martes 23 de abril de 2024
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«El papa peronista», de Ignacio Zuleta

La elección de Francisco como papa en 2013 es el hecho más importante de la historia argentina. Y la más grande victoria electoral de la historia del peronismo. Pero hasta entonces la actuación y el protagonismo discreto pero decisivo de Jorge Mario Bergoglio en cada uno de los hechos más trascendentes de medio siglo de vida política y ciudadana nacional habían pasado inadvertidos o reconocidos de manera equívoca y confusa a los ojos de sus contemporáneos. En El Papa peronista, Ignacio Zuleta ha compuesto la detallada, analítica y apasionante narrativa de cómo fue el ascenso del sacerdote jesuita que ocupa el trono de San Pedro en el Vaticano. Y cómo desde ahí interviene en la política argentina gracias a una red de relaciones discretas y otras no tan discretas, y múltiples acciones desconocidas.  

El libro traza un recorrido histórico que va del joven jesuita a su paritaria con el gobierno de  Cambiemos. Cómo llegó a ser el titular de Compañía de Jesús en la Argentina, la más secreta, activa e intelectualmente exigente de las órdenes religiosas católicas. Su compromiso social y su adhesión a la teología de la liberación y su opción por los gobiernos de signo justicialista. Sus vínculos con la Guardia de Hierro cuando fue rector de la Universidad del Salvador. Cómo llegó a ser arzobispo de la Ciudad de Buenos Aires y cómo, desde esa dignidad, influyó en el ascenso y caída de jefes de Gobierno porteños. Su relación de amores y de odios durante doce años de kirchnerismo. Sus posiciones frente a las campañas civiles que llevaron a la ley del matrimonio igualitario, en cuyo debate Bergoglio confrontó con una estrategia diferente del resto de la Iglesia argentina. Sus pronunciamientos contra la corrupción y su defensa de la estabilidad de Cristina de Kirchner en los últimos años del mandato. La alianza militante con Cambiemos en las leyes de economía popular y de urbanización de villas, y su oposición no menos militante al gabinete de Mauricio Macri en el debate por la legalización del aborto en el Congreso.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

 

25- Gordita, no pude decir que no. Soy papa

Un sobrino de Jorge Bergoglio alimentó con anécdotas el presunto desinterés del tío por la carrera papal. Le da más encanto al personaje, pero recubre de inocencia la firmeza del proyecto. Nadie llega a Papa por casualidad ni por el curso lógico de los hechos. Aún menos cuando se trata de un personaje que ha hecho una trayectoria ascendente desde el subsuelo de la escala social e institucional. El propio Bergoglio enumeró varias veces las razones por las cuales nunca sería Papa: su pertenencia a la Compañía de Jesús, marginada históricamente de ese escalafón; su salud, frágil desde la juventud, cuando fue operado del sistema respiratorio, algo que le impidió viajar a Japón como misionero; su proveniencia de América Latina, el fin del mundo; su trayectoria como sacerdote y como obispo, que lo enfrentó con los poderes fácticos de cada momento. Llegó al pontificado porque doblegó todas esas restricciones con una fuerza que solo explica una divina voluntad de poder.

El anecdotario del Bergoglio que se dio por sorprendido ante la elección del cónclave vaticano suma frases como la que recuerda su sobrino: «Antes de viajar, llamó para despedirse y al igual que en 2005 [cuando fue la elección de Benedicto XVI] le dijo a mi mamá: “Nos vemos, gordita. A la vuelta a ver si nos tomamos unos mates” […] El 13 de marzo del 2013, el mismo día de la elección, a las nueve de la noche. Sonó el teléfono de casa, venía sonando todo el día. No le reconocí la voz. “¿Quién habla?” “Yo, Jorge.” “Ah, tío, ¿qué tal, todo bien? Esperá que te paso con mi mamá.” Fue todo muy natural, porque no dijo: “Yo, Francisco”, sino Jorge. Lo primero que le dijo a mi mamá fue: “Gordita, no pude decir que no”».

Clelia Luro, la viuda de monseñor Gerónimo Podestá, quería que el Estado le pagase la pensión que correspondía a la jubilación del legendario obispo, uno de los adelantados de la corriente de la teología del pueblo. Hizo una gestión en la ANSES y, cuando le pidieron el DNI del derechohabiente, saltó que se trataba de un obispo que había tenido una pensión graciable que no podía trasladarse a su viuda, porque los curas católicos no suelen casarse. Pablo Fondevila, gerente del organismo, dijo que era un caso insólito, que podía marchar, pero que necesitan alguna venia de la Iglesia para asegurarse de que la institución no le caería encima.

Eduardo Valdés, funcionario de la Cancillería en esos años, le llevó el tema a Bergoglio, que era amigo de Clelia. El arzobispo escuchó y pidió un grabador de voz. Eran tiempos de una tecnología primitiva, no existía el WhatsApp y el cardenal nunca fue afecto a los celulares; menos aún a dejar marcas por escrito de sus deseos y tramitaciones. Apretó el botón del Geloso —g rabador de primera generación de marca hoy olvidada— que le habían acercado y grabó: «Querido Pablo. No sabe cómo le agradezco todo lo que está haciendo por la amiga Clelia». Puso stop y le dijo: llévele esto. ¿Acaso imaginó alguien que iba a dejar un testimonio en papel de esa intermediación? El trámite no era fácil, porque los abogados habían frenado el pedido. Clelia recurrió a Zaffaroni, que la patrocinó en una medida de amparo que terminó ganando en un acuerdo extrajudicial. Fue un final de excepción que alguna vez alguien deberá explicar en beneficio del derecho previsional.

Clelia Luro consolidó después de esa gestión su estrecha relación con Bergoglio y se ganó un lugar en la galería de los profetas. Un par de meses antes de la elección, exclamaba ante testigos — Raúl Zaffaroni era uno de ellos—,  durante una ronda de mate: «Este alemán tiene que renunciar y Jorge tiene que ser Papa». Horas antes del viaje final a Roma, Bergoglio la llamó por teléfono para despedirse:

— Te llamo a la vuelta — se despidió.

— Vos no vas a volver, porque vas a ser Papa — le respondió Clelia.

En esta galería de damas proféticas, tiene también un puesto Elisa Carrió con su frase del día cuando lo conoció: «Este va a ser Papa».

Había elegido dónde iba a envejecer y morir

Tomás Sánchez de Bustamante, presidente de OSDE, empresario y hombre de Iglesia, recibió un pedido de Bergoglio para que esa obra social, una de las más grandes de la Argentina y con un mercado premium de clientes de las clases medias y ascendentes, se hiciera cargo del Sanatorio San José, propiedad de la Iglesia y que estaba al borde de la bancarrota.

La empresa y se hizo cargo de las reformas para poner el sanatorio de nuevo en marcha, con lo cual las relaciones entre ellos se estrecharon. En 2011, Sánchez de Bustamante fue a saludar a Bergoglio por el cumpleaños número 75.

— Ya he mandado la carta de renuncia — le contó.

— ¿Qué va a hacer?

—E spero que me acepten la renuncia. Ya me han preparado una habitación en la casa de unas monjitas. Pero siempre hay algo que hacer.

— ¿Por ejemplo?

—B ueno, me voy a dedicar a hacer algo de política para tratar de enderezar esto — y señaló por la ventana de su oficina hacia la Casa Rosada.

Apartó al grupo de visitantes a un sector del despacho de reuniones, que no era el que tenía dispuesto como arzobispo, que usaba solo como depósito de papeles, y encendió una radio.

— Hablemos más acá, así esta mujer no me puede grabar lo que digo.

Ese grupo de amigos llegó a visitar la habitación que decía tener reservada en la casa de la calle Condarco 130. Se sumaron otros amigos de extracción sindical que aportaron materiales y mano de obra para refaccionar esa instalación.

Todo quedó en la nada. Cuando Bergoglio asumió como Papa, le pidió a Sánchez de Bustamante que OSDE participase del Congreso Anual de Bioética que se hace en el Vaticano. A los sindicalistas los ha recibido en todas las ocasiones que les ha parecido oportuno para enviar señales políticas a la patronal y al gobierno de Buenos Aires.

Escrutinios vaticanos

Contradice este anecdotario el hecho de que Bergoglio, en el cónclave de 2005 que eligió al Papa Benedicto XVI, había logrado 42 votos. Provenían de los cardenales más progresistas y se los había trasladado Carlo Maria Martini, arzobispo de Milán, a quien habían diagnosticado un cáncer. Según dice la historia oficial de las infidencias papales — el secreto obliga a los electores, so pena de excomunión— , Bergoglio le pasó esos votos a Benedicto XVI, un teólogo que pertenecía al club de amigos del cardenal argentino en el Vaticano.

Ese grupo solía mantener comidas sociales en la casa de Guzmán Carriquiry en Roma, personaje clave que actuó como presentador de Bergoglio a quien era arzobispo de Buenos Aires, Antonio Quarracino, años antes de que lo eligiera su sucesor. También frecuentaban ese departamento Ratzinger y Bergoglio, quienes se tenían gran confianza mutua desde antes de ser papas los dos.

Los 42 votos que logró Bergoglio por fuerza propia y cesión de los martinistas alcanzaban un número que bloqueaba la mayoría necesaria para que Ratzinger resultara elegido. El cardenal argentino soltó esos sufragios para construir el papado transitorio del cardenal y teólogo alemán. Bergoglio nunca lo ha contado a nadie, pero tampoco se lo ha desmentido a quienes le han expuesto esta trama bajo el irónico pretexto de los amigos: «Padre Jorge, le cuento lo que andan diciendo por ahí, solo para que usted lo sepa». La respuesta es una sonrisa de asentimiento más expresiva que una confesión.

Aquel círcu lo respiraba tanta confianza mutua, que alguno de sus entornistas pensó que los dos libraban una abierta jugada de ajedrez: elegirlo a uno Papa, de modo que trajese al otro como secretario de Estado, en lugar del adversario de Bergoglio, Angelo Sodano.

También buscaron confirmación contándole, solo para su información, lo que se decía: «Viene usted como secretario de Estado de Ratzinger». Bergoglio respondía: «Si tengo que venir a Roma, ¿sabe lo que va a pasar? Me muero».

Los calló a todos con eso. Estos diálogos los han completado esos entornistas con la observación del cambio de estado de ánimo entre Bergoglio arzobispo y Francisco Papa. «¿Por qué antes esa cara de cu lo y ahora esa sonrisa? Creíamos que estaba enfermo del hígado, no de los pulmones. ¿Qué cambió?». La respuesta la han repetido decenas de testimonios, como por ejemplo el del arzobispo de Santiago de Chile: «Porque me gusta ser Papa, y le agradezco a Dios hacer lo que estoy haciendo».

Bergoglio partió al cónclave de 2013 con los mejores pronósticos. Sesionaba en ese tiempo en Buenos Aires una peña con amigos bajo el rótulo de Mesa del Diálogo Religioso (una de las tantas que promovió), un foro privado de consulta y debate. Lo integraban, además de Bergoglio, el rabino Daniel Goldman, el profesor José María del Corral, el dirigente islámico Omar Abboud, Liberman, Mangone y otros. En marzo de 2013, Bergoglio partió a Roma desde esa peña con 70 votos confirmados para ser Papa. Ese recuento de votos estaba hecho sobre la base de información que tuvo el propio Bergoglio acerca de los apoyos que su nombre había juntado en una campaña del Episcopado de los Estados Unidos, a los que se sumaban sufragios de otros continentes. Nadie niega que en esos días Bergoglio hiciera un viaje más que discreto a Asunción del Paraguay para reunirse con obispos de la región.

Ese grupo de amigos de Buenos Aires estaba convencido, apenas inició el cónclave sus sesiones secretas, de que Bergoglio sería elegido Papa, porque era el abanderado de una campaña de la Iglesia periférica contra la camarilla de la Iglesia italiana. Seguramente, el cardenal primado de la Argentina también compartía esa percepción que, sin embargo, no existía para el público que seguía por los medios la crónica de la sucesión pontificia.

En las últimas reuniones de despedida, se mostró nervioso ante la posibilidad de ser electo Papa. Se franqueó ante amigos cercanos a la política y les dijo que no se sorprendieran si en los primeros momentos los cambios parecían lentos, pero que en poco tiempo introduciría su propio estilo. Para eso, dijo, les iba a pedir que viajasen a Roma después de su asunción, pero que no lo hicieran de inmediato, porque no los podría atender. Ese interlocutor sintetizó esa charla en términos de la política de cada día: «Es comprensible, el hombre tiene que armar su propio espacio». Este ánimo que prometía sorpresas pareció haberlo entendido, desde la gráfica, el viñetista Giannelli, del vespertino milanés Corriere della Sera, quien había dibujado a Bergoglio rodeado de cardenales diciendo: «Mis hermanos cardenales me han dado una sorpresa eligiéndome Papa». Y en un aparte, como por lo bajo, en un susurro teatral, agregaba: «Pero ni se imaginan las sorpresas que vienen».

La Iglesia de Roma, sus feligreses y sus críticos han dedicado siglos a detectar cuáles son las manifestaciones del Espíritu Santo. Si se manifiesta a través de los sacerdotes o de las constituciones dogmáticas ex cathedra o no de Roma, o si lo hace por medio de las expresiones colectivas que tienen en el catolicismo ese fuero especial que expresa el lema latino Vox Populi, Vox Dei. Como el rumbo de la Iglesia sigue una derrota sometida a una hermenéutica de la cual surgen lecturas a veces contradictorias, el público buscaba detalles sobre lo que pasaría en lugares insólitos.

En las horas previas a la elección de Bergoglio, la página Ladbrokes, conocida en el negocio del deporte, pero que también recoge apuestas sobre hechos de interés político en todo el mundo, mostraba cuáles eran las tendencias entre los apostadores.

Encabezaba las preferencias el cardenal Peter Kodwo Appiah Turkson, responsable entonces del Pontificio Consejo para la Justicia y la Paz del Vaticano, hombre de color que nació en un país africano que saltó a los titulares argentinos con la incautación de la fragata Libertad: Ghana. Cuando Bergoglio asumió, le encomendó el nuevo Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral que reemplazaría a esa Comisión.

En los aprontes de Ladbrokes, Turkson manifestaba preferencias 3/1 entre los apostadores que se iban anotando hora tras hora. La silla de Pedro es una monarquía o un imperio cuyos príncipes electores —l os cardenales— eligen al jefe de la Iglesia. Esta decisión, cuya inspiración y responsabilidad la Iglesia remite al Espíritu Santo, se manifiesta en la suma de los sufragios individuales de los participantes del cónclave con derecho a voto, no surge del voto popular. Lo que digan los apostadores no determina ningún resultado, aunque tampoco sea un indicador despreciable. Es presumible que quien apuesta por un Papa al punto de arriesgar dinero ha estudiado el contexto de esa elección papal y muestra algún compromiso, hasta confesional, en el resultado. Lo que digan esos apostadores acaba por valer tanto como los vaticinios de vaticanistas que presumen de saberlo todo, aunque después se equivoquen. También es seguro que los apostadores han leído las profecías de esos vaticanistas, con lo cual el cuadro de preferencia de las agencias de apuestas va más allá del entretenimiento. Santa Teresa les decía a sus hijas que estaban en la cocina que «Dios se mueve entre los cacharros». ¿Por qué la divinidad habría de ausentarse de las apuestas?

El listado de Ladbrokes parecía también privilegiar las chances de Leonardo Sandri, prefecto de la Congregación de las Iglesias Orientales y consejero de la Comisión Pontificia para América Latina. Hombre de Lomas de Zamora —t ercera sección electoral de la provincia de Buenos Aires— , estuvo en el despacho de Cristina de Kirch ner antes de la Navidad de 2012, visitando una muestra de pesebres. Su mejor amigo en la política era Omar Viviani. El sindicalista de los taxistas había visitado en esos días al después renunciante Papa Benedicto, motivo de chanzas de todo tipo. Las de mal gusto le atribuían un flujo negativo en la suerte de Benedicto XVI; las más joviales imaginaban que el gremio de los taxistas podía poner al nuevo Papa.

Sandri era además muy amigo de Caselli, el ex embajador ante el Vaticano. Algunos años antes, había sido noticia por su defensa del banquero Trusso y por otros enredos.2 Las preferencias de los apostadores asignaban a

2 Véase Pablo Morosi y Andrés Lavaselli, El último cruzado. Monseñor Aguer. Intimidades e intrigas de la Iglesia argentina, Buenos Aires, Planeta, 2018, en especial los capítulos «El fiador» y «Rescatando al soldado Trusso».

Sandri un promisorio cuarto puesto — pagaba 6/1— y relegaban al fondo de la lista a Bergoglio. Este había sido una de las estrellas de la última elección papal, cuando en una de las rondas del cónclave logró 42 votos por sobre el centenar de quienes votaban. A diferencia de Sandri, que se recostaba en los sectores más conservadores del cardenalato, había buscado como arzobispo sostener una posición moderada y de fuerte convicción al momento de hacer balances entre progresistas y tradicionalistas. Ese día previo a su elección, los apostadores le daban pocas posibilidades: pagaba 25/1.

Los vaticinios de los vaticanistas de aquí, allá y acullá explicaban que el listado de apuestas de Ladbrokes colocaba en el puesto 5, debajo de Sandri, al arzobispo de Milán Angelo Scola. La mayoría de los observadores decía que su perfil conservador y el rol que el Papa le había dado —h abía sido patriarca de Venecia y Benedicto XVI en persona había concurrido a su asunción en Milán— le daban las mejores posibilidades de ganar la elección. Del centenar de electores, 61 eran europeos y 21 de ellos, italianos. Con ese sector conservador estaba identificado Tarsicio Bertone, secretario de Estado, una especie de primer ministro de la corte vaticana a quien Benedicto dio además el cargo de camarlengo: es decir, era quien manejaba las finanzas del Vaticano.

El entusiasmo criollo por tener a dos elegibles argentinos para el papado era irrefrenable, aunque se apoyase en una comprensión de la Iglesia y de sus ministros más cerca de lo humano que de lo divino. Claro que la insólita renuncia de Ratzinger — no ocurría desde el siglo XV que un Papa abdicara— exhibía el costado más que humano de tan altas dignidades, que a veces parecen fuera de lo cotidiano y que sostienen uno de los motores de la sociedad, que es la nostalgia de realeza. El ex secretario de Juan Pablo II, Stanislaw Dziwisz, hoy arzobispo de Cracovia, pareció dirigirle un reproche polaco al renunciante alemán: «Wojtyla se quedó, entendía que de la Cruz nadie se baja». Marcó una diferencia y fue como decirle «pecho frío». Humano, demasiado humano.

El papa peronista
El detrás de escena de la política y los puentes entre el Estado del Vaticano y la Argentina.
Publicada por: Ariel
Fecha de publicación: 03/01/2019
Edición: 1a
ISBN: 978-987-3804-90-8
Disponible en: Libro de bolsillo
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