viernes 19 de abril de 2024
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Fito Páez y la historia del episodio que cambió su vida para siempre

“En esta puta ciudad todo se incendia y se va”, cantó Fito Páez desde las entrañas de su angustia. Ese grito todavía se escucha como uno de los desgarros más intensos del rock argentino. Ciudad de pobres corazones, el disco que publicó en 1987 tras los asesinatos de su abuela y de su tía abuela, fue el resultado de un proceso interno que tuvo a Fito al borde de la locura, preso de un odio que se reflejó en un cambio rotundo de sonido y actitud. Días dominados por el alcohol y las pastillas y una evidente ausencia de esperanza en el futuro.

Basado en un extenso trabajo de archivo y de numerosas entrevistas con los protagonistas, especialmente hechas para esta investigación, este libro muestra cómo hizo Fito para atravesar la tragedia sin convertirse en una víctima. 

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Capítulo 14 – El video
El 7 de noviembre de 1986 Fito vivió en Río de Janeiro la última noche feliz de una carrera que hasta ese momento no había sufrido golpes bajos. En poco tiempo se convirtió en una persona sin reacción. Pero gracias a los cuidados de Liliana, al empujón de Fabiana y al sostén que encon­tró en la música, su voluntad pudo aferrarse otra vez a una perspectiva de futuro. Un mes después de los crímenes ya había encontrado la fuerza para componer canciones. Estaba hasta el cuello, como sintió en Tahití cuando entró al mar, pero tenía cierto entusiasmo alimentado por ideas refrescantes. Para abril del 87 ya estaba listo para grabar. En mayo viajó a Cuba y se reencontró por un instante con la felicidad perdida. Enton­ces aprendió a convivir con la desgracia, pero a cambio tuvo que entregar buena parte de su confianza interna. No sabía muy bien quién era y qué quería. Tomó a la muerte y la volvió un personaje de sus canciones. Sacó un disco nuevo, siguió ensayando y pensando proyectos. Ya sabía que no iba a volver a detenerse. Entonces, una noche, brindó con champán.

Estaba en su nueva casa, un apart hotel del centro de Buenos Aires que funcionaba como vivienda temporal, rodeado de algunas pocas pertenen­cias guardadas en cajas de mimbre que no se vaciaban porque cuando uno anda de paso trata de no desempacar de más. No estaba solo. Marcelo Figueras estaba ahí. También el cineasta Fernando Spiner. Hacía tiempo que los tres querían trabajar juntos. Se habían reunido muchas veces a pensar ideas que dieran forma a un guion breve para un videoclip o quizás un cortometraje. Esa noche brindaron porque habían conseguido mucho más. No solo tenían una historia: tenían locaciones, tenían presupuesto, actores, productores, sonidistas, extras y asistentes. Tenían un proyecto. Brindaban por eso. Porque el sueño estaba a punto de volverse realidad. Al otro día, miércoles 22 de julio de 1987, a las 8 de la mañana, tenían que empezar con el rodaje.

Los primeros encuentros se habían producido en el 86, antes de los ase­sinatos. Desde entonces los tres habían bocetado ideas para tres guiones distintos sin llegar a nada concreto. Cuando Fito llevó Ciudad de pobres corazones, Spiner y Figueras entendieron que tenían, por fin, la excusa per­fecta para unir todos los conceptos.

—¡Tenemos que hacer una película con esto!

Los temas del disco relataban escenas sórdidas atravesadas por perso­najes de tonos dramáticos. Sus descripciones terminaban de cerrar la his­toria. Ciudad de pobres corazones permitía sostener un guion extenso que abarcara todas sus canciones. El comienzo narrativo de Pompa bye bye era la primera señal.

La posibilidad de filmar en 35 milímetros fue descartada. Significaba montar una producción de cientos de miles de dólares que no tenían ni podían conseguir. Fito era un músico reconocido sin demasiados fondos. Siempre vivía al día y no tenía tantas canciones populares que dieran buenas regalías. Para colmo, desde los asesinatos había tocado poco y Ciudad de pobres corazones no era un boom de ventas. Figueras no tenía mucho para aportar: era periodista. Su sueldo venía de colaboraciones con revistas y algún programa de televisión sin mucha audiencia. Spiner recién comenzaba su carrera y no tenía demasiadas influencias. Uno de sus últimos trabajos había sido el de asistente de dirección de Horacio Quiroga: entre personas y personajes, una miniserie de Eduardo Mignogna filmada en Misiones en marzo del 87.

Spiner pronto encontró una solución. Propuso negociar con producto­ras que trabajaran con videohomes. Pensó en una película que no se estre­nara en los cines, sino que apareciera directamente en los videoclubes. Era una apuesta hacia un mercado que crecía menos de lo esperado. A media­dos del 87 había poco más de mil videoclubes y unas 450 mil videocasete­ras en toda la Argentina. Para Spiner era la posibilidad de que cada hogar tuviera dos versiones de Ciudad de pobres corazones: el vinilo y el VHS.

Spiner y Fito se habían conocido gracias a Figueras. La excusa de los pri­meros encuentros fue planear el video de la canción Corazón clandestino. El proyecto no prosperó por falta de presupuesto, pero sirvió para que los tres descubrieran una dinámica de trabajo conjunta que los motivaba. En esas reuniones iniciales Spiner le mostró a Fito algunos de sus cortome­trajes y Fito le pasó un casete con sus canciones. Spiner, que se había ido a Italia para estudiar en el Centro Sperimentale di Cinematografia justo antes de la aparición del disco Del 63, no conocía la música de Fito. Era fanático del rock argentino. De Spinetta y de Charly. Cuando escuchó las canciones de Fito sintió que había conocido al hijo de ambos. A partir de ahí se hicieron amigos muy rápido. Se reunían cada tanto en Estomba y planeaban futuras filmaciones que nunca se concretaban.

Una vez Fito llamó a Spiner para invitarlo a un proyecto que sí iba a concretarse. Le dijo que pasara por los estudios ION a presenciar las grabaciones de La la la. El cineasta no lo podía creer. Se instaló en el estudio a cebar mates y escuchar sin decir una palabra. Cuando las sesiones termi­naban salía a la calle con Fito sin muchos planes, solo a dejarse llevar. A Spiner le gustaba que Fito fuera un chico divertido, deseoso de aventuras, dispuesto y sin prejuicios. Podían caminar por la peatonal Florida a las 3 de la mañana y toparse con alguien que los invitaba a un negocio cerrado donde había una banda tocando. Spiner a veces se quería morir con esas situaciones, pero Fito vibraba de manera genuina con ellas y era capaz de sumarse a tocar con desconocidos en cualquier lado. Quizá recordando las épocas de adolescencia en Rosario, cuando ensayaba en el depósito de una zapatería con algunos de sus compañeros de colegio, a fines de los setenta.

Eran ensayos que duraban toda la noche. Se hacían en el local que que­daba en San Martín entre Córdoba y Rioja. Los chicos tocaban rodeados de estanterías repletas de cajas con modelos de zapatos de distintos tamaños y colores. Ponían los instrumentos sobre el piso, que era blanco con gran­des rombos oscuros, y no paraban hasta las 5 de la mañana. Fito se sentaba dónde podía, a uno o dos metros de la batería y casi al lado del bajista y los guitarristas de turno. Solía tocar un sintetizador Yamaha CS-15 o un órgano eléctrico Hohner, prestados, que tenía que devolver al otro día. Era la zapatería del padre de Carlos Murias, que tocaba la guitarra. Por ahí pasaron varios músicos que recién se iniciaban. Más de uno tuvo que soportar al líder implacable que ya asomaba. Como el Pájaro Gómez, al que Fito directamente lo mandaba a estudiar. O el baterista Pedro Squillaci, que a veces no entendía los pedidos de Fito. Una vez, después de un rato en el que Fito no lograba explicar lo que quería, Pedro le dejó su lugar en la batería para que él mismo tocara de manera rudimentaria lo que tenía en la cabeza. Fito ya empezaba a querer que los demás sacaran los sonidos que él no podía lograr. Pedro entendió y consiguió ese ritmo cruzado con influencias candomberas que Fito intentaba transmitirle.

—¡Eso! ¡Ahí está! ¡Eso quería! —gritaba Fito en medio de la zapatería.

Y lo mismo pasaba cuando Fito ya tenía algo de fama y caminaba las calles de Buenos Aires en plena madrugada. Se incorporaba a un momento musical y lograba liderarlo con sugerencias que iba incorporando de a poco hasta convertirse en el centro del lugar.

Cuando Fito y Spiner se reencontraron para el proyecto de Ciudad de pobres corazones, el director vio a alguien distinto. El tiempo había mace­rado a Fito hasta convertirlo en un personaje más de la película que esta­ban craneando. Su nueva imagen pública servía para darle a la grabación la estética visual que necesitaban.

Spiner, de 29 años, tenía la posibilidad de trabajar en el desarrollo de un personaje principal que se alejara de los que habían poblado su carrera de director hasta ese momento. Su corto más célebre, Testigos en cadena, que le había permitido ganar la beca para estudiar en Italia, estaba centrado en un fotógrafo que hablaba poco y pensaba mucho. El que hizo para apro­bar el primer año en el Centro Sperimentale di Cinematografia, llamado Ejercicio para cámara en movimiento, mostraba a una pareja que discutía a una distancia que no permitía más que conjeturas. Ya de regreso en la Argentina continuó dando al silencio un espacio importante en su obra. Pocos meses antes de encarar el proyecto de Ciudad… filmó en 16 milíme­tros un corto de 20 minutos protagonizado por Spinetta, con quien había entablado relación a partir de las sesiones de La la la. En ese trabajo, que todavía no estaba listo y tenía el título tentativo de Falsos movimientos, el Flaco recorría una Villa Gesell vacía junto a una mujer y un chico en medio de esperas interminables, autos que no arrancaban y llamadas telefónicas que nadie contestaba. Fito, en cambio, desde el salto en la tapa del disco y la furia que transmitía desde la voz era alguien que proponía un abordaje diferente.

En eso pensaba Spiner a la hora de escribir el guion final junto a Figueras, que había trabajado en Falsos movimientos como ayudante de dirección y conocía a Fito desde que lo había entrevistado un par de años atrás para la revista El Periodista de Buenos Aires. Poco después hicieron una nota para el programa de televisión Cable a tierra. Fito preparaba Giros y anticipaba en exclusiva fragmentos de Yo vengo a ofrecer mi corazón y D.L.G. Desde enton­ces, su relación había trascendido lo laboral. Figueras le había regalado a Fito libros de Bukowski y compartía con él la pasión por Prince. Se enteró de la muerte de las viejas apenas volvió del viaje a Europa que había hecho entre septiembre y diciembre del 86. Se quedó perplejo e impactado mien­tras el auto que lo llevaba desde el aeropuerto de Ezeiza avanzaba hacia el departamento que le había prestado a Fito antes de partir.

El proyecto fue un alivio para Spiner, que, tras sus años en Italia, donde había estudiado en seminarios dictados por John Cassavetes y Francis Ford Coppola y había realizado trabajos para películas de figuras de primer nivel, como Ginger y Fred, de Federico Fellini, había regresado a la Argentina sin saber muy bien cómo seguir. En el 86 se instaló en un depar­tamento vacío, con muy pocas pertenencias. Una de ellas era un grabador con el que no paraba de escuchar la copia de Giros que Fito le había dado. La escuchaba todo el día mientras intentaba averiguar qué quería hacer con su vida. Cuando Fito le pasó Ciudad de pobres corazones se obsesionó. Lo escuchaba todo el día en un walkman. Lo escuchaba en la calle, lo escu­chaba mientras viajaba en colectivo, lo escuchaba mientras estaba en su casa. Lo escuchó tanto que tuvo un brote. Una ira nacida desde las entra­ñas que lo llevó a romper objetos y ponerse violento como nunca lo hacía.

Fito quería hacer algo ambicioso. En broma, decía que Ciudad de pobres corazones era algo así como una película de Coppola con guion de Bukowski. Y a la hora de hablar en serio reconocía que había pensado el disco en función de un film. Quería que el trabajo que hiciera con Spiner y Figueras fuera una mezcla de Purple Rain con Stop Making Sense, la película de Talking Heads que había dirigido Jonathan Demme.

—Me gusta la posibilidad de juntar todo lo que me interesa: la música, lo visual, la cosa medio teatral, las luces. Tenés muchas posibilidades.

Fito decidió correrse de la escritura del guion. Les dejó esa tarea a Spiner y a Figueras, que se reunieron varias veces para dar forma al texto. No que­rían contar el crimen, pero sabían que la película tenía que ir de la mano con el álbum. Su origen trágico les daba una base, una identidad estética de oscuridad y de dolor. Figueras escribía todo en una máquina de escribir Remington Rand que tenía cierto aire noir.

El guion tenía que ser algo relativamente acotado para hacer en tres semanas. Spiner tenía muchas ganas de probar las herramientas del cine. Quería color, vestuario, escenografías, movimientos de cámara, efectos y coreografía. No quería un recital en vivo con músicos mirando a cámara. Figueras pensó en Diva, la película de Jean-Jacques Beineix, y en Mala sangre, de Léos Carax, un cine que mezclaba una estética que podía empa­rentarse con el videoclip.

[…]

Spiner no quería improvisar demasiado. Sabía que una locación podía realzar o hundir una producción. Por eso eligió Paladium, un espacio que resultaba obvio, de moda, pero también muy apropiado. Era una disco­teca gigante ubicada en el Bajo, una zona donde la vanguardia artística de Buenos Aires se había refugiado históricamente, desde el Bar Moderno al Bárbaro Bar o la primera sede de la Facultad de Filosofía y Letras. Paladium resumía la vida cultural under de la ciudad en ese momento. No era tan rockera como Cemento ni tan vanguardista como el Parakultural. De alguna manera unía ambas puntas. Su propietario era Juan Lepes, un arquitecto que trabajaba con escenografías y en su estudio tenía cuadros de Jorge de la Vega. Era un emprendedor que había creado un ambiente inclusivo con intereses artísticos diversos que permitían performances teatrales o shows de los Redondos y de Riff. Era un lugar donde todos podían congeniar. Donde los rockeros bailaban y Alberto Olmedo pedía champán.

Spiner iba seguido gracias a Vivi Tellas, que se encargaba de la progra­mación y pasaba sus cortos en las pantallas de la disco, algo que a Spiner le daba un doble beneficio: el de la difusión y el de entrar gratis. Pero no era el único habitué. A Paladium iba la mayoría de la escena alternativa porteña de mediados de los ochenta. Había gente del Parakultural, de Stud Free Pub y de Cemento. Se conocían entre sí, desbordaban juventud. Representaban un recambio artístico post dictadura que iba a explotar hasta expandirse por las décadas siguientes.

El lugar también tenía un escenario grande y una estructura enorme. Era un galpón con columnas y techos que daban un ambiente muy cine­matográfico, oscurísimo en algunas partes, muy luminoso en otras. Por eso era apropiado grabar ahí, porque era registrar la época. Podía darle al video el marco visual que las canciones le iban a dar desde lo sonoro. Los colores de la noche de Paladium eran los mismos que se desprendían de las can­ciones de Fito. Desbordaban actualidad.

El financiamiento del proyecto se dividió entre Fito (a través de Fernando Moya Producciones), EMI-Odeon y Notar SRL, que manejaban Guillermo Caporale y Julio Giri. Era una empresa dedicada al videohome que había llegado de la mano de Spiner. Las tres partes lograron reunir 35 mil dólares, un monto que permitía contratar a 50 personas entre actores, técnicos y asistentes, además de 200 extras, y grabar durante 15 días en jornadas de 12 horas, con 10 días más de edición. El presupuesto podía parecer suficiente pero en realidad presentaba varias limitaciones. No alcanzaba para que fueran tomas en vivo, por lo que había que utilizar playback a la hora de grabar las canciones.

Spiner y Figueras, para colmo, tenían pretensiones: estaban decididos a formar un equipo de especialistas en cine. No querían una imagen chata, televisiva, sino una profundidad mayor que contrarrestara un poco el for­mato que les había tocado en suerte: el U-matic, odiado por todos los reali­zadores por la baja calidad que ofrecía en comparación con las cintas que se utilizaban en los rodajes. Armaron un plantel de gente joven que ya se destacaba por su talento. Spiner llamó al sonidista José Luis Díaz, que en 1983 había trabajado en Como un pájaro libre, el documental que reflejaba el regreso de Mercedes Sosa a la Argentina y había participado de películas emblemáticas de los últimos años como Esperando la carroza, La película del rey y Hombre mirando al sudeste. Díaz también tenía experiencia con Spiner: ese año había trabajado en el corto que había filmado con Spinetta en Villa Gesell. Lo mismo ocurría con el editor Pablo Mari, que conocía a Spiner desde hacía años, antes de su viaje a Italia, y ya había trabajado con él en Testigos en cadena. El director de fotografía era Juan Carlos Lenardi, que además de participar en Esperando la carroza, como Díaz, tenía expe­riencia rockera en sus espaldas: había trabajado en la película Prima Rock de 1982. Su trayectoria era más larga que la del resto porque ya tenía unos cuarenta años, pero nunca había formado parte de un videoclip y la idea lo entusiasmaba. Él también odiaba el U-matic.

Jorge Ferrari, que había participado de la miniserie sobre Horacio Quiroga, iba a encargarse de la dirección de arte y el diseño de vestuario. Él fue quien le sugirió a Spiner que se fijara en Plaster Caster, un grupo de teatro danza que mezclaba bailarines de la escuela del Teatro San Martín con actores y acróbatas. Un grupo ecléctico dirigido por Diana Machado que hacía presentaciones en lugares alternativos y solía trabajar con El Clú del Claun de Batato Barea. Spiner asistió una noche a Cemento para verlo en acción y se encontró con una propuesta que le pareció ideal para el video. Plaster Caster tenía la diversidad necesaria para incorporar a sus miembros en escenas diferentes de todas las canciones.

Todos los convocados se mostraron entusiasmados. La idea era nove­dosa y la figura de Fito atraía, aunque él mismo no estuviera tan conforme al principio. “Vos sabés cómo es la concepción estética argentina: la idea que tenés, transformada por todo lo que va pasando, el delirio con que se labura y los pocos medios que hay. Siempre, hagas lo que hagas, pasa eso: la fuerza de la realidad nacional transforma tu idea. Las limitaciones econó­micas y la falta de medios le dan un nuevo cariz, una modalidad especial. Y al final de todo eso queda siempre un producto typical from Argentina”, decía.

Cuando Fito se frustraba porque las cosas no salían como él quería su paciencia empezaba a agotarse. El fastidio se le notaba en el tono de voz, que oscilaba entre la superioridad y el reto paternal que a veces caía en el maltrato. Pero durante la grabación del video no iba a tener demasiado espacio para mostrarse de esa manera. Había decidido ser uno más de los dirigidos.

El guion sumaba las ideas pensadas durante el último año en aque­llas reuniones que se prolongaban hasta las siete de la mañana. Spiner y Figueras lograron sintetizarlas en una narración para unos cincuenta minutos que tenía como eje un relato policial que iba a atravesar todo el video. Pero esa inclinación por el género negro no significaba una referen­cia explícita a los crímenes de las viejas. Era, como habían pensado, una lectura del disco.

El argumento era simple: Fito y su banda debían dar un show en Paladium mientras distintos grupos se disputarían una pequeña caja mis­teriosa. Spiner y Figueras imaginaron un video que representara la época de una manera exagerada, como si de pronto todos los personajes fueran parte de la revista Fierro. Pensaron en mujeres seductoras, en trans desbor­dantes y en skinheads que amenazaran el clima anfetamínico del lugar durante el recital.

Además de Plaster Caster, Spiner llamó a artistas del under como Luis Aranosky, Daniel Barceló, Luis Ziembrowski y Pía Uribelarrea. También a Sofía Viruboff, su novia, que había protagonizado Falsos movimientos con Spinetta. El resto de los personajes principales iban a ser personificados por Fito y su banda, que debían adaptarse a los horarios típicos del cine. Es decir que se iban a tener que levantar muy temprano, algo que para los músicos solía ser casi un escándalo.De todas maneras, iban a ser bien recibidos en su madrugar. Jorge Ferrari trabajó una escenografía compleja en un espacio reducido como el de Paladium. Lo hizo con la asistencia de Juan Mario Roust, que además era su pareja. Pensaron ideas juntos y lograron darle a la disco un ambiente que oscilaba entre lo actual y un look retrofuturista a lo Blade Runner. Aunque al principio se sorprendieron por la propuesta.

—¿Pero todos los temas vamos a hacer? —decían.

Había que hacer todos los temas y para eso establecieron una esce­nografía basada en la gráfica del disco. Reservaron otros elementos para escenas puntuales y pusieron algo de su propio sello. Los dos tenían sus influencias. Roust había viajado a Europa poco antes, había visto shows de The Cure y solía andar por la noche de Buenos Aires usando impermea­bles negros. Aunque, a decir verdad, no era el más dark. Ese era Jorge, que se veía muy atraído por la intelectualidad de Talking Heads. A Roust le gustaba más el pop gay de Frankie Goes To Hollywood o Wham! Se habían conocido en 1985, cuando Ferrari ya tenía una considerable historia profe­sional en el under local con trabajos para El Clú del Claun o las Gambas al Ajillo. Pudieron materializar la estética que sugería el guion. Tomaron el escenario de Paladium y lo convirtieron en un teatro punk con luces de neón, una embocadura de hierro decorada con bulones, metal desple­gado y un alambrado que dejaba ver la escalera trasera que conducía a los camarines y que en los conciertos convencionales solía cubrirse.

Cuando escucharon el disco sintieron el potencial que tenían las can­ciones. Cada una poseía una iconografía artística. Desde el teléfono del comienzo o las descripciones de Track-Track, a la mujer con un cuerno bajo el corazón de Ámbar violeta. Cada tema hablaba por sí mismo. Se toma­ron tan en serio el trabajo que hasta profundizaron aspectos del guion que Spiner y Figueras no habían previsto: mientras que los dos guionis­tas consideraban que la pequeña caja misteriosa no significaba nada más que una excusa para hilvanar la historia, Ferrari y Roust le dieron un contenido concreto. Entendieron que, si los distintos grupos de tribus se la iban a disputar durante la película, lo que había adentro tenía que ser algo importante. Fabricaron una caja de terciopelo rojo con un corazón negro en su interior. Nada menos que el corazón de Fito. Una metáfora, al fin y al cabo, de los asesinatos. También mandaron a confeccionar parte del vestuario de los personajes principales. Para los músicos reservaron ropa negra de seda. Aunque muchas de las prendas eran de su propio guar­darropa. Camisas vintage que compraban en locales de segunda mano, polleras y pañuelos. Todo lo que pudiera cubrir los huecos que dejaba el presupuesto. Con Fito no había demasiados problemas porque él iba “de Fito”. O, más bien, del Fito 1987, el que no sonreía salvo para ser sarcástico. El que mostraba los dientes apretados en las fotos.

[…]

Roust también tuvo tareas un poco alejadas de su rol de ayudante de la dirección artística. En más de una oportunidad fue el encargado de despertar a Fito, que estaba entusiasmado por el proyecto, pero no tenía la costumbre de madrugar, por lo que necesitaba un empujón para salir de la cama. Roust lo pasaba a buscar a las 6 de la mañana y a las 7 los dos ya estaban en Paladium con el resto del equipo. Fito se encontraba con los músicos de la banda, que también tenían una mezcla de pereza y predisposición. Veían con algún desconcierto el ritmo del cine. Veían a Spiner charlar con Figueras y Lenardi sobre las posibles tomas de ese día. Veían a Pablo Mari llegar en un taxi con el sonidista José Luis Díaz. Veían a Daniel Barceló empezar con el maquillaje. Veían a todos ya compene­trados y listos para encarar jornadas de doce horas a pesar del frío de esas mañanas de julio en las que amanecía mientras ellos comenzaban el tra­bajo. Un frío que no se combatía ni con las estufas ubicadas en distintos puntos del lugar.

El orden de las canciones había cambiado pero el comienzo se mante­nía. Para grabar Pompa bye bye no hizo falta demasiado. Apenas un sillón, un velador de pie y una mesa con un teléfono. Alrededor, sobre el piso de baldosas negras y blancas de la discoteca, desparramaron distintos obje­tos: discos de vinilo, flores marchitas, anteojos, botellas vacías, diarios, la cédula de identidad de Fito, un grabador de cinta abierta. Tiraron vino tinto sobre algunas partituras, rompieron un florero y lo acomodaron entre pin­turas, frutas, fotos y casetes. Filmaron todo mientras la música tétrica de teclados estridentes se intercalaba con la llamada de la muerte que domi­naba a la canción. La cámara iba a ras del piso sobre los objetos tirados. Fito aparecía al fondo del plano. Vencido, casi arrojado sobre el sillón y cada vez más cerca de la cámara, que no paraba de avanzar. Dormía sen­tado, se alteraba con las risas de la muerte, tenía espasmos que se descar­gaban en el sueño. De pronto, la cámara aceleraba el paso y llegaba hasta su cara. Fito se despertaba en ese instante y mostraba una expresión vacía. A pesar de la pretensión inicial de no querer representar los crímenes de manera directa, esa primera escena retrataba muy bien sus consecuencias.

Figueras y Spiner no habían trabajado desde el significado de las can­ciones. Sin embargo, todo, finalmente y de manera inevitable, remitía a los crímenes. Director y guionista lo notaban cuando ya había ocurrido. La obra se les adelantaba. Solía pasar que después de grabar un tema se dieran cuenta de que ese mundo que habían creado estaba más ligado a lo que había pasado con las viejas o con Fito que con sus propias ideas o las influencias cinéfilas que podían llegar a tener. Pasó en una escena en la que pusieron a Fito en una cama sobre el escenario. “Primer plano de Fito, que se despierta angustiado por una pesadilla. La cámara se aleja velozmente, por sobre las cabezas de la gente, descubriendo así que la cama en la que se despierta Fito se encuentra sobre el escenario”, decía el guion. Lo vistieron de blanco, como si formara parte de un hospicio, un o un manicomio. Pero no había manera de no pensar en el bajón anímico en el que Fito había caído después de los asesinatos.

La escena era parte de A las piedras de Belén, que ocupaba el tercer lugar en la lista de temas del disco, pero el segundo en la película. O el primero si se tenía en cuenta que Pompa bye bye funcionaba como una introducción. Era en A las piedras… donde todo comenzaba a desarrollarse. Fito llegaba a los camarines con la cajita de terciopelo entre sus manos mientras el público entraba al lugar y un ciego les palpaba los rostros a modo de con­trol de entradas. Fito lucía igual que en la foto de portada. El salto que daba en esa tapa parecía haberlo hecho caer directo sobre el escenario.

Entre el público estaba Sofía, que encarnaba a La Ladrona. Ferrari y Roust la habían imaginado como un personaje de Truffaut. La vistieron con un sobretodo claro y una boina que contenía su pelo castaño ondu­lado que caía por los costados. Ella se mostraba grotesca, con la ambición de cómic que buscaba el guion. Mientras la banda continuaba con la can­ción, Sofía se metía en los camarines y robaba la caja. Afuera esperaban Las Gordas, interpretadas por Pía Uribelarrea y Silvia Clark. Estaban caracte­rizadas como Divine. Era un homenaje de Ferrari y Roust a John Waters.

—No puedo creer la buena onda que tenés cuando estamos filmando. Todo está bien, todo es por favor. Sos muy cubano, chico, muy tranqui. Cuando yo estoy ensayando con mis músicos me pongo re loco y me con­vierto en una especie de nazi. A lo mejor acá estoy mejor porque la res­ponsabilidad pasa por otro quía —le decía Fito a Spiner en un parate del trabajo.

—¿Sabés qué pasa? –contestaba el director–. Cuando hay que repetir una escena, ¿qué sentido tiene perder el tiempo aclarando de quién fue la culpa? Si hay que hacerla de nuevo, la hacemos de nuevo y está todo bien.

“Las cosas rinden porque las estamos haciendo copados y si hay que laburar dieciséis horas no hay drama”, explicaba Fito, que no desentonaba en el set, pero en general se mantenía con sus compañeros de banda, que a su vez se sentían un poco fuera de eje y no solo por tener que levan­tarse temprano. Tweety y el Tuerto en la batería esperaban su turno de actuar cantando “Pican, pican los mosquitos”. Fabián Gallardo se moría de frío con la ropa de seda que le daban. Las tomas de Dando vueltas en el aire sirvieron para entrar en calor. Fito y el grupo ofrecieron una gran per­formance rockera. Arriba del escenario, Gallardo parecía una estrella, un músico confiado en sus capacidades. En cuanto Spiner dijo “corten”, corrió al camarín a tratar de calentarse.

Hay cosas peores que estar solo. Fito Páez y Ciudad de pobres corazones
Una historia anclada en la cultura pop de los ochenta que cuenta la caída y la resurrección de uno de los artistas más importantes de la música latinoamericana.
Publicada por: Gourmet Musical
Fecha de publicación: 08/02/2021
Edición: 1a
ISBN: 978-987-3823-59-6
Disponible en: Libro de bolsillo
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