martes 19 de marzo de 2024
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La grieta como negocio

Hace 25 años cuando nacía Periodismo.com -el sitio de periodismo digital pionero en el país- todavía la verdad era el valor esencial en la comunicación. El contrato de lectura entre emisores y receptores no admitía la mentira ni la manipulación de los hechos. El segundo gobierno de Carlos Menem estaba en su etapa final, se multiplicaban las denuncias de corrupción y los Medios de Comunicación y los periodistas participaban activamente de la discusión política. Aún en ese fragor a nadie se le ocurría en nombre de sus ideas o intereses económicos acomodar, como decía Jauretche, la cabeza al sombrero. La credibilidad era un capital que nadie quería rifar. En general, los consumidores de información se mostraban exigentes y no procuraban confirmar sus prejuicios. Le iba mejor al que informaba mejor, no al que gritaba más. Difícil revisar aquellos años sin sentir cierta nostalgia. Los cambios tecnológicos (consolidación de la web, las redes sociales, la aparición del teléfono inteligente, la multiplicación de medios, el algoritmo, entre otras cuestiones) y en la propiedad de los conglomerados periodísticos (la compra de medios no con el fin de informar y la creación de otros por afinidad política), están en la génesis de un proceso de deterioro de la calidad periodística que no cesó todavía.

Pasaron muchas cosas en este cuarto de siglo, crisis socioeconómica del 2001 incluida. En términos políticos el fin del menemismo, la irrupción de Néstor y Cristina Kirchner, el conflicto con el campo, el triunfo de Mauricio Macri, por mencionar sólo los hechos políticos. Y la grieta como fenómeno comunicacional y político, pero también como negocio. El primero que la definió así fue el empresario teatral Carlos Rottemberg. Durante una entrevista con Luis Majul, en el año 2013, afirmó: “La grieta es un gran supermercado y vos sos uno de los dueños”. Antes le reconoció a Jorge Lanata la invención del término “grieta”. Aunque en esa entrevista admitió que “divisiones políticas hubo siempre” desde los albores de la nacionalidad, lo novedoso fue que él le asignó un valor transaccional y no se refería sólo al dinero –si bien los medios y periodistas que la ejecutan con mayor virtuosismo son los que más beneficios económicos obtuvieron– sino también al rating y a la exposición de sus productos periodísticos. En la lógica del supermercado, agregó Rottemberg, los consumidores de información son asimilados a los clientes y es sabido que “el cliente siempre tiene razón”. Explicó con lucidez el primer acercamiento a la idea del periodismo destinado a una hinchada. Un periodismo complaciente con sus seguidores. La atomización mediática, en especial en el cable, favoreció el proceso. Hace 25 años se buscaba llegar a la mayor cantidad de público posible, ahora se procura consolidar los dos o tres puntos de rating que aportan los convencidos.

El negocio de la grieta también se instaló en la política. Todavía da réditos, para algunos incluso puede permitir ganar una elección, porque genera cohesión interna y amalgama a los propios frente al “enemigo”. Claro que esa lógica hace casi imposible una gestión pública eficaz que, necesariamente, requiere de diálogo y consenso si es que se quiere proyectar políticas a largo plazo. Las dos coaliciones mayoritarias utilizaron la grieta para sostener sus proyectos de poder. El kirchnerismo a partir del conflicto con los sectores del campo en 2008 y luego para enfrentar al grupo Clarín después de la presentación de la Ley de Servicios Audiovisuales. Grupo empresario al que habían favorecido en 2007 con una insólita decisión autorizando la fusión de las empresas de televisión por cable. Justamente Clarín, la Mesa de Enlace y el macrismo apostaron a la demonización del kirchnerismo con el objetivo de ganar las elecciones en 2015. Allí nacieron las generalizaciones excluyentes. A la década ganada para unos, se le antepuso la década perdida para otros. Blanco y negro.

Recuerdo que, en medio de esos cruces virulentos, se me ocurrió desafiar ese catecismo que separaba las aguas entre buenos y malos. En 2013 publiqué mi único libro de investigación periodística: “Kamikazes, los mejores peores años de la Argentina” (Aguilar). Fue mi primer intento por escapar a esa manera infantil de contar la realidad nacional. “Me resisto a esta lógica, sencillamente porque soy periodista y no soldado”, escribí en el prólogo. Desarrollé en diez áreas los avances y retrocesos de un gobierno que no era tan bueno como sus funcionarios aseguraban ni tan malo como sus opositores pregonaban. Empezaron allí las definiciones de Corea del Centro. Los contendientes en esa guerra necesitaban afirmaciones tajantes. Si no le decías yegua a Cristina eras K y si no le decías a Macri que era la dictadura simpatizabas con la derecha. El periodismo, bien gracias.

La batalla política se comenzó a disputar no sólo en las urnas sino también en los tribunales federales. A las denuncias fundamentadas de fraude y estafas contra el Estado, se sumaron causas políticas insólitas. La Corte Suprema de Justicia avaló este desmadre. Cuando se impuso Mauricio Macri, se produjo la detención de ex funcionarios sin condena bajo el singular argumento del “poder residual”. Fueron pocos los que criticaron esa arbitrariedad. Por entonces, el ex presidente de Boca se creía tan eterno como Cristina Kirchner en 2011. La idea de que el otro tiene que ser eliminado es propia del lenguaje futbolístico, el “no existís, no existís…” o “los vamos a matar a todos”, de los cánticos de las barras se trasladó a la política. Se instaló una suerte de vale todo, que en términos periodísticos hizo que la verdad dejase de ser importante a la hora de comunicar. Se podía mentir y manipular para perjudicar al enemigo si era necesario.

Ya no habría marcha atrás. La legítima disputa ideológica entre proyectos diferentes se simplificó de manera absurda. La confrontación entre peronismo/antiperonismo apareció en su versión recargada. Muchos de los grandes grupos económicos auspiciaron esta lógica que sólo reconoció una breve tregua durante la pandemia del Covid. La reunión en una misma mesa del presidente Alberto Fernández, el Jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, y el gobernador de Buenos Aires, Axel Kicillof, alentó la esperanza de una convivencia más racional y la posibilidad de acuerdos básicos sobre algunos de los problemas graves que tiene el país. Fue un espejismo. La grieta sigue siendo un buen negocio. Tanto en lo económico como en lo político.

Luego se sucedieron el alegato del fiscal Luciani en la causa Vialidad y su pedido de condena contra la vicepresidenta por 12 años de prisión e inhabilitación perpetua por fraude al Estado y bajo la polémica figura de asociación ilícita. Respondió Cristina Fernández desde su despacho en el Senado, no le permitieron hacerlo en tribunales, denunciando lo que considera una persecución política destinada a proscribirla. Hubo grandes movilizaciones y peleas por el vallado frente a la casa de la vice. Hubo chicanas de un lado y golpes a dirigentes por parte de la policía. El jueves 1ro de septiembre, un joven gatilló dos veces a la cabeza de Cristina Kirchner, en un hecho de una gravedad inusitada. Por fortuna las balas no salieron del arma. Las eventuales consecuencias de un magnicidio son difíciles de calcular, pero espantan.

Ni siquiera ese ataque al sistema democrático logró que se bajaran los decibeles de la confrontación. Unos responsabilizan a los discursos de odio –aunque es difícil ubicarlos en un solo sector–, los otros hablan de aprovechamiento político del ataque. Así de mezquino todo. Ni una posible tragedia logra acercar posiciones. Para qué, si el negocio funciona. Difícil proyectar un país sin considerar a un tercio de la población. Es lo que proponen quienes dicen “con todos menos con el kirchnerismo” o aquellos que aseguran “con todos, menos con el macrismo”. El desafío es aceptar que existen proyectos políticos antagónicos y que deben coexistir porque eso define al sistema, le otorga su razón de ser. El desafío es cesar con el canibalismo absurdo que ha marcado a fuego los últimos años del país. Es la única forma de terminar con un negocio que envileció al periodismo y degradó a la política.