Cosas que pasan en la redacción de un diario y son difíciles de explicar. Éramos jóvenes e inmortales. Jugábamos a adivinar a quien le tocaría escribir el obituario del otro. Era una amenaza divertida: impunidad para decir cualquier barbaridad, sin que hubiese chance para reclamos. Siempre pensé que sería él a quien le tocaría emprender esa tarea. Era también nuestra humilde manera de reírnos de la muerte. Un chiste. Un ademán de vida.
Que Gerardo Rozín no esté conduciendo su programa de televisión; que no esté produciendo contenidos ahora mismo; que no esté soltando ideas para conmover; que no esté presentando a un músico o explicando la belleza de una canción; me resulta doloroso, absurdo e inadmisible. Lo sé, es más incompresible que no esté abrazado a sus hijos y a su querida. En mi egoísmo me cuesta pensar que ya no tendré a quien consultar sobre cualquier tema vinculado al periodismo (lo llamé ante cada una de mis decisiones profesionales), que ya no charlaremos de política o de literatura, que ya no nos alegraremos o sufriremos juntos con algún partido de Rosario Central. Su muerte es una tremenda pérdida para su familia, sus amigos y amigas, sus colegas. Para todos sus queridos, Gerardo era alguien en quien confiar, un apoyo alegre e incisivo para cualquier aventura. Alguien que no se preocupaba por conformar sino que se dedicaba a confortar.
Su ausencia tendrá un volumen imposible de obviar en la televisión argentina. Son una rareza quienes tienen el don de conjugar humor, sentimientos sinceros e inteligencia en un mismo instante. Gerardo, a lo Mario Kempes, no se cansaba de hacer esos goles que te hacían llorar, reír o cantar frente a una pantalla. Hasta hace poco condujo La Peña de Morfi, un programa de cinco horas en vivo y que se transformó en una maravillosa plataforma cultural. Creo que la industria no le reconoció debidamente esa proeza semanal. Los músicos, en cambio, no paraban de agradecerle no sólo por ese espacio, sino por su manera de comunicar. La condición natural que hace que ocupe, por derecho propio, un lugar en esa mesa imaginaria que comparten Juan Carlos Mareco, Juan Alberto Badía, Jorge Guinzburg y Raúl Becerra, entre otros notables.
Unas horas antes de su último viaje, nos estuvimos riendo juntos, como en casi todos los encuentros que recuerdo. Imagino que quiso evitar una escena patética y, con su habitual lucidez, me permitió una última pirueta fraterna. Le había llevado un libro con los cuentos de fútbol del Negro Fontanarrosa. Se me había ocurrido que podía leerle un rato para entretenerlo ya que estaba con dificultad para ver. Cuando le conté la idea me dijo: “déjate de joder. Contame anécdotas divertidas, seguro tenemos muchas”. Y sí, guardo un aluvión de momentos entrañables y disparatados. Desde cuando lo conocí en la redacción de Rosario/12 en 1990. Era entonces un chico desgarbado de anteojos que, con sus veinte años, nos había deslumbrado con su primera colaboración. Una nota sobre el primer boliche gay de Rosario. Era audaz y escribía bien. Además, se permitía reírse de sí mismo. Cultivaba esa forma refinada de la inteligencia. No tardó en incorporarse al diario y a mi vida. Pero fue lo que llamábamos “el exilio porteño” lo que nos unió definitivamente. Gerardo había llegado unos años antes que yo y se adaptó con más facilidad a la vida en la gran capital.
Su talento lo hizo jugar enseguida en primera: fue productor de Sábado bus conducido por su admirado Nicolás Repetto –allí surgió el segmento “La pregunta animal” que luego devino en su programa de entrevistas–; fue productor de Hora clave, el programa político conducido por Mariano Grondona y de Georgina y vos, de Georgina Barbarossa. Respiraba televisión. Hizo una decena de programas más, siempre con su marca personal. Tenía la cabeza florecida de ideas y proyectos. Y una enorme capacidad para mirar sin prejuicios.
Era, además, un periodista todo terreno. En 2007 ocurrió un milagro inesperado, trabajamos juntos con Maximiliano Montenegro en Tres poderes por América TV, un programa de periodismo político levantado del aire en un inédito acto de censura. Creo que, en parte, disfrutamos de esa caída en desgracia. Los dos sabíamos que sólo en la adversidad se puede comprobar el peso de las convicciones. Ese episodio nos dejó en claro que seguíamos defendiendo las mismas ideas de siempre. Y que se debe decir no ante lo inaceptable, en especial en un sistema de medios en dónde casi todos dicen que sí con entusiasmo.
Gerardo fue el creador de ese espacio que, tiempo después, algunos llamaron “Corea del Centro” y que yo prefiero definir como el espacio donde la ideología y los intereses económicos no se anteponen a la buena práctica periodística. Tras mi primera discusión pública con Jorge Lanata en la entrega de unos Premios Martín Fierro, Jorge me criticó fuerte en su programa de radio y yo estaba amargado. Para mi sorpresa, Gerardo me dijo: “Es lo mejor que te pasó desde que estás en Buenos Aires”. Cuando le dije que no lo entendía, me aclaró: “Ya está 6 7 8 y Jorge es 9 10 11. Si estás convencido quédate en el 8,30. Es un buen lugar para hacer periodismo”. Era además un chiste interno, la radio en la que empecé a trabajar es LT8 de Rosario, ocupa el 8,30 del dial.
Gerardo siempre estuvo interesado por la política. En nuestro último encuentro hablamos de Gabriel Boric y de la enorme expectativa que nos generaba la nueva izquierda chilena. “Sería lindo estar allí, ¿no?”, me dijo. En los últimos meses estuvo trabajando en el guión para una serie sobre la vida de Salvador Allende. Estaba convencido de que libertad y justicia social podían ir de la mano.
Su gran pasión eran las buenas historias. Siempre tenía alguna que podía convertirse en serie o película. Y siempre se detenía en los detalles. Lo importante era saber contar, no importaba qué. Un dato: se está por estrenar una serie que, literalmente, le robaron. Algo que lo amargó en sus últimos meses. Lo dejo aquí porque no quiero distraerme en quienes no lo merecen.
Era desde niño un lector voraz. En 2010 inventó un programa sobre libros junto a Eugenia Zicavo dentro de un ciclo que se llamaba Esta Noche y logró que la literatura tuviese un espacio en un horario central. Admiraba a los escritores y se la pasaba amagando con escribir una novela. Después vendrían los sucesos de Gracias por venir y La Peña en Telefe. En este último ciclo pudo expresar su amor por la música y su lealtad con sus creadores.
Mientras pudo estuvo eligiendo y presentando “Las canciones más lindas del mundo”. Sabía que una vida sin música es un desierto. El último texto que dictó, porque ya no podía escribir, explica el nacimiento de la Trova Rosarina como “un big bang antes del big bang”. Pronto se cumplen 40 años de ese estallido musical. Era también una manera de contar su propia historia a través de las canciones de su vida y hablar de su ciudad. Gerardo amaba a Buenos Aires, pero su lugar en el mundo estaba a orillas del Paraná: “Yo soy rosarino, soy judío, soy de Central, soy periodista y productor –se definía–. Así que soy eso, que es un montón. Y cuando digo ‘soy rosarino’, digo nací en el lugar que más me gusta de todo el mundo, y viajo inevitablemente a la calle 9 de Julio 1669, séptimo piso, a la casa de mi infancia”.
En una de sus canciones favoritas, El Témpano, Adrián Abonizio escribió: “Voy hacia el fuego como la mariposa y no hay rima que rime con vivir”. Y es así, no existe esa rima salvadora. El verso que lo traiga de vuelta.
Sé que lo estoy despidiendo y, a la vez, lo estoy traicionando. Gerardo lo hubiese hecho mucho mejor. Él sabría arrancarles una sonrisa en el final. Como se hace en la buena televisión, después de un momento de intensa emoción hay que cerrar con un toque de humor. Pero no puedo. Siento que todo es muy frágil, muy triste y muy injusto. Y que algunas partidas, irremediablemente, te parten. Cuando logre juntar los pedazos volveré a reírme con él, seguramente, como lo harán ustedes. Lo evocaremos con alegría y con música como Gerardo Rozín merece que se lo recuerde.