miércoles 24 de abril de 2024
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«Big data & Política», de Luciano Galup

Vivimos en la era de los datos. Casi toda la actividad humana deja una huella digital que es almacenable y analizable. Los datos y las redes sociales se han convertido en una herramienta clave para la comunicación de nuestras sociedades y también para la orientación del debate público. Una parte cada vez más importante de los recursos de campañas políticas y de gobierno se destinan a las estrategias de análisis de datos y de comunicación digital.

También crece el interés de los ciudadanos por el uso de los datos y de las redes sociales como mecanismos de participación y de seducción de voluntades. Casos como el de Cambridge Analytica y Facebook o la popularización de términos como «postverdad» o «noticias falsas» (fake news) amplificaron la difusión y el interés en las estrategias de comunicación política orientadas a redes sociales y la manipulación de información de los usuarios.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

 

Activismo 2.0

“También mi gratitud a las benditas redes sociales”. Con esas palabras, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) reconocía qué lugar ocuparon estas nuevas instancias de participación en la campaña que lo depositó en la presidencia de México. Como candidato, AMLO había perdido dos elecciones presidenciales previas, en 2006 y 2012, víctima de importantes campañas de desprestigio y noticias falsas. Este agradecimiento a las redes sociales no fue por su rol como canal de publicidad. Las redes sirvieron como un espacio clave en la construcción de comunidades digitales y de organización de cibermilitancia.

La participación que generó la candidatura de AMLO permitió que los mecanismos de defensa frente a las campañas negativas que había sufrido en procesos electorales previos fueran más robustos. Es decir, las mismas comunidades construyeron anticuerpos para esos tipos de operaciones.

El activismo digital juega un papel clave en nuestro tiempo, porque realiza una tarea que no es reemplazable con publicidad o recursos económicos. Las redes sociales son espacios colaborativos, nodales y jerárquicos. Los contenidos no son tales hasta que no se propagan, no tienen vida por fuera de la asignada en la red. Las redes están conformadas por ciudadanos móviles y audiovisuales, irremplazables. A ellos se dirigen las estrategias de comunicación, pero también cuentan con ellos para que las lleven a tener trascendencia. Son ellos los que tienen que dar vida a los contenidos, propagarlos, distribuirlos, reproducirlos. El éxito de López Obrador fue movilizar una esperanza manifiesta en el mundo digital para que hiciera suya la viralización de su causa y la defensa frente a los ataques.

La reconfiguración y los nuevos vínculos entre los territorios digitales y la política obligan a repensar las estrategias comunicacionales, las campañas electorales y toda intervención de los dirigentes y candidatos en la interacción con la esfera pública. La “tecnopolítica” como forma de incorporar la tecnología a planificación estratégica de la comunicación y la organización ciudadana es una de las mayores novedades que nos traen las redes.

Uno de los fenómenos más interesantes, de los que más enriquecen creativamente la comunicación, es la conjunción de arte y activismo, que retroalimenta y potencia el mensaje que se va a llevar a las redes, logrando así interpelar a la ciudadanía desde un enfoque llamativo, creando nuevas narrativas y vías de conexión; nuevas maneras de captar la atención. Es lo que denominamos “artivismo”.

El artivismo es la utilización de expresiones artísticas populares, como el muralismo o el arte callejero, para expresar mensajes políticos o sociales. Y estas manifestaciones se potencian por la difusión masiva que alcanzan gracias las redes sociales, siempre receptivas a contenidos visuales atractivos, en los que la imagen confluye con el mensaje para transformarse en una sola cosa. El artivismo no es algo novedoso para la política y menos para la política latinoamericana. Pero este híbrido entre mecanismos populares históricos con tecnologías digitales, como herramienta de intervención en la esfera pública, sí es un camino a explorar en la complejidad de encontrar nuevas audiencias y, a la vez, nuevos votantes.

En contraste con las experiencias tradicionales de intervención en el espacio público en nuestros países, puestas al servicio de la propaganda, el arte activista hoy se aleja de los encuadres cargados de ideología que tenían las manifestaciones de arte militante de los años 60 y 70. Se entrega al servicio de una agenda de movimientos sociales más circunstanciales y fragmentados, muchas veces esporádicos o de escasa institucionalización, reclamando una democratización real y comprobable de la esfera pública. La comunicación política tiene mucho que aprender de este tipo de intervenciones, sobre todo por la capacidad que el artivismo ha demostrado para conectar con causas ciudadanas y hacerse oír en la sobreabundancia de estímulos que ofrecen las ciudades latinoamericanas.

No es casual que los últimos grandes movimientos de la sociedad civil que han surgido en países industrializados postulen a la democracia como el antídoto a las condiciones de desigualdad que surgen del capitalismo. Así pasó con los “indignados” del 15M en España20, con el movimiento estudiantil y ciudadano mexicano que se identificó con el hashtag #YoSoy13221, con la Mesa Ampliada Nacional de Educación (MANE) en Chile o con el Occupy Wall Street (#ows, según el hashtag utilizado en Twitter), esa histórica protesta contra el poder económico y la evasión fiscal que ocupó el Zuccotti Park de Manhattan hasta generar brotes en otras ciudades de los Estados Unidos, como Boston, San Francisco, Los Ángeles o Chicago.

Otro ejemplo claro de la explosión de esta modalidad en las redes es el surgimiento de artistas que rápidamente generan millones de seguidores alrededor del mundo. El caso paradigmático es el de Banksy, un prolífico anónimo del arte callejero británico que logró trascender las calles —donde interviene con arte urbano satírico a partir de la técnica de plantillas o stencils— hasta las redes sociales.

Estas experiencias demuestran el potencial viral que se genera a partir de la cruza del arte con el activismo en la era de la esfera pública ampliada, por un lado. Pero, a la vez, desnudan la rápida apropiación de enormes segmentos de la población de estas estéticas, incluso, ignorando o diluyendo su sentido político original.

 

La ampliación de la esfera pública

Para aplacar fantasmas, las redes sociales no llegaron para reemplazar —tampoco necesariamente para mejorar— a ningunas de las experiencias de participación política preexistentes. Este temor es natural y tiene poco de novedoso. Las redes sociales se incorporan a dinámicas complejas de conversación entre ciudadanos. Y en esta incorporación traen novedades pero también reproducen muchas de las desigualdades que conocimos, ahora sobre nuevas interfaces. En este sentido resulta mucho más rico pensarlas como una ampliación de la esfera pública y sus instancias de interacción que como una nueva intensidad democrática o participativa.

Citando a Habermas: “Por esfera pública entendemos un reino de nuestra vida social, en el que se puede construir algo así como una opinión pública. La entrada está garantizada a todos los ciudadanos. En cada conversación en la que los individuos se reúnen como público se constituye una porción de espacio público. […] Los ciudadanos se comportan como público cuando se reúnen y conciertan libremente, sin presiones y con la garantía de poder manifestar y publicar libremente su opinión, sobre las oportunidades de actuar según intereses generales. En los casos de un público amplio, esta comunicación requiere medios precisos de transferencia e influencia: periódicos y revistas, radio y televisión son hoy tales medios del espacio público”22.

El surgimiento de toda nueva tecnología trae consigo el nacimiento de fanáticos y detractores. Los primeros ven en estos avances la oportunidad histórica de echar por tierra todo lo anterior, sacar del escenario las tecnologías previas y plantear uno nuevo, de participación más democrática, a partir de la expansión de la nueva herramienta. Así lo creyeron los que aseguraban que el cine iba a matar a la radio, que la televisión estaba destinada a ser la homicida del cine y que internet, directamente, iba a enterrar todos los medios de broadcasting.

Para los detractores de las nuevas tecnologías la aparición de estas herramientas avanzadas está vinculada a sentidos oscuros y peligrosos. Su expansión está relacionada al perfeccionamiento de sistemas de control ciudadano y el objetivo, en realidad, debe ser combatirlas en lugar de alentarlas.

Ante estas dos posiciones extremas, las redes sociales han mostrado en los últimos años que la mejor actitud para colocarse frente a ellas, como herramienta disruptiva, es ser cautos y medidos.

La versión heredada de Jürgen Habermas idealiza una esfera pública liberal. Los accesos a esa esfera no siempre son democráticos y no todas las voces tienen los mismos derechos para ingresar. Las minorías, las mujeres, los pobres han sido históricamente excluidos de esa supuesta horizontalidad del mundo de las ideas. Las exclusiones son la regla, y las redes sociales no han llegado para hacer ninguna revolución en este sentido.

Sin dudas las redes sociales brindan espacios más abiertos, participativos y plurales. Sin embargo, afirmar no implica que se pueda sostener que horizontalizan la política, profundicen la experiencia democrática de la ciudadanía. Lo que sí podemos verificar con mayor certeza es que las redes sociales llegaron para ampliar la esfera pública, que no es transparente, democrática, ni genera oportunidades igualitarias de acceso. Creer que ese territorio es un mercado de ideas del que todos los logueados participan en igualdad de condiciones y que cada uno puede ofrecer sus puntos de vista con la expectativa de trascender es una ilusión. Similar a otra, que las redes sociales tienen como fin democratizar la palabra u ofrecer a los usuarios experiencias más democráticas de interacción.

Hay una asimetría que perdura, incluso en esta esfera ampliada, hay voces autorizadas y voces desoídas en el debate público. En todo caso, lo que generaron las redes sociales son nuevos mecanismos para definir qué voces son autorizadas y cuáles tienen como destino la intrascendencia. Nuevas formas de vincular solidaridades que hasta hace no mucho tiempo no tenían forma de generar lazos entre sí.

Las redes sociales, si bien amplían los espacios en que la política tiene terreno para intervenir, no reemplazan necesariamente ninguna de las experiencias anteriores. Ninguna red social reemplazará la complejidad con la que hemos desarrollado instancias de participación y debate. Las formas de socialización generadas en el trabajo, en la plaza de un barrio, en una manifestación o a través de los medios tradicionales negociarán con nuevas interfaces en un mundo más complejo e interconectado. Las redes sociales aportan nuevas formas de interacción en un contexto en que todas las anteriores experiencias de participación se ven obligadas a confluir en esa negociación con ciudadanos que incorporan los entornos digitales como ambientes de experiencias múltiples.

En sociedades democráticas la circulación de la información es un bien esencial en función de garantizar la toma de decisiones ciudadanas. Si bien el aumento de la información que circula en medios digitales permite suponer que este es un aporte significativo al robustecimiento de la participación democrática en nuestros países, las experiencias electorales de los últimos años, con el avance de los movimientos antidemocráticos y de ultraderecha en distintos lugares del mundo, no nos permiten sostener ese optimismo a partir de los hechos. Mucha información no significa necesariamente ciudadanías más informadas, en esa ecuación la cantidad no es la única variable a considerar y es necesario incorporar también las capacidades de acceso y las habilidades de curaduría y filtro que tienen los ciudadanos.

Big data & Política
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Fecha de publicación: 07/01/2019
Edición: 1a
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