miércoles 24 de abril de 2024
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«El nuevo lujo», de Yves Michaud

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«El nuevo lujo» es la nueva obra de Yves Michaud, especialista en filosofía del arte, donde explora la nueva cara del mercado del lujo: ya no se trata de objetos valiosos sino del lujo de la experiencia. En un ensayo riguroso que, a través de datos y ejemplos, analiza este fenómeno desde un punto de vista filosófico, psicológico y social y explica como el lujo es más que un sector de la economía: es un nuevo paradigma de nuestra sociedad. A continuación, un fragmento del libro.

Actualmente el lujo se fabrica industrialmente, incluso cuando presume de rasgos artesanos para valorizar su imagen y disimular la realidad de las operaciones. Los perfumes se elaboran de forma artesana pero se fabrican industrialmente. La guarnicionería Louis Vuitton continúa siendo producida por artesanos expertos,
pero LVMH debe abrir continuamente nuevas fábricas porque la demanda es enorme y las listas de espera larguísimas. Algunos accesorios de moda se producen en parte en fábricas deslocalizadas y luego se «acaban» de forma artesana en Italia o en Francia para poder lucir la etiqueta Made in Italy o Made in France.

La industrialización no afecta solo a la producción. También afecta a las campañas publicitarias, a las operaciones de lanzamiento, a los modos de distribución y a las cadenas de tiendas. Eso es cierto para la moda, los perfumes, las bebidas alcohólicas y hasta para las obras de arte a través de la creación de sucursales de las casas de subastas o de las grandes galerías (Gagosian, por ejemplo), las joyas y los relojes, las villas y los condominios de prestigio, los coches de gama alta, los yates y los aviones privados, los animales exóticos y hasta las mujeres (la prostitución de lujo y la promiscuidad mundana de la people). Incluso ciertos sectores inéditos con ofertas fantásticamente costosas conocen esa evolución industrial: está naciendo una industria de viajes espaciales por 20 millones de dólares. Capitalistas intrépidos como Elon Musk o Richard Branson fundan sociedades (SpaceX o Virgin Galactic) para ofrecer en un futuro próximo este tipo de nuevos servicios: una vuelta alrededor de la Tierra y —por qué no pronto— un viaje a la Luna. Una vez hecha esta precisión, lo más sencillo es volver a la lista de los objetos y experiencias para ver lo que cambia y lo que no.

En lo que se refiere a las piedras, las joyas y las materias preciosas, la continuidad es completa: siguen siendo elementos centrales del lujo, con los mismos problemas de aprovisionamiento que en el pasado —la necesidad de oro y su escasez, eventualmente, el tráfico de los diamantes que ha alimentado varias guerras africanas recientes, la caza furtiva del marfil—, con la diferencia de que estos problemas se plantean en términos de mercado de las materias primas (el oro para el enorme consumo interior indio, por ejemplo)1 y eventualmente de degradaciones y destrucciones ecológicas (destrucción de los arrecifes coralinos, perlas, nácares, ámbar, matanzas de elefantes y de rinocerontes, etcétera).

Lo mismo ocurre con las joyas, con la novedad de que las joyas industriales y los relojes constituyen un sector cada vez más importante de la joyería de lujo. Los Rolex, Patek y los teléfonos móviles con diamantes incrustados hacen la competencia a los collares y las pulseras.

En lo que a vestidos se refiere, los rasgos fundamentales siguen siendo los mismos: los tejidos, materiales y accesorios deben ser preciosos, raros, costosos y rebuscados. Tras la desaparición de las «modistas» llegó el prêt-à-porter de las casas de alta costura. Luego la época de las griffes de esas casas prestigiosas quedó a su vez superada, y ahora lo que se lleva son las «marcas» (Saint Laurent, Armani, Versace, Prada, etcétera). La marca se ha impuesto hasta tal punto que sirve para valorizar productos de gran consumo convertidos en «lujo» justamente por la marca, como las camisetas, polos y ropa interior (Ralph Lauren, Armani, Lacoste). Inversamente, cada vez más productos de marca se promocionan, se presentan y se comercializan de una forma que les permite entrar por la puerta de atrás en la categoría del lujo.

Adidas, Nike, Gap, etcétera. La marca, que a menudo se lleva por fuera de la prenda o se reconoce por un logo reproducido de todas las maneras imaginables (Old England, Vuitton), oculta en parte, sublimándola, la realidad de la producción industrial y deslocalizada de ese lujo de gran consumo.

En materia de casas, viviendas, villas, palacios y jardines, los rasgos siguen siendo sensiblemente iguales, con dos fenómenos nuevos.

Primero, la penetración de los modelos de consumo de lujo en todas las capas de la sociedad.

Como ha estudiado Robert H. Frank en su libro sobre la fiebre del lujo, las casas y villas son cada día más grandes, con más dependencias, más cuartos de baño, más garajes, más confort, piscinas mayores, más de todo. Al principio, se trata de un fenómeno de difusión del confort debido a la elevación del nivel de vida. A partir del siglo XIX, e incluso un poco antes, el lujo evoluciona de una dimensión de ostentación a otra de confort. Luego el confort adquiere un valor de ostentación, y empieza la huida hacia adelante: hay que rivalizar en todas las direcciones, hacia arriba con las clases superiores, horizontalmente con los de la misma clase, y hacia abajo para desmarcarse de las clases inferiores.

Segundo rasgo: la globalización de ese consumo de lujo inmobiliario. Se traduce sobre todo por el boom del negocio inmobiliario internacional, que ofrece a los superricos un abanico de lugares de ensueño en todos los rincones del mundo (Bahamas, Antillas, Costa Azul, Baleares, Cerdeña, Tailandia, Indonesia, grandes capitales del mundo, etcétera).

En lo que a muebles e instalaciones domésticas se refiere, el rasgo novedoso es la ambientalización (ya no pongo comillas ahora que la palabra ha sido introducida) de la decoración: el decorado afecta a la totalidad de la atmósfera de la vida.

Esa máxima no es ninguna novedad. Siempre ha habido una unidad decorativa que se resumía y se nombraba con la palabra «estilo» al hablar del «estilo Luis XIII» o del «estilo Imperio». La decoración expresaba el aire general de una época a través de un conjunto de rasgos que se estimaban coherentes, por dispares y heterogéneos que fueran. Ahora en cambio, las capacidades de dominar técnicamente el conjunto de factores de un ambiente decorativo y de un medio de vida han progresado y han modificado radicalmente la unidad en cuestión.

Poco a poco se ha ido incorporando el concepto no solo de amueblamiento sino de marco de vida en general, tanto en términos de aire acondicionado y de temperatura, de tratamiento de la luz y el sonido, como de facilitación domótica de la vida. El diseño se transforma en lo que podríamos denominar un «posdiseño integrador», a menos que volvamos más sencillamente a las fuentes de la noción de diseño como proyecto global de un entorno (el disegno o design como proyecto). Esta integración se extiende a la relación entre el marco arquitectónico y el marco de vida, y hasta entre el marco arquitectónico y el entorno en su conjunto. Una vez más, este ya era el caso con las denominadas «locuras», que se extendieron a partir del siglo XVII según el modelo de las villas de verano italianas. Con la diferencia de que las capacidades de integración arquitectónica y decorativa son incomparables con las del pasado. Las mismas observaciones valen para los alimentos y las recepciones.

Los principios siguen siendo los mismos: saborear una comida selecta y de calidad y afirmar un rango social ante los invitados y los comensales.

También aquí se impone progresivamente la integración ambiental, que reúne la decoración del espacio y de la mesa, el ceremonial del servicio, la inventiva culinaria y la presentación esteticizada de los alimentos. Los drippings de salsa a lo Pollock se han convertido en un tópico de la restauración.

La otra tendencia es la de la esteticización de la propia práctica culinaria, que se convierte en una forma de arte y de investigación propiamente dicha, a la manera de Ferran Adrià en El Bulli y de sus predecesores Troisgros, Senderens, Vergé y Ducasse. Algunos se adentraron posteriormente en la vía de una industrialización «a lo Warhol» de esa producción artística (Ducasse, Robuchon), en tanto que otros, como Adrià, se mantienen fieles al modelo individualista-romántico del artista. Por la vía de la esteticización, se llega a una desmaterialización o inmaterialización de la comida, que pierde en parte, o incluso completamente, su función alimenticia para no ser más que la ocasión de un juego de sabores, olores, colores y consistencias, una pura experiencia sensorial apenas relacionada con la finalidad nutritiva.

En materia de transportes, a pesar de los cambios considerables en los modos de propulsión, el confort, la seguridad, las distancias recorridas y el número de usuarios, las continuidades son asombrosas. Coches, yates y aviones son componentes contemporáneos inevitables del lujo, también ellos producidos, promocionados y vendidos en masa, o al menos en grandes cantidades.

Sirven evidentemente para desplazarse, aunque los embotellamientos, el código de circulación y las normas de seguridad rijan hoy por hoy para todos. Son por consiguiente su potencia y su apariencia las que expresan esa capacidad superior de desplazamiento. Un todoterreno con su barra parachoques cromada desprende una impresión de potencia brutal para el conductor de un pequeño turismo. Igual que los Porsche, Ferrari y Audi con sus centenares de caballos bajo el capó, aunque solo sirvan para recorrer unas decenas de metros haciendo humear los neumáticos. En el extremo de esta lógica de exhibición de la potencia, tenemos los rallyes salvajes (Cannonball) que organizan en las autopistas del continente algunos ricos coleccionistas ingleses que no se arredran ante las multas por exceso de velocidad, que, por otra parte, ya se cuidarán de no pagar mediante toda clase de triquiñuelas legales.

Y hasta la utilidad militar se asocia extrañamente con el lujo. Los todoterrenos adoptan con frecuencia las características de los vehículos militares o de aventura,no en términos de prestaciones sino de apariencia y de diseño: perfiladura, masa compacta, protecciones, pintura metalizada, camuflaje antirradar, cristales tintados, antenas y faros sobredimensionados.

Hay una serie de vehículos que son calcos puros de versiones militares. Ello es cierto para el Jeep de la Segunda Guerra Mundial, cuyo éxito perdura a través de versiones actualizadas, pero más aún para el Hummer, esa versión «civil» del Humvee que ha estado operativo en Irak y en Afganistán. El carácter militar desborda hasta el acompañamiento de los pasajeros por guardaespaldas que juegan «a los militares» o a los agentes de seguridad de la empresa Blackwater.

Estas observaciones valen también para los aviones privados y los yates, que constituyen uno de los sectores más florecientes del lujo contemporáneo: potencia, línea y aspecto militar. La mayor parte de los megayates más recientes, como el A, diseñado por Philippe Starck para el oligarca ruso Melnichenko, se parecen más a las fragatas militares especialmente carenadas para ser furtivas y poco divisables que a barcos de recreo. Al verlos uno espera que en cualquier momento se abran unas escotillas y salgan, según lo que la ocasión requiera, unas motos acuáticas pilotadas por chicas guapas o unos torpedos y señuelos antiaéreos. Este lujo en definitiva «clásico», inspirado en los caballeros y los guerreros, es una forma desacomplejada y brutal de afirmar el poder. Ya no sirve para distinguir sino para impresionar y apabullar. Revela un rasgo importante de nuestra época: el lujo como dominio arrogante, como exhibición de la insolencia del dinero.

Las obras de arte conservan, evidentemente, toda su importancia en el lujo contemporáneo.

Hay que empezar por subrayar hasta qué punto los mercados se han ampliado y diversificado. Ya no hay solamente un mercado europeo o americano, sino mercados en plural: chino, indio, americano, emiratí y árabe. A pesar de que sigue habiendo un mercado global para los grandes coleccionistas (aunque este punto merecería ser discutido, ya que el mercado global en cuestión solo es el sector más visible y más rico del mercado occidental), la ampliación y la diversificación de los mercados tienen como consecuencia que las colecciones se multiplican a la vez que se diferencian. Las obras coleccionadas en el mundo árabe son muy diferentes de las que coleccionan los ricos chinos de China o de la diáspora. De manera que las obras de arte pierden en parte su cualidad «museística» para volver a formar parte del lujo decorativo. La magia de la calidad estética pesa cada vez menos comparada con las funciones de decoración, ostentación y distinción.

Al mismo tiempo, la producción de obras de arte ha aumentado considerablemente. Eso vale para la producción de las obras maestras como para la producción de obras más corrientes. La demografía artística ha evolucionado

en consecuencia: por todas partes hay una cantidad impresionante de artistas. Aquí una vez más reina la industria. Los perfumes del siglo XX son típicamente productos del arte y de la industria.

La mayor parte de los grandes perfumes nacieron después de la Primera Guerra Mundial.5 Aunque los «narices» continúan creándolos, los perfumes hoy son objeto de un diseño, una producción, una promoción y una distribución industriales.

Otro rasgo nuevo es el celebrity marketing, la asociación publicitaria de un perfume con estrellas que se convierten en representantes de la marca (Laetitia Casta, Isabella Rossellini, Nicole Kidman, Pierce Brosnan, Eva Longoria, Scarlett Johansson, Jane Fonda, Claudia Schiffer, Charlize Theron, etcétera).

Los vinos, las bebidas alcohólicas y las drogas forman parte del lujo a través de champanes, licores añejos, grands crus, millésimes y drogas caras. Su connotación de lujo no solo se debe a su valor propio, sino también a su asociación con modos de vida de la «clase ociosa»: frecuentación de grandes restaurantes, recepciones y cócteles, mundanidades, vida de hoteles de superlujo, de bares y lugares de ocio o de vacaciones.

El problema aquí es que la producción industrial de esos medios de embriagarse y evadirse ha banalizado y devaluado estas experiencias, que recuperan su carácter

popular, especialmente en lo que se refiere al consumo de alcohol y drogas. Es significativo en este sentido que grandes grupos como Pernod Ricard, cuyo éxito y fama nacen con productos más populares que lujosos (los aperitivos anisados), comercialicen hoy champanes  (Mumm, Perrier-Jouët) y licores de calidad (Martell, Chivas Regal), estableciendo una gran separación entre sus orígenes y su desarrollo en el sector del lujo. La industrialización de la producción de bebidas espirituosas afecta a los productos de alta gama. Los vinos de calidad se han multiplicado en todos los viñedos del mundo.

El consumo de licores y vinos de lujo se ha banalizado, lo cual obliga a las grandes marcas a inventar nuevos modos de diferenciarse dentro de la desdiferenciación engendrada por el consumo masivo.

La situación es comparable para las drogas, pero con una particularidad original. Su calidad aumenta, y los precios bajan al mismo tiempo que el consumo se extiende, en particular para la cocaína y las drogas de síntesis química. Como para el alcohol, hay que inventar pues modos de diferenciación que pongan remedio a esa desdiferenciación. Se tratará entonces de consumir alcohol y drogas en condiciones especiales, en un local VIP o una fiesta exclusiva y chic, o en un cóctel de la alta sociedad. Una cogorza en una fiesta elegante sigue siendo una cogorza, pero tiene la ventaja de producirse en un marco de diferenciación social.

Queda el tema de las mujeres.

Aunque la igualdad progresa y a las mujeres se las trata un poco menos como objetos, siguen formando parte como en el pasado del consumo de lujo, y a veces incluso más, en términos de ostentación. Ello es así en las regiones del mundo y las clases sociales en las que todavía se practica la poligamia. Es así en la forma «moderna» de la poligamia que son los matrimonios en se rie, con su cortejo de minutas de abogados, costos legales, reparto, pensiones, indemnizaciones, ex y familias reconstruidas. También es así en la vida sexual liberada en la cual las compañeras y los compañeros cuestan caros, tanto si los encuentros son consentidos como si son pagados. El libertinaje, la poligamia, una vida sexual libre y activa requieren dinero y, en este sentido, forman parte del lujo. Aún es más cierto y patente a medida que nos aproximamos al mundo de las modelos, vedettes y estrellas más o menos famosas, people, escort girls y escort boys, cuyas prestaciones tanto sexuales como de ostentación forman parte del lujo. Desde este punto de vista, la continuidad con el pasado es total. Se añade obviamente la difusión masiva propia de nuestra época: el comercio del sexo se produce a una escala enorme y no afecta solo a la prostitución de baja estofa. Las agencias de escorts y de «modelos» son florecientes. Este recorrido en dos tiempos de los objetos y experiencias de lujo pone en evidencia que hay importantes continuidades.

El lujo significa en efecto rareza, gusto, cambio, ruptura, gasto, distinción, exceso y —no lo olvidemos— sobre todo placer.

Henri Baudrillart, en su libro de 1880, identificaba cuatro dimensiones, o lo que él denominaba cuatro «explicaciones», del lujo: la concupiscencia sensual, el orgullo de ostentación, el gusto por la ornamentación y la afición al cambio.

Como el lector habrá visto, retomo tal cual la concupiscencia sensual de Baudrillart en la categoría del placer y el hedonismo; y lo mismo para el orgullo de ostentación. Por mi parte, tendería a poner la afición al cambio dentro de la categoría del placer, pero como una dimensión especial del placer, la que tiene que ver con el cambio de régimen sensorial y el descubrimiento de la novedad.

En cuanto a la ornamentación, puede clasificarse en parte dentro de la categoría del placer, el placer del ornato y la seducción, y en parte también dentro de la categoría de la ostentación. Su clasificación separada por parte de Baudrillart tiene sin embargo un gran interés, significativo de la época de la publicación, y es que pone en evidencia la dimensión darwiniana del lujo como ornato. El lujo tiene en común con las señales y los comportamientos estéticos una función de atractivo sexual y de instrumento de selección. Una acción en 1996 del artista Boris Achour consistía en plantarse delante de lugares lujosos (tiendas y grandes hoteles) con una túnica que llevaba en la espalda la inscripción «las mujeres ricas son guapas». Eso resume lo que hay que decir sobre el tema. Por esta razón me gustaría añadir la función de ornamentación a la tríada propuesta anteriormente (ostentación, placer y exceso).

De forma sorprendente, en cambio, Baudrillart ignora la noción de dispendio y exceso cuando es algo omnipresente en sus descripciones y no la omite en el detalle de su estudio. La moderación de finales del siglo XIX supongo…

Podemos hablar pues de una permanencia existencial, antropológica y hasta diría que ontológica del lujo. Este forma parte del orden de las cosas, es decir, de los comportamientos humanos naturales.

La afición al lujo forma parte de las disposiciones humanas porque responde al deseo de diferenciarse y distinguirse, porque el lujo da placer, funciona como ornamento y atractivo sexual y porque introduce en nuestras vidas dispendio, exceso e intensidad.

Estas cuatro dimensiones no son fáciles de conciliar ni intelectual ni prácticamente. Por eso el lujo es objeto de evaluaciones contradictorias según si uno se concentra en uno u otro de sus aspectos. Se lo condena como ostentación, se lo celebra como dispendio, se lo reconoce como inevitable ornamento y existe división de opiniones en cuanto al placer que proporciona según la idea que uno tenga del placer y el juicio que este le merezca.

Sin embargo, la revisión empírica a la cual he procedido a partir de Baudrillart no es completa, y ahora hay que ir más lejos.

En el pasado, esa enumeración tiene efectivamente en cuenta los objetos y las experiencias correspondientes, por ejemplo las joyas y su utilización en la corte y las ceremonias, o los vehículos en las fiestas, cabalgatas,desfiles y recepciones, o bien —tercer ejemplo— los alimentos y bebidas en los banquetes, celebraciones y orgías.

En otras palabras, hasta ahora hemos hablado de situaciones en que los objetos y las experiencias del lujo tienen una correspondencia más o menos identificable.

Es más difícil identificar esta correspondencia en la época contemporánea, en la cual se constata muchas veces un divorcio entre objetos y experiencias, y en ocasiones hasta la desaparición de los objetos.

¿Qué son en efecto unas vacaciones de ensueño, un crucero en un transatlántico, una estancia en un hotel de superlujo, un centro de fitness o una casa de hielo en el círculo polar, el acceso a la zona ultrarreservada de una discoteca o a un club exclusivo, la participación en viajes a las ferias de arte contemporáneo como VIP, una fiesta suntuosa? ¿Qué es una cacería reservada a unos pocos o un viaje en cohete alrededor de la Tierra por varios millones de dólares?

He aquí un abanico de experiencias que no tienen tanto que ver con los objetos como con unos conjuntos de objetos y una forma de vivirlos, con las vivencias que producen y con los costos para conseguirlos o disfrutar de ellos.

Sin duda todas esas experiencias tienen unas condiciones materiales y objetivas, empezando justamente por su costo y por la logística necesaria para producirlas, pero no por ello dejan de ser experiencias difusas y momentáneas, frágiles e intensas, vividas sin que se puedan compartir ni prestar, ni transmitir, ni atesorar, ni legar, apenas contar, pero en cambio se pueden mostrar y como tales se exhiben en los medios.

Lo que se vivía a través de los objetos se vive ahora de otra manera, ya no a través del consumo de objetos, sino de una forma en parte desmaterializada, o vaporosa y gaseosa, mediante la participación en experiencias. Los cambios que afectan al lujo contemporáneo se producen sobre un fondo de permanencias como las indicadas, pero también envuelven esa evolución hacia lo que podríamos llamar una «experiencialización» del lujo.

Por «experiencialización» entiendo (el lector me perdonará que añada más jerga a la jerga para remediarla) un «devenir-experiencia». La expresión tiene una pesadez muy hegeliana, pero permite resumir casi en una palabra una evolución evidente. Cada vez hay más formas de consumo de lujo que consisten menos en adquirir y apropiarse objetos que en procurarse y vivir experiencias. Quien tiene la suerte de estar «en la lista» de una fiesta reservada y exclusiva tiene acceso a una experiencia cuyos ingredientes son múltiples y difíciles de desentrañar (aunque los especialistas en fiestas saben cuáles son los ingredientes indispensables para que una fiesta sea un éxito). Esa experiencia es factor de distinción primero para él mismo en su representación de sí mismo como «persona-quenaturalmente-tiene-allí-su-lugar», factor de distinción para los que no pueden o no habrían podido acceder a esa fiesta y factor de distinción para los que leerán un reportaje o unos ecos de sociedad sobre la fiesta y sus invitados en una revista dedicada a la people y a los famosos. Esto vale no solo para las fiestas y recepciones, sino también para el acceso a una residencia rodeada de medidas de seguridad, a una playa privada, a una isla para multimillonarios en las Bahamas o en el océano Índico, a un salón VIP de un aeropuerto, a un restaurante célebre.

No solo esas experiencias «puras», en el sentido de que el acceso a la experiencia es más importante que la posesión del objeto, se multiplican, sino que también se amplían al consumo de los propios objetos, en el sentido en que he hablado de lujo de objeto. El lujo reside cada vez más en la experiencia de la distinción, en la experiencia del goce, en la experiencia del dispendio y del exceso, en la experiencia prometida por los objetos más que en los objetos mismos. La visita a determinadas tiendas o barrios comerciales de lujo (Madison Avenue, Mayfair, Faubourg Saint-Honoré, Saint-Germain-des-Prés, etcétera), el acto de compra aunque sea de algo simbólico, la apropiación del objeto en su envoltorio o su marca, todo eso forma ahora la experiencia del objeto, incluso en el imaginario que lo rodea. En el fondo, importa menos haber ido a cenar a El Bulli de Ferran Adrià que haber formado parte de los ocho mil «elegidos» que cada año lograban acceder a una experiencia a la cual aspiraban dos millones de personas.

Estos cambios obedecen a muchas razones. En primer lugar, el desarrollo de las capacidades de concepción, diseño y producción industrial de los objetos y las experiencias. El lujo en general, y no solo los objetos de lujo, ha entrado como tantas otras cosas en la era de la reproductibilidad técnica.

Al mismo tiempo, los públicos se han ampliado y no cesan de ampliarse. La industrialización a la cual hasta aquí solo he aludido está en sintonía con esa extensión de los públicos del lujo: permite satisfacer la demanda creciente y, de rebote, la suscita y la provoca. Como para muchos otros fenómenos, la pareja globalizacióndemocratización es el motor.

La relación productor/consumidor no es sin embargo la única que influye. También hay que tener en cuenta la naturaleza de los deseos de consumo, la búsqueda de placer y el tipo de goce que el lujo proporciona. Desde este punto de vista, a los objetos y experiencias que hoy se proponen corresponden formas de placer particulares y en gran parte novedosas. El lujo contemporáneo no es únicamente un producto de la industrialización, sino que también responde a una demanda hedonista específica y nueva, la cual se satisface a su vez mediante una industria del placer.

 

El nuevo lujo
Institutos de belleza, safaris, cruceros y paquetes turísticos excepcionales, alta gastronomía, viajes espaciales... Incluso en tiempos de crisis, el mercado del lujo goza de una salud de hierro —un dato llamativo, incluso insolente—, pero ha adoptado, advierte el filósofo Yves Michaud, una nueva cara: no se trata ya tanto de un lujo basado en los objetos sino de un lujo de la experiencia. A partir de sorprendentes datos y ejemplos, El nuevo lujo analiza este fenómeno planetario desde un punto de vista filosófico, psicológico y sociológico y con un enfoque tan inteligente como irónico. Yves Michaud da cuenta de las astutas estrategias de posicionamiento llevadas a cabo por las grandes firmas, que venden moda y glamour, y señala lo sintomático de ese frenesí contemporáneo del lujo, tras el cual hay un individuo que busca desesperadamente su identidad. El lujo es, pues, mucho más que un sector de la economía: es un paradigma de nuestra sociedad.
Publicada por: Taurus
Edición: primera
ISBN: 9788430617210
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