sábado 12 de octubre de 2024
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«Historias inesperadas de la historia argentina», de Daniel Balmaceda

9789500755214

San Martín es dado por muerto cuatro años antes de fallecer. Avellaneda sale al balcón de la Casa Rosada para enfrentar a una multitud y lo ovacionan como si fuera Perón. Luis Viale escribe su página gloriosa en uno de los naufragios más absurdos. La madre de un presidente le impone una novia que él no quiere. Un ministro parece haber muerto en circunstancias muy comprometedoras, y un empresario cambió su testamento cuando ya estaba muerto.

Como dice el mismo autor: «Muchos relatos de las «Historias inesperadas» parecen más adecuados al mundo de la ficción. Sin embargo, cada uno de ellos ha ocurrido y cualquier similitud con la historia real no es ninguna casualidad».

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

19. EL GRAN BLONDIN

Para 1880, y durante algunos años, Buenos Aires padeció el problema de los chicos que querían ser equilibristas. El culpable de esa moda se llamó Jean François Gravelet, alias Charles Blondin, un francés que arribó en 1877 e instaló su circo, primero en Rivadavia y Agüero, y luego en Corrientes y Medrano.

Si bien ya estaba en el tramo final de su espectacular carrera de equilibrista, no parecía dispuesto a gozar de un retiro merecido y sin sobresaltos. Las hazañas de Blondin ya habían dejado atónito al mundo entero. Su gran debut fue el 30 de junio de 1859 a las cinco de la tarde en punto, cuando cruzó delante de una multitud las cataratas del Niágara (un recorrido de 335 metros de distancia a 60 metros de altura entre la frontera de los Estados Unidos y Canadá). Tardó diecisiete minutos y algunos segundos. Al arribar a la orilla canadiense —estaba bañado en transpiración— recolectó dinero del público, pasando su gorra, tomó un trago de whisky y regresó a los Estados Unidos. Otra vez por la cuerda, pero más rápido: en seis minutos. Era bajo de estatura: medía un 1,68 metros, pesaba 63,5 kilogramos. Rubio y de ojos celestes. Un empresario circense le había pedido que descartara el apellido Gravelet y adoptara uno artístico. Por lo rubio, por lo blondo, había optado por Blondin. Se transformó en la sensación de Buffalo (la ciudad donde se hospedaba, 24 kilómetros al sur de las cataratas) y repitió la experiencia pocos días después, pero con los ojos vendados. Como el público pedía más, el fin de semana pasó la frontera, siempre en la cuerda, ¡empujando una carretilla! Otras presentaciones fueron o con los ojos vendados, o caminando hacia atrás o, incluso, sin su balancín. En aquellos días recibió muchas cartas de vecinos que se postulaban a cruzar con él, a cambio de una buena remuneración.

Blondin respondió que él no pagaría, aunque estaba dispuesto a llevar a quien lo deseara. Eso sí: en caso de que fueran hombres, abonarían el precio del transporte. Si la postulante era mujer, el caballero la llevaría gratis. La falta de oferentes hizo que el 17 de agosto de 1859 terminara haciendo esa prueba con su representante, Harry Colcord, de su mismo peso. Y no fue nada fácil porque al menos en seis oportunidades se balancearon buscando equilibrio y parecía que se caían. El representante, pobrecito, hacía lo mismo que haría la mayoría de nosotros: inclinar el cuerpo hacia el lado contrario en que se desplazaban, casi como un acto reflejo. Blondin le gritaba, aumentando la tensión general, que dejara el cuerpo muerto y no se moviera más. Colcord estaba pálido y el cruce demandó cuarenta y dos insoportables minutos. Pocas demostraciones han tenido el grado de espectacularidad y angustia que provocó el equilibrista esa tarde. El Gran Blondin no sabía qué más inventar para agregarle novedades al cruce. Una de las últimas veces en el Niágara, preparó una omelette en una sartén mientras se mecía en la cuerda suspendida encima de las cataratas. Paró a mitad de camino para cocinarla, comerla y luego finalizar el recorrido.

En Europa, la reserva de Edgbaston en Birmingham y el Crystal Palace de Londres (un pabellón de vidrio que fue emblema de la ciudad entre 1851 y 1936) también lo tuvieron como protagonista de cruces a varios metros de altura. Incluso había hecho esa pirueta en una soga atada a los mástiles de dos barcos, en un día de tormenta. Disfrutaron de sus acrobacias y sufrieron con sus locuras, en Asia, Europa, América y Oceanía.

Precedido de su fama, Blondin conquistó al público bonaerense con destrezas mucho más simples que llevaba a cabo dentro de la carpa del circo en el barrio de Almagro. Fascinó a sus espectadores del circo, pero el francés quería demostrar su destreza ante toda la ciudad. Para sumarse a la celebración del 25 de mayo de 1878, se ofreció a cruzar la Plaza de Mayo, a veinte metros de altura, haciendo equilibrio sobre una cuerda suspendida, desde la punta de la Recova (en el lugar que hoy ocupa la Pirámide de Mayo) hasta la torre del Cabildo (era un poco más alta que la actual). No todos estaban de acuerdo con que se dejara a Blondin hacer tal prueba. Existía cierto riesgo debido a que monsieur Blondin tenía cincuernta y cuatro años y sus reflejos ya estaban a tiempo de traicionarlo. De todas maneras, se autorizó la demostración.

La actividad tenía un condimento extra. Varios años atrás, un señor de apellido Thompson había apostado 10.000 libras a que el francés moriría en una caída antes de cumplir los sesenta años. Blondin reavivaba la apuesta. En la mañana del 25 de mayo de 1878, Buenos Aires se concentró en la Plaza de Mayo. Todos aguardaban al cincuentón simpático que, con esa enorme caña que emplean los equilibristas, aparecería a la brevedad para iniciar el cruce. El Gran Blondin se asomó al techo de la Recova con apenas un balancín muy corto. Se peinó el bigote y se lanzó. Cruzó hasta la otra punta. Fue como si estuviera atravesando un río desde un ancho puente. Recibió una ovación. Apenas una más de todas las que cosechó en su carrera. Moriría en su cama, en 1897, a los setenta y tres años.

Luego de la exitosa actuación en la Plaza de Mayo, la policía se vio obligada a comunicar a sus agentes que prestaran atención, ya que infinidad de chicos se lanzaron a experimentar la práctica del equilibrismo y era necesario prevenir a los jóvenes acróbatas de que Blondin había (y habrá) uno solo.

Por otra parte, en el ambiente político, comenzó a utilizarse el “blondin” para apodar a los tránsfugas, aquellos que se pasan de un partido a otro, sin ninguna dificultad. En este caso, sí: blondines había de sobra.

 

27. CARCHULO

En todo el mundo era igual. Los delincuentes actuaban en un lugar hasta que les resultaba imposible seguir operando porque podían ser reconocidos por víctimas o policías. Entonces, se pasaban a otra ciudad para seguir robando y estafando a nuevos inocentes. Incluso podía ocurrir que entraran más de una vez a la misma cárcel, pero se cambiaban el nombre (y a veces el aspecto) para no aparecer como reincidentes.

Por otro lado, los policías intentaban minimizar el extenso campo de impunidad en que se manejaban los criminales. Uno de los primeros sistemas que se emplearon en las Provincias Unidas del Río de la Plata fue el de las marcas en el cuerpo. Como si fuera hacienda, el delincuente era marcado a fuego. De esa manera un tanto brutal, no había duda de que se trataba de un reincidente, local o extranjero.

Otro de los sistemas de la primera mitad del siglo XIX para disminuir la inseguridad era el castigo con exposición. Por ejemplo, se paseaba al delincuente encima de un buey por las calles del poblado, con un cartel que indicaba cuál era el delito cometido; o se lo dejaba atado con el cartel en algún lugar de mucha circulación. De esta manera se esperaba que al salir en libertad, los vecinos tuvieran bien presente su rostro, su figura, y lo que había hecho. En la segunda mitad del siglo XIX, los estudios científicos se concentraban en la fisonomía. En Francia, Alphonse Bertillon había establecido que la forma y el tamaño del cráneo y algunos otros huesos humanos permitían reconocer a las personas. Este método llamado antropometría se empleaba para establecer el grado de criminalidad que podría llegar a tener un detenido.

Hubo grandes analistas de los cráneos en el mundo. En nuestro país, uno de los mayores entusiastas fue el jurista Luis María Drago, célebre por la doctrina que lleva su nombre: “Ningún poder extranjero puede utilizar la fuerza contra una nación americana para cobrar una deuda”. El juez Drago, que solía visitar la morgue para llevarse cráneos y estudiarlos, fue nombrado director del Departamento de Fisonomías. Aquella corriente antropometrista comenzaba a delinear las formas del delincuente. Por ejemplo, los hombres con mandíbula prominente eran asesinos. Lo que significa que si César “Banana” Pueyrredon hubiera nacido por 1860, habría sido visto con desconfianza. El sistema fue derivando hacia conclusiones tan apresuradas como la de la mandíbula: un lampiño con dedos largos era un carterista. Nariz de boxeador: ladrón. Nariz aguileña y cejas pobladas: homicida. Nariz grande y ojos pequeños: falsificador. Aunque la antropometría forense no parecía tan confiable, un par de casos resueltos convencieron a muchos de que tal vez funcionaba. La Policía Federal y la Bonaerense abrieron sus departamentos de Antropometría. Por supuesto, se tomaron medidas. A pesar de las quejas de muchos involucrados, les midieron a todos los detenidos la longitud y el ancho del cráneo, distancia entre las orejas, la longitud del dedo medio izquierdo, del pie y del antebrazo también izquierdos. En La Plata, al frente del Departamento de Estadísticas de la Bonaerense (de la que dependía la sección de Antropometría), se hallaba el joven y talentoso oficial Juan Vucetich, quien había emigrado de Croacia a comienzos de 1884, junto a Ivanissevich (quien sería padre del eminente cardiólogo) y otros compatriotas. El destino de Vucetich estaba en las manos de Francisco Seguí y tenía forma de revista. Ocurrió el sábado 2 de mayo de 1891, en el tiempo en que el oficial, sin saberlo, estaba justo en la mitad de su vida (tenía treinta y tres años y viviría hasta los sesenta y seis). Seguí era, además de legislador y periodista, un ingeniero destacado que, como la mayoría en su profesión, se suscribía a publicaciones europeas para conocer las novedades técnicas y tecnológicas. Llevaba un ejemplar de la revista Revue Scientifique cuando fue a visitar al jefe de la Policía Provincial, Guillermo Nunes. Conversaron sobre temas de interés general, tomaron un café y se despidieron hasta un próximo encuentro. Nunes quedó solo en su despacho y, mientras se ocupaba de tareas administrativas retrasadas, advirtió que Seguí había olvidado la revista francesa. La ojeó. Encontró una nota que le llamó la atención. Se trataba de una reseña sobre la conferencia que había dado Francis Galton (primo de Charles Darwin) en la Royal Society de Londres.

Galton estaba convencido de que las impresiones digitales eran una herramienta fundamental para la individualización de las personas. El hallazgo de Galton era clave. Había establecido que la huella dactilar de cualquier persona era única, perenne y no podía modificarse. Nunes entendió que podía sacarse provecho de esa nota. Convocó a Vucetich a su despacho y le recomendó que estudiara la posibilidad de incorporar el sistema de identificación de Galton al ya implementado de Bertillon. El croata, que nada conocía del tema, se abocó a su estudio y lo instrumentó en pocos meses. El 1° de septiembre de 1891 inauguró el sistema que bautizó con el nombre de iconofalangométrico.

Participaron de la inauguración, además de Vucetich y el rodillo de tinta negra, los 23 detenidos que había en el Departamento Central de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, en la ciudad de La Plata. El primer pulgar de la historia de las huellas dactilares en la Argentina correspondió a Francisco Carchulo, delincuente. Los próximos en ser identificados fueron los presos de la cárcel de esa ciudad.

Por lo tanto, la materia prima del sistema la aportó el inglés Galton y fue Vucetich quien lo puso en práctica de una manera contundente. Aunque también debe agregarse la meritoria intervención de otro inmigrante, el doctor Francisco Latzinia, astrónomo y matemático proveniente de Moravia. Tres años después de que Vucetich y los 23 presos inauguraran el sistema iconofalangométrico, Latzinia sugirió que se le cambiara el nombre por dactiloscopia, uniendo las palabras latinas dactylos (dedos) y skopein (examinar).

El primer caso resuelto fue muy triste porque se descubrió en 1892 que la asesina de dos niños en Necochea había sido su propia madre. Pero sirvió para salvar de la horca al ex marido de la señora, a quien ella había acusado de los homicidios. Además de ser empleado para investigación de crímenes, comenzó a utilizarse para que quienes no supieran escribir, firmaran con la huella de su pulgar derecho. Incluso los zurdos. ¿Vucetich se recostó en los laureles a disfrutar de la gloria? No, al contrario. Pasó los próximos cinco años analizando, casi de manera insoportable, las huellas de las yemas de sus dedos. Hizo miles de impresiones para comprobar que no cambiaban. Después sí se sintió en condiciones de sostener que la impresión dactilar no debía acotarse a un registro de delincuentes, sino de toda la sociedad.

El croata viajó por el mundo para explicar los beneficios del invento, portando una lámina con la huella del pulgar derecho de Carchulo. En muchos países fueron reacios a solicitar a la población que registrara sus huellas. Esto a Vucetich le parecía absurdo. Insistía en que toda gran ciudad debía tener un departamento de identificación de todos los ciudadanos. “Entiendo que sus morgues están repletas de cuerpos que no han podido ser identificados y terminan siendo cremados mientras todos los días se conocen denuncias por desapariciones misteriosas. Este sistema resolvería muchos de esos casos”, dijo en una conferencia en Nueva York frente a un público escéptico. Lo afirmaba en junio de 1913, siete años después de que se implementara en nuestro país en forma obligatoria. En aquella gira de presentaciones académicas, Vucetich llevaba, además de la gigantografía de Carchulo, un álbum de fotos macabro. Contenía las imágenes de argentinos que murieron en accidentes o crímenes y sus rostros estaban desfigurados. “Cada uno de estos cuerpos —dijo— fue identificado gracias al sistema de huellas impresas”. En sus giras, no logró convencer a muchos. Hoy, la identificación digitalizada de las huellas es una de las principales medidas de seguridad en todo el planeta.

La revista francesa que olvidó Francisco Seguí en el despacho de Nunes jamás le fue devuelta. Se exhibe en el Museo Vucetich, en La Plata. Si la revisan, seguro que encuentran las huellas dactilares de Nunes y de Vucetich en la página que los inspiró.

En cuanto a la antropometría y su medición de huesos, se fueron por otros senderos. En 1912, el profesor inglés William Barnes Fotheringham inventó el kalómetro (kalo = belleza, metro = medida), un aparato de maderas y clavijas que medía las proporciones de la cara y establecía el grado de belleza de las personas. Su “metro”, es decir, la medida ideal era una cara de una estatua griega. Entre las muchas mediciones perfectas que plantea el kalómetro de Fotheringham, vamos a confiarles una: de la boca a la punta del mentón debe haber cinco centímetros. Banana Pueyrredon, otra vez en problemas.

 

39. LOS DIENTES

Pocos minutos antes de que se iniciara el acto convocado por el Poder Ejecutivo, Carlos Vega Belgrano ingresó a la sala administrativa del convento de Santo Domingo, saludó a los presentes y expuso su queja. Aquel 4 de septiembre de 1902, a las dos de la tarde, exhumarían los restos de su abuelo, el general Manuel Belgrano. La molestia del nieto del prócer —quien concurrió acompañado de un sobrino, el subteniente Manuel Belgrano— tenía que ver con la falta de tacto de los organizadores. Nadie había consultado a la familia si deseaba que su célebre pariente fuera exhumado. No sólo eso: nieto y bisnieto habían sido convocados al acto apenas dos horas antes. El ministro del Interior, Joaquín V. González (quien junto al ministro de Guerra, Pablo Riccheri, representaban al presidente Roca), le ofreció las disculpas del caso. También lo hizo el presidente de la comisión de homenaje a Belgrano, Gabriel Souto (quien ocho años atrás, siendo estudiante, había lanzado la idea de hacerle un mausoleo al prócer). Resuelta la paz entre los presentes y encabezados por el prior, fray Modesto Becco, se encaminaron hacia el atrio de la iglesia, en el patio de Santo Domingo, que estaba plagado de vecinos que habían concurrido al singular traslado.

¿Quién era Carlos Vega Belgrano, nieto del creador de la bandera? Tenía cuarenta y cuatro años, dirigía el flamante periódico El Tiempo y su prominente nariz era magnificada por los caricaturistas del resto de las publicaciones. Era hijo de la hija que Belgrano había tenido en Tucumán con la joven Dolores Helguero.

En realidad, una serie de desprolijidades complicaban la exhumación. Porque la intención original había sido desenterrar los huesos del general y transportarlos a la urna que los contendría en la cima del espléndido mausoleo que se plantó en el centro del patio de la iglesia de Santo Domingo. Sin embargo, el Arsenal de Guerra aún no había terminado el cofre y además al majestuoso monumento se le habían roto dos partes de mármol que viajaban en barco desde Europa. Sin urna y sin mausoleo, tal vez lo más conveniente habría sido posponer el acto. Los funcionarios no lo creyeron así y por ese motivo, el 4 de septiembre de 1902 a las dos de la tarde se inició la ceremonia. El primer paso fue retirar la lápida que cubría el féretro.

La lápida también tiene su historia. Cuando Belgrano murió (el 20 de junio de 1820 a las siete de la mañana), su patrimonio no alcanzaba para pagar una. Por ese motivo, se tomó la losa de un lavamanos de su hermano Miguel Belgrano. Allí se cinceló la inscripción: “Aquí yace el general don Manuel Belgrano. Murió el 20 de junio de 1820 a los 50 años y 17 días de su edad”. Se empleó como tapa del hueco en donde se colocó el pobre cajón de pino, que albergaba el cadáver del patriota, envuelto en ¿una bandera argentina? No, en un paño negro.

La modesta losa fue reemplazada por un mármol en 1880. Dos jóvenes retiraron ese mármol y, ante la sorpresa de todos, el cajón no estaba. Apenas había un hueco bien vacío. El ministro Riccheri temió el papelón y ordenó que de inmediato se retiraran todos los curiosos. Hasta dos minutos antes eran invitados, pero ahora eran curiosos. Los empleados siguieron escarbando y todos respiraron aliviados en el instante en que comenzaron a surgir algunos restos óseos. La tumba no estaba donde se hallaba el mármol, sino medio metro más abajo. Lo único que quedaba del ataúd eran sus clavos de bronce. ¿Y los huesos? No había mucho. Un fraile dominico, vestido con su clásico hábito (similar al que cubrió el cuerpo de Belgrano al ser enterrado), apareció con una bandeja de plata donde comenzaron a depositar los restos de los restos. Las dos tibias se encontraban recostadas en forma paralela en la tierra. En cuanto un niño tomó una de las dos para ubicarla en la bandeja, se deshizo en sus manos. Los dos médicos presentes, Carlos Malbrán y Marcial Quiroga, midieron la tibia que aún no se había desintegrado y establecieron que la altura del prócer osciló entre 1,65 y 1,70 metros. Una sábana bordada fue puesta en un cajoncito. Allí se volcó la tierra que se quitaba de la bóveda para buscar con serenidad, sin que se perdieran huesos y huesillos. Entonces aparecieron dos dientes de Belgrano. Uno fue a parar al bolsillo del ministro del Interior, doctor Joaquín V. González. El otro, al del ministro de Guerra, Pablo Riccheri. Salvo los dos dientes, todo lo demás que pudo hallarse —cuyo peso alcanzaba el kilo y medio— se colocó en la bandeja de plata y, luego, en una urna provisoria que se depositó en el altar de la iglesia, bajo la atenta custodia de la virgen del Rosario.

El escribano de la Nación, Enrique Garrido (él primero y su hijo Jorge Ernesto después ocuparon el cargo de Escribano General del Gobierno entre 1902 y 1976), labró el acta. Se le humedecieron los ojos por la emoción. Firmaron los funcionarios, el prior, un médico y los testigos. Saludos, abrazos y se dio por terminado el acto a las cuatro de la tarde. Sin embargo, lejos de terminar, esto recién empezaba.

El asunto de los dientes del prócer estalló al día siguiente en el diario La Prensa y un día más tarde en la revista Caras y Caretas. La indignación iba desde la falta de respeto de los ministros, quienes no se quitaron las galeras en el momento en que pasaba la bandeja de plata con el kilo y medio de esqueleto, hasta la supuesta desidia del escribano, quien no hizo constar una enumeración precisa de cada hueso; menos, de los dientes profanados. Sin dejar de pasar el detalle de que la bóveda fue abierta por dos empleados laicos de la iglesia —uno menor de edad—, cuando hubiera habido una larga cola de militares que habrían querido tener el honor de realizar la histórica apertura. Pero por supuesto, el detonante de la furia periodística fue el reparto de dientes. La Prensa clamó: “¡Que devuelvan esos dientes al patriota que menos comió en su gloriosa vida con los dineros de la Nación!”. La nota de Caras y Caretas se complementaba con una ilustración en la que se veía a Belgrano emergiendo de la tumba y gritándole a los ministros: “¿Hasta los dientes me llevan?”.

El 5 de septiembre, con la información ya volcada en los diarios, se produjeron dos reacciones. Por un lado, en las oficinas del gobierno trató de minimizarse el asunto. Mientras, algunos grupos de estudiantes se mostraban dispuestos a realizar una protesta callejera. Riccheri no se cansaba de aclarar que su intención había sido que el general Bartolomé Mitre los viera y consultarle sobre la conveniencia de engarzarlo en oro y devolverlo de inme158 diato a la urna. González sostenía que sólo pretendía mostrárselo a algunos amigos.

El prior del convento, fray Modesto Becco, envió dos notas a La Prensa, una por cada diente: “El excelentísimo señor Ministro del Interior, doctor don Joaquín V. González, que llevó un diente del general Belgrano para mostrárselo a varios amigos, acaba de remitirme esa preciada reliquia del glorioso prócer de la patria, la cual está en poder y bajo la custodia de mi comunidad como el demás resto de sus cenizas”.

Otra: “El excelentísimo señor Ministro de la Guerra depositó en mis manos el diente del general Belgrano que llevara para presentarlo al señor general don Bartolomé Mitre”.

Para La Prensa, todos y cada uno de los que participaron de la exhumación eran culpables. A los parientes los desautorizó. Les lanzó la frase: “La familia del general Belgrano, a esta altura de la vida nacional, es el pueblo argentino”. Y terminaba su segunda nota sobre el tema: “Ya que ni el General Presidente ni el Coronel Ministro han sabido colocarse a la altura de una misión tan noble, que la comisión popular prepare y lleve a término el desagravio que corresponde”. Se refería al general Roca y al coronel Riccheri. Respecto de la comisión, también había un problema. Todos sus miembros se mostraron ofendidos por no haber sido invitados al acto. El único que había sido participado, Gabriel Souto (el padre del mausoleo) tuvo que dar explicaciones a sus camaradas.

El nieto del prócer también alzó la voz. Desde las páginas de su diario, en un principio la emprendió contra La Prensa. Al día siguiente, reacomodó su discurso y dijo que se arrepentía de no haber impedido la exhumación.

El 20 de junio de 1903 el presidente Roca inauguró el mausoleo. El cofre con los restos y los dientes se encuentra hace más de cien años en su interior.

Historias inesperadas de la historia argentina
La historia argentina está repleta de personajes y situaciones increíbles, y quién mejor que Daniel Balmaceda para descubrir y contarnos con su prosa rigurosa y cálida estas historias insólitas.
Publicada por: Sudamericana
Fecha de publicación: 06/01/2016
Edición: 1a
ISBN: 9789500755214
Disponible en: Libro de bolsillo

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