Todo es una gran confusión. Existe un mito jamaiquino mucho más grande y pesado que el país real que ocupa la isla caribeña antiguamente conocida como Xaymaca. Y ese malentendido se lo debemos a la insólita proyección internacional del reggae, que desde los años sesenta consolidó cierta idea fantástica de Jamaica, como una tierra mística, una aldea poblada por irreductibles rastas impulsados por su conocida poción mágica. La influencia del reggae y su imaginario es incalculable: no sólo se escucha música jamaiquina y a su máxima voz, Bob Marley, en todo el planeta, sino que se podría afirmar que el pop global contemporáneo no sería el mismo sin los ecos de esa humilde y rústica, pero imparable, industria discográfica isleña. Desde el rap hasta las raves, y más obviamente el reggaetón, pero también la new wave y el post-punk, la matriz del reggae está en el ADN de mucho de lo que hoy tarareamos y, más todavía, de lo que bailamos. En cualquier idioma.
¿Cómo logró el reggae prender, con tal alcance e intensidad, en lugares, climas y pueblos que no podrían diferir más de la exótica y sufrida Jamaica? ¿Cuál será su secreto? Este libro busca la respuesta en los discos, en los artistas y también en el territorio, a través de la crónica de viaje, el ensayo pop y las entrevistas exclusivas con nombres clave como Derrick Harriott, Max Romeo, Rico Rodriguez, Errol Dunkley, Cedric Myton, Sparrow Martin, Don Letts y Jools Holland.
Como en la sesión de un DJ en un sound system de Trench Town, Jamaica no existe es una sucesión ecléctica de canciones, subgéneros (calipso, ska, rocksteady, dub), personajes, pasajes históricos, postales y sensaciones, en una alucinante línea de tiempo que une las voces cansinas de los cargadores de bananas en el puerto de Kingston, a principios del siglo XX, con los chicos de dreadlocks y remeras de Marley que patean hoy frustraciones por las barriadas populares de cualquier rincón del mundo.
A continuación, un fragmento a modo de adelanto:
James Bond va a Jamaica
Quintaesencia de la “música de espías”, el archiconocido tema principal de las películas de James Bond encontró, con los años, un destino imprevisto: se convirtió en una especie de estándar con vida propia fuera del cine. Fue adoptado por la comunidad ska internacional, nada menos. Algo que se podría explicar simplemente por la fama global del agente “al servicio de su majestad” y también por el encanto de su banda de sonido. Pero lo cierto es que detrás de esta relación entre Hollywood y Jamaica hay una historia más compleja, con protagonistas tan estelares como dispares, del calibre de Ian Fleming, John Barry, Byron Lee, Sean Connery, Chris Blackwell y Ernest Ranglin, y con las espectaculares playas y montañas jamaiquinas como escenografía.
Aclararemos, porque nunca se sabe, que 007 y sus primeros films están basados en una serie de novelas del británico Ian Fleming (1908-1964), periodista, escritor, pero también una especie de asesor del MI6, el servicio de inteligencia de su país, durante la Segunda Guerra Mundial. Su biografía indica que en 1943 participó de una cumbre anglonorteamericana de inteligencia en Jamaica, locación que lo complació tanto que se prometió algún día vivir allí.
Efectivamente, tres años después Fleming se había construido una regia casa sobre un pequeño acantilado en Ocabaressa, parroquia de Saint Mary, a veinte kilómetros de Ocho Ríos, en el norte de la isla, epicentro de la Jamaica turística, geográfica y socialmente muy lejos de Kingston. “He examinado una gran parte del mundo. Después de ver todo aquello, pasé cuatro días en Jamaica en julio de 1943. Julio es el comienzo de la temporada cálida y llovía a cántaros todas las noches. Así y todo, juré que, si sobrevivía, volvería a Jamaica, compraría un terreno, construiría una casa y viviría allí todo lo que mi trabajo me permitiera”, escribió Fleming en un artículo para la revista Horizon.
El escritor bautizó a su residencia jamaiquina Goldeneye, nombre probablemente tomado de una operación militar británica durante la Segunda Guerra. Aunque trabajaba en Londres como periodista, llegó a echarse en esa casa hasta tres meses al año varias temporadas. Incluso se casó ahí, en 1952, con Ann Charteris. Y, de paso, tuvo una amante trascendental para el tema que ocupa estas páginas: su vecina Blanche Blackwell, nada menos que la madre del (entonces) joven Chris, dueño de Island Records, el sello discográfico en gran parte responsable de la repercusión mundial de la música jamaiquina.
También en Goldeneye, relajado e inspirado por paisajes tan subyugantes (y no en un gris escritorio londinense), Fleming escribió sus novelas más famosas. Incluso el propio nombre de James Bond tendría un origen caribeño. Aficionado a la observación de pájaros, admitió haberlo tomado de un célebre ornitólogo norteamericano, autor de una guía de aves de las
Indias Orientales. El primer libro Bond, Casino Royale, se publicó en 1953 y tuvo un auspicioso éxito de crítica y ventas. A partir de entonces, Fleming inauguró una sagrada tradición de aprovechar cada año sus tres meses de vacaciones en Goldeneye para delinear nuevas aventuras del agente que plasmó en doce novelas y dos libros de cuentos.
El cine tardó un poco en llegar. La primera película Bond se filmó recién entre enero y marzo de 1962 y, por alguna razón, no se basó en el libro inicial de la serie sino en el sexto, Dr. No (1958), con el escocés Sean Connery poniéndole cara y voz al espía. Para regocijo de los amantes de la cultura jamaicana, precisamente Dr. No era el libro de 007 que transcurría más que nada en la isla, que justo entonces atravesaba un año crucial en su vida cívica al declararse independiente del Reino Unido.
Dirigida por Terence Young y producida por Harry Saltzman y Albert R. Broccoli (dupla responsable de los siguientes Bond films hasta 1975), lejos de ser una adaptación exacta del libro, la película acompaña a Bond hasta Jamaica para investigar la desaparición de un colega del MI6, misión que lo enfrenta al perverso Doctor Julius No (Joseph Wiseman), miembro de la terrible organización Spectre (Special Executive for Counter-intelligence,
Terrorism, Revenge, and Extortion), con su guarida en el ficticio aunque muy jamaiquino Crab Key (Cayo Cangrejo).
No es un documental, desde ya, ni tampoco pretende mostrar la auténtica Jamaica de la década del sesenta. La Jamaica de Dr. No es una isla de fantasía, una colonia británica para la que la independencia parece aún muy lejana, a juzgar por los espías y funcionarios ingleses que por allí deambulan con aires de autoridad, mientras los negros ofician de choferes, mozos o pescadores pobres, junto con una llamativa cantidad de personajes chinos, para mayor dosis de exotismo. Dicho esto, el aeropuerto de Kingston, las rutas costeras, la planta de procesamiento de bauxita (óxido de aluminio, una de las principales industrias de la isla) y las cascadas del río Dunn se aprecian en distintas escenas.
De presupuesto módico, Dr. No fue un hit de taquilla y no solo lanzó la saga Bond y algunos de sus rasgos más perdurables (como los estilizados títulos del comienzo, la frase “Bond, James Bond” y la sugerente banda desonido), sino que gatilló una moda de films de espías e inició también otra tradición: la de rodear al agente con chicas, de las buenas y de las malas, siempre claros íconos de belleza de su tiempo. Dr. No, en ese sentido, tiene la toma antológica en la que la pescadora de ostras Honeychile Ryder (la suiza Ursula Andress, cuya voz hubo que doblar para la película), en una bikini blanca, cinturón y cuchillo, emerge del mar solo para sumergirse en la historia como la primera gran Bond Girl.
Semejante highlight de la cinematografía del siglo XX fue rodado, al igual que la mayor parte de la película, a pasos nomás de Goldeneye, la casa jamaiquina de Fleming (habitué detrás de cámaras durante toda la producción), en una playa hoy conocida como… James Bond Beach. En 2001, la bikini de Ursula Andress-Honeychile Ryder se subastó por 61.500
dólares. Otra chica Bond de Dr. No, en un pequeño rol como fotógrafa, es Marguerite LeWars, coronada Miss Jamaica en 1961.
Para el score se lo convocó al inglés Monty Norman, entonces de cierto renombre a partir de sus trabajos para teatro. Al principio, Norman dudó, pero terminó por aceptar la propuesta tentado por la perspectiva de viajar varias semanas junto con todo el equipo de producción a Jamaica.
Aunque hay cierta polémica (y por lo menos dos juicios) al respecto, existe el consenso (avalado por varios fallos judiciales) de que Norman compuso el célebre James Bond Theme. Sin embargo, no muy felices con Norman, los productores terminaron por convocar a John Barry, a quien no en pocas ocasiones se le adjudica la autoría de la pieza, aunque solo haya sido su arreglador. Lo que sí escribió Barry fue la mayor parte de la música incidental de Dr. No y de once de las siguientes bandas de sonido Bond. Como fuera, estamos ante uno de los temas de película más reconocibles de todos los tiempos: orquestado, pero también con esa oscura guitarra eléctrica, cargado de misterio y sofisticación, en algún innovador punto de encuentro entre el cool jazz, el surf y la música clásica.
Pero más allá del tema principal, Dr. No difícilmente podía mantenerse indiferente a la fuerza musical de la isla. Norman recordó en más de una entrevista que durante su estadía en Jamaica se topó en un night club con el bajista y director de orquesta Byron Lee enloqueciendo a la gente con el calipso Jump Up. En la escena más relevante para el objeto
de este libro, aproximadamente a los treinta minutos de iniciada Dr. No, el propio Lee aparece con su banda (y la voz de otro jamaiquino-chino, Keith Lyn) tocando la frenética pieza en una especie de tiki bar, ante bailarines negros y blancos, amenizando una merecida salida nocturna de 007 y sus colegas. Es tan inverosímil como hilarante ver que algunos de los negros se mueven de forma espasmódica, con los ojos extraviados, como en un rito vudú más propio de otras islas vecinas y otras circunstancias, pero seguro dentro de lo que la audiencia primermundista sospechaba que ocurría en Jamaica una noche cualquiera. Hay quien asegura que uno de los danzarines blancos es Chris Blackwell, que, más allá del cameo, colaboró en la elección de las distintas locaciones para el rodaje.
Esa escena es de colección. Pero la onda tropical de Dr. No comienza mucho antes, ya desde la secuencia de títulos, musicalizada con tambores, y en la primerísima toma, con Kingston Calypso, una versión de la tradicional canción infantil Three Blind Mice, que alude a tres asesinos afrojamaiquinos que siguen al agente secreto. En su mencionada entrada playera, Honeychile Ryder aparece cantando bajito Under The Mango Tree (muy similar al clásico Island In The Sun) aunque la voz que suena corresponde a Diana Coupland, la esposa de Monty Norman, acompañada por la guitarra inconfundible de Ernest Ranglin… que luego demandaría a la productora por regalías impagas.
Aparentemente, Blackwell habría influido para que participaran del soundtrack Byron Lee, Carlos Malcolm y Ernest Ranglin, aunque no está del todo claro quién toca dónde. Ocurre que mucho del material preparado por Norman quedó fuera del corte final y solo se lo puede oír en un recomendable disco con el soundtrack oficial, editado por United Artist en 1963. Para mayor confusión, Barry editó una versión alternativa del tema Bond vía Columbia Records casi en simultáneo con el trabajo de Norman.
Si bien es interesante y definitivamente tropical, la música de Dr. No lejos está de reflejar el estado de las cosas en 1962. Y, sin embargo, en un imprevisto giro de los acontecimientos, el influjo Bond sí lograría colarse en muchas grabaciones de la época.
El film se estrenó en marzo de 1963 en Jamaica con las presencias promocionales de Sean Connery y Terence Young. La premiere causó un furor que la emergente industria musical jamaiquina no dejó pasar: un buen número de artistas de la isla grabaron entonces y en los siguientes años sus interpretaciones y variaciones del famoso tema de James Bond junto con otros tracks más o menos inspirados en el personaje y sus películas.
Dentro de lo que permite el borroso catálogo de ediciones locales, pródigo en cambios de nombre, errores y omisiones, los primeros “Bond covers” parecerían datar de entre 1965 y 1966, cuando ya se habían estrenado tres películas más de la serie: De Rusia con amor (1963), Goldfinger (1964) y Thunderball (1965), todas aún con Sean Connery. Ian Fleming había fallecido a los 56 años, el 12 de agosto de 1964, tras sufrir un infarto después de cenar en un hotel de Canterbury. Dejó un hijo, Caspar, que pocos años después se suicidaría.
La mayoría del repertorio Bond jamaiquino fue grabada (con o sin debido crédito) por músicos de Skatalites, que entonces acababan de dejar esa banda en suspenso y firmaban como solistas o se reconfiguraban en distintas formaciones como Soul Brothers, Soul Vendors y The Supersonics, en un período breve pero repleto de sesiones del que es casi imposible aseverar seriamente quién tocó cuándo y dónde, más allá de los líderes de estas facciones, los saxofonistas Roland Alphonso y Tommy McCook.
De aquellos agitados y productivos años, se conocen James Bond (donde los vientos reemplazan la emblemática guitarra) y From Russia with Love, de Roland Alphonso; Dr. No y Goldfinger (solo con una relación “estilística” con lo que suena en las películas), de Tommy McCook; 007, otro “tema libre”, de The Soul Brothers; las curiosas lecturas de Thunderball, por The Upsetters, The Soul Brothers y Bobby Aitken; una Goldfinger casi psicodélica de Byron Lee & The Dragonaires; por supuesto, el 007 (Shanty Town), de Desmond Dekker y otra Dr. No, de Edward’s All Stars, que no solo no tiene que ver con la película, sino que se trata de la melodía de (Si a tu ventana llega una) Paloma, lo que haría sospechar de otro de esos frecuentes errores de etiquetado.
Dentro de esta cosecha, uno de los temas más arriesgados y logrados es James Bond Girl, por los Soul Brothers, un ska instrumental que no parece citar literalmente ninguna banda de sonido, pero que traduce de manera adecuada el filoso encanto del James Bond Theme. Producido por el ubicuo Coxsone Dodd, el single vio la luz en 1966, al tiempo que se publicaban los últimos episodios de la biblioteca Bond dejados por Fleming: las historias breves Octopussy y The Living Daylights. Recién en 1973 se volvería a filmar una peli Bond en Jamaica, Live and Let Die, en la que el tema principal sería aportado por Paul McCartney.
La residencia Goldeneye se transformó en uno de los hoteles más exclusivos de Jamaica y pertenece a su vecino de pequeño, hoy magnate todoterreno, Chris Blackwell. El aeropuerto internacional de Montego Bay lleva el nombre de Ian Fleming. Y como para ratificar su eterno romance con Jamaica, la 25º película Bond, No Time to Die, de 2021, marcó el regreso de la franquicia a la isla, con el glamour de siempre y música de Teacha Dee, Buju Banton y Shaggy.
Cátedra de música jamaiquina 1 con Eugene Grey
Es difícil imaginar una ilustración más elocuente del vínculo profundo entre la música de Jamaica y los músicos argentinos. Y, al mismo tiempo, la escena es inédita: en el patio de una escuela primaria pública de Floresta, piso en damero blanco y negro, muros decorados con láminas de cartulina y letras en papel glasé brillante, la orquesta integrada por dos docenas de adolescentes y preadolescentes ataca una versión jazzeada de No Woman No Cry. Entre el público no hay dreadlocks ni banderas de Etiopía, solo padres y abuelos orgullosos, ninguno de ellos fuma. El director del ensamble es un hombre negro de setenta años, anteojos y cabello gris, un aire a Morgan Freeman. No habla castellano, pero sabe hacerse entender para transmitir la cadencia esencial del standard marleyiano.
El ensamble es la Mega Orquesta de las escuelas públicas de música porteñas y el director ocasional es Eugene Grey, un guitarrista y pedagogo jamaiquino de extensa trayectoria al servicio de figuras como Horace Andy, Max Romeo, Gregory Isaacs y Burning Spear. ¿Qué hace un maestro jamaiquino en una escuela de Floresta? La respuesta tiene sus vueltas.
Grey comenzó su carrera en la década del sesenta, pleno auge del ska en la Isla del Tesoro. Pero, a principios de este milenio, vivía en Florida, Estados Unidos, ya casi apartado por completo de la industria musical. Entonces una comunicación telefónica lo cambió todo: un rioplatense aficionado a la música jamaiquina llamado Martín Cueto lo contactaba desde Buenos Aires para chequear de primera mano si era realmente él quien aparecía mencionado en los créditos de un disco bastante raro: Together Again, de Soul Vendors. Quería confirmar quién era el guitarrista en la grabación porque no podía creer lo bueno que era uno de sus solos. Grey estaba asombrado. “No sé cómo ese disco terminó en Argentina. Pero el llamado de Martín me devolvió las esperanzas”, cuenta veinte años después.
Ese fue el peculiar inicio de una amistad que derivó en varios viajes de Grey a Buenos Aires para dar conciertos junto a la sofisticada banda de reggae local Sessiones, ofrecer clínicas, grabar y hasta componer temas como Patagonian Sky, con todo y… ¡bandoneón! Y, ulteriormente, también tocar junto a la orquesta juvenil en la que participan las hijas de Cueto. Sí, la de la escuela de Floresta.
En la última de esas productivas excursiones al sur, invierno de 2023, Grey aceptó sacrificar unos (largos) minutos de vacaciones y hablar sobre su carrera, el hábito jamaiquino de la innovación y Rootz of Music, la ONG que fundó, dedicada a la enseñanza de música como herramienta de cambio social. Nos encontramos una tarde en el estudio de grabación de Lucas Becerra, otro de sus contactos en Buenos Aires. Llegó acompañado por su esposa norteamericana y Lucas nos cedió la sala del control para la entrevista. Ella se ubicó a un par de metros, dispuesta a registrar la conversación en video con su celular. Eugene Grey es guitarrista, pero también un estudioso de la extraordinaria evolución musical en su país, con una mirada analítica y conceptual. Por eso es un interlocutor completamente distinto a cualquier otro músico compatriota. Además, habla suave y con un acento americanizado después de décadas de residencia en Estados Unidos.
Grey nació y creció en Green Island, un pueblo cercano a la localidad turística de Negril. “Yo era un country bwoy”, dice enfatizando el acento rural jamaiquino. Como muchos jamaiquinos de su generación, dio su primer paso en la música en Pop and Mento, uno de esos concursos de talentos en los que aspirantes a artistas “profesionales” se anotaban en busca del golpe de suerte. En 1964, con doce años, se presentó como armoniquista de The Serenaders, se quedó con el primer puesto y se llevó con sus compañeros cien libras y un trofeo. Ganaron con un ska llamado Serenader’s Special. Ese tema está en Straigh Ahead and Beyond, el último disco de Grey, editado en 2019. “Todavía la recordaba y decidí grabarla por primera vez, casi sesenta años después”, dice.
Cuando sus compañeros terminaron el colegio, The Serenaders se disgregaron y Grey buscó otros instrumentos para avanzar en su carrera: “Me encantaban Herp Albert, en la trompeta, y Don Drummond, en el trombón. Un amigo al que no le interesaba la música me prestó un trombón que había heredado, y así empecé a aprender a tocar de oído. Iba tan bien que las big bands de la zona les pedían permiso a mis padres para llevarme a tocar. Así me pude hacer un nombre. Pero entonces mi amigo se acordó del trombón y me pidió que se lo devolviera. Y me quedé sin instrumento”.
Papá Grey no tenía ninguna intención de alentar a su hijo en el camino de la música, donde no vislumbraba un futuro estable, así que no le proveyó de otro trombón. “Como no tenía ninguna posibilidad de comprarlo, decidí que construiría mi propio instrumento. Pero nunca había hecho uno. Así que le pedí una guitarra prestada a un vecino. Una guitarra acústica, tan vieja y mal mantenida que, en cuanto la agarré, se empezó a desarmar. Estaba aterrado, creyendo que me iban a retar, pero el vecino dijo que nome preocupara. Así que decidí que me armaría otra guitarra. Un amigo carpintero me ayudó a cortar el cuerpo de madera de cedro. Y como mi padre era un genio de la electrónica, capaz de reparar cualquier cosa, me hice mis propios micrófonos con potenciómetros y electromagnetos que él tenía”, continúa el relato. El último detalle eran las cuerdas. Grey tomó prestados unos alambres del taller de su padre. Pero solo le alcanzaron para cuatro cuerdas. “Así fue que empecé a tocar el bajo”, dice y vuelve a reír con ganas. Para que el bajo de facto sonara, Eugene lo ejecutaba apoyado contra una de las paredes de su casa de madera. “Amplificación acústica”, define.
Terminó tocando con una banda llamada The Monarchs, a la que se acercó el dueño de una cadena de tiendas departamentales que buscaba manejar un grupo. Otra vez, debió pedirle autorización a papá y mamá Grey, que acordaron que Eugene podría trabajar solo los fines de semana. “Creí que sería el bajista, pero el puesto ya estaba tomado. Así fue cómo empecé a tocar la guitarra. Y en el momento entendí que debería ponerle mucho empeño para estar al nivel del resto. Al menos tenía disciplina, aunque mi técnica era muy mala. Me acuerdo de escuchar a José Feliciano en el solo de Light My Fire. Yo quería hacer eso”.
El negocio resultó. La banda fue fichada como residente en un hotel de Bahamas. El repertorio era ecléctico: rock norteamericano e inglés, mento, cha cha cha, mambo, incluso algunas piezas de música china y de la India. “El hombre era un gran emprendedor. Fue una gran influencia para mí y esa banda, en la que estuve de los diecisiete a los diecinueve, fue muy importante para el músico en el que me convertí”, reconoce. “Pero el grupo se terminó porque todos queríamos hacer más cosas, componer, grabar, y el mánager nos encerraba y nos decía ‘ustedes son mi banda y van a hacer lo que yo les diga’. Tuvimos una reunión entre nosotros y decidimos que teníamos que ser libres”.
Grey pasó a acompañar cantantes seis noches a la semana, de 22 a 2, en night clubs de Montego Bay. Eso lo forzó a aprender a leer partituras; aprendió sin profesor, con un libro de ejercicios de jazz. “Cobraba 60 dólares semanales, que para mí era buena plata. Quizás no lo hubiera sido para mantener una familia. Pero Montego fue mi universidad”, dice, y agrega: “Llegaba a casa después de tocar y me quedaba estudiando escalas. No pasó mucho tiempo hasta que sentí el deseo de empezar a escribir mi propia música”.
Un productor lo escuchó tocar mento en el hotel Sheraton de Kingston. Le propuso sumarse a la banda de sing-jay Big Youth [que en los noventa participaría en el disco Rey Azúcar de Los Fabulosos Cadillacs] para emprender una inminente gira por Estados Unidos. A mediados de los setenta, el éxito internacional de Bob Marley había abierto oportunidades de trabajo para otros jamaiquinos, que comenzaron a tocar fuera de Jamaica. Y, enmuchos casos, a migrar: “Fue mi golpe de suerte. Obviamente, acepté y el productor se encargó de tramitar las visas para los músicos. ¿Y qué pasó? El tour se canceló. Pero yo ya tenía la visa”.
Grey se instaló en Brooklyn, Nueva York, donde se haría un nombre como sesionista y arreglador, no solo para discos de raíz caribeña y rhythm and blues sino incluso para música incidental. “Si alguna vez subiste a un ascensor, es probable que hayas escuchado mi música”, dice otra vez risueño.
Con base en Nueva York, Grey ofició de sesionista para Gregory Isaacs, Matumbi, Burning Spear y también para artistas de otros estilos como Kid Creole and The Coconuts (está en varios de sus discos, entre 1979 y 1982). También participó en la resurrección de The Skatalites conducida por el saxofonista y ex alumno de Alpha Boys School Lester Sterling. Dice que eventualmente se cansó de las giras y, observando su parsimonia y sus modales de maestro de escuela, no cuesta creerle. Algo tarde, obtuvo su título universitario en composición y se volcó a la labor docente ya relocalizado en Florida.
Grey asegura que los jamaiquinos hacen algunas cosas de manera única. “Y pudimos aportar nuestra particularidad a la música popular por medio de dos cosas: el ritmo one drop del reggae y el bajo pesado. Antes del reggae, no había tanta música con bajos así”, argumenta sobre cuál cree que es el gran legado musical de Jamaica. Tiene una interesante teoría para explicar el carácter naturalmente innovador de los jamaiquinos: “Todo pasa por cómo usamos las frecuencias, gracias a la cultura del sound system y
sus amplificadores caseros. Porque los operadores de sound systems descubrieron cómo usar un capacitor para separar el bajo de las frecuencias altas y empezaron a mezclar la música desde ese concepto para crear una experiencia sonora totalmente nueva. Jamaica transformó el bajo de un instrumento de apoyo a un instrumento líder. El bajo y la batería son el sonido de la tierra. No hay nada más terrenal que eso”.
Suena como si ya tuviera meditada y lista la respuesta… porque así es. Además de tocar con maestría todos los géneros de su tierra, Grey delineó en los últimos años un espectáculo en vivo, donde explica y ejemplifica el desarrollo de esa rica cultura musical, American Roots of Jamaican Music. “La voz del reggae era claramente progresiva, con muy buenas letras. Por un lado, las canciones de protesta, y también las románticas y las divertidas”, reflexiona sobre otro ingrediente del cóctel. “Pero la constante es la energía positiva. Algo subliminal, invisible a los ojos, aunque real, característico de la experiencia humana. La energía positiva es contagiosa. Y muchos de esos discos jamaiquinos fueron buenos porque contenían y documentaban ese entusiasmo. Eran sinceros”.
¿En qué consiste American Roots of Jamaican Music? “Una vez al año, en un teatro, presentamos este concierto con elementos de un musical de Broadway, en cuanto a iluminación, bailarines, tratando de no aburrir demasiado a la gente con mis explicaciones. La idea es contar la evolución del reggae, porque muchas veces ni los chicos ni los padres saben qué vino después de qué, ya sea que hablamos de ragtime, bebop, swing o ska. Debemos entender que hoy tenemos el mismo rol que la música que llamamos clásica tuvo en su momento. Hoy el reggae es una de las músicas más populares y tenemos que tratarla como tal. De ahí que empezara a dar talleres, conferencias y estos shows. La idea es que la gente entienda qué está escuchando. Tiempo atrás había un eslogan que decía que el consumidor educado es el mejor consumidor. Me gusta ese concepto”.
Siempre se habla del boom del ska y el rocksteady durante los años sesenta. Pero, en aquellos años, ¿esa era realmente la música que sonaba en las radios de la isla? “Solo en una proporción menor. La música de Jamaica no tenía el mismo espacio que la extranjera. Para cambiar eso, para plantear que también queríamos escuchar esto otro, se necesitaron tiempo y algunos rebeldes. Antes, para escuchar música local debías ir a los bailes de los sound systems”.
Es decir que la música norteamericana era una influencia fuerte. Al respecto, agrega: “Vamos a darle crédito a Louis Jordan y Fats Domino. Aunque sería American shuffle, yo lo llamo pre ska. Si escuchás a una banda de Jamaica de los años cincuenta, suena exactamente así, con el ritmo del shuffle y el bajo walking. Hasta que los jamaiquinos descubrimos la batería one drop y así empezamos a crear nuestros propios patrones, acentos y bases de bajo. Eso, más la influencia del jazz, fue el ska. Don Drummond, Rico Rodriguez, Ernest Ranglin, todos esos tipos. El ska tuvo un gran impacto, pero hacia 1966 llegó el rocksteady, que al one drop le agregó líneas de bajo muy particulares. A partir del rocksteady, vos podías identificar una canción por el bajo. Y, alrededor de 1968, llegó el reggae y desaceleró el ritmo, pero mantuvo aquella idea de que el bajo tuviera su propia melodía. Y así es hasta hoy en Jamaica”.
Entre las influencias, el desarrollo y la continuidad, recuerda: “En todo ese proceso hubo grandes bateristas como Drumbago, Lloyd Knibb, Carly McLeod, capaces de tocar todos los estilos bailables del momento, pero sumando pequeños elementos novedosos. Algunos de ellos solían viajar a Cuba para trabajar en los casinos, y así es que entró la influencia de los timbales, que en el reggae se tradujo en el rimshot [el golpe en el aro del redoblante]. Así que lo que llamamos ska, rocksteady y reggae, todo viene del rhythm and blues norteamericano, a diferencia del mento, que es autóctono y se basa más bien en la percusión africana, el bajo tocado con el piano, la rumba box, la guitarra acústica y, a veces, un penny whistle o un clarinete. Había muchas orquestas de mento y artistas como Lord Tanamo y Lord Flea, pero nunca tuvieron proyección internacional y, cuando llegó el rhythm and blues, la mayoría desapareció”.
No puedo evitar preguntarle lo mismo que a tantos colegas: viajó por todo el mundo y tocó con músicos de distintos países. ¿Hasta qué punto siente que se puede tocar buen reggae fuera de Jamaica? Su respuesta: “A veces no sé qué pensarán de mí mis coterráneos cuando digo esto… Pero la música no es un monopolio. Yo no la inventé, no me pertenece. Soy jamaiquino y estudio música clásica y jazz. Si alguien considera que uno solo debería tocar la música específica de su cultura, debo decir que violé esa ley, que hice lo que no debía. Así que cuando vengo a la Argentina o voy a cualquier otro lado, me encanta escuchar gente tocando reggae. Por supuesto que lo interpretan a su manera. Suenan diferente, del mismo modo que hablamos distintos idiomas (y el idioma no es otra cosa que un grupo de sonidos con un ritmo particular). Pero me gusta eso, porque… La verdad es que si como pollo jerk todo el tiempo, me aburro. La nueva interpretación le da vida a la música, y así debe ser. Todos tienen derecho a tocar reggae. Es natural. Si algo no evoluciona, se muere. Y, además, los músicos jamaiquinos tenemos que reconocerlo: sin rhythm and blues no habría ska”.