jueves 25 de abril de 2024
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«Las fronteras de lo humano», de María Carman

El cuidado del ambiente ocupa un lugar destacado en la agenda política, cultural y mediática de Occidente. Si bien contaminamos, todos somos ¿verdes?: nuestros hábitos desalientan el consumo de carne, cultivamos huertas, cuidamos plazas barriales o luchamos contra el maltrato animal.

Con una mirada etnográfica ajena al consenso fácil sobre el tema, María Carman analiza el ambientalismo contemporáneo planteando preguntas inquietantes: ¿por qué los padecimientos de ciertos grupos se presentan como naturales y los de otros como inadmisibles? ¿Dónde empieza y dónde acaba lo que concebimos como humano? ¿Qué humanos, qué animales, qué objetos resultan dotados de valor y cuáles son desechables?

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

 

19 – La Pachamama y el buen vivir

Para comprender la relevancia que adquiere la promulgación de los derechos de los animales o bien de la naturaleza en el mundo contemporáneo es necesario recordar, en primer lugar, que los derechos humanos se han convertido en el lenguaje de la política pretendidamente progresista (Santos, 1998: 345). Ese progresismo se extiende hacia todos aquellos fenómenos, entidades, males o padecimientos susceptibles de ser incorporados como materia de derecho ambiental; y este último se suma a la nómina de los derechos económicos, sociales y culturales que han de ser garantizados para toda la población.

En el campo del derecho europeo, la corriente animalista confiere a los animales “un lugar intermedio entre el humano y las cosas, como entes capaces de sentir y de sufrir” (Zaffaroni, 2012: 57). Estas capacidades son tuteladas por leyes especiales de los códigos civiles de Suiza, Alemania, Gran Bretaña, Francia y Austria. En las últimas décadas se fueron sancionando iniciativas –tanto en Europa como en los Estados Unidos– para prohibir el confinamiento en jaulas de los animales de granja. En 2008 se votó en España la concesión del estatus legal de persona con derechos a un animal, lo cual constituye, según Singer (2011: 16), “la primera aceptación oficial de las implicaciones legales y morales derivadas del reconocimiento de las similitudes entre nosotros y, al menos, algunos animales no humanos”.

En América Latina, el llamado giro biocéntrico supone un avance jurídico distinto: no se limita a la inclusión del ambiente en los derechos de tercera generación. La Constitución de Ecuador (2008) asume a la Pachamama como sujeto de derechos, lo cual no sólo implica que cualquier individuo puede ejercer acciones en su defensa, sino que esta tiene valores intrínsecos e independientes de los intereses humanos (Gudynas, 2015: 41). Esta reciente carta magna impugna una concepción de la política que incluya únicamente a los seres humanos como sujetos de derechos.

Como sustento filosófico, tanto la Constitución de Ecuador como la de Bolivia (2009) retoman las nociones indígenas del buen vivir, que de signan la vida armoniosa entre los humanos y la naturaleza. La idea del buen vivir es nombrada como sumak kawsay en quichua, mientras que en Bolivia se la invoca como vivir bien: suma qamaña en aymara y ñandareko en guaraní (Gudynas y Acosta, 2011: 103).

Art. 71. La naturaleza o Pacha Mama, donde se reproduce y realiza la vida, tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos. […]
Art. 74. Las personas, comunidades, pueblos y nacionalidades tendrán derecho a beneficiarse del ambiente y de las riquezas naturales que les permitan el buen vivir (Constitución de la República del Ecuador, 2008).

En su extraordinaria etnografía sobre los achuar del Amazonas, Descola (1996: 308-322) utiliza la fórmula good life (shiir waras) para referirse al ideal de una vida armoniosa vinculada con tener paz en casa y un estado de equilibrio en el uso de la naturaleza, alejado de la acumulación sin fin de artículos de consumo. Uno de los criterios fundamentales de la buena vida remite a la habilidad para asegurar la reproducción doméstica explotando sólo una pequeña fracción de los recursos existentes. Para los achuar, la naturaleza está gobernada por las mismas relaciones sociales que rigen la casa, por lo cual no es domesticada ni domesticable sino simplemente doméstica. La praxis diaria de este pueblo, sintetizada en la noción de buena vida, confirma una correspondencia entre los modos de relacionarse con la naturaleza y los modos de relacionarse con los otros (Haudricourt, cit. en  Descola, 1996: 327).

En un sentido similar, la cosmovisión andina del vivir bien no está centrada en el individuo, sino “en la complejidad e inmanencia de la Madre Tierra y el cosmos, considerados como matrices vivas e integradas por fuerzas animistas” (Prada, cit. en Schavelzon, 2015: 212).

Creo que el buen vivir puede concebirse, parafraseando a  Århem (2001: 215), como una ecocosmología que integra conocimientos prácticos y valores morales y que ofrece lineamientos significativos para una existencia plena. Juristas, académicos y líderes políticos de la izquierda latinoamericana comparten la esperanza de que esta proclamación del buen vivir fortalezca una “descolonización del pensamiento”, o bien un “proyecto liberador y tolerante” (Acosta, 2010: 3 y 19).

Según Bailone (2012: 153-57), estas nociones indígenas postulan una interculturalidad crítica al compartir no sólo cosmogonías resistentes comunes, sino el discurso ecologista de preservación de la biodiversidad latinoamericana. Santos (2010: 7) elogia el rescate del buen vivir en las cartas magnas como una maravillosa combinación de pensamiento eurocéntrico y pensamiento ancestral. Desde la perspectiva del autor, la incorporación del buen vivir en la letra de las nuevas constituciones de Bolivia y Ecuador consolida el diálogo entre una concepción de nación cívica, de origen liberal, y un concepto étnico-cultural que no necesariamente crea conflicto con el primer concepto de nación (2010: 5).

Amén de su alto valor simbólico, la incorporación del buen vivir a estas constituciones se explica por motivos más prosaicos: nuestra creciente conciencia, que nos llega por distintas vías de conocimiento, del deterioro de la naturaleza. Resulta irónico que haya sido precisamente la ciencia –que busca comprender la naturaleza como un sistema impersonal– la que ha creado en su mayor parte esa conciencia. Latour agregaría, con un optimismo que quizá sea necesario matizar, que en estos tiempos Occidente se ha vuelto más prudente y procura dialogar no sólo con otros pueblos largo tiempo dominados, sino también “con la naturaleza”.

Por un lado, el buen vivir es un bienvenido gesto de restauración simbólica de aquellos pueblos que han sufrido una persistente colonización. La consagración de los derechos de la Pachamama en una carta magna busca distanciarse de la retórica de dominio sobre la naturaleza característica del paradigma moderno occidental. Al menos declarativamente, la naturaleza es considerada hoy día menos exterior a la experiencia humana.

Por otra parte, la tendencia contemporánea a representar la naturaleza en términos de sistemas intencionales se ve retratada aquí fielmente: cuanto más personales se vuelven nuestras relaciones con Gaia, nuestra Madre Tierra o la Pachamama, mayor será la asunción del valor moral de esas entidades y la interpelación a las posibles consecuencias del accionar humano (Milton, 2002: 27-31; Chaplier, 2005: 28). En el debate latinoamericano, los mecanismos de personalización de la naturaleza son aludidos –ya sea en un sentido elogioso o burlón– como una pachamamización.

La vastedad del tema merecería un trabajo aparte: las diferentes acepciones del buen vivir; el estrecho vínculo entre este concepto y los de plurinacionalidad, autonomía y comunidad; las alianzas entre ONG locales e internacionales para la promoción de nuevos derechos y reivindicaciones; las implicancias sociopolíticas de las innovaciones jurídicas en el contexto singular de los estados plurinacionales; las contradicciones entre el “espíritu del buen vivir” y las metas extractivistas de Bolivia y Ecuador.

Estoy presentando un recorte intencionado de la noción del buen vivir en función del posterior análisis del caso empírico. Se trata de un concepto ecléctico que diversos actores utilizan con fines antagónicos. Este antagonismo resulta evidente en la caracterización que realizan Le Quang y Vercoutère (2013) de las principales corrientes que defienden el buen vivir: la culturalista, la ecologista y la ecomarxista. Existe, en particular, una fuerte crítica al capitalismo y al desarrollo en muchas apropiaciones del término.

Una de las precauciones que es necesario tomar a la hora de reflexionar sobre este posible diálogo entre culturas se refiere al imperialismo cultural y el epistemicidio, que son, como indica Santos, parte del derrotero de la modernidad occidental:

¿Qué posibilidades hay de un diálogo entre dos culturas cuando una ha sido moldeada por violaciones prolongadas y masivas a los derechos humanos perpetradas en nombre de la otra? (Santos, 1998: 364).

Si el sumak kawsay o el suma qamaña van revistiéndose de nuevos significados en el trayecto que aún recorren desde comunidades andinas hasta la carta magna de un Estado, no está de más recordar algunas lecciones que provee la antropología.

En primer lugar, es importante tener en cuenta que los términos jamás poseen una significación intrínseca:

Su significación es “de posición”, [en] función de la historia y del contexto cultural, por una parte y, por otra parte, de la estructura del sistema en el que habrán de figurar (Lévi-Strauss, 1975: 87).

Las categorías en cuestión son, pues, inseparables de los modos en que las personas se perciben a sí mismas y a los otros en un determinado entorno. En contraste, una de las prácticas habituales de nuestra cultura occidental consiste en disociar las metáforas de la matriz de las relaciones sociales y tratarlas de manera fragmentada (Douglas, 1996: 149-150; Lévi-Strauss, 1975).

En segundo lugar, recordemos que el buen vivir es concebido como un concepto en construcción, abierto a lo impredecible. Me pregunto si no hay algo intraducible –y por tanto, no asimilable– en su significado.

Retomo aquí una perturbadora idea de José Jorge de Carvalho (cit. en García Canclini, 2004: 55): pese al valor de algunos procesos de hibridación, las culturas tienen estructuras inconmensurables, no reducibles a configuraciones interculturales. Durkheim (2012: 350) ya había advertido acerca de los riesgos de transformar una expresión estrechamente local y dialectal en un término genérico. En la misma sintonía, Wittgenstein sostuvo que cada conjunto de conceptos se basa en los juegos de lenguaje de una comunidad y no puede ser juzgado de acuerdo con una realidad independiente o un metalenguaje (Hviding, 2001: 194). Este sutil asunto fue abordado por Cowan (2010) y Pálsson (2001: 95), al señalar el importante dominio de lo tácito en una cultura.

Se trata de indagar, en definitiva, si podemos trascender el contexto de nuestras respectivas lenguas y culturas, o si los significados permanecerán cautivos de ciertas tradiciones e imágenes del mundo (Habermas, 1999: 201).

Esto no significa reivindicar un pretendido purismo de estas comunidades indígenas o bien, como alguna vez lo hizo LéviStrauss, una saludable dosis de etnocentrismo para preservar las diferencias entre culturas.84 Simplemente quiero enfatizar que aún resta por descubrir si el rasgo básico de esa cosmovisión –una ética compartida entre los seres del planeta– no ha de quedar subsumido bajo el esquema naturalista occidental que sigue funcionando como el valor de referencia.

¿Alientan estas reflexiones un escepticismo sin escape, el de estar enfrentándonos a una retórica vaciada de sus saberes prácticos? En todo caso nos encontramos con la siguiente constatación, largamente probada en la literatura etnográfica: las construcciones culturales del medio ambiente de las comunidades indígenas suelen ser secundarias respecto de los saberes y las acciones prácticas de esas mismas comunidades (Ingold, cit. en Hornborg, 2001: 72). Las representaciones nativas, en efecto, fueron “desarrolladas durante milenios de interacción práctica íntima con el medio ambiente” (Århem, 2001: 234). No se trata de un conocimiento codificado al modo del pensamiento occidental, sino de un saber práctico cuyos significados locales pueden ser implícitos o inextricables. En palabras de Århem (2001: 230 y 234), las ecocosmologías indígenas no son construcciones mentales, etéreas, sino que nacen de la práctica y actúan en tareas cotidianas de subsistencia. En la letra de las cartas magnas se invierte ese orden: prima allí una dirección intelectual, un principio orientador de las políticas que luego será o no una práctica efectiva en la vida de las personas.

Otra diferencia interesante entre una cosmovisión indígena y su eventual apropiación por parte de un Estado moderno occidental se relaciona con los planteos deterministas inversos implicados. En tanto algunas comunidades indígenas conciben la naturaleza –si es que esa noción existe como tal– como una fuerza que los maneja, las sociedades industriales, por el contrario, afirman su dominio para gestionar esa naturaleza (Pretty y otros, 2008: 3). Mientras las primeras se ven a sí mismas como componentes interdependientes de esas fuerzas naturales, fluctuando a la par de sus ritmos, las segundas se perciben como seres separados de esa naturaleza y a salvo, al menos en parte, de esas fluctuaciones (2008). Este esquema analítico presenta los dos extremos o, si se prefiere, las versiones más “puras” de un vasto espectro de posiciones. No obstante, el esquema resulta útil para comprender ciertas nociones contemporáneas muy difundidas como la biodiversidad o la dimensión humana de la conservación, que remiten a esta percepción de la naturaleza como algo externo.

Para complejizar aún más las cosas, los préstamos y las traducciones de nociones también recorren el camino inverso: las comunidades indígenas se apropian de las visiones desarrollistas en sus discursos políticos y de reivindicación de derechos, lo que según un antropólogo quichua “parecería que coloca a las sociedades indígenas como colectividades ‘en vías de de sarrollo’ [y] aniquila lentamente la filosofía propia del alli káusai [buen vivir]”.90 Los procesos relacionados con los derechos y las culturas resultan, como ha analizado magníficamente Cowan (2010), sumamente contradictorios, ya que los derechos son habilitantes pero también restrictivos, y si bien producen subjetividades y relaciones sociales, su búsqueda y su consecución acarrean consecuencias involuntarias.

Existe otra cuestión ineludible: la idea misma de giro biocéntrico resulta discutible, en tanto es una comunidad de seres humanos la que instituye este “progresismo” de la naturaleza. En efecto, la instauración de los derechos de la Pachamama supone hablar en su nombre. La fórmula del buen vivir tampoco escapa a aquello que Latour (2004: 28) define como la más fabulosa capacidad política jamás inventada: hacer hablar al mundo mudo, decir la “verdad” sin que esta pueda ser discutida.

Nosotros, los “animales humanos”, estamos sancionando la constitución y no estamos exentos de que algunas aplicaciones prácticas de esa ley puedan atentar contra la dignidad de ciertos grupos humanos o reproducir la de sigualdad. Apelando a la protección de todos los seres vivos podrían implementarse restricciones en los usos de los territorios o prohibirse prácticas de caza y pesca que organizan las posibilidades de supervivencia de sectores subalternos. En nombre del buen vivir de una nación pueden implementarse, además, políticas extractivistas en territorios indígenas sin el consentimiento de esas comunidades, violando su derecho de autodeterminación. Como reflexiona Svampa (2011), la relegitimación de una matriz comunitaria no es ajena al paradigma extractivista ni a la globalización neoliberal; el fuerte contenido identitario del buen vivir puede desactivarse en los hechos por la expansión de ese modelo de desarrollo. La expansión de las fronteras de derecho puede coincidir, aunque suene contradictorio, con una desapropiación de los territorios y una depredación ambiental (2011: 211-212).

El libro de una colega antropóloga que analiza el proyecto de salud intercultural en Bolivia ofrece un muestrario similar de contradicciones. Si bien la autora admite que el reconocimiento de la pluralidad cultural por el Estado ha sido un gran avance, apunta que sigue habiendo una práctica homogeneizadora en la medición y el tratamiento de salud de los sectores más postergados, “disfrazada en un discurso pluralista” (Ramírez Hita, 2011: 144). La autora cuestiona el andinocentrismo91 de la Nueva Constitución del Estado, que rescata términos contradictorios y poco representativos de los treinta y seis grupos indígenas que componen el país. En sintonía con la carta magna, el proyecto de salud intercultural de Bolivia retoma la noción del buen vivir: se revalorizan el saber y la medicina tradicionales, pero no se envían médicos ni se establecen puestos de salud en ciertas zonas indígenas del país. Algo similar sucede con el registro de datos epidemiológicos por parte del Ministerio de Salud, organizado bajo los parámetros de la Organización Mundial de la Salud y “sin ningún aporte ni adaptación […] a la realidad del país” (2011: 154). Las políticas internacionales de cooperación no registran aquellas patologías por las cuales la población se enferma y muere, sino las problemáticas que fueron definidas a priori como preocupantes para la región latinoamericana, por ejemplo, la materno-infantil. Los indicadores del Plan de Desarrollo del Ministerio de Salud continúan rigiéndose exclusivamente por el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas que, entre otras cosas, registra a las personas que viven con menos de un dólar diario, un parámetro inaplicable a grupos cazadores y recolectores. Los datos así obtenidos, como el lector ya habrá deducido sin mucho esfuerzo, se alejan “de la realidad de la vida cotidiana de los sujetos sociales y comunidades involucradas” (2011: 151).

Ingold (1993: 40-42) diría al respecto que ese ambientalismo emergente –paradójicamente inspirado en una visión subalterna de la naturaleza– desempodera otras visiones locales. Y no está de más recordar la conclusión a la que arriba Kuper (2001: 11-16) en su conocido trabajo sobre los usos y abusos del concepto de cultura: un argumento que resulta benigno en una configuración nacional –la preservación de las diferencias culturales en los Estados Unidos– puede convertirse, bajo el signo de otra, en la justificación de una política de segregación racial, como el caso del apartheid. El carácter emancipatorio de un proyecto progresista, advierte Santos (1998: 364), no sólo no está garantizado, sino que “puede convertirse en un nuevo argumento para la política reaccionaria”.

***

Un abordaje comparativo de los corpus jurídicos que van más allá de los asuntos humanos excede las posibilidades de este capítulo; no obstante, quiero remarcar algunas cuestiones. Los derechos asignados a los animales o a la Pachamama no suponen un simple avance legal, sino una interpelación a nuestro ethos occidental. Pese a sus diferencias –una ética extensionista de matriz antropocéntrica versus una ética biocéntrica–, ambos ambientalismos se erigen como nuevas moralidades con creciente consenso.

La ética animalista es comúnmente concebida como extensionista, en tanto amplía una condición moral antes sólo reservada a los humanos, a un conjunto de no humanos. A diferencia de las posturas antropocéntricas tradicionales, buena parte de los animalistas considera que los derechos no deben contemplar únicamente a los humanos.

La perspectiva biocéntrica, en cambio, parte de la existencia de valores intrínsecos en los seres vivos y en el ambiente que son independientes de los intereses y las utilidades de los humanos (Gudynas, 2015: 41). Recordemos que, amén de las cosmovisiones indígenas, el biocentrismo latinoamericano es influenciado por los autores de la ecología profunda. La ética holista de la deep ecology no se enfoca en individuos o especies dotados de propiedades particulares, sino en preservar un bien común sin perturbar la interdependencia de los componentes orgánicos y abióticos de un medio ambiente (Descola, 2012: 293).

Las críticas al antropocentrismo convencional92 por parte de ciertos colectivos occidentales –en el caso de los animalistas– o bien la renovada fe en un paradigma biocéntrico –en el caso de los impulsores del buen vivir– trae ecos de la célebre interrogación de Latour: ¿somos, en verdad, tan modernos como nos pensamos?

“Nosotros, los occidentales, somos absolutamente diferentes de los otros”, ese es el grito de victoria o la larga queja de los modernos. […] ¿Por qué Occidente se piensa así? ¿Por qué él y sólo él no sería solamente una cultura? […] Sin embargo, jamás abandonamos la vieja matriz antropológica. Jamás dejamos de construir nuestros colectivos con los materiales mezclados de los pobres humanos y los humildes no humanos. […] Todas las naturalezas-culturas son semejantes en el hecho de que construyen a la vez los seres humanos, divinos y no humanos. Ninguna vive en un mundo de signos o de símbolos arbitrariamente impuestos a una naturaleza exterior conocida únicamente por nosotros (Latour, 2012: 144-145, 167, 155).

Recién comentamos que el giro biocéntrico en América Latina retoma cosmovisiones indígenas, y en particular la creencia en una comunión entre los seres vivientes. Como sintetiza Schavelzon (2015: 25), las discusiones políticas de Bolivia y Ecuador rozan la posibilidad de pensar mundos donde la agencia no sea exclusivamente humana.

Aun sin esa visión de conjunto, mi supuesto es que el horizonte de sentido y el repertorio de prácticas de los movimientos proteccionistas también presentan correspondencias con las cosmovisiones no occidentales, tal como veremos en los capítulos 25 y 26.

Como introducción a la problemática, repasemos ahora los postulados de la corriente de pensamiento que ha servido de sustento a la militancia contemporánea a favor del derecho animal.

Las fronteras de lo humano
Publicada por: Siglo XXI
Fecha de publicación: 05/01/2017
Edición: 1a
ISBN: 9789876297288
Disponible en: Libro de bolsillo
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