viernes 19 de abril de 2024
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El palacio y la calle

La reforma previsional aprobada en la mañana del martes 19 de diciembre -que incluye un recorte en los ingresos a jubilados, pensionados y beneficiarios de la Asignación Universal por Hijo- es la medida más impopular tomada por el gobierno de Mauricio Macri. “¿No se puede sacar la plata de otro lado?”. La pregunta tiene aire infantil y por esa razón una inocente contundencia.

La ley cosechó 127 votos, uno menos que la mayoría simple del total de los miembros de la Cámara de Diputados. Además del oficialismo, legisladores de una decena de provincias gobernadas por el peronismo fueron decisivos para la aprobación de la norma. El acuerdo contó con el aval previo de 23 de los 24 gobernadores. Incluso una docena de mandatarios se tomaron una foto en el Congreso junto con los ministros Rogelio Frigerio y Marcos Peña para ratificar su apoyo a la norma. Según algunos sondeos, la medida ni siquiera cayó bien entre los votantes de Cambiemos.

Nadie duda del alto costo político que pagará un gobierno que acaba de recibir un formidable respaldo popular en las últimas elecciones legislativas por impulsar una ley que no había anunciado en campaña. ¿Por qué entonces el Presidente la sigue defendiendo con tanto entusiasmo?  “Estoy convencido, estoy jugado de cuerpo y alma por esta reforma”, señaló en conferencia de prensa.

En la génesis del pacto fiscal está la respuesta a todas las preguntas. El gobierno se encontró ante la necesidad concreta de compensar a la provincia de Buenos Aires por la inequidad en el reparto de fondos nacionales. La discriminación histórica con la provincia más grande y poblada de la argentina se encaminaba a ser resuelta por la Corte Suprema. Ese fallo podía generar un descalabro en todo el sistema perjudicando al resto de las provincias (evito deliberadamente mencionar cifras). En el gobierno tramaron una propuesta “salomónica”. Compensar a Buenos Aires sin afectar las arcas provinciales bajo el compromiso de que todos renuncien a los reclamos judiciales.

El detalle desagradable no tardó en conocerse. Los fondos saldrían del bolsillo más flaco: el de jubilados y pensionados. Los técnicos del gobierno exhibieron una paleta de argumentos para defender el cambio en el cálculo de la llamada fórmula de la movilidad jubilatoria. El más recurrente fue que el sistema actual es inviable.

Después de las primeras manifestaciones de resistencia pública y con el fracaso de la primera sesión parlamentaria (el día de la represión de Gendarmería), se agregó un bono “de Navidad” para amortiguar el impacto del cambio. Según cálculos de la CTA, “el ahorro” para el Estado ascenderá a 76 mil millones de pesos. El gobierno se anotó un doble objetivo: consiguió los fondos para lubricar el acuerdo con las provincias y, a la vez, “reducir” el déficit fiscal que hasta ahora es solventado con emisión descontrolada de deuda externa.

La diputada Victoria Donda recordó las sugerencias que el FMI le hizo al gobierno argentino en 2016. El organismo financiero aconsejó “hacer sustentable el sistema previsional, modificar la fórmula de actualización y aumentar la edad de las jubilaciones”. Donda señaló en el Congreso: “aumentan las tarifas, aumentan los alimentos, aumentan los servicios y quieren recortar las jubilaciones”. La diputada está entre los que le exigen al gobierno que pesque recursos en mares más profundos. Allí dónde navegan peces más grandes, ricos y poderosos, por ejemplo.

Hasta aquí la pelea ideológica que debe resolverse en las urnas primero y en el Congreso después. Quitarle a los que tienen más o recortar dónde sea sin tocar al sector privado “para no desalentar las inversiones”. Dos visiones contrapuestas de una batalla que debe ser política y cultural. Pero esto es Argentina y no Suecia.

El tratamiento desató un aluvión de acciones de violencia (durante horas se atacó a la policía de la Ciudad de Buenos Aires con piedras y palos de manera brutal) y luego una fuerte represión policial con jubilados apaleados y manifestantes arrollados por una moto.

La legión integrada por militantes de una izquierda con praxis fascista, barras bravas, lúmpenes e infiltrados lograron su cometido. Opacaron la enorme movilización de repudio que se congregó frente al Congreso de la Nación. En la madrugada miles de ciudadanos que se manifestaron pacíficamente con ruidosos cacerolazos volvieron a poner las cosas en su lugar. Una parte significativa de la población rechaza la reforma.

Con todo, los menos pudieron sobre los más. El repudio de la clase política a la violencia, en especial la que se denomina progresista, debe ser contundente. Hasta hoy sólo la conducción de la CGT –que inexplicablemente lanzó un paro sin movilización– y el PJ bonaerense se manifestaron con claridad. No más sangre en las calles debería ser una consigna sin ateos entre oficialistas y opositores. Ya hubo dos muertos en refriegas con fuerzas de seguridad: Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, este último víctima de una bala de un agente de la Prefectura.

En la Casa de Gobierno deben entender que no se trata de tolerar la movilización popular sino de aceptarla. Las protestas ante medidas injustas son consecuencia de esas medidas y, cuando son pacíficas, hacen a le esencia misma de la democracia.

Las leyes se debaten en el Congreso, nadie puede discutirlo, pero todo dirigente democrático tiene la obligación ética de escuchar lo que dicen las voces de los ciudadanos. El riesgo de no hacerlo, más temprano que tarde, se paga con el aislamiento y la soledad.