viernes 19 de abril de 2024
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Adelanto de «Un muchacho como aquel», de Abel Gilbert y Pablo Alabarces

Palito Ortega es el segundo artista más vendedor de la historia de la música popular argentina. Constituyó un fenómeno de masas inexplicado en su primera década, vendiendo en poco tiempo más discos que Gardel y escribiendo canciones grabadas en todo el mundo. Protagonizó películas exitosas, para luego dirigir, durante la dictadura, otras tantas que fueron vistas como un acto de sonora complacencia con los militares. Fue también el empresario que trajo por única vez a Frank Sinatra al país; se lanzó con éxito a la carrera política, para luego abandonarla; y luego renació de sus cenizas como el salvador de Charly García.

En este libro, Pablo Alabarces y Abel Gilbert proponen investigar ese recorrido sin caer en los recurrentes prejuicios que convoca el personaje. Analizan algunas de las vertientes de la canción popular más estigmatizadas por ser consideradas meramente comerciales. La vida y obra de Ortega les permite interpretar a la sociedad y sus modos de actuar y de pensar: el surgimiento del rock y la televisión, el Club del Clan, las nuevas olas y el star system, el peronismo, las izquierdas y las derechas, el rock nacional, la dictadura militar y los desafíos de la democracia. Su auge y cenit, su declive musical y la reconsideración personal tras haber salido al rescate de otro ídolo en desgracia, funcionan aquí como una metáfora de los últimos setenta años de este país. La de una Argentina deseada.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

El amor prenupcial

“Mis canciones son reiterativas como la vida”, dijo Palito una vez en Francia, cuando quisieron saber si no paseaba por un parque temático de la trivialidad. “Mozart también era reiterativo”, cuenta en sus memorias que dijo el directivo de la RCA que lo acompañaba durante su encuentro con un periodista de Radio Montecarlo Internacional. Desde ya no existe la posibilidad de equivalencias constructivas y dramáticas entre el aria de la Reina de la Noche de La flauta mágica o la aparición del “commendatore” en Don Giovanni y el repertorio llamado ligero, a veces con una carga de superioridad, sea de Ortega o cualquier otro. Pero aceptemos al menos la propia valoración del autor de una escritura tan reiterativa como la vida misma en aquel post 68 que discutía la fuerza reproductiva de los hábitos e imperativos ideológicos que anidaban en lo cotidiano. Si algo se había puesto en juego aquel año, en especial en las democracias liberales, era el desapego de la costumbre, el desvío de la norma. La analogía entre el acto creativo y una suerte de Día de la marmota tiene algo de autoincriminación que preferimos pasar por alto. Palito nunca abrazó los ideales del progreso y la crítica inmanente a sus canciones. Eso pertenece a otro universo musical. La crítica al corpus de Ortega, tan idéntico entre sí, abre no obstante la rendija a otras consideraciones.

Empecemos con sus rasgos más endebles. Los fragmentos del discurso amoroso de Ortega se reordenan en bucle. El habla tópica se constriñe al mínimo. La repetición (textual, con su correspondencia sonora) es la regla. Lo señalamos y, para cultivar nuestra propia reincidencia, recordamos que se detecta 1004 veces en su discografía, como si se tratara, finalmente, de una sola canción total. En Bienvenido amor, de 1963, ya utiliza la capacidad instalada de su maquinaria significante en 23 oportunidades. Esa frontera de la insistencia salta a 29 en El que siembra amor, de 1971, aunque nada se comparará con Te amo cada vez más, en 1972, cuando se llega hasta 34 menciones en menos de tres minutos.

Se trata de un modo de empleo y una artesanía de la semejanza situada en la geografía minúscula de un amor sin efervescencias, sin venenos ni agonías extáticas; se descartan los abismos y el arrobo, los excesos, los insomnios y las pesadillas. Se ahuyenta de entrada el temor a una eventual ruina, una separación despiadada, con sus consabidos duelos, tan propia del tango o el bolero. No hay melodrama en Palito (salvo la fúnebre Vestida de novia). Y eso es así, entre otras razones, porque es un canto sin tensiones ni memorias de derrotas. Una canción triunfal no los necesita y, recordemos, Palito casi siempre gana cuando canta. Por eso quedan generalmente excluidas las heridas. Como ya dijimos, el “sufrimiento” solo es aludido una sola vez en dieciséis años, aunque la tristeza, de distintas honduras, se visita en setenta canciones que habilitan el final feliz. El “dolor”, a veces reparado, se lleva 92 menciones. En cuanto al llanto, se menciona, con su componente lacrimal, en 160 oportunidades, no siempre relacionadas con una pérdida: los ojos se humedecen también por el alborozo, en ocasiones lindero con la “alegría”, que se lleva en esta hoja de cálculos 40 repeticiones, número que no se compara con la palabra “felicidad” que, tras su canción insignia, retorna en 114 momentos y un disco que se llama Felicidades. El rédito previo de la palabra se multiplica por 52.

El deseo se colma (y se calma) con la ingestión en grageas de figuritas retóricas. Es un deseo sin singularidades ni acoplamientos (vade retro) que recorre en círculos el estrecho perímetro de la singularidad (“cuando más experimento la especificidad de mi deseo menos lo puedo nombrar”, se defendería un imaginario Ortega barthesiano). La lengua se cansa antes de seguir a una música extenuada de tanto redundar. Se aferra a su propio tempo de la discreción (las gradaciones emotivas, los yerros productos de una inusual dramatización positiva que se consigue a costa de la pureza del ordenamiento melódico y cierto dislocamiento rítmico, se ausentan a lo largo del repertorio). La enciclopedia afectiva de las canciones de Palito es de una timidez fractal (“tú eres lo más lindo de mi vida / aunque yo no te lo diga”) a la que no le ha faltado celebraciones e imitadores. Un loop de la economía significante del amor labrada en tiempos de escasez y mandatos internalizados por el autor y su comunidad de oyentes. Casi nunca es el “te amo” que borra los matices y escrúpulos y, si se machaca, como en Te amo cada vez más, es para salir de sus propias convenciones y tropezar con su confesión inflacionaria. “Te amo, te amo, te amo”, dice él y un coro femenino le responde “yo te amo”, sin atisbos de verosimilitud. Su arreglo instrumental se refleja en el espejo deformado de A Whiter Shade of Pale, de Procol Harum, por el uso del órgano y la guitarra eléctrica. Ademanes y textura son sin embargo extemporáneos. Una canción, podría decirse, fuera de programa.

El autor más popular del país parece en ocasiones sentirse más cómodo cuando sustituye al objeto por el amor al amor mismo, como ocurre, en este 1969 tan nodal para la política y la cultura que parece pasarle por al lado: “Le canto a la vida le canto al amor / le canto a la lluvia también le canto al sol / le canto a los campos cuando al florecer / tienen la frescura del amanecer / Voy por el mundo cantando mis canciones / son las canciones que nacen del amor / Siempre estoy enamorado / siempre estoy enamorado / siempre estoy enamorado / enamorado enamorado del amor”.

Palito describe siempre, para decirlo con palabras de Sandro, “un mundo de sensaciones” que son previas al encuentro (“te quiero regalar una esperanza / también un sueño de ilusión en tu mañana”), encuentro anhelado o metaforizado en su incorporeidad (el “sol de la mañana”, tan citado en este capítulo, nunca quema: apenas entra por la ventana como un arrumaco) y que, por lo general, insinúan una promesa de duración por encima de cualquier tipo de eventual ardor fundante. Es el imperio costumbrista de la ternura (invocada en 14 oportunidades: casi un ajuste contable para un artesano de la demasía). Desde su debut, Ortega se desliza sobre una superficie del contacto mínimo: la caricia (roce que se repite por 35 en las letras de sus canciones grabadas hasta 1978) y el miramiento (“lo más lindo de mis días”). Pero sería injusto condenarlo a llevar sobre su espalda la cruz de lo trivial, atribuirle la exclusividad de un canto con apenas tibios rescoldos de apasionamiento, someterlo a la comparación en la que siempre saldría derrotado (pasemos por alto los “pechos de miel” del Spinetta post adolescente y el imaginario erótico del rock naciente; pensemos apenas en el Gitano de ese año, 1969: “Yo soy el dueño de tu fruto”, canta en Trigal, y le pide a ella su “surco”, mientras que en Dame le reclama “noches de pasiones” y el “torbellino de tus años”). Al contrario, las letras ortegueanas –y no solo las suyas– presentan una estructura de sentimiento localizable en parte de la sociedad educada bajo dictaduras e interdicciones de todo tipo –nunca debemos olvidar su forja–, a la que se ofrenda con una entonación que lo ubica como la voz privilegiada a lo largo de la década de lo que llamamos el canto de amor prenupcial.

En una de las últimas escenas de Pajarito Gómez, un grupo de jóvenes participan de un concurso televisivo: la ganadora será novia del cantante. Todas se esconden detrás de sus velos. El presentador le pregunta a cada una cuáles son sus expectativas. “A mí lo que más me gusta es hacer el amor”, dice una, y se encuentra con una reacción de espanto del hombre que anima la velada: “¿qué es esto?”. No hace referencia al panfleto de Ezequiel Martínez Estrada sobre el peronismo sino al desparpajo de la postulante. La ironía de Kuhn y Urondo, como ya se ha visto, se traslada a las mismas letras de las canciones de Pajarito. Si se escuchan desde este presente, denotan una mayor sofisticación que el repertorio al que le toma el pelo. En Ortega, rige la constante del cortejo y la aproximación epidérmica. Es un melos que ni siquiera en la vigilia o el sueño se traspasa: “tuve un sueño en el que estuviste tú / y con tu presencia diste un esplendor / que me hizo sentir aún más tu gran amor”, canta en Sueño diurno (1967). El cuerpo no se explora ni dormido, la piel jamás se frota contra otra para sacar chispas, salvo una posible y acaso forzada excepción a la regla de castidad que se encuentra en Yo sé que anoche te soñé, cuatro años más tarde: “Oí tu voz cuando cantabas dulcemente / entre el follaje se perdió tu timidez”. ¿Será el mismo “surco” aludido por Sandro? ¿Exageramos?

La época escribe y el cantor superpone su jerga y su imaginación como en un palimpsesto. Recuerda Manzano que a lo largo de la década del sesenta emergió entre los jóvenes una nueva actitud frente al sexo prematrimonial que comenzó a “desestabilizar el doble estándar que prescribía la virginidad femenina hasta la noche de bodas mientras toleraba –e incluso daba por sentada– la experiencia sexual masculina previa al matrimonio”. Manzano cita una encuesta realizada en 1969 por la revista Análisis con el fin de dilucidar “cómo se aman los jóvenes”. Un 57% de los consultados en la franja etaria de veinte a veinticinco años no creía que la “virginidad” fuera importante, mientras que el 67% de los hombres y el 57% de las mujeres aprobaban el sexo prematrimonial. Los porcentajes eran aproximados a las respuestas dadas por los españoles. Otro estudio sobre el comportamiento de 420 chicas y chicos solteros llevado a cabo por Eva Giberti entre 1965 y 1968 (lo que es decir, para usar un calendario ortegueano, entre Lo mismo que a usted y Corazón contento) constató que el 18% de las mujeres ya tenía experiencia sexual. El Movimiento Familiar Cristiano le había reclamado entonces a la jerarquía eclesiástica la obligatoriedad de los cursos prenupciales para las parejas que aspiraban a casarse por Iglesia.

Esos esfuerzos tenían soportes periodísticos. La revista Siete Días podía contar entre sus comentarios de actualidad a las viñetas de Mafalda e ilustrar sus portadas con vedettes (fue todo un acontecimiento, aquel año del Cordobazo, la presencia semidesnuda de Susana Giménez, en el primer peak de su fama por la publicidad de un jabón de tocador) pero, al igual que Para Ti, contaba con una suerte de confesionario epistolar a cargo de sacerdotes: voces autorizadas para aconsejar a las chicas que hubieran cruzado una frontera del decoro o necesitaban prepararse mejor para la “unión más verdadera”.

El canto del amor premarital no sugiere un después. En principio podía señalarse que Palito auscultaba con sus letras a aquellos que todavía rechazaban en lo manifiesto esas posibilidades de trasgresión, sin por ello dejar de recordar que a veces, solo a veces, existen los pequeños y estacionales quebrantamientos. No casualmente, otra canción de 1968 se titula Amor de verano, y es una doble rareza, de un lado, por cierta atmósfera british de las guitarras, con sus reverberaciones y, del otro, por el recuerdo de una intensidad tolerada durante los reencuentros estivales. “Te besé en la playa / el mar fue testigo”. El estío es la chance de tomar otra vez la mano de ella. “Tu cuerpo y el mío juntos en la arena”. Pero, cuando terminen las vacaciones y los días de aventuras permitidas, “volveré a quedarme solo otra vez” y “le diré mis penas al viento del mar” porque “tú te irás con él”.

Aun en el cenit de su carrera, Ortega debió alegar que su mejor y única prueba de absolución ante cualquier condena estética siempre había sido la soberanía de los consumidores. “Yo digo siempre que nadie regala nada a nadie. Una vez me dijeron que no era justo lo mío, que si Martha Argerich hubiera tenido mi promoción ahora sería tan popular como yo. No lo creo, porque con todo el talento que ella tiene y con el respeto que su arte me merece, no es capaz de darle al pueblo lo que le da el señor Palito Ortega. Qué es lo que le doy, no lo sé muy bien, pero llego”, se amparó en 1966 ante Siete Días. “Llegar” como meta personal e impacto. A la vez, un acto de conservación. El ciclo comprendido entre Bienvenido amor y Yo tengo fe es el de una concatenación constante de hits que nos obligan a tratar de ir más allá del desglose crítico y, si se quiere, previsible, que acabamos de dejar atrás. La “letra tonta” esconde un pliegue ambiguo que nos enfrenta sobre el carácter a veces dual de las canciones de una ligereza aplastante, si es que vale el oxímoron. Un texto revestido de banalidad también puede funcionar en la medida que activa sentimientos reales en un oyente aun avisado. Como dice Simon Frith, una canción pop –o, en este caso, una canción de Palito– es “un lenguaje corriente al que se le da un uso extraordinario”.

Un muchacho como aquel. Una historia política cantada por el Rey
Palito Ortega es el segundo artista más vendedor de la historia de la música popular argentina. En este libro, sus autores proponen investigar su recorrido, sin caer en los recurrentes prejuicios que convoca el personaje.
Edición: 1a
ISBN: 978-987-3823-66-4
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