viernes 19 de abril de 2024
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«El secreto atómico de Huemul», de Mario Mariscotti

El secreto atomico de Huemul_150

La historia de los orígenes de la energía atómica en la Argentina ha permanecido hasta ahora ignorada. ¿Qué hubo detrás del sensacional anuncio de Perón en 1951? ¿Por qué en 1947 la prensa extranjera acusó a Perón de estar fabricando la bomba atómica? ¿Quién fue y qué papel jugó realmente el «sabio» austríaco Ronald Richter —llegado al país en 1948 e investido, por Perón, de todos los poderes— en el desarrollo de los acontecimientos atómicos argentinos? ¿Qué se escondía detrás del proyecto Huemul y los laboratorios atómicos secretos, de la famosa isla en el lago Nahuel Huapi?

Intrigado por la falta de respuestas a estos interrogantes y con el respaldo de una especialidad indispensable —física nuclear— el autor recogió documentos y testimonios,a lo largo de ocho años para componer una fiel y apasionante historia de ciencias y conflictos humanos que iluminan una etapa fundamental de la vida argentina. La mayoría de las referencias sobre las cuales se sustenta la investigación histórica de este libro son publicadas por primera vez, incluyendo documentos confidenciales y valiosa correspondencia entre Perón, Richter y sus asesores más cercanos.

El doctor Mariscotti conjuga brillantemente el rigor del método científico con la amenidad periodística. Poniendo en manos del lector no especializado este apasionante tramo de la historia argentina aportando, a la vez, elementos fundamentales para el debate del destino de la investigación nuclear.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

 

Capítulo 1 – El anuncio

Reacciones termonucleares bajo condiciones de control

“Señor Presidente, los periodistas ya están reunidos.”

Perón asintió, juntó algunos papeles y con un gesto invitó al coronel Enrique P. González y al doctor Ronald Richter a seguirlo. Cruzaron un pequeño hall hacia el despacho de recibo que el mismo Perón había hecho preparar unos años antes. A esa hora de la mañana, el sol otoñal de Buenos Aires entraba por las ventanas que dan al Paseo Colón, al edificio del Ministerio de Guerra, la Aduana y, más allá, al Río de la Plata.

En el otro salón esperaban unas veinte personas, entre periodistas y funcionarios. Perón saludó a Héctor Cámpora, presidente de la Cámara de Diputados, a Raúl Mendé, su ministro de Asuntos Técnicos, y al secretario de Informaciones, Apold. La conferencia de prensa venía anunciándose desde principios de semana y se anticipaban importantes declaraciones sobre los progresos en energía atómica, una actividad relativamente nueva en el mundo y mucho más en la Argentina. La expectativa que animaba a los hombres de prensa –sólo periodistas locales fueron invitados– estaba justificada: casi nada se sabía del tema, pero algunas historias de trabajos secretos realizados en una isla del sur habían alcanzado al público. El silencio que siguió a los primeros saludos revelaba el interés por escuchar la palabra de Perón. Se sentaron alrededor de una gran mesa.

Con su estilo característico, Perón, en la cabecera, quebró la solemnidad inicial: se disculpó por haber convocado a los periodistas a hora tan temprana (eran las 10 de la mañana): “Sé que muchos de ustedes terminan sus tareas nocturnas muy tarde”, dijo. Hubo sonrisas y todos se sintieron menos tensos.

El Presidente hizo una breve introducción sobre los trabajos que en materia atómica se estaban realizando en la Argentina. “Esta clase de estudios, dijo, se están desarrollando en este momento en muchas partes del mundo, con la fe de algunos y la incredulidad de otros, como ocurre con todas las cosas nuevas. Es indudable que nosotros no hemos podido escapar a lo que nadie escapa en esta clase de lucubraciones científicas”. No escondía su entusiasmo por el enrolamiento argentino en esta actividad de vanguardia, y su compromiso personal en el asunto quedó evidenciado cuando, en una expresión que el tiempo tornaría desafortunada, agregó: “Lo que es importante es que cuando digo una cosa, sé lo que digo, lo digo con seriedad y previamente me aseguro de la veracidad de la información que doy. Por lo menos hasta ahora siempre he tratado de no decir la primera mentira, que creo que no la he dicho todavía, y en esto tampoco querría decirla. De manera que lo que yo digo es absolutamente fehaciente y real”.

Más adelante, luego de referirse al “verdadero autor y creador de estas experiencias en nuestro país: el profesor Ronald Richter, ciudadano argentino que trabaja silenciosamente haciendo y diciendo más de lo que parece”, se aprestó a leer el comunicado oficial preparado, según aclaró, sobre la base de la información del profesor y revisado por él, “de modo que esto es real, científico y ajustado a la verdad y a los hechos en sí”.

Entonces Perón leyó: “El 16 de febrero de 1951, en la planta piloto de energía atómica en la isla Huemul, de San Carlos de Bariloche, se llevaron a cabo reacciones termonucleares bajo condiciones de control en escala técnica”. Escueto, el estilo preciso y a la vez insulso del documento delataba  una autoría técnica. La interpretación cabal de su alcance requeriría la opinión de especialistas, y así debió seguramente admitirlo en silencio la mayoría de los presentes. El comunicado utilizaba términos poco elocuentes para el gran público. No se decía nada de bombas o explosiones atómicas. Probablemente ninguno de los asistentes a esa histórica conferencia de prensa sabía lo que era una reacción termonuclear, ni podía medir el valor de la expresión “bajo condiciones de control”. Pero estas justificables limitaciones no le restaron impacto a las palabras del Presidente. Porque más allá de la dificultad en comprender todo su significado, permanecía el hecho cierto de que el breve comunicado fue el anuncio más sensacional que fuera emitido alguna vez desde la Casa Rosada…

Ocurrió el sábado 24 de marzo de 1951. El eco de la prensa no se hizo esperar, y la resonancia que las palabras de Perón de esa mañana tuvieron mucho más allá de las fronteras argentinas permitió que gradualmente, con el pasar de los días, el hombre de la calle pudiera aproximarse a la comprensión del verdadero alcance de los resultados anunciados. En Londres, The Times informó: “Energía atómica barata a través de un proceso original, según el Presidente Perón”. Por su lado, el New York Times dedicaba una columna de la primera página de su edición dominical para informar que “Perón anuncia una nueva forma de extraer energía del átomo”, y agrega en letras menores: “Dice que la Argentina ha desarrollado una reacción termonuclear que no usa uranio. Sostiene que las pruebas han sido exitosas. El método se asemeja a los procesos que tienen lugar en el Sol. Autoridades y expertos de Estados Unidos se muestran escépticos”. En Buenos Aires, Noticias Gráficas encabezaba su sexta edición de la tarde del sábado así: “La Argentina posee el secreto real de la H. Provocó sensación el anuncio de que el país tiene la atómica”; mientras que el otro importante vespertino porteño, La Razón, informó que “la Argentina ha logrado producir energía atómica”.

En realidad, resultaba increíble que la Argentina hubiera obtenido lo que virtualmente significaba la respuesta definitiva al problema universal de la producción de energía,2 pues eso era lo que el anuncio de Perón significaba: el descubrimiento del modo de controlar el proceso de la fusión nuclear abría el camino a la panacea de una fuente prácticamente inagotable de energía.

En 1951 se pensaba que este tipo de energía sólo podía liberarse en procesos violentos desencadenados por bombas atómicas. De estas ideas nació luego la bomba H. Pero, por el momento, incluso esta generación incontrolable de energía era sólo una hipótesis. Ninguna bomba H había sido probada aún. La primera explosión ocurrió en noviembre de 1952. Mucho más lejana todavía estaba la posibilidad de realizar estos procesos denominados “reacciones termonucleares”, de manera controlada. En este estado de cosas, ¿podría la Argentina haber dado con uno de esos raros descubrimientos totalmente inesperados que cambian abruptamente el panorama internacional? Los primeros meses de 1951 habían sido, de todos modos, pródigos en noticias atómicas. Una carrera de pruebas de dispositivos cargados de uranio enriquecido y de plutonio estaba en pleno apogeo. En el lapso de 96 horas, a fines de enero, el desierto de Nevada fue conmovido por tres explosiones atómicas. El 3 de febrero se realizó una cuarta prueba. El 7 del mismo mes, la quinta. El miércoles 21 de marzo, junto con la información de que el siguiente sábado el presidente Perón ofrecería una conferencia de prensa sobre los trabajos atómicos en el país, los diarios locales dieron detalles de nuevas pruebas atómicas realizadas por Estados Unidos en el atolón de Eniwetok, en el Pacífico. Al día siguiente aparecieron grandes titulares revelando que la Unión Soviética había accedido al secreto “de la atómica” y que se procesaba al matrimonio Rosenberg y a Greenglass por entregar a los soviéticos copia de los detalles de la bomba arrojada en Nagasaki.

Con esta última noticia el mundo se enteró de que el poder atómico había superado las barreras geográficas de Estados Unidos e Inglaterra. El dominio del secreto comenzaba a extenderse. Y a sólo tres días de esta hecatombe política, un país totalmente alejado del tablero usual de los conflictos internacionales, latinoamericano, virtualmente desconocido a no ser por su trigo y sus vacas, generaba un inquietante tercer polo de atención. La Agence France Presse indicaría ese mismo día que más allá del interés científico que la noticia concitaba había otro punto importante sobre el cual se detenían los especialistas de la política norteamericana y que consistía en saber si eventualmente la Argentina no lograría romper a su favor el equilibrio de fuerzas en esa parte del hemisferio en caso de llegar a producir en vasta escala materiales fisionables y productos atómicos.

 

Entre Perón y Richter

En el acogedor despacho de la Casa Rosada, la atención de los periodistas alternaba esa mañana entre escuchar al Presidente y observar al enigmático protagonista de esa aventura excepcional. Hasta el momento no había pronunciado una sola palabra, pero se sabía que recurría a un intérprete para hacerse entender. “Ciudadano argentino”, había dicho Perón. Sí, había recibido la carta de ciudadanía un año antes en una sencilla ceremonia en Bariloche. La gacetilla que se había distribuido momentos antes de iniciar la conferencia de prensa informaba que Richter tenía 42 años y era de origen austríaco. Su contextura física lo hacía aparecer algo más viejo, aunque su aspecto era bien saludable, propio de lo que los porteños llamarían un “alemán típico”. Serio, permaneció inmutable mientras el Presidente hablaba. La información oficial lo rotulaba como “auténtico sabio con una personalidad de vasta y bien ganada fama mundial en el campo de la experimentación de física nuclear”, y agregaba que “su nombre, así como sus trabajos son objeto de especial mención en los textos más modernos que tratan esta clase de investigaciones científicas”.

El coronel González, sentado frente a Richter, era otro de los protagonistas del éxito atómico argentino. González había liderado con Perón el Grupo de Oficiales Unidos –el hoy célebre GOU–, germen de la revolución del 43, inspirado en muchos aspectos por la simpatía inequívoca que sus miembros sentían hacia el Eje. Aun cuando la guerra hubiera destrozado a Alemania, el prestigio de lo teutónico permanecía inalterado para el militar argentino. La admiración de entonces se reavivaba nuevamente ahora frente a la cautivante impavidez del sabio atómico. Desde el rincón geográfico argentino, alemán o austríaco eran la misma cosa,4 y Ronald Richter representaba, en ese momento, la secular gloria científica de la nación germana. Pero la admiración de los presentes no sólo estaba focalizada en Richter. El éxito aparecía también como mérito del genio indiscutido de Perón, quien había sabido utilizar los servicios del sabio cuando otros lo habían despreciado.

El anuncio atómico y el justificado entusiasmo que despertó no fueron hechos aislados en esa época en que el gobierno impulsaba al país a una acelerada industrialización, en algunos casos, de alto nivel tecnológico. Apenas un mes antes, el 9 de febrero, uno de los aviones de caza más avanzados del mundo, el Pulqui II, era mostrado al público en el Aeroparque de Buenos Aires, sobre la avenida Costanera. Había sido construido en Córdoba por otro equipo de alemanes liderados por el experto Kurt Tank. También en esa época fue inaugurada una nueva locomotora integralmente construida en el país. Se vivía, principalmente en los círculos gubernamentales, una euforia de crecimiento e independencia a punto tal que las noticias del extranjero sonaban distantes y secundarias, aun cuando muchas eran de una resonancia indudable.

El 15 de febrero, la Unión Soviética absorbía Checoslovaquia. Poco después, el 10 de marzo, Tito denunciaba la creciente presión militar rusa. El mismo día que Perón anunció el éxito atómico argentino, el general MacArthur ordenaba el polémico cruce del paralelo 38° y se publicaban sus explosivas declaraciones sobre un posible bombardeo atómico a China. Pero esas son noticias que no inquietan a los argentinos; están ahogadas por los acontecimientos locales y un nacionalismo efervescente. “Los asuntos argentinos se arreglan en la Argentina”, declaraba el embajador Paz a la prensa norteamericana, en Washington ese mismo 24 de marzo.6 Mientras tanto, la euforia en los sectores peronistas estaba alcanzando su apogeo. En un marco formalmente democrático, con un Congreso legislativo pluripartidario funcionando, ciertas deformaciones demagógicas eran ya notables. La confianza en los círculos de gobierno parecía ilimitada. La cúpula gobernante, o para ahorrar eufemismos, Perón y Evita, se convertían gradualmente en prisioneros voluntarios de un manto creciente de obsecuencia. La figura de ambos dominaba el escenario político. Para algunos ya eran personajes de leyenda y, como tales, eran reverenciados. La idea de la Nueva Argentina era de uso cotidiano y encontraba tierra fértil en un pueblo ansioso de realizaciones propias. El liderazgo de Perón era la respuesta concreta a frustraciones seculares, a la dependencia de las potencias del Norte y al predominio de las oligarquías. Perón se fortalecía con la cadena de recientes éxitos tecnológicos, mientras las voces de la oposición se extinguían.

El Presidente continuó leyendo. Explicó que Estados Unidos, Gran Bretaña y Rusia habían seguido el camino de la fisión nuclear de elementos pesados, tales como el costoso isótopo 235 del uranio o el plutonio, en el desarrollo de su estrategia atómica. “Durante el período de posguerra, la Argentina se dedicó intensamente a establecer si valía la pena copiar la fisión nuclear, con la consiguiente inversión de grandes capitales, o si era preferible correr el riesgo de crear un camino nuevo”, dijo. “La nueva Argentina decidió afrontar el riesgo […]; los ensayos previos fueron coronados con el éxito, lo que nos alentó para instalar en la isla Huemul una planta piloto […]. Allí, en oposición con los proyectos extranjeros, los técnicos argentinos trabajaron sobre la base de reacciones termonucleares que son idénticas a aquellas por medio de las cuales se libera energía atómica en el Sol […]. Para producir tales reacciones se requieren enormes temperaturas de millones de grados […]. Por ello el problema fundamental a resolver radicaba en la forma de conseguir tales temperaturas […]. Para evitar explosiones catastróficas era menester encontrar el procedimiento mediante el cual fuera posible controlar las reacciones termonucleares en cadena. Este objetivo, casi inalcanzable, fue logrado.”

En seguida hizo una revelación sorprendente: “Será interesante que los técnicos de los países extranjeros sepan que en el transcurso de nuestros trabajos en el reactor termonuclear, los problemas de la llamada bomba de hidrógeno han podido ser estudiados intensamente. Con sorpresa pudimos comprobar que las publicaciones de los más autorizados científicos extranjeros están enormemente alejadas de la realidad”. Levantó la vista y agregó: “El gobierno tiene el firme propósito de utilizar el proceso descubierto para fines exclusivamente pacíficos, en usinas, hornos de fundición y otras aplicaciones industriales, incluyendo la producción de radioisótopos. He querido informar al pueblo de la República con la seriedad y veracidad que es mi costumbre sobre un hecho que será trascendente para su vida futura y, no lo dudo, para el mundo. A todos exhorto a colaborar en este gran proyecto”. Hizo una pausa e invitó a los periodistas a hacer preguntas. Perón y Richter, curiosamente parecidos en su complexión y en sus expresiones, fueron rodeados por los hombres de prensa, bajo un enorme óleo conmemorativo de la gesta del 17 de octubre de 1945.

Ambos constituían un singular equipo, el político y el científico, obviamente aunados por el éxito. Era evidente también que ambos estaban comprometidos por igual en el proyecto de la energía atómica. La relación entre Perón y Richter era directa, aunque González, a cargo de la Comisión Nacional de Energía Atómica, atendía las necesidades del físico.

Perón y Richter poseían mucho en común, y en el interrogatorio que se desarrolló contestaron a dúo, complementándose magníficamente: “Es un nuevo sistema, volvió a expresar el Presidente, se trata, como dice el doctor Richter, de encender soles artificiales en la Tierra”. Y el científico agregó: “Tengo interés en afirmar que esto no es una copia del extranjero. Es un proyecto completamente argentino. Para los extranjeros esto va a ser tan totalmente nuevo como para nosotros, y deseo recalcarles que si no hubiera sido por el amplio apoyo prestado a este proyecto por el Presidente de la Nación, la realización del mismo hubiera resultado imposible”. “Pero más imposible, completó Perón, hubiera sido si no hubiera estado el profesor Richter con nosotros.” “El proyecto, continuó el científico, fue llevado a cabo por un grupo de personas que estaban diariamente en grave peligro, y este peligro aumenta cada día”, y en un rapto de entusiasmo inesperado, agregó: “La situación es completamente sensacional y como técnico que soy no estoy acostumbrado a producir tales sensaciones. Con este proyecto la Argentina ha atacado en sus bases a los proyectos que sobre terrenos similares se desarrollan en el exterior. Lo que los norteamericanos consiguen en el momento de la explosión con una bomba de hidrógeno,7 en la Argentina ha sido realizado en laboratorios y bajo control. A partir de hoy se está en conocimiento de un camino completamente nuevo que permite la obtención de la energía atómica prescindiendo de los materiales que hasta ahora se habían considerado imprescindibles parar lograrlo, lo que significa que el exterior deberá girar hacia nuestro procedimiento”. Su entusiasmo creciente estaba creándole dificultades al capitán González, hijo del coronel, que actuaba como intérprete. Richter señaló las condiciones de secreto absoluto que habían rodeado a estas investigaciones. “Hace bastante tiempo que la Argentina conoce el secreto de la bomba de hidrógeno”, dijo más adelante, pero “a pesar de ello el Presidente de la Nación nunca solicitó que le construyeran bombas de hidrógeno. Por el contrario, siempre encontré la negación de parte del general Perón para hacer uso de ese secreto.”

“¿Cómo es esa explosión bajo control?”, preguntó un periodista. “Yo controlo la explosión, la hago aumentar o disminuir a mi deseo”, respondió Richter. “Cuando explota una bomba atómica sin control, hay una destrucción espantosa. Yo he conseguido controlar la explosión para que la misma se produzca en una forma lenta y gradual.” “¿Cuál es la materia prima que se utiliza para producir la explosión?”, preguntó otro periodista. “Usted se sorprendería mucho”, respondió sonriendo el científico, “si supiera cuál es el material que se usa, pero como otros tienen supersecretos, nosotros también los tenemos. Tenemos que conservar los secretos de nuestros amigos para que ellos conserven los nuestros. No mantenemos el secreto por razones armamentistas, sino simplemente por razones económicas e industriales, puesto que, además del espionaje para la guerra, existe el espionaje económico, y –concluyó– la Argentina deberá proteger el secreto.”

El secreto atómico de Huemul - Crónica del origen de la energía atómica
La historia de los orígenes de la energía atómica en la Argentina ha permanecido hasta ahora ignorada. ¿Qué hubo detrás del sensacional anuncio de Perón en 1951? ¿Por qué en 1947 la prensa extranjera acusó a Perón de estar fabricando la bomba atómica?
Publicada por: Sudamericana
Fecha de publicación: 04/01/2016
Edición: 1a
ISBN: 9503701090
Disponible en: Libro de bolsillo
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