martes 19 de marzo de 2024
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Inseguridad: no hay tiempo que perder

La inseguridad es una cuestión pre ideológica. Afecta de manera transversal, aunque afecta más brutal y sistemática a los sectores de menores recursos. Los asesinos y atracadores no les preguntan a sus víctimas a quienes votaron cuando los atacan. En algunas zonas del país (conurbano de Buenos Aires y grandes ciudades de las provincias del centro) revelan que se trata de un problema estructural y que requiere un abordaje riguroso, complejo y extendido en el tiempo. En los últimos tres meses recorrí distintas localidades y barrios del gran Buenos Aires y, más allá de lo que dicen las encuestas, el tema inseguridad es una de las principales preocupaciones. Incluso por sobre la falta de trabajo y la salud (en medio de la pandemia). Hay vecinos que dejaron de salir por la noche de sus casas y otros temen ir a trabajar muy temprano por los robos reiterados en las paradas de colectivos. Escuché en varias oportunidades: “acá te matan por nada” y también “la policía no está nunca” o “son cómplices”. Sólo el divorcio entre esas necesidades y la dirigencia tradicional explica la desatención de esta problemática.

Esta semana el asesinato a sangre fría de Roberto Sabo, un kiosquero de 43 años, en Ramos Mejía disparó la indignación popular y un fuerte aprovechamiento político electoral. Lo primero es legítimo, tiene una bandera transparente en el dolor de una familia y en la convicción de los vecinos: “a cualquiera le puede pasar”. Lo segundo es una mezcla de ambición y necedad: sostener que la violencia en el conurbano es un problema exclusivo de una gestión o de una fuerza política lleva a un callejón sin salida. Diego Santilli (si llega a gobernar alguna vez la provincia más grande del país) o Rodríguez Larreta si arriba –como sueña desde hace años – a la Casa Rosada tendrán que enfrentar el mismo dilema. El mismo que no pudieron resolver sucesivas administraciones peronistas en la provincia. Ocurre que el problema es estructural y requiere soluciones contundentes y a largo plazo. Y para eso se requiere de consensos mínimos entre las fuerzas democráticas. Conciliar con los que tienen miradas diferentes, pero no proponen “agujerear a los ladrones como un queso gruyere” ni con quienes piensan que toda punición estatal es mala.

La inseguridad implica mucho más que pedir que les envíen más policías. El tema no es más policía sino mejor policía, incorruptible y eficaz. Si van a mandar de los que hacen la vista gorda y se llenan los bolsillos mejor menos policía. La inseguridad implica una respuesta estatal integral y especializada. El crimen organizado es uno de los mayores desafíos que enfrentan las democracias del continente. Hay espejos dónde mirarse: México, Colombia, Brasil con zonas liberadas a la delincuencia o barrios y villas controladas por bandas criminales. El Narco cuenta con recursos ilimitados. Tiene financistas, inmobiliarias, contactos políticos y en la justicia, y logran con facilidad corromper a las policías. Además, la miseria y la falta de oportunidades en las barriadas populares les permite reclutar a chicos con suma facilidad. “Podemos retener a los pibes hasta los 12 o 13 años, muchos terminan en cualquiera”, me confesó con amargura uno de los voluntarios que sostiene una de las canchitas de Fuerte Apache. Esa preocupación también la escuché en la Isla Maciel, donde hay decenas de chicos y chicas integrando la orquesta de la Fundación, y en boca de los referentes del Movimiento de Acción Solidaria (MAS) de villa La Caba. De esa mano de obra barata se nutre el narco.

Justamente de Fuerte Apache era el asesino de Ramos Mejía. Antes de matar a Roberto Sabo había estado casi seis años en prisión por robo. Cumplió su condena y volvió a robar, pero esta vez mató. Es una parábola que cumplen la mayoría de quienes salen de prisión: vuelven a delinquir. Las excepciones se ubican entre quienes estudian o aprenden un oficio o participan en el encierro de alguna actividad que les permite ampliar sus horizontes. Es evidente que las cárceles argentinas se convirtieron en Facultades del Delito. Al contrario de lo que dice la Constitución Nacional, sirven para castigo de los reos y, complementariamente, los vuelven peores personas y más violentas. Cortar esa cadena es imperioso. Implica reformular el Servicio Penitenciario y el Patronato de liberados, invertir en cárceles adecuadas y en educación en los penales. Los victimarios deben tener como único castigo el encierro, pero hay que lograr que salgan mejores personas y puedan reinsertarse en la sociedad.
Si a esto sumamos una justicia penal ineficiente y con cuotas de venalidad, y una policía con vínculos con las bandas (ya hablamos de los recursos inagotables que maneja el narco), el desafío es extraordinario. No puede ser un tema que sólo se agite cuando matan a un vecino y después de unos días de promesas todo vuelva a foja cero. Párrafo aparte merecen los medios: si la víctima es de clase media obtiene mayor cobertura que si es de un barrio pobre, después del asesinato de Roberto mataron de 14 tiros a René en González Catán, aparentemente en venganza por su lucha contra el narcomenudeo. Sugiero que comparen los espacios que asignaron los medios a cada caso. Algo está claro, Roberto y René no tendrían que estar muertos, pero si no se toman medidas de fondo –y esto implica consensos mínimos entre las fuerzas democráticas– sólo engrosarán una lista cada vez más extensa. No hay tiempo que perder.