El retorno a la democracia en 1983 abrió un tiempo de ilusión y de esperanza, después de años de dictadura. Sin embargo, el triunfo del radicalismo no significaba la consolidación democrática: acechaba, sobre todo, la cuestión militar. Situarse en el levantamiento carapintada de Semana Santa, en 1987, permite comprender el posterior desencanto popular, pero, a su vez, el camino de la subordinación del poder militar a la democracia.
A más de cuarenta años de la recuperación de la democracia, el periodista Juan Pablo Csipka nos introduce en un viaje singular a través de la década de 1980, se sitúa en los hechos de Semana Santa, el momento de máxima incertidumbre, y reconstruye los momentos cruciales de la transición democrática. El Juicio a las Juntas, las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, las posteriores rebeliones, con la deriva de los controvertidos indultos, serán hitos de la cuestión militar.
Con gran agudeza, el autor describe y analiza otros factores clave de esos años de transición, como el peronismo, los poderes económicos, la Iglesia, los medios de comunicación y los organismos de Derechos Humanos. Y narra hechos fundamentales en esta consolidación democrática que abarca también parte de la presidencia de Carlos Menem. El ataque del Movimiento Todos por la Patria (MTP) al regimiento de La Tablada, la hiperinflación, los saqueos, la entrega anticipada del gobierno de Alfonsín y, finalmente, los indultos a los militares y a los líderes de organizaciones guerrilleras. Una crónica completa, fruto de una profunda investigación, de los años en los que recuperamos la democracia gracias a “una batalla de todos los días”.
A continuación, un fragmento a modo de adelanto:
Un año caótico
En La Tablada empezó el fin de mi gobierno.
Raúl Alfonsín,
testimonio en 2001 a Cecilia Aramburú
Síganme, no los voy a defraudar.
Carlos Menem, eslogan en la campaña de 1989
Era un grupo de izquierda como tantos otros que habían surgido durante la primavera democrática, reuniendo a militantes de los 70. En su caso, el tronco originario era el PRT-ERP. El Movimiento Todos por la Patria (MTP) nació en 1986 y su principal referente fue
Enrique Gorriarán Merlo, uno de los pocos miembros de la conducción del ERP que no había caído durante la dictadura. Afincado en Nicaragua, Gorriarán no podía volver al país: el gobierno de Alfonsín lo había encausado en el Decreto 157, que ordenaba el procesamiento de los líderes del ERP y Montoneros.
El MTP se insertó en la vida política argentina y llegó a participar de las elecciones de 1987 antes de una fractura interna a fines de ese año. Tuvo como canal de expresión la revista Entre Todos y Gorriarán Merlo aportó dinero para la fundación del diario Página/12, que les dio cabida en sus páginas a los militantes del MTP. El 7 de diciembre de 1988, tres días después de superado el alzamiento de Villa Martelli, se publicó allí una solicitada de la organización, titulada “Resistamos la amnistía y el golpe”. El 12 de enero de 1989, transcurrido un mes del conato carapintada, y en medio de los rumores de un entendimiento entre Menem y Seineldín, el MTP convocó a una conferencia de prensa. Jorge Baños (abogado ligado a los Derechos Humanos) denunció una “conspiración golpista” en la que además del candidato peronista y el coronel levantisco estaba involucrado Lorenzo Miguel.
Según Baños, había habido una reunión en Castelar, en una casa de un escribano próximo a los carapintada. Francisco Provenzano, otro integrante del MTP, afirmó en la conferencia que el objetivo era desplazar a Alfonsín y reemplazarlo por el vicepresidente, Víctor Martínez, sin alterar la hoja de ruta para las elecciones del 14 de mayo. Baños dijo que, según habría afirmado Seineldín en esa reunión, “el verdadero Ejército no permitirá la continuidad de Alfonsín en su cargo ya que ha demostrado que no ofrece ninguna posibilidad de solución a los problemas de las Fuerzas Armadas”. En la tesis del MTP, Seineldín daba por descontado el triunfo electoral de Menem. A su vez, el candidato, de acuerdo a Provenzano, consideró que “no queda otra forma de garantizar la continuidad institucional, amenazada por un golpe de Estado por el sector liberal del Ejército”. En ese esquema, Miguel “se comprometió a trabajar para conseguir el respaldo del movimiento obrero”. Baños anticipó que la semana siguiente harían la denuncia ante la Justicia. Ese mismo 12 de enero, la UOM y la campaña de Menem rechazaron la acusación.
Años más tarde, en sus memorias, Gorriarán diría que, estando en Panamá en la primera mitad de 1988, supo de la conspiración a través de oficiales de la Guardia Nacional, de la cual Seineldín, agregado militar en la embajada argentina, era instructor.
Cinco días después de la conferencia de prensa, el 17 de enero, el periodista Carlos Burgos, de la dirección del MTP, publicó en Página/12 la que sería la última nota de la organización en el diario. En una columna de opinión titulada “Un secreto a voces” ratificó la denuncia de la conjura y expresó que había notas periodísticas que anticipaban una asonada, como las de Carlos Acuña y Daniel Lupa (seudónimo de Horacio Daniel Rodríguez) en La Prensa. También sostuvo que había filtraciones de las propias Fuerzas Armadas, que el movimiento en ciernes ocuparía medios de comunicación y que habría grupos dedicados a “ejecutar a los opositores que consideren necesario eliminar de entrada”, entre otros, renovadores peronistas y radicales de la Junta Coordinadora Nacional. Burgos aseguró que el Gobierno, la oposición y organismos de Derechos Humanos estaban al tanto: “En muchos de esos lugares se habla nuevamente de una fecha: la del 24 de enero”.
La SIDE había seguido las actividades del MTP e informado a Alfonsín en un documento terminado a fines de 1987 y que el Presidente tuvo en sus manos a mediados de 1988. Allí señalaba el origen en el ERP de varios de sus integrantes. Sobre el final, el reporte no descartaba que “si sus intereses así lo impusieran, el MTP considere un eventual retorno a la lucha armada, habiendo asumido ya errores y experiencias anteriores”. Fue lo que sucedió un día antes del presunto alzamiento que anticipara Burgos.
La Tablada
La confusión fue tan grande en la mañana del 23 de enero de 1989, sumado al desprestigio militar por las insurrecciones, que cuando se produjo el ataque al Regimiento de Infantería Mecanizado 3 en La Tablada, recién pasado el mediodía la sociedad argentina supo que no presenciaba el cuarto conato de los carapintada, cincuenta días después de la última intentona, sino la primera acción guerrillera contra una guarnición desde el copamiento de Monte Chingolo en diciembre de 1975.
Un camión Ford 700 de color rojo, de distribución de Coca-Cola, embistió el portón del Regimiento a las seis de la mañana. Detrás, entraron seis autos. De los vehículos salieron 46 personas armadas lanzando vivas a Rico y Seineldín y comenzó un tiroteo que acabó con la vida de Pedro Cabañas, el acompañante del conductor del camión. Minutos más tarde, el conscripto Roberto Taddía, de 19 años, se convirtió en el primer muerto del cuartel. Cuando el general Gassino, jefe del Ejército, habló por teléfono con el ministro Jaunarena para informarlo de lo que pasaba, argumentó, dentro de lo poco que se sabía, que esa muerte descartaba a los carapintada como responsables del ataque, ya que no era creíble que al comienzo mismo de las acciones mataran a un conscripto. Para alimentar más la confusión los atacantes lanzaron volantes firmados por el “Nuevo Ejército Argentino”, en los que denunciaban a “la campaña radical” contra las Fuerzas Armadas, “la
subversión marxista en el poder”, y “el golpe de Estado liberal” de un grupo de “generales corruptos” que quería “impedir las elecciones”. El texto cerraba con vivas a Seineldín y Rico.
Alfonsín reconoció en Memoria política que “teníamos información” sobre el MTP, pero que “nada nos hacía presumir que podían lanzarse a un disparate de esa naturaleza”. La policía de la provincia de Buenos Aires se sumó a la represión, en un caluroso lunes de verano con combates todo el día. La acción policial, sumada a la resistencia desde adentro del cuartel contra los atacantes, llevó al debate sobre la forma de reprimir. En Casa de Gobierno, el jefe de la Policía Federal, Juan Ángel Pirker, propuso usar gases lacrimógenos, una opción que no se llevó a cabo. Esa alternativa fue descartada por quien encabezó la acción para recuperar la guarnición, el general Alfredo Arrillaga, según admitió en el juicio a los atacantes. La represión fue impactante y el Ejército dispuso que interviniera la Caballería Blindada, en lo que supuso su bautismo de fuego. Ese solo hecho ameritaba un informe oficial que nunca se realizó por parte del Ejército. Hacerlo hubiera implicado tocar un punto muy sensible: la desaparición de cuatro atacantes después de haberse rendido y las torturas a los sobrevivientes antes de entregarlos a la Justicia.
La rendición llegó en la mañana del 24 de enero. El saldo fue de 33 guerrilleros muertos, contando los cuatro desaparecidos; nueve militares y dos policías, más decenas de heridos. José Díaz e Iván Ruiz fueron fotografiados por el reportero Eduardo Longoni cuando se entregaban a los militares. No se los volvió a ver, igual que a Carlos Samojedny y Francisco Provenzano, que también estaban en el grupo que se rindió. Este último fue parte de la conferencia de prensa del 12 de enero, en la que el MTP había denunciado el supuesto complot entre Seineldín y Menem. Otros dos integrantes de la conferencia de prensa estuvieron entre los atacantes: Jorge Baños, uno de los caídos, y Roberto Felicetti, que se entregó tras la rendición. Seis de los caídos fueron enterrados como NN en el cementerio de la Chacarita y no se permitió su exhumación hasta 1997, tras un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que dio por probado que hubo ejecuciones sumarias. El Equipo Argentino de Antropología Forense identificó los cuerpos. Uno de ellos era el de Carlos Burgos, quien había firmado la columna del 17 de enero de 1989 en Página/12 denunciando un golpe carapintada para la semana siguiente.
La demostración de fuerza del Ejército había sido impactante. Alfonsín recorrió el cuartel horas después de la rendición, mientras se torturaba a los prisioneros y desaparecían cuatro de ellos. Todo el espectro político repudió el ataque. En la noche del 24, el Presidente habló por cadena, rodeado por sus ministros y los jefes militares y dijo que se trataba de un “desafío”, al que definió como “el más grave y decisivo de mi gobierno”.
Los hechos de La Tablada implicaban reactualizar la crisis militar a niveles inéditos, cuarenta días después de Villa Martelli. Y sucedió lo que no había pasado hasta entonces en algo más de un lustro de vida democrática: a la crisis militar se superpuso la crisis económica. Ahí detonó el gobierno de Alfonsín
Prolegómenos de la gran crisis
Retrocedamos unos meses para entender lo que pasó el 6 de febrero de 1989, con el país todavía conmocionado por el ataque del MTP, cuando sucedió el hecho que llevó a la vorágine de la hiperinflación. El Plan Austral había comenzado a mostrar fisuras indisimulables desde mediados de 1987 y no era efectivo para contener una inflación creciente y con el Banco Central quemando reservas para evitar una estampida del dólar. La victoria de Carlos Menem en la interna peronista, en julio de 1988, alarmó al empresariado, que veía un salto al vacío en el discurso conservador-nacionalista del gobernador riojano. A fines de ese mes, el secretario de Hacienda, Mario Brodersohn, negoció un acuerdo con el presidente de la Unión Industrial Argentina (UIA), Gilberto Montagna, para contener las variables económicas.
El 3 de agosto, en medio del frío invernal, se presentó lo que iba a ser conocido como Plan Primavera. El acuerdo con los empresarios iba a regir por 180 días: se permitirían subas graduales de precios del 1,5 % en agosto y del 3,5 % en septiembre, más una reducción del IVA del 18 al 15 %. Los salarios subían un 25 % en el sector público mientras el austral se devaluaba un 12 %. El Fondo Monetario y el Banco Mundial saludaron las medidas y la Bolsa de Comercio tuvo un alza del 20 % al día siguiente. El 12 de agosto, en Olivos, ciento cincuenta representantes de la Unión Industrial y la Cámara Argentina de Comercio formalizaron su apoyo en un acto con Alfonsín. En los días previos, y para tener un colchón respecto de los aumentos autorizados del 5 % para los dos meses siguientes, ya habían generado una suba de precios que desvirtuaba el programa. Desde el Ministerio de Economía le acercaron a Alfonsín un texto en el que, con dureza, se pedía dar marcha atrás con los aumentos. El Presidente optó por no leerlo.
En palabras de Pablo Gerchunoff, “el golpe inicial a la inflación no consistió ya en un congelamiento, sino en un acuerdo desindexatorio con las empresas líderes de la industria y el comercio, las que a cambio de su apoyo se beneficiaron con una reducción de impuestos”. En materia fiscal se aplicó un régimen cambiario a través del cual el Banco Central le compraba dólares a los exportadores de productos primarios a un tipo de cambio más bajo en el mercado oficial, para después vender a los importadores en un mercado financiero a un valor más alto. El Estado recaudaba con la diferencia. Esta medida mostró un gran error de timing por parte de Alfonsín y Sourrouille y daría paso, apenas veinticuatro horas después del acto con los empresarios en Olivos, a una de las imágenes más potentes del gobierno alfonsinista y de toda la democracia.
Durante la campaña de 1987, el Presidente había prometido sacar las retenciones al trigo y al maíz. Cumplió y dijo que no se reimplantarían. La política diferencial en los tipos de cambio fue vista por el bloque agroexportador como una forma encubierta de volver al esquema de retenciones. Para peor, la medida entró en vigencia cuando estaba por empezar la exposición de la Sociedad Rural Argentina en Palermo. El lluvioso sábado 13 de agosto, Alfonsín inauguró la muestra en medio de una rechifla descomunal. Los silbidos marcaron el discurso del secretario de Agricultura, Ernesto Figueras, que lo antecedió en el uso de la palabra y recibió un saludo afectuoso del mandatario tras la muestra de hostilidad; y recrudecieron cuando el locutor anunció la palabra presidencial. Alfonsín no se amilanó, no bajó la mirada e improvisó un discurso sin papeles para responderles a los terratenientes de la pampa húmeda. Fueron diez minutos en los que dijo que quienes lo silbaban “son los que muertos de miedo se han quedado en silencio cuando han venido acá a hablar en representación de la dictadura”, en una indisimulada alusión al vínculo de la Rural con el régimen de 1976. También afirmó que era “una actitud fascista el no escuchar al orador”; que quería terminar “con estos espectáculos que me avergüenzan, no como radical o como Raúl Alfonsín: como presidente de la Nación argentina”; recordó que estaba la promesa del dólar libre para el sector agropecuario, a cumplirse a fines de 1989; y resaltó que el sector industrial afrontaba mayores costos. “Esfuerzos hacemos todos”, le espetó a los landlords de la Rural.
Un mes más tarde, se complicó el frente sindical. La CGT rechazó el Plan Primavera y pidió medidas para frenar un costo de vida que, al momento de lanzarse el programa, había subido un 25 %. El 9 de septiembre, la central obrera lanzó el decimosegundo paro contra la administración radical, que derivó en incidentes en avenida de Mayo. Hubo heridos, gases y saqueos. La vidriera rota de la casa de ropa Modart fue el símbolo de la refriega. Setenta y dos horas más tarde, Saúl Ubaldini encabezó otro paro en repudio a la represión policial. Fue la última medida de fuerza contra el gobierno alfonsinista, que el 18 de octubre anunció la fecha de las elecciones: 14 de mayo de 1989.
Carlos Menem y Eduardo Angeloz ya eran los candidatos del peronismo y la UCR desde julio. El segundo se había impuesto con tranquilidad en la interna radical, pero la victoria de Menem contra Cafiero fue un cimbronazo. Pocos apostaban a que un caudillo del interior venciera a un gobernador de la provincia de Buenos Aires que lideraba la oposición. Los radicales creían que Menem era un candidato más fácil de vencer que Cafiero. El empresariado veía con buenos ojos el programa de ajuste de Angeloz, pero el candidato tenía el lastre de representar a un oficialismo desgastado, y no había buenos augurios para un plan que implicaba mayor conflictividad con los sindicatos. Menem era una incógnita y el establishment se convenció de que, bajo el imperio del Estado de derecho, el programa podía aplicarse únicamente con un presidente que pusiera en caja a la CGT, o sea, un presidente peronista. La distancia entre la fecha de las elecciones y la entrega del mando, casi siete meses, era un mal presagio. El plazo contemplaba la reunión del Colegio Electoral, que quizás fuera trabada, pero antes que eso buscaba darle aire a la candidatura radical en el desbarranque de la economía, que sumó la crisis energética a fines de 1988.
Apenas había pasado el sacudón de Villa Martelli cuando comenzaron los cortes de luz programados. La central nuclear de Atucha salió de servicio y se incendió una línea que transportaba energía de El Chocón. El 27 de diciembre, dos bombas de la central hidroeléctrica de Embalse Río Tercero quedaron sin capacidad operativa. A partir de allí se agravó la situación, al punto tal que se restringió la circulación del subte y los canales de televisión acortaron la programación. Así empezó un caluroso 1989, cuyo primer mes dejó la imagen sangrienta de La Tablada.