Crónica de la lengua española es un libro inclinado, sobre todo, a la transparencia y la información, que la Real Academia Española publicará periódicamente al final de cada año. Su objetivo principal es dar a conocer los trabajos desarrollados por la institución y describir o explicar los problemas más relevantes que afectan a la unidad de nuestra lengua en el universo hispano hablante, exponer sus criterios sobre cómo abordarlos y enfrentar los cambios que experimenta nuestro idioma, tanto en cuanto al léxico como a la gramática, estimulando las reformas que convengan en la normativa establecida
A continuación, un fragmento, a modo de adelanto:
DELIMITACIÓN LINGÜÍSTICA DEL APODO
La palabra apodo integra una constelación semántica con otras, tales como
alias, apelativo, hipocorístico, mote, seudónimo, sobrenombre. Muchas veces
la sinonimia que se les atribuye se debe a una percepción brumosa de sus límites. Para tratar de establecerlos me basaré en la definición, en la normativa gramatical y en el uso rioplatense.
El Diccionario de la lengua española (DLE), en su vigesimotercera edición, de 2014, define estas palabras, que transcribo solo en las acepciones pertinentes
alias. (Del lat. alias ‘de otro modo’). m. Apodo o sobrenombre. • adv. Por otro
nombre.
apelativo. m. 1. adj. Que apellida o califica. […] 3. m. nombre apelativo. 4. apellido (ǁ nombre de familia).
apodo. m. Nombre que suele darse a una persona, tomado de sus defectos corporales o de alguna otra circunstancia.
hipocorístico, ca. (Del gr. ὑποκοριστικός hypokoristikós ‘acariciador’). adj. Gram.
Dicho de un nombre: Que, en forma diminutiva, abreviada o infantil, se da como
designación cariñosa, familiar o eufemística; p. ej. Pepe, Charo. U. t. c. s. m.
mote. (Del occit. o fr. mot ‘palabra, dicho’). m. 1. Sobrenombre que se da a una
persona por una cualidad o condición suya.
seudónimo, ma. (También pseudónimo). […] m. Nombre utilizado por un artista
en sus actividades, en vez del suyo propio.
sobrenombre. m. 1. Nombre que se añade al apellido para distinguir a dos personas que tienen el mismo. 2. Nombre calificativo con que se distingue especialmente a una persona.
El alias puede ser un nombre artístico, y en ese caso coincide con el seudó nimo; también puede ser un apodo o un nombre sustituto para esconder actividades ilícitas o con el deseo de amedrentar, por ejemplo, en los barrabravas: el Karateca, Sandokan. Aparece frecuentemente en la crónica policial de la prensa argentina en hechos criminales o en operaciones clandestinas, ilegales, fraudulentas o delictivas. El alias, a veces, coincide con el apodo, especialmente en el ambiente carcelario (el Gordo Valor, el Topo), o es un nombre falso. Fuera del orden criminal o de situaciones clandestinas, esta palabra tiene uso limitado y se lo suele aplicar con cierta ironía. Cito ejemplos de policiales de La Nación: «El 31 de octubre de 1995, el chofer de Gordon, Ernesto Lorenzo —alias Mayor Guzmán— cayó en el barrio de Belgrano con el Goya robado 12 años antes en Rosario»; «Hugo Jara era un nombre falso. Detrás de él se ocultaba Luis Raúl Menocchio, alias Gusano, el asesino de las mil caras»; «Enseguida le cayeron encima a Margarita Di Tullio, alias Pepita la Pistolera, mote que se había ganado cuando mató a tres ladrones que entraron a su casa en Mar del Plata».
También los alias fueron muy usados en las organizaciones guerrilleras de la década de los 70. La clandestinidad y la necesidad de presentar una nueva identidad propiciaron que se tomaran nombres alternativos y apodos. Por ejemplo, Mario Roberto Santucho era conocido como el Negro, Robi, Carlos y Carlos Ramírez. Algunos párrafos de Por la sendas argentinas… dan una pauta de la extensión del fenómeno:
… en ese momento Mauro [Carlos Germán] había sido medio castigado, el Pelado [Enrique Haroldo Gorriarán Merlo] también había sido castigado, el Gringo Menna no estaba, el Flaco Carrizo también, ¿quién quedaba? Leopoldo [Rogelio Galeano] era impresentable digamos como secretario general. No éramos ni yo ni Alberto [Eduardo Merbilháa] compañeros presidenciables […]. El Negro Jorge [Julio Oropel] tampoco […]. Bueno, él era un cuadro que había sido de primera línea, pero nunca fue un compañero de elaborar, de escribir. Tampoco lo era Mattini [Arnold Kremer].
Actualmente, en la cultura digital, el alias se resemantiza para generar alias bancarios y de dominio.
El apelativo es el apellido o el nombre de familia, pero también es un calificativo, y entramos en la zona de sinonimia que refuerza el punto 3: «nombre apelativo». De este dice el DLE: «m. Sobrenombre. El Caballero de los Leone» con este ejemplo quijotesco, hay que agruparlo con los sobrenombres y solo se usaría en función narrativa.
El apodo y el mote parecen compartir significación y normativa. Se trata de un sustantivo, de un adjetivo o de una construcción nominal que se usa como vocativo o con artículo determinante en función narrativa.
En cuanto a normativa, advierte la Nueva gramática de la lengua española, Madrid, RAE, 2009:
Los sobrenombres constituyen sustantivos o grupos nominales de valor identificativo, tanto si constituyen apodos o motes (el Cojo, el Tuerto) como si se trata de seudónimos (Azorín, el Brocense, Cantinflas) o de calificativos atribuidos a una personalidad (el Magnánimo, el Sabio) […]. Los seudónimos son nombres que emplean los autores para ocultar el propio: En 1970, Perón admitió que había firmado algunos artículos con el seudónimo Descartes […]. Los motes y apodos designan a los individuos a los que se refieren con términos que revelan confianza o ironía, pero también con calificativos que pueden ser hostiles o hirientes.
De este parágrafo podemos desprender que mote o apodo son sinónimos. La preferencia por uno u otro posiblemente responda a usos diatópicos o a idiolectos. Se infiere también que el término sobrenombre es un hiperónimo con respecto a los otros lemas que venimos analizando. Así lo había señalado ya Rebollo Torío en 1993.
El sobrenombre, según la definición del DLE en su primera acepción, desambigua el apellido o nombre de una persona, como en el caso de Plinio el Joven, Felipe VI, Carlos Menem Junior. Coincide con el tradicional agnomento, al que el DLE define como «m. desus. Sobrenombre dado a una persona del mismo nombre que otra para distinguirla de esta». En su segunda acepción define al sobrenombre como construcción calificativa, sea pospuesta al nombre, como Córdoba la docta, Salta la linda, Rosas el Restaurador de las Leyes, o sola: el Libertador, la Reina del Plata. Coincide con el cognomento, al que define como «m. Renombre que adquiere una persona por causa de sus virtudes o defectos, o un pueblo por notables circunstancias y acaecimientos». La diferencia entre el apodo y el sobrenombre como forma calificativa es que, si bien ambos tienen una estructura similar (artículo más adjetivo, sustantivo o construcción nominativa), el apodo solo se pospone al nombre en función apositiva y usado como narrativo, en tanto que el sobrenombre, de acuerdo con esta definición del DLE, solo sería narrativo y no admitiría el uso como vocativo (propio del apodo), salvo quizá en estilo retórico.
TIPOS DE APODOS Y ENFOQUE PSICOSOCIAL
Los apodos pueden ser individuales, familiares y grupales. Del barrio de mi infancia recuerdo los Pierinos para una familia italiana que había nombrado Pierina a una de las hijas, y los Paletos para otra familia que se comportaba con poca urbanidad. Los apodos grupales suelen provenir del fútbol o de ideologías. Por ejemplo, los Xeneizes, los Millonarios, los Troskos, los Gorilas.
El apodo individual a su vez se divide en familiar o en social. El familiar suele acompañar desde el nacimiento o primera infancia. El social puede comenzar en la escuela (el Cuatrochi, el Tarta) o en cualquier momento de la vida. Frente al Chacho Peñaloza (aféresis de muchacho) nos encontramos con el Viejo Viscacha en la literatura o el Viejo Bruno, apodo que se dio al Almirante Brown.
Tanto el apodo como el nombre de pila constituyen una forma de tratamiento informal y de confianza. Los apodos son connotativos, en tanto que los antropónimos son denominativos. El apodo connota rasgos físicos (el Ñato, el Orejas), defectos (el Sordo, el Tuerto) o alguna característica de la personalidad (el Corcho, el Nerd).
Los apodos familiares son casi siempre cariñosos. Algunos son irónicos, como llamar la Bruja o la Jefa a la mujer. Muchos suelen recordar un rasgo del recién nacido o del hijo pequeño que hizo que se lo llamase Bocha si nació sin pelusa, Negrito por el pelo oscuro, Chino por los ojos rasgados, Ñato por la nariz pequeña, Colo(rado) si es pelirrojo, Chueco por las piernas torcidas, etc. El Bebe o la Beba suelen aplicarse a los benjamines de la familia. Los apodos sociales pueden coincidir con los familiares.
Para un enfoque psicosocial tomaré los apodos de protagonistas de nuestra historia o dirigentes de estas dos centurias, lo que permitirá una visión diacrónica, con la perspectiva social de distintas épocas. Cada país, cada región, cada comunidad, cada época tienen sus propias costumbres y circunstancias, sus propios gustos y, sobre estos parámetros, se crean los apodos. Por ejemplo, antes de la penicilina las mujeres rellenitas eran socialmente estéticas, pues mostraban un cuerpo y un semblante saludables. El apodo Gordita era ponderativo. En esta época de bulimia y anorexia son pocos los que se animan a dar ese apodo.
En un país marcado por la inmigración, como la Argentina, el gentilicio fue una forma fácil de distinguir y llamar. De ahí, el Turco, el Ruso, el Gallego, el Indio, el Francés, el Polaco, el Tano, el Vasco, el Ponja, el Chino servían para señalar a alguien por la procedencia u origen, aunque estas atribuciones fueran geográficamente latas. A principios del siglo xx, con turcos se denominaba a turcos, armenios y sirio-libaneses; con rusos a quienes venían de Europa del Este, pero también a quienes profesaban la religión judía; con tanos a los italianos del sur, con gallegos a los españoles, etc. Ponjas, con la inversión silábica del país de origen, fue el modo de designar a los inmigrantes japoneses que empezaron a llegar a comienzos del siglo xx. Ya en 1911 se registraron nacimientos de hijos de nipones, sobre todo en el noreste. La denominachiónno sc es muy amplia. Se llama así a nativos con alguna mezcla de san gre indígena y también a los inmigrantes de China, Tailandia, Corea. Asimismo, las atribuciones pueden ser temporalmente imprecisas, y el Tano o el Vasco pueden ser de segunda o tercera generación, por portación de apellido.
A fines del siglo xix la inmigración no gozaba de simpatía entre los nativos. Basta con leer la literatura naturalista argentina, en especial los casos clínicos de los médicos de la generación del 80, para tener una dimensión de la xenofeospboian.s Iarbrle, novela de Manuel Podestá, es un buen ejemplo. La acep tación del aluvión inmigratorio respondió a dos acciones conjuntas: la unificadora del discurso oficial, que necesitaba mano de obra y poblar el país, y la niveladora de la escuela pública. Los eslóganes «tierra de promisión», «crisol de razas» (ahora se dice «crisol de culturas») se desplegaban desde los textos escolares. Tierra de promisión se llamó, incluso, un libro de lectura de sexto grado. La literatura del siglo xx contribuyó a la ponderación del inmigrante, con las historias de sacrificio y frustración contadas, desde dentro, por los hijos de la inmigración. Ejemplo son el grotesco criollo teatral o, siguiendo estas pautas, Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato.
El éxito de las políticas inmigratorias, con la articulación del inmigrante y/o de sus descendientes en el país proyectado, hizo posible que hubiera presidentes de la República apodados con gentilicios. A Victorino de la Plaza, nativo del Valle de Lerma, se lo llamó el Chino por su rostro aindiado, la impasibilidad del gesto y los ojos achinados. Igual apodo tuvo Ricardo Balbín.
Carlos Pellegrini, hijo de padres franceses y que hablaba el español como extranjero, fue apodado el Gringo; Pedro Aramburu fue el Vasco; Raúl Alfonsín, el Gallego, y Carlos Menem, el Turco.
Sin embargo, una vez consolidado el proyecto de país, salvo los refugiados de guerra o migrantes calificados, un sentimiento xenófobo se fue imponiendo, sobre todo para quienes llegaron en las últimas décadas de países vecinos y reciben planes sociales o participan en tomas de tierras. Los apodos peyorativos lo certifican: los paraguas, los bolitas, los boliguayos y los/las Cokas. Este último alude al narcotráfico y a la nacionalidad peruana y boliviana.
Otro apodo común es el/la Negro/a. No posee connotación peyorativa y se suele llamar así al que tiene piel mate o pelo moreno. El comercio de africanos durante la Colonia perdió vigor con la libertad de vientres, otorgada en enero de 1813. La independencia de los países sudamericanos coincidió con las teorías abolicionistas que venían de Europa y, curiosamente, de las potencias más esclavistas, como el Reino Unido y Portugal. Esta posición abolicionista se concretó en la Constitución de 1853 para la Confederación y a partir de 1861 para todo el país. Los africanos desde un principio se sumaron a las luchas contra la dominación española y más tarde a las guerras intestinas. Juan Manuel de Rosas captó a los Naciones, como solía llamarse a los africanos, ya que se fueron agrupando por naciones o etnias de origen. Muchos de ellos alcanzaron rangos militares de mayor o coronel.
Desde el siglo xx, el Negro, la Negra y sus diminutivos son expresiones de cariño, de hermandad o de amistad. El valor peyorativo se da por el agregado de una expresión escatológica. Sin embargo, a mediados del siglo xx, con el advenimiento de Juan Domingo Perón y los cinturones industriales de las principales ciudades, hubo una discriminación de los migrantes de las provincias del norte, que por lo general eran peronistas, y se los conoció como los Cabecitas negras. Aunque en general el argentino piensa que no discrimina, siempre hay una barrera frente a lo que es distinto, lo que produce temor, y temor y estupor producían las primeras manifestaciones multitudinarias y los pies en la fuente.
La zoología sirvió siempre para encontrar parecidos físicos o destacar características personales. Animalizar es negarle humanidad a alguien. La historia argentina está atravesada por todo tipo de apodos animales, desde la Cotorrita, como llamaban a Manuel Belgrano por su gusto por vestirse de verde (y acaso por su voz aflautada), hasta el Gato, apodo tumbero que recibió Mauricio Macri el 16 de mayo de 2016 en Calilegua, Jujuy. Allí Luis Llanos le gritó gato al presidente. En la jerga carcelaria el Gato es el que trabaja de modo incondicional para un jefe y recauda para este. De ese modo el jujeño le imputaba al presidente que operara para corporaciones o fuera la cara visible de un establishment. Los electores de Macri, ajenos a esta jerga, no entendieron, el apodo les resultó gracioso y lo adoptaron.
En el siglo xix, hubo dos tigres, así apodados por su ferocidad: Facundo Quiroga, el Tigre de los Llanos, y Justo José de Urquiza, el Tigre de Montiel. Bernardino Rivadavia fue apodado el Sapo del diluvio por el escritor y periodista fray Francisco de Paula Castañeda, apodado a su vez el Gauchipolítico. Carlos Tejedor recibió de apodo el Camaleón por su adaptabilidad a los cambios políticos y su afán por escalar puestos ejecutivos en la conducción de la República. La revista El Mosquito lo representó como un camaleón trepando al árbol del poder. Nicolás Avellaneda fue apodado el Chingolo, porque era muy bajito y caminaba como en puntas de pie. Julio Argentino Roca fue conocido como el Zorro por su astucia y habilidad política. Miguel Juárez Celman, concuñado del anterior, fue apodado el Burrito cordobés, y era cordobés, pero no burro, solo estaba apurado por enriquecerse con la obra pública. Luis Sáenz Peña fue apodado el Pavo, por la debilidad que mostró durante su mandato. José Evaristo Uriburu fue la Lechuza debido a la forma acorazonada de su rostro, acentuada por la raya al medio del peinado, el arco de las cejas y el pico del mentón, que lo asemejaba a la cara de ese búho. Estos cuatro apodos últimos los puso el ilustrador español Eduardo Sojo, director del semanario Don Quijote y que firmaba como Demócrito. Fue el impulsor del animalismo político.
Ya en el siglo xx Lisandro de la Torre fue apodado el gato amarillo por su carácter independiente, la rapidez para el zarpazo y su pelo de un raro color.
Hipólito Yrigoyen fue conocido como el Peludo tanto por sus correligionarios como por sus detractores. El apodo se lo había puesto el conservador bonaerense Pedro T. Pagés, y fue difundido por el periódico La Fronda. Lo llamaron así porque le gustaba la soledad y se sentía cómodo en ella, como el peludo en la cueva. Edelmiro Farrell era llamado el Mono por sus íntimos, sin duda por la notable distancia entre la nariz y el labio superior. Oscar Alende fue el Bisonte por la forma en que enfrentaba los problemas y arremetía. Dijo La Nación: «Hombre de elevada estatura y de cabeza inclinada hacia adelante, le daba también un símil lejano con ese animal poderoso con que lo comparaban cariñosamente sus partidarios». Posiblemente sea este el más ponderativo de los apodos animales que le cupo a un político. A Arturo Frondizi lo llamaron el Lobo de Gubbio. De esa ciudad asediada por el lobo domesticado por San Francisco de Asís venían los padres del presidente. En realidad, Frondizi no fue un lobo asediante sino un lobo asediado, primero por Perón, con quien había firmado un pacto preelectoral, y luego por las fuerzas castrenses, cuando Perón dio a conocer el pacto desde el exilio.
Con la revolución libertadora entra en escena una publicación periodística, Tía Vicenta (1957). Landrú (Juan Carlos Colombres) fue su director. Primero aparece mensualmente y luego pasa a quincenal, como suplemento del diario El Mundo. Aramburu era representado como una vaca. Según Carlos Garaycochea, por «esa cosa que tienen las vacas, que no se desesperan por nada, que son buenas. Se hizo con toda buena intención». Isaac Rojas conoció dos apodos puestos por Landrú, según declaraciones del propio almirante, y fueron el Gorila y la Hormiga negra, este último por su color, por ser menudo y por los anteojos negros que usaba. La animalización fue fundamental para los viñetistas, pero Frondizi casi nunca perdió la linealidad impuesta por una figura delgada, casi esquelética, aunque en alguna representación salen chorros de su cabeza, como a una ballena, pero de petróleo. También por la estilización de su cuerpo se lo representó como jirafa. Álvaro
Alsogaray fue el Chanchito, creación de Landrú a partir de sus curiosas orejas. Afirmó más tarde el humorista: «Yo lo miraba hablar y no me costó nada bautizarlo el Chanchito. Ahora le dicen, peyorativamente, el Chancho, pero mi apodo pretendía ser simpático». También pusieron y difundieron los apodos de Arturo Illia, la Tortuga, y de Juan Carlos Onganía, la Morsa. La Tortuga, como signo de lentitud y falta de eficiencia, preparó a los argentinos e influyó en el golpe de Estado que se venía. Juan Carlos Onganía fue la Morsa por los bigotes de ocho y veinte que le caían sobre el labio, zona en la que tenía una cicatriz. Como se decía que el golpe militar a Illia había sucedido por culpa de Tía Vicenta, Onganía hizo cerrar el semanario.
En la década pasada el periodista Jorge Lanata dio el mismo apodo a Aníbal Fernández. Más allá del bigote, la animalización del entonces jefe del Gabinete de Ministros se producía desde el nombre, casi homófono del sustantivo animal, salvo por la nasalización del fonema bilabial y la sílaba en que cae el fonema suprasegmental, acento que Lanata neutralizó al desplazarlo a la primera: ánimal.
En la década de los 70, Jorge Rafael Videla fue apodado la Pantera rosa por su enemigo íntimo, Emilio Eduardo Massera, quien lo llamó así por su facha alargada y su modo de andar. No apunta a un animal, sino al dibujo animado que comenzó con los créditos de la película homónima de 1963. Pero también pudo ser leído por la gente como muestra de la distancia entre la representación que de sí mismo hacía Videla en contraste con sus obras: desaparición de militantes del ERP, de Montoneros y de las ramificaciones de ambos movimientos.
Ya en el siglo xxi, el matrimonio presidencial recibe distintos apodos. Néstor Kirchner tuvo dos. Uno en Santa Cruz, donde, según cuenta Fabián Gutiérrez (exsecretario de Cristina Fernández y arrepentido en la Causa de los Cuadernos asesinado en El Calafate en julio de 2020), lo llamaban el Gansllietog.a Ar la la Casa Rosada, con su corte sureña, Kirchner fue apodado el Pingüino y sus colaboradores fueron los Pingüinos y la Pingüinera. Curiosamente ambos apodos remiten a aves palmípedas, a las que se les atribuye necedad y torpeza. El DLE propone dos acepciones de ganso aplicadas a los humanos: «persona tarda, perezosa, descuidada» y también «persona patosa, que presume de chistosa y aguda, sin serlo». En cuanto al pingüino, es llamado pájaro bobo por la torpeza de sus movimientos. A Cristina Fernández, en cuanto a animalización, le correspondió el apodo de la Yegua. Nuestro Diccionario de la lengua de la Argentina define así yegua: «2. coloq. despect. Mujer vil, despreciable». Según reveló Fabián Gutiérrez, nadie quería trabajar con ella y la llamaban, además, la Loca. Los malos tratos de la pareja para con sus colaboradores fueron proverbiales y retornaban en agresión verbal con apodos injuriantes.
Frente a todo este despliegue zoológico, la botánica es casi inexistente. El periódico La Fronda llamó el Ciprés a José Pascual Tamborini, ministro de Interior en la época de Marcelo Torcuato de Alvear, porque era alto, triste y no daba frutos. El vicepresidente de la fórmula Perón-Quijano firmaba J. Hortensio Quijano. La jota pertenecía a Juan, nombre que no gustaba a Quijano. Natalio Botana, director del diario La Prensa, amparándose en su segundo nombre, comenzó a llamarlo el Jazmín, ridiculizándolo con un imaginario ramillete floral.
Apodo de la mecánica recibió Marcelo Levingston, al que llamaron el Jeep porque era militar y lo habían traído de Estados Unidos.
Otras formas de restar humanidad son, por una parte, recurrir a prácticas que se operan con los animales, como sucedió con Ignacio Álvarez Thomas, apodado el Capón, y, por otro, negar autonomía y autoridad, como sucede con Alberto Fernández, que prácticamente se autoapodó el Títere.
En la historia hay pocos apodos laudatorios. A Juan José Castelli se lo apodó el Pico de oro por su enjundiosa oratoria. Luego los historiadores y Andrés Rivera, en su novela La revolución es un sueño eterno, lo llamaron el Orador de la revolución. Lo cito porque el que otorga la posteridad no es un apodo, es un sobrenombre o cognomento, como lo es el Padre del aula para Sarmiento o el Libertador de América para San Martín. Volviendo a los apodos laudatorios, José Rondeau fue la Mamita por el trato cariñoso y la preocupación que sentía por sus tropas. Alfredo Palacios fue apodado el Mosquetero, según algunos porque se batió a duelo, cosa prohibida por el Partido Socialista y, según otros, porque siempre estaba en defensa de los necesitados. En su chapa de abogado se leía que no cobraba a los pobres.
También hubo apodos que recurrieron a títulos de parentesco, como el Tío, que llevó Héctor Cámpora por la supuesta hermandad política con Perón, y el Yerno para Raúl Lastiri, casado con Norma López Rega. Y no hay que olvidar que, a su vez, el suegro fue apodado el Brujo por los rituales esotéricos llevados a cabo con Perón e Isabelita. También hubo uno que semeja un título nobiliario. José María Guido, compañero de fórmula de Frondizi, y a quien cupo terminar el mandato, fue apodado el Barón de Río Negro porque venía de esa por entonces reciente provincia (pasó a serlo en 1957) donde había comenzado su carrera política, y por el prestigioso vino de Allen, de la bodega de Patricio Piñeiro Sorondo. Este ya había usado ese título. Se había presentado como el Barón del Río Negro ante el brasilero barón de Rio Branco, quien, esperando sacar provecho para su país, apoyaba a Uruguay cuando el conflicto con la vecina República por la jurisdicción de las aguas del Río de la Plata.
Los rasgos o defectos físicos que sirven para señalar a políticos o dirigentes de distintas épocas parecen ser descriptivos, pero al aplicarlos el pueblo suele dejar filtrar algo de humor cáustico, de decepción y hasta de resentimiento. Baltasar Hidalgo de Cisneros, último virrey del Río de la Plata, fue apodado el Sordo; José María Paz, el Manco; Mariano Moreno, el Mulato, y Martín Miguel de Güemes, el gangoso. A Marcelino Ugarte le correspondió el Petiso orejudo; a Arturo Frondizi, el Flaco; a Eduardo Duhalde, el Cabezón, y a Roberto Marcelino Ortiz, el Gordo. Con el apodo el Pelado llamaron a Marcelo Torcuato de Alvear, y como el Viejito a Ramón Castillo, en tanto que, por su delgadez, Pedro Pablo Ramírez llevó de apodo el Palito. Alejandro Lanuse fue el Cano y, Néstor Kirchner, el Bizco.
Por los rasgos de su personalidad, Domingo F. Sarmiento fue apodado el Loco por Urquiza. Así lo dice en una carta a su amiga Mary Mann, pero lo cierto es que ese apodo fue el más reiterado, y eso que superó de lejos tanto en motes como en sobrenombres a todos los políticos argentinos. Cuentan que su exministro de Instrucción Pública, Nicolás Avellaneda, cuando llega a la presidencia, tras una campaña en la que habían trabajado juntos, entró a su despacho y se encontró a Sarmiento sentado en el sillón de Rivadavia, leyendo la correspondencia. Avellaneda venía con Roca, y Sarmiento no se inmutó y siguió con su tarea. Avellaneda llevó a Roca a una ventana, como para mostrarle algo, y le preguntó: «¿Qué hacemos con este loco?». Como ya vimos, este apodo en femenino también le cupo a Cristina Fernández. Leopoldo Fortunato Galtieri fue llamado el Borracho.
Por lo general, muchos apodos son una forma de ridiculizar, y dicen del que lo lleva, pero también dicen mucho de quienes los ponen, de los prejuicios, de las ideologías e intereses circunstanciales, como los económicos. Este paseo por la historia nos sirve para verificar que hay apodos que se repiten, fundamentalmente los que animalizan, los que se sustentan en características físicas o rasgos del carácter de los destinatarios. Otro elemento para señalar es la importancia que la prensa tiene en la caricaturización y en la divulgación. Los dibujantes o viñetistas tienen la intuición y el arte para destacar ciertos rasgos. Luego los periodistas difunden y la oralidad de los lectores festeja y repite. Siempre el receptor es el que prioriza y determina o no el éxito.