En un ensayo que narra el corto y turbulento siglo XX en la Argentina, Tulio Halperin Donghi pone el foco en el peronismo para entender no solo a esa fuerza política, sino al país que hizo nacer.
Si en los años cincuenta Halperin veía el peronismo como una forma de fascismo, en este libro lo reconoce como una revolución que forjó una sociedad completamente nueva, tan bella como insostenible. El propio Perón fue consciente de esto hacia el final de su primer gobierno, y sin embargo ni él ni quienes vinieron después quisieron o pudieron introducir las transformaciones necesarias para lograr un razonable equilibrio económico.
Este libro se aboca a pensar la agonía de una sociedad que añora volver a un pasado mitificado, supuestamente próspero y feliz, y aunque eso resulte imposible, se resiste una y otra vez a abandonar la ilusión.
Como si hubiera entrado por una diagonal adelantada a su tiempo, Halperin parece hablar de nuestro presente: la fragmentación del mundo del trabajo (cada vez con menos asalariados y más pobres), la decadencia de los servicios brindados por el Estado (desde la salud hasta la educación), la tendencia de los sectores medios a procurarse en el mercado esos servicios y a ahorrar en dólares, el surgimiento de una clase gerencial entre los sectores altos, la ineficacia de un sistema tributario que castiga la producción y exime de impuestos a empresarios parasitarios, las tensiones entre el gobierno federal y las administraciones provinciales por recursos escasos, el valor aleccionador y disciplinador de la inflación para que la ciudadanía acepte un orden cada vez más desigual.
Con un prólogo deslumbrante y sensible de Pablo Gerchunoff, que reconstruye cómo pensó Halperin Donghi el peronismo a lo largo de setenta años y se interroga por la radicalización de la etapa libertaria, La larga agonía de la Argentina peronista nos enfrenta a la historia de un declive a la vez que ordena los términos para una discusión con vistas al futuro.
A continuación, un fragmento a modo de adelanto:
Para resumir en unas pocas frases el argumento que aquí ha de desenvolverse, la crisis que se trata de examinar no es tan solo la inducida por el agravamiento ya irrefrenable del conflicto sociopolítico, que alcanzó su paroxismo en el terrorismo de Estado: entrelazada con ella –y dictándole en parte su ritmo– se detecta la fiera agonía de la sociedad perfilada bajo la égida del peronismo, una agonía que ha de arrastrarse aún hasta 1989, mientras gravita sobre ambas dimensiones de la crisis la duradera huella negativa de las modalidades que tuvo el ingreso de la democracia electoral en la Argentina. En lo que sigue, se buscará explorar sucesivamente (y en orden inverso) esas tres dimensiones de una crisis que iba a alcanzar su etapa decisiva en los veinte años que separan al Cordobazo de la hiperinflación.
Si hay un rasgo que caracteriza a la vida política argentina hasta casi ayer, es la recíproca denegación de legitimidad de las fuerzas que en ella se enfrentan, agravada porque estas no coinciden ni aun en los criterios aplicables para reconocer esa legitimidad. Si ese rasgo alarmante se hace patente solo a partir de 1930, lo que desde entonces aflora ha sido ya preparado por la experiencia política inaugurada con la Ley Sáenz Peña. Es sabido que, aunque Yrigoyen terminó resignándose a la conquista paulatina del poder que el nuevo régimen electoral hacía posible, habría preferido a ella una revolución violenta o pacífica que instaurase simultáneamente en la Nación y las provincias autoridades ejecutivas y legislativas surgidas todas ellas del sufragio libre; y no es imposible que esa alternativa aparentemente más disruptiva hubiese terminado por serlo menos que la triunfante.
En efecto, lo que se da entre 1916 y 1930 es el avance lento pero inexorable del Leviatán yrigoyenista, que arrasa las frágiles fortalezas conservadoras. Las circunstancias obligaban al gran caudillo a ignorar el consejo de Maquiavelo, que recomendaba arrebatar a los adversarios todo su poder, recursos y privilegios en un solo golpe, para en cambio someter a estos a una inacabable y dolorosa agonía, a lo largo de la cual iba a morir solo lentamente en ellos la esperanza de escapar a ese sombrío destino. Esa “guerra de posiciones” duraría lo bastante para que tuviesen tiempo de cristalizar dos antagónicos criterios de legitimidad, herederos ambos de motivos ideológicos que –aunque profundamente heterogéneos– habían hallado hasta entonces modo de convivir sin abierta ruptura.
El radicalismo continúa en efecto la tradición de las facciones que entre 1852 y 1880 se disputan retazos del poder, en nombre de un civismo y una virtud republicana de los que cada una de ellas se proclama la única defensora sincera (y, con solo buscarlos, cualquier lector de Mitre, Juan Carlos Gómez, José Hernández o los hermanos Varela encontrará –anticipados en prosa no siempre más llana– los motivos que Yrigoyen iba luego a orquestar en su visión apocalíptica de la lucha final entre el Régimen y la Causa). Sus opositores prefieren en cambio celebrar la etapa pasada como la de consolidación del Estado, que transformó al que había sido garante solo nominal del orden y principal factor de desorden en instrumento incomparablemente eficaz de transformación económica, social y cultural: si aquellos de quienes se proclaman herederos han podido llevar adelante esa tarea gigantesca, es porque sumaban a talentos y competencias, que en vano se buscarían en quienes han venido a reemplazarlos en el poder, un patriotismo menos hueco que el que se expresa en el culto excesivamente platónico de la virtud republicana.
Mientras en las filas de la oposición conservadora esa recusación de una concepción de la vida cívica que la reconoce como un fin en sí misma se colorea de una cada vez más implacable hostilidad tanto contra los homines novi como contra el activismo de las clases subordinadas del que acusan al radicalismo de propiciar por igual (con lo que resuelve en sentido inequívocamente reaccionario las ambigüedades del progresismo liberal del que esa oposición quiere ser heredera), entre los intelectuales y profesionales surgidos de las nuevas clases medias predominan quienes, aun negándose a esos deslizamientos, coinciden en denunciar la vacuidad del civismo radical. Dejados de lado por una reforma electoral que –al hacer súbitamente verdad el sufragio universal hasta entonces tergiversado en los hechos– aseguró que la Argentina iba a pasar de largo por esa etapa en la marcha hacia la democracia que es la de participación limitada, su perplejidad ante las opciones planteadas por un orden político tan distinto del que se les había enseñado a esperar los llevaría en 1930, en 1945, en 1955, en 1973 a poner su peso, y el de un séquito que –aunque siempre minoritario– tendía a crecer en momentos de crisis, en favor de salidas disruptivas de signo muy variado, que iban a tener sin embargo en común acudir a instrumentos de cambio distintos del sufragio universal. Este conservaba, sin embargo, un papel esencial como instrumento de legitimación para la autoridad de nuevas élites, ya invocasen estas en su favor la posesión de las cualidades morales y técnicas requeridas para manejar eficazmente la cosa pública, que los vencedores radicales del antiguo régimen no se habían interesado en adquirir, y que los herederos políticos de este parecían haber perdido en el camino (tal el argumento preferido en 1930 y de nuevo en 1955), ya invocasen en cambio la de un temple cívico acendrado en el crisol de la resistencia contra la opresión militar (tal el esgrimido en cambio en 1945 y en 1973).
La falsificación electoral, practicada cada vez más sistemáticamente a partir de 1930, dio de nuevo relevancia a la fe cívica con que se identificaba el radicalismo: cada vez que la ciudadanía hallaba abierto ese camino, expresaba con su voto la protesta ante una situación que la humillaba dando su apoyo a las víctimas principales de esta, pero no sentía por ellas confianza ninguna. En 1936 –se lamentaba Lisandro de la Torre– en la Capital Federal y en Santa Fe el voto por una vez libre favoreció a figuras cuyas fallas eran bien conocidas por quienes les brindaban el triunfo, y no iban a sorprenderse de que renunciasen a usarlo eficazmente contra sus victimarios (en efecto, el radicalismo, gran partido de máquina a la vez que religión cívica, no puede sobrevivir lejos del gobierno sino gracias a menudos pero constantes entendimientos con este). Mientras el doctor Alvear asume el amargo deber de cubrir con su figura patricia las claudicaciones ineludibles, para muchos militantes la experiencia aparece marcada por esa sucia cobardía del coraje sin destino que iba a evocar en versos inolvidables Francisco Urondo.
Asegurada su permanente relevancia por el triste rumbo que la vida pública argentina toma a partir de 1930, la fe cívica de que se nutre el radicalismo pierde sin embargo, lenta pero seguramente, influjo sobre una sociedad que se transforma. En su prehistoria, durante las décadas de organización nacional, esa fe cívica había florecido en una ciudad que José Hernández –en una de esas breves frases cuya pertinencia aviva súbitamente nuestra atención adormecida bajo el hipnótico alud de lugares comunes de su prosa periodística– describió como más cercana a Atenas que a Nueva York, y había sido entonces expresión de esa minoría dentro de la minoritaria población nativa que hacía de la política a la vez su pasión y su profesión. En 1912, en un marco social que ya no era el de 1870, esa fe cívica había debido ser complementada con tomas de posición frente a temas que obligaban a reconocer en los argentinos no solo a ciudadanos, sino a actores sociales y económicos constituidos como tales a partir de afinidades de experiencias e intereses; y uno de los secretos del éxito radical fue su capacidad de instrumentar en su ventaja esa dimensión de la experiencia colectiva que se negaba a incorporar a su temática política.
Esas transformaciones seguirían avanzando, y su resultado sería acortar cada vez más la distancia entre el terreno de la lucha cívica y el de los conflictos y acuerdos sociales. El radicalismo, que (como otros partidos hispanoamericanos, desde el Liberal colombiano hasta los tradicionales del vecino Uruguay) había sentido la tentación de darse un perfil preciso también en ese nuevo terreno, se vio ahora impedido de hacerlo de modo eficaz debido a la vigencia recurrente de situaciones similares a aquellas en oposición a las cuales había acendrado su fe cívica (hasta el punto que, cuando se decidió a fijarse metas de ambiciosa reforma social, el dramático repudio de su autodefinición originaria no cambió en nada esencial la situación: no fue, sin duda, el programa de Avellaneda el que retuvo el favor de sus votantes para el gran partido opositor al régimen de Perón).
Mientras el radicalismo permanece así prisionero de una autodefinición forjada en una Argentina que ya no existe, el peronismo va a ser desde su origen expresión política de una sociedad ya transformada. Pero no solo de ella: es precisamente el modo original en que el nuevo movimiento articula fuerzas sociales con grupos que disponen de fragmentos decisivos del poder del Estado el que ha de contribuir decisivamente a perpetuar (con antagonistas en parte redefinidos) el conflicto de legitimidades abierto durante el previo tránsito por el poder del radicalismo.
El peronismo se presenta como la solución para un Ejército al que la habilidad del general Justo ha transformado en el gran responsable de una situación política que dejó rencorosa memoria entre la mayoría de los argentinos, y al que sus propias orientaciones amenazaban con el destino de los vencidos en el conflicto mundial que se cerró en 1945. A la vez, se presenta como la oportunidad para el desquite de las clases populares que se recuerdan marginadas por aquella situación, y para un movimiento obrero que ve abrírsele el camino desde la más remota periferia al centro mismo del sistema de fuerzas sociopolíticas.
Aunque el ascenso del peronismo significó una transformación en el equilibrio político-social cuya envergadura era perfectamente advertida por cuantos la vivieron, no era ineludible que ella se reflejara en la ruptura con todas las tradiciones políticas previas que iba a desencadenar un nuevo y más aguzado conflicto de legitimidades. Las novedades que esa transformación introducía no excedían, en efecto, la capacidad de asimilación de una tradición ideológica ya pasablemente ecléctica: cuando en 1930 Alejandro Korn había proclamado la justicia social y una cultura auténticamente nacional como los dos objetivos para la etapa que se abría, había presentado esos objetivos –que anticipaban los del movimiento triunfante en 1945– como complementarios y no alternativos a los del proyecto alberdiano realizado por el liberal-progresismo. Y en México una revolución incomparablemente más revulsiva que la peronista había sabido presentarse como la continuadora de la independencia y de la reforma, pese a que en un punto esencial –el de la tierra– se consagraba a deshacer minuciosamente la obra de esta última.
Había, sin duda, otras razones para que la Argentina sufriese las consecuencias de esa ruptura que México supo evitar. Contaban, en primer lugar, el clima apocalíptico creado por la Segunda Guerra Mundial, y su cambiante eco local. Desde 1940, cuando nada parecía capaz de detener el ascenso de la Alemania nacionalsocialista, hasta cinco años más tarde, cuando su jefe acosado se suicidaba en un sótano de Berlín, la opinión argentina había oscilado y ondulado más de lo que en 1945 se gustaba ya recordar; mientras Borges buscaba explicaciones menos triviales que el mero oportunismo para el entusiasmo con que tantos de los celebrantes de la caída de París en 1940 celebraban su liberación en 1944, los responsables del gobierno militar, que ocuparon el centro de la escena durante una transición a la que se habían sumado tardíamente y a regañadientes (todavía en 1944, por melancólica coincidencia en el día mismo de la liberación de Roma, indiscretamente habían marcado el primer aniversario de su toma del poder inaugurando una exposición que imitaba con laboriosidad las patrocinadas por Mussolini en tiempos más felices), encontraban una acogida menos cordial entre los partidarios de los vencedores que los numerosos miembros de otros sectores del establishment que estaban dejando sobriamente atrás largos años de devaneos con el fascismo.
Si el influjo del conflicto mundial exasperaba la intolerancia frente a quienes se afectaba ver como aspirantes a herederos y aun vengadores de los vencidos en la guerra, el recuerdo de la que ahora comenzaba a llamarse “década infame” incitaba a intolerancias simétricas. La imagen cerradamente negativa que esa denominación sugería para una etapa en la cual la Argentina superó con mayor felicidad que los países del centro y casi todos los de la periferia la crisis económica mundial tiene dos raíces. La más obvia es la escasa indulgencia colectiva frente a las flaquezas de quienes habían sido impuestos como gobernantes a una Nación que no dejó de repudiarlos cada vez que se le dio oportunidad para ello. La menos obvia –y a largo plazo quizás más importante– era la desazón producida por la sospecha de que los contratiempos introducidos por la crisis no eran reflejo de una tormenta pasajera, sino el primer signo del agotamiento de la fórmula económica que había hecho posible el formidable progreso del medio siglo anterior, y el descubrimiento de que durante la pasada prosperidad nada se había preparado para afrontar esa situación inédita y mortalmente peligrosa. Por otra parte, los gobernantes posteriores a 1930 solo habían sabido aliviar la situación con paliativos más o menos eficaces, sin atreverse a encarar tampoco ahora las soluciones de fondo que, según una opinión pública cada vez más impaciente, la nueva coyuntura requería.
A la luz de esa nueva situación, la clase dirigente conservadora, que se había mostrado incapaz de preverla y todavía ahora se negaba a reconocer su gravedad, aparecía marcada por una frivolidad culpable –inspiradora de la alegre corrupción reflejada, en el pasado, en la avidez con que había explotado en su beneficio una prosperidad que había creído eterna y, ahora, en la descarada apropiación de los frutos del intervencionismo estatal impuesto por la crisis–, y corría riesgo de ser identificada como la gran culpable de todas las desgracias nacionales.