jueves 28 de marzo de 2024
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«Fracasa mejor», de Demian Sterman

El fracaso no es algo alejado de conceptos como la creatividad, y la innovación. Al contrario, es uno de los pasos necesarios para tener éxito.

Después de Historias de fracasos y fracasados que cambiaron el mundo, Demian Sterman recorre en este segundo libro la historia de los avances de la humanidad para encontrar, en los cajones más cerrados, fracasos necesarios, involuntarios y hasta buscados, que formaron parte de nuestra evolución. ¿Cómo nacieron monstruos del éxito como McDonald´s, Instagram o YouTube, qué es la obsolescencia programada y qué pasó con el peor juego de consolas de la historia? Estos son algunos de los interrogantes que el autor responde con ejemplos saturados de rarezas, curiosidades y, claro, fracasos.

El libro propone además un análisis sobre el modo de afrontar los proyectos personales, qué hay que tener en cuenta en el nuevo mundo de los negocios y el neuromarketing y qué significa hoy fracasar o, más bien, fracasar mejor.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

La resignificación del fracaso en medio de la obsolescencia programada

Cambian los tiempos, las tecnologías. Cambian las condiciones en las que vivimos y los esquemas

sociales. Cambia la manera en la que nos comunicamos. Cambian también los significados sociales de las palabras que utilizamos. El fracaso ya no es fracaso, y el éxito ya no es tal.

No hace mucho tiempo atrás, el fracasado era todo aquel que, además de frustrado, era un perdedor. Al haber fallado quedaba además marcado y aislado de la sociedad exitosa para siempre. Nada se decía acerca del conocimiento, del aprendizaje, de la posibilidad de mejorar, evolucionar y llegar a cambiar que daba ese fracaso. Por el contrario, el exitoso era el ganador. Aquel que estaba en lo más alto y de ahí directamente a la eternidad del bronce. Nadie hablaba del sinsabor del éxito, de su duración, y de la casualidad que muchas veces intervenía para estar allí. Se hablaba del fracaso en términos de infelicidad y, por supuesto, del éxito como el grado máximo de felicidad.

Hoy todo eso nos queda muy lejos. Ambos términos, éxito y fracaso, nos ponen en otro punto de vista, de análisis. Y esto también tiene que ver con el cambio de mentalidad en relación al tiempo y su percepción. Viejo y joven, respecto de la edad de las personas, no aplican de la misma manera que hace cincuenta años. La ciencia ha permitido con sus avances que quien hace medio siglo era considerado viejo, hoy todavía sea (y se sienta) joven.

Todo lo contrario sucede con los objetos que usamos en la vida moderna. Solo es joven lo nuevo, lo recién salido, lo recién comprado, y hasta ahí nomás. Al poco tiempo, eso nuevo ya se transforma en viejo, aunque física y estructuralmente tenga aún mucho para dar.

Estos conceptos actuales de viejo y nuevo que se aplican a los objetos tiene una razón y un objetivo: el mercado del consumo. Y que lo nuevo se vuelva viejo cada vez más rápidamente también tiene un nombre: obsolescencia programada.

La obsolescencia programada tiene que ver con la determinación de una compañía por programar la vida útil del producto que ofrece. Esto se calcula de antemano en su etapa de diseño. La empresa sabe cuánto debe durar en el mercado y de qué manera ese producto quedará inútil tiempo después. En su planificación también sabrá el momento casi exacto en el que sus clientes irán en busca de uno nuevo y será justo cuando tenga un sustituto más moderno para ofrecer. Eso es lo que mantiene vivo al mercado de consumo.

Esquema de obsolescencia programada

Historia de la obsolescencia

Uno podría pensar que la obsolescencia programada es algo de nuestros días, más relacionada con cuestiones tecnológicas o descubrimientos recientes; sin embargo, su discusión se remonta a la década de 1920.

  • 1879. Hay quizás un puntapié inicial que generó todas las miradas: la bombita de luz de Thomas Alva Edison. Cuando el inventor intentaba crear una lámpara que tuviera el filamento perfecto, también estaba buscando una luz que iluminara el mayor tiempo posible. Y, como sabemos, lo logró. En su primera versión exitosa, la bombita de luz estuvo encendida durante cuarenta y ocho horas sin sufrir interrupciones.
  • 1880. Patentó una bombita que quedaba encendida durante mil horas sin fallar.
  • 1911. Edison aumentó la vida útil de la bombita a dos mil quinientas horas. La comunidad industrial, que empezaba a manejar a su gusto a la sociedad de consumo, no vio con buenos ojos este hallazgo. Comenzaron a preguntarse qué pasaría si los productos duraran toda la vida. La incógnita sobre el futuro de la industria y qué habría que hacer con este tipo de inventos de larga duración estaba planteada.
  • 1924. Se crea el ente regulador de la producción o cartel Phoebus aunque se niega su existencia oficialmente.
  • 1928. La revista estadounidense de publicidad Printers’ Ink afirmaba: Un artículo que no se desgasta es una tragedia para los negocios”.
  • 1932. Bernard London, un inversor inmobiliario, propuso abiertamente incorporar la obsolescencia programada para reactivar la economía y hacer frente a la mayor crisis económica de los Estados Unidos: la Depresión de los años treinta.
  • 1954. Un diseñador industrial estadounidense llamado Brooks Stevens en una importante conferencia ya hablaba de “instalar en el comprador el deseo de poseer algo un poco más nuevo, un poco mejor y un poco antes de lo necesario”.

El cartel Phoebus

En su búsqueda por lograr una lámpara que durara para siempre, Thomas Alva Edison fue mejorando su producto hasta llamar la atención de otros productores de bombitas de luz, que no estaban de acuerdo en trabajar para que se produjera el milagro de la bombita perfecta que iluminara de por vida. Todo lo contrario.

En 1924, los principales fabricantes de lámparas, rápidos de ambición y reflejos, crearon una organización, un ente regulador denominado cartel Phoebus.

¿Qué hacían estos muchachos? En primer lugar, establecieron un acuerdo acerca de estándares de producción, calidad y venta que se debían aplicar a las bombitas de luz; luego hicieron todo lo necesario para que este compromiso se cumpliera a rajatabla.

Según sus tratados, las lamparitas no podrían tener más de mil horas de uso, a pesar de que ya en esa época algunas fábricas se jactaban de tener a la venta lamparitas con una duración de dos mil quinientas horas. Que se cumpliera la regla de las mil horas les aseguraría la continuidad del consumo de sus productos. Los que no cumplieran con estas nuevas condiciones, sufrirían grandes multas.

Lo curioso de este asunto es que los integrantes más importantes de las grandes compañías mundiales que componían este supuesto cartel nunca reconocieron su existencia. Mucho tiempo después de su creación comenzó a conocerse muy tímidamente su influencia en el sector. Pero era tan fuerte el poder que ostentaba esta agrupación que incluso llegaron a trabar la producción de patentes de lámparas que prometían durar más de cien mil horas sin interrupciones.

Esta agrupación no oficial es considerada la primera en aplicar en el mercado este tipo de práctica y a quien se le adjudica el estreno oficial de la obsolescencia programada.

El caso de la lamparita centenaria

En el cuartel de bomberos número 6 de Livermore (California) hay una lámpara que pone en jaque a toda la industria de la iluminación, sobre todo a aquellos que aún niegan que la obsolescencia programada los rige.

Lo curioso de esta lamparita es que permanece encendida desde 1901. Gracias a esto figura en el Libro Guinness de los récords desde el año 2001, después de haber cumplido los 100 años de iluminación ininterrumpida.

La bombita es obra de Shelby Electric Company de Ohio, y su creación data de 1890. El dueño de esa compañía, Adolphe Chaillet, la donó al cuartel y desde el momento en que fue encendida, solo se apagó durante 22 minutos, en 1976, cuando el cuartel de bomberos debió trasladarse del lugar en el que estaba. La mudanza de este histórico foco de luz mereció la escolta oficial de la policía local. Esa lámpara que aún está prendida tiene una webcam que la apunta y controla y que además transmite su incandescencia en directo por internet. Se puede visitar en www.centennialbulb. org/ o en Facebook bajo el nombre de Livermore Centennial Light Bulb.

El nylon de Dupont

Al igual que con la bombita de luz, cuando el tema de la obsolescencia programada comienza a tomar fuerza en el mercado de consumo, sucede algo llamativo en la compañía DuPont.

En 1940, un equipo de químicos de la compañía comenzó a desarrollar un producto revolucionario que tenía que ver con una fibra sintética irrompible, a la que denominaron Nylon. Esta innovación fue aplicada, en principio, a las medias diseñadas para mujeres y tuvieron un efecto casi revolucionario. Las primeras en probarlas fueron las parejas de los creadores que no podían creer lo resistentes y a la vez flexibles que eran. A modo de prueba, las medias fueron utilizadas para remolcar automóviles y lo hicieron sin ninguna complicación. Nada las rompía.

Que duraran demasiado era su fortaleza, pero también su mayor debilidad. Por un lado, estaba comprobado que DuPont tenía entre manos un producto único e innovador que marcaría un hito en lo que a resistencia de fibras se refiere, pero justamente esa virtud sería su peor enemigo visto desde los ojos de la corporación al servicio de la sociedad de consumo: algo que funciona perfecto, aguanta y no se rompe, no necesita ser reemplazado.

Dado entonces que alimentar al mercado con un producto que no necesitara reemplazos atentaba contra su propia producción, DuPont en persona decidió juntar a los científicos que habían desarrollado el Nylon y les ordenó lograr una fórmula que lo debilitara. Debía ser menos resistente, más frágil.

Así, el desarrollo volvió al punto cero para reinventarse bajo las nuevas directivas. De ese producto tan fuerte y resistente nunca se supo nada más, pero algo de esta historia llegó a la pantalla grande en forma de ficción con la película El hombre del traje blanco.

Cualquier parecido con la realidad…

En la comedia británica The Man in the White Suite (1951), dirigida por Alexander MacKendrick, el actor Alec Guinness encarna a Sydney Stratton, un científico que logra conseguir un tejido revolucionario, una fibra irrompible que además no puede mancharse.

Sin embargo, a pesar de que este descubrimiento puede ser verdaderamente innovador para la industria textil, logra instantáneamente detractores: tanto empresarios como trabajadores de la propia industria lucharán por impedir su producción. ¿El motivo? Un producto tan resistente atentaría contra la propia fábrica que la produce. ¿La razón? Ya la podemos imaginar. Si no se logra la venta por recambio del producto, la compañía perdería producción y los trabajadores, sus puestos de trabajo. Así, el dueño de la compañía que había contratado al científico le ofrece una gran suma de dinero para tener el control total de su innovador descubrimiento, suprimirlo y sacarlo definitivamente de su posible ingreso al mercado. ¿Cualquier parecido con el ejemplo del Nylon de DuPont es pura coincidencia?

La película fue nominada a los premios Oscar, en 1952 por su guion y a mejor película en los premios BAFTA en 1951.

Una parte de lo que busca la obsolescencia programada es ir tras la adicción de los consumidores por sobre la calidad de los nuevos productos que salen al mercado. Se trata sin dudas de un tema que genera polémica: por un lado, es verdad que se mantiene la cadena de producción (ganan trabajadores, países, empresarios); por el otro, en el medio de toda esta fiebre de consumo, se desatienden las repercusiones medioambientales y las consecuencias que generan la acumulación de residuos y la contaminación.

Algunos ejemplos de la obsolescencia programada

  • Cartuchos de tinta de impresora: Muchas veces la duración de la tinta de los cartuchos es reducida en relación al precio, que en algunas oportunidades es mayor al de la propia impresora. Otras veces, las impresoras que tienen tinta a color incluyen una tecnología que impide imprimir si alguno de los colores primarios de los cartuchos se acabó. Es decir que, aun teniendo posibilidad de hacer una impresión en otro color, hay que reemplazar el producto entero. Además, en muchos casos, no se puede recargar.
  • Baterías de equipos electrónicos: hoy todos usamos telefonía móvil y podemos dar cuenta de lo poco que dura una batería. Si a esto le sumamos que muchos programas y aplicaciones para celulares se actualizan velozmente, al punto de que ya no llegan a funcionar en nuestro teléfono comprado hace dos años por falta de memoria, será necesario, por cuestiones de actualización, de batería y de velocidad, tirar aquel nuevo-viejo teléfono móvil para reemplazarlo por otro nuevo que, con suerte, en otros dos años correrá el mismo destino que su antecesor.
  • Software: A medida que mejoran ciertos recursos que hacen más veloces, livianas y bellas nuestras computadoras, los programas también aprovechan esas posibilidades, se actualizan y se renuevan. Sucede muchas veces que esos nuevos programas demandan nuevos recursos que no todas las computadoras en uso tienen. ¿Entonces? Dos opciones: salir a comprar un nuevo dispositivo o aguantar todo lo que se ralentiza la computadora con la nueva versión. En el caso de los videojuegos, las nuevas versiones muchas veces no corren en las consolas anteriores. Es decir, se juega la versión vieja del juego o se compra la última innovación tecnológica.

Tipos de obsolescencia

No todos los casos de obsolescencia programada de los productos se dan por elección de la empresa que los fabrica. Y en ocasiones no tiene un final feliz para quienes la alientan y provocan. Veamos algunos casos.

Fracasa mejor
Más casos de fracasos y fracasados que cambiaron el mundo.
Publicada por: Planeta
Fecha de publicación: 12/01/2018
Edición: 1a
ISBN: 978-950-12-9770-6
Disponible en: Libro de bolsillo
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