenan todos cuando nos saludamos mientras ofrece su teléfono neoyorquino. Se pierde en la exposición, entre el incienso, los posters, la luz negra, su pelo rubio («Esa extraña Marta Minujín»,[2] Vosotras, 15/8/1968).

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Anoche inauguró en el Instituto Di Tella su muestra Exportación e Importación, que convocó a una enorme cantidad de público —se calcula que llegaron a visitarla cerca de mil personas—, especialmente adolescentes de ambos sexos. Alrededor de las 19 la multitud se mantenía inalterable haciendo una larga cola que llegaba a ocupar varios metros de Florida y en la misma se advertían las más originales vestimentas. Minifaldas, maxifaldas, largas cabelleras, ropas chillonas y ritmo de música sincopada. Encerrada en su mundo fantástico, con pantalones de gamusa,[3] su característica cabellera rubia lacia e infinidad de amuletos en el cuello y las manos, estaba Marta Minujín. El portero controlaba que no sobrepasara la cantidad de 100 el público que entraba en cada show, que tiene una duración de 45 minutos y reclama media hora de descanso. […] En una sala iluminada con luz negra, la Minujín conducía un espectacular baile al son del rock and roll y melodías orientales. En el centro, cinco juveniles músicos animaban con cítaras, mandolinas y bongoes, marcando ritmos entre disco y disco.

—¿Esto es arte?

—El arte es de los que hacen participar a la gente y especialmente a las masas. Mis manifestaciones son para la multitud, ya se pasó la época de los cuadros para elites. Estamos en la época que hacer una lámpara con colores y gustar es tan importante como el mejor cuadro de caballete. La mayoría quiere participar y hay que crearle

los medios. Es una forma de cambiar el mundo… —¿Qué mundo proponen ustedes?

—De esto algo saldrá, no hay rumbos determinados. Inicialmente estamos con la paz, por eso la proliferación de los elementos hindúes que significan serenidad y observación, y no queremos ir a la guerra. Justificamos la violencia en situaciones como la de los negros en EE. UU. donde obligatoriamente deben atacar para que no los sigan perjudicando. Estoy con el «black power» (poder negro) y los apoyo[4] («La Rural del arte en la calle Florida», La Razón, 23/7/1968).

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En 1965 una desmelenada, rubia y paroxística Marta Minujín, hasta ese momento una cumplida pintora de pincel y caballete, rompió las esclusas. Del desborde surgió la Menesunda, una inundación que le atrajo el escándalo y el prestigio, dos alternativas que suelen funcionar amorosamente ligadas. Fue el primer intento —con la pomposa bendición del numen Jorge Romero Brest— por establecer una comunicación viva con el espectador; también la compuerta que le abrió la ruta de los premios internacionales y la posibilidad de un viaje a los Estados Unidos donde permaneció los últimos 2 años hasta la semana pasada. Afanosa, audaz, removedora de siestas ciudadanas, exitista y caótica, Minujín no se dio respiros turísticos; apenas descendió del avión movilizó a sus acólitos y lanzó un grito de guerra en forma de aviso que apareció en varios diarios de Buenos Aires: «Gente joven, 15-19 años, para colaborar en mi próximo show, Marta Minujín, 12-15 horas» («Hypies[5] sí, hippies no», Análisis, 22/7/1968).

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En el hall una joven con insolente pantalón y chaleco de cuero —que no podía ser otra que ella— hablaba por teléfono, aparecía y desaparecía por puertas insospechadas, atendía clientes, saludaba amigos y de vez en cuando emergía bajo un flequillo pajizo para decir a un grupo de adolescentes que esperaban:

—No se vayan. ¿Eh? En seguida los atiendo. ¡Ah! Bueno, esperen… pasen…

Los muchachos la siguieron, con desconcierto, penetrando en un túnel oscuro, resabio sobre la exposición del año 2000 que se estaba desarmando; debían sumergirse a través de una cortina de plástico negro, tras la cual los esperaba un cuartito en donde un chico de pelo cortado como un paje palaciego y pantalones ajustados ampliaba, con un proyector sobre una de las paredes, sobres con piedritas de colores; una muchacha de figura asexuada y ojos muy Twiggy (esos con rayitas invadiendo los pómulos) recortaba historietas, donde esperaban dos jóvenes, que parecían mellizos, acompañados por sus valijas de colegio, y una muchacha rubia revoloteaba junto a un muchacho de camisa lila floreada, que se había adueñado de la admiración de todos, porque: «Acabo de llegar de Londres» («Volvió Marta Minujín. La diosa de La Menesunda», Gente, 15/7/1968).

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Overall de acetado dorado (a pesar de los suspiros de Minujín por la seda natural), infantiles zapatos al tono (tacones anchos y presillas al costado) y largo flequillo rubio, Marta Minujín intenta para GENTE una explicación sobre ese caos, en sus finales un tanto agotador que ella misma organizó.

—¿Qué esperaba lograr con todo esto?

—Que la gente se dé cuenta que los medios de comunicación la han invadido, se vive preso en ellos; el cine, la TV, la radio se han metido en nuestra vida en una forma tan brutal que aún no queremos aceptarlo. Lástima que me parece que nadie entendió nada (Gente, 3/11/1966).

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Marta Minujín sacudió con desaliento su melena, copiada cuidadosamente de la que Napoleón usaba en el puente de Arcole, y abandonó el estudio de la emisora, la tercera que visitaba, el martes último, en Buenos Aires. Pero media hora después, otra vez exultante, volvía a explicar el complejo mecanismo de su nuevo happening ante un ejecutivo radial que la miraba con ojos desorbitados, sin poder pronunciar una sola palabra («Una invasión con minifaldas», Confirmado, 11/9/1966).

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¡La leche, muchachos, la leche! ¡Nos olvidamos de la leche!, clamó Marta Minujín desde el estrado del Instituto Di Tella, en la madrugada del martes último, ya clausurado su happening en dos partes Simultaneidad en Simultaneidad. Pero uno de sus acólitos la tranquilizó: ya se habían ocupado debidamente de la leche, y entonces ella pudo retornar tranquilamente —es una metáfora— a sus esfuerzos para comunicarse, por radio-teléfono, con Wolf Vostell, que la había llamado desde Alemania. Porque Minujín en Buenos Aires, Vostell en Berlín y Allan Kaprow (el padre de los happenings) en Nueva York, intentaban en ese punto y hora circundar al mundo con una sola corona de delirios compartidos (Primera Plana, septiembre de 1966).

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«Traigan unas lechugas para los conejos», ordenó Marta a sus ayudantes. «Dentro de poco se quedarán dormidos y hay que darles de comer antes de que eso ocurra». Decenas de moscas, sin embargo, era evidente que estaban escapando de su cautiverio, una pared de plástico transparente, y volaban en busca de quién sabe qué manjar, estacionándose en su recorrido por cabezas, narices y orejas de los curiosos que esperaban en larga fila para entrar a El Batacazo. Una joven secretaria, consciente de la persistente presencia de las moscas, rociaba afanosamente la sala con un insecticida. «En Buenos Aires utilicé abejas —dijo Marta— pero me pareció que hay más calidad plástica en las moscas». Añadió Marta, además, que había sido relativamente fácil el adquirir las moscas en un laboratorio donde prueban insecticidas. La artista argentina —que a los 25 años ha ganado varios premios y becas— dice que estos «aconteceres» combinan la pintura, la escultura y el cine. «Le llamamos —manifestó— el arte de participación. Ese espectador que entra ahora a El Batacazo se ha transformado ya en un actor» («El Batacazo en Nueva York», La Razón, 1966).

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Marta Minujín irrumpió en el local vestida con un espectacular Courrèges, acompañada por el crítico Romero Brest, Chela Barbosa y una profusa corte de jóvenes artistas pop, jovencitas de inquietantes faldas cortas o ajustados pantalones vaquero, a quienes acompañaban muchachos de largas melenas y abundantes barbas. Con insólito sentido del humor, el odontólogo Marcos Melson —casado, dos hijos— pidió a su esposa el tapado de piel que la cubría. Se lo puso y, durante cuatro minutos, paseó así vestido entre la heterogénea concurrencia. Después volvió junto a su esposa y, entre compungido y fastidiado, exclamó: ¡Pasé totalmente desapercibido; nadie me llevó el apunte! («Nadie me mira», Confirmado, 4/8/1966).

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Este es el rostro de la mujer que maquinó La Menesunda junto con otros. Es Marta Minujín, una muchacha alta, desgarbada, que da la impresión que los huesos de su cuerpo nunca encajan exactamente en su lugar. Es una muchacha que habla poco, pero cuando habla su voz es un descubrimiento. Una voz entrecortada, un aire golpeado, como el de un boxeador en su cuarto menguante, un poco posesa y otro poco obsesa; como aprisionada por una especie de oscuridad que bien vale la pena ser recordada («La cara de La Menesunda», Extra, agosto de 1965).

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Marta Minujín es un par de pantalones y una chomba rayada con lejanas reminiscencias de cotín, y un pelo lacio y desteñido que le da llovido marco a los ojos, convenientemente claros y alucinados («Arte. De martes a domingo, un viaje por La Menesunda», Confirmado, 28/5/1965).

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En la noche del miércoles 7 de octubre, el policía que se encontraba de guardia frente a la Embajada de Chile, al 800 de la calle Esmeralda, en Buenos Aires, sufrió varios sobresaltos: un centenar de estruendos lo obligaron a cruzar la calle y plantarse frente al poco iluminado local de donde provenía el desorden.

Pero no se trataba de una reunión de terroristas o de un conato subversivo: a una señal, la multitud que desbordaba las reducidas instalaciones de la galería Lirolay se había lanzado sobre los globos que taponaban el salón posterior, haciéndolos estallar frenéticamente. El brote de violencia, acompañado por un long play de los Beetles,[6] puesto a todo volumen, y por inocentes dibujos animados de Walt Disney, proyectados en la penumbrosa sala 1 de la galería, era la más potente inspiración de la «Feria de la feria», un espectáculo que Marta Minujín había preparado para ese día.

La reciente ganadora del premio Di Tella (enfundada rigurosamente en chaqueta, pollera y botas del mismo flexible cuero negro) proyectó esta feria «para poner el arte al alcance de todos» («Las hogueras del mundo moderno», Primera Plana, 20/10/1964).

[1] Se refiere a Importación/Exportación, Instituto Di Tella, 1968.
[2] Entrevista de Inés Malinow.
[3] Así en el original.
[4] Transcripto en la misma semana en que se sucedieron las protestas a lo largo de las grandes metrópolis de los EE. UU. tras el asesinato de George Floyd por parte de la policía de Minneapolis.
[5] Se trata de una transcripción errada del medio de la palabra «yippie». Minujín aportaba la novedad de la rama radicalizada del hippismo.
[6] Así en el original.

 

El Di Tella
Historia íntima de un fenómeno cultural.
Publicada por: Ediciones Paidós
Fecha de publicación: 05/04/2021
Edición: 1a
ISBN: 978-950-12-9986-1
Disponible en: Libro de bolsillo
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