El 75% de las marcas pasa inadvertido en la orquesta empresarial mundial, a pesar de inversiones muchas veces millonarias en marketing e innovación. En este contexto, un grupo privilegiado de organizaciones cosecha altísimos niveles de lealtad, logrando que sus clientes bordeen el fanatismo. Lo que las distingue es que no se enfocan en vender un producto, sino en ofrecerle al cliente una experiencia, una causa justa que seguir (desde contribuir al salvataje de animales en peligro de extinción a la utilización de materiales biodegradables). En la conjunción entre ser y pertenecer se genera la tribu, el punto máximo de la fidelización, el punto en el que las empresas trascienden la oferta de mercado y avanzan hacia un quehacer social.
No todas las organizaciones pueden aspirar a crear estos niveles de lealtad pero ¿cómo los logran las que sí? ¿Cuáles son sus estrategias y cómo las eligen? ¿Cómo diseñan las experiencias que ofrecen? ¿Es posible replicar su éxito a diferentes escalas y en distintas organizaciones?
Lealtad a la marca responde con eficacia a estos interrogantes y ofrece además un método novedoso y replicable que permite a cualquier organización o emprendedor/a incrementar sus niveles de satisfacción de cliente a través de poderosas experiencias de marca. Con decenas de casos analizados y múltiples modelos de análisis, Tito Ávalos entrama una guía práctica, imprescindible a la hora de diseñar y gestionar experiencias de marca relevantes y atractivas.
A continuación un fragmento, a modo de adelanto:
La marca en el rol de narrador
Una de las marcas que mejor ha sabido cumplir con el nuevo rol de narrador ha sido quizás Red Bull, la compañía fundada por Dietrich Mateschitz a mediados de la década de los ochenta. Este empresario austríaco, en ese momento encargado de marketing de una marca de Procter & Gamble, se encontraba de viaje de negocios por Tailandia cuando probó una bebida energética local llamada Krating Daeng. Aunque parezca demasiado simple, lo cierto es que le gustó, la imaginó en Europa, y luego de algunos retoques al sabor y al nombre, decidió lanzarla.
La estrategia de Mateschitz fue bastante sencilla: la cualidad “energética” de la bebida podría atraer a aquellos que necesitaran este tipo de estimulación. Con buen criterio, Mateschitz pensó en deportistas, pero en lugar de ir al segmento mainstream que ya estaba asediado publicitariamente por muchas marcas, prefirió enfocar sus esfuerzos en una nueva élite de deportistas que practicaban a su vez una nueva generación de deportes. El segmento etario al que apuntó fue el de 18 a 34 años, y la particularidad que buscó fue que practicaran deportes con un alto grado de riesgo y demanda física.
Con el diario del lunes, podemos decir que Mateschitz encontró una tribu para liderar y que fue lo suficientemente astuto como para no intentar “venderles” sino acompañarlos y alentarlos en sus actividades, ya que se dedicó a apoyar económicamente a varios de estos nuevos atletas, a organizar eventos y a darles soporte mediático. Poco a poco, Red Bull se convirtió en parte del rito y de la escena, algo estratégicamente clave, ya que la presencia de la marca aseguraba que los eventos eran de primera calidad: si no estaba Red Bull, no era “pro”.
Lo destacable, al menos en este caso, no es la estrategia de activación; de hecho, muchas marcas nacieron adosadas a un segmento de nicho para luego alcanzar legitimidad masiva. Lo valioso de Red Bull es su rol de narrador. Junto con su actividad como promotor de atletas y eventos, poco a poco —por necesidad o por astucia— la marca comenzó a convertirse en el agente de difusión de todos estos deportes extremos. Y en 2005, el mismo año en que compró el Jaguar Racing, decidió lanzar The Red Bulletin, una publicación editorial que se repartía en el paddock de la Fórmula 1. Dos años más tarde, la revista se publicaba mensualmente y se distribuía en once países.
Un año bisagra para la marca fue 2007, ya que consolidó su rol de promotora de eventos, sponsor de atletas y productora de contenidos incursionando además en el mundo de la música. La experiencia obtenida con la publicación del The Red Bulletin dio impulso a la creación de una productora de contenidos propia: la Red Bull Media House (RBMH), que luego abriría sucursales en Nueva York y Hollywood. RBMH es la productora que genera el material impreso, televisivo y online de la marca. Hoy, con ciento treinta y cinco empleados, además del Red Bulletin, RBMH produce Red Bull TV, un canal de televisión que transmite en vivo por streaming los eventos que produce o patrocina. Y no solo esto: desde hace unos años produce series y realities que se refieren más a la ideología detrás del estilo de vida que a la proeza deportiva. Durante ese año, también se creó Red Bull Records, un sello discográfico propio que comenzó produciendo bandas de música indie.
De a poco, la estrategia de la marca ha sido agrandar el mundo de pertenencia. Ha aportado a la difusión del deporte, ha convencido a atletas para que se dediquen a tiempo completo, ha creado eventos y se ha convertido en el líder ideológico de un estilo de vida que ahora excede el mundo del deporte extremo. Red Bull ya no es una bebida energética; es un imperio editorial montado sobre una actividad deportiva que hoy representa una forma de vida. La diferencia con otras marcas, y su gran mérito, es que se trata de una realidad que ella misma ayudó a crear.
Sobre las alas del mito
En el mundo de las marcas, el storytelling se presenta de forma distinta que en las definiciones clásicas. Es cierto que tenemos una estructura del relato que gira en derredor de un mensaje central, pero luego el desarrollo “narrativo” se hace a través de diversos medios en forma no necesariamente secuencial y con distintos lenguajes, lo que resulta un verdadero desafío a la consistencia del relato. En el caso de Patagonia, pasar de su catálogo impreso al ambiente inmersivo de Internet ha sido relativamente intuitivo; en cambio, para Red Bull, la heterogeneidad de medios y acciones necesitaba un hilo conductor fuerte y relevante que le diera a la marca mucha coherencia, y esta lógica la encontró en el mito de base con el que se identificó: el mito de Ícaro.
La leyenda griega cuenta que Dédalo, un inventor sumamente ingenioso, había decidido escapar de la isla de Minos luego de perder el favor del rey. Para lograrlo, construyó unas alas para él y para su hijo Ícaro. El diseño incluía plumas de verdad que se adherían a la espalda con cera. Teniendo en cuenta ese detalle, Dédalo le sugirió a Ícaro que no se acercara demasiado al sol para que no se le derritiera la cera y se le despegaran las alas. Como era de esperar, Ícaro se entusiasmó con la libertad y la adrenalina que le daba su vuelo y se dirigió directamente al sol, desafiando sus límites, para terminar cayendo al mar.
El mensaje hace referencia al atractivo que siempre ofrece al ser humano la posibilidad de desafiar los límites, de romper récords, de ser recordado por sus proezas. Sobre ese anhelo ancestral, Red Bull apoya la estructura estratégica de su promesa de marca; no por nada su tagline es “Te da alas”.
Branding cultural
Douglas Holt reflexiona acerca del rol protagónico que tienen los mitos culturales a la hora de construir marcas ícono. Para el autor estadounidense, los mitos ya existen, y aunque no son instalados culturalmente por las marcas, pueden aspirar a convertirse en su agente catalizador. O sea, que se vea a la marca como el vehículo a través del cual se pueda resolver el anhelo que ilustra el mito.
Uno de los ejemplos que utiliza es el de Jack Daniel’s. Según el autor, con el fin de la Segunda Guerra florece el consumo de bebidas alcohólicas “duras”, tanto por razones psicológicas como sociológicas. Estados Unidos ya había eliminado las restricciones al consumo que había instaurado con la Ley Seca y algunas de las destilerías que habían cerrado sus puertas con motivo de la guerra volvieron a abrirlas con renovada esperanza a fines de los años cuarenta. Entre las que volvieron estaba Jack Daniel’s, una modesta destilería del estado de Tennessee.
El auge industrial empezó a repercutir favorablemente en el bolsillo del estadounidense medio que veía por delante un futuro de crecimiento económico y una mejora de su confort. Los Estados Unidos de la posguerra se caracterizaron por los rascacielos, los automóviles largos, los muebles de acero y cuero, y los desarrollos suburbanos; junto a todo esto, también se redefinieron los roles sociales tanto del hombre como de la mujer. Acostumbrados ambos a desempeñar tareas de emergencia, la inserción en la “modernidad” no fue sencilla, aunque sí más placentera; y entre los cambios emergió una nueva definición de masculinidad.
Los medios apoyaban la construcción de una cultura homogénea centrada en lo masivo, difundiendo una ideología estereotipada según la cual el hombre vestía traje gris, vivía en los suburbios y tenía una familia típo: un hijo varón y una hija mujer. Este estilo de vida se comenzó a celebrar en las revistas y en los programas de televisión, y los responsables de ventas de las compañías veían que empezaba a aparecer un nuevo y más grande mercado de consumo. El lujo y el confort empezaron a convertirse en la meta, y las grandes marcas de whiskey —como Chivas Regal, 7 Crown, VO y Lord Calvet— comenzaron a presentarse como los códigos culturales ideales para señalar que el bebedor que los elegía “había llegado”.
La estrategia de comunicación de Jack Daniel’s a principios de los años cincuenta no difería demasiado de lo que el resto de los competidores ofrecía: estatus, lujo y estilo corporativo. Sin embargo, y a pesar de que la destilería buscaba camuflar sus raíces sureñas, gran parte de la población masculina vivía su nuevo rol corporativo como una castración: Estados Unidos había sido forjado y construido por aquellos hombres rústicos que conquistaron el Oeste.
El mito de la “frontera” caló muy hondo en la cultura estadounidense de mediados del siglo XIX; las historias de hombres que sobrevivían a todas las adversidades posibles, aquellos cowboys o buscadores de fortunas se volvieron el paradigma de la masculinidad. La cultura de esa época se llenó de historias que dramatizaban a aquellos personajes cuyos rasgos salientes eran el individualismo, la resiliencia, la confianza en sí mismos, una honestidad ideológica de hierro y un ingenioso pragmatismo. Según Holt, “la frontera producía ese tipo de hombres en los que Estados Unidos confía cuando las cosas se ponen feas, hombres de acción que con su sola intervención cambian el rumbo de los acontecimientos”.
Cabalgar el mito
Si bien la frontera se cerró a fines del siglo XIX —la guerra con los indios había terminado y ya se había alcanzado la costa oeste—, la cultura estadounidense jamás abandonó el mito, que subyace en el inconsciente colectivo y resurge cada vez que las circunstancias requieren de ese héroe solitario. Paradójicamente, y en simultáneo con la construcción del perfil del “hombre corporativo”, el tratamiento mediático de la Guerra Fría con el mundo comunista puso en alerta a la población estadorunidense, que comenzó a ver a Rusia como la gran amenaza a todo lo bueno que tenía su estilo de vida. La gran pregunta que se colaba entre líneas era cómo iban a proteger ahora los estadounidenses su estilo de vida con estos hombres suaves y sedentarios en lugar de los endurecidos hombres de la frontera. Las industrias culturales rápidamente captaron la inquietud y, como siempre, recurrieron al género del western para traer nuevamente a escena al pistolero solitario y su mundo.
En ese mundo, el whiskey se encontraba siempre presente. Tanto en las novelas como en las películas era presentado como una de las pocas posesiones que este héroe tenía junto con su caballo y sus pistolas. Ver a un cowboy entrar a un bar y pedir un whiskey apenas llegado de una larga cabalgata era una rutina que luego se volvió caricatura. Lo cierto es que el whiskey se convertiría en objeto protagónico de las dos tensiones culturales de esa época: el estatus corporativo versus la masculinidad de frontera.
De haber estado tan clara la cuestión, alguna de las marcas de ese momento podría haber aprovechado la situación; sin embargo, todas estaban buscando lo mismo: ser ciudadanos corporativos de primera línea. Pero al igual que con el caso de Harley, el periodismo de actualidad salió a buscar noticias, y en 1951, la revista Fortune entrevistó a los responsables de la marca Jack Daniel’s, quienes explicaron la forma en que elaboraban su whiskey. En un artículo de seis páginas a todo color, la nota documentó fotográficamente no solo las instalaciones y a sus modestos trabajadores, sino al pequeño pueblo de Lynchburg donde se encontraba la destilería.
Las fotografías mostraban imágenes que bien podrían haber sido tomadas un siglo atrás: las oficinas precarias y la vestimenta de los hombres coincidían con una visión de pasado que contrastaba brutalmente con el paradigma corporativo de aquellos años; era oponer la madera al metal. Este y otro artículo de características similares publicado tres años más tarde por la revista True produjeron un resultado inesperado para la organización, a la que a partir de allí le llovieron cartas y pedidos de todos lados. Y, contrariamente a Harley, la gente de Jack Daniel’s de inmediato se subió al mito y aprovechó la oportunidad.
Gardner, en ese momento la agencia de publicidad de Jack Daniel’s, comprendió a la perfección lo que estaba pasando: la gente quería volver a las fuentes y esas fuentes se encontraban en ese estilo de vida y ese lugar que obstinadamente se habían negado al paso del tiempo. Con tal premisa, Gardner elaboró la campaña más emblemática de Jack Daniel’s que se haya diseñado hasta hoy: se llamó “Postales” y su clave fue mostrar a esta gente orgullosa de sus métodos y secretos de elaboración, que vivía lejos del estrés de las ciudades. Y el pueblo de Lynchburg mismo se convirtió a su vez en esa palanca tangible sobre la cual se reclamaba un discurso real y auténtico.
Jack Daniel’s se despegó de sus competidores, construyó una legión de seguidores leales y logró convertirse en el whiskey de mayor venta en el mundo. Pero lo más admirable, desde el punto de vista de la marca, es que nunca abandonó el mito de ese mundo preindustrial, de frontera, donde la meta se consigue no tanto por formación profesional como por las duras lecciones que se aprenden con la experiencia directa.