viernes 29 de marzo de 2024
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«Eso nunca funcionará», de Marc Randolph

En el año 2000, Marc Randolph y Reed Hastings pasaban por uno de sus peores momentos personales. La empresa en la que habían invertido todos sus ahorros, esfuerzos y dos años de trabajo estaba a punto de naufragar. Su idea de crear una empresa de alquiler de DVD por correo sin multas por retornos tardíos, a pesar de su éxito moderado, se demostraba incapaz de dar beneficios. Tomaron entonces medidas desesperadas.
Viajaron a Dallas para ofrecérsela a su mayor competidor, Blockbuster, por 50 millones de dólares. La respuesta fue tajante: «Lárguense».

Hoy Netflix tiene un valor de 150.000 millones de dólares y Blockbuster…, en fin, está donde está.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Qué se siente al ingresar un cheque de casi dos millones de dólares
(Otoño/invierno de 1997: medio año antes del lanzamiento)

Después de estar persiguiéndolo durante semanas (por lo que sea, Reed parecía reticente a firmar el cheque y ponerle fecha), el primer inversor te entrega, por fin, el talón que te permitirá alquilar unas oficinas, contratar empleados y comprar mesas plegables.

Es más que eso, claro. El cheque representa la posibilidad de empezar. Marca la diferencia entre tener una idea en la cabeza y tener una empresa en el mundo real. Es la diferencia entre nada y algo.

Lo es todo. Y también es bastante dinero.

Haces un escrutinio del cheque, y compruebas una y otra vez la cantidad. Te aseguras de que haya suficientes puntos, de que la fecha sea correcta, de que la firma se parezca a la que conoces.

Una parte de ti quiere ir en coche hasta Santa Cruz, al banco con luces empotradas en el techo, baldosas resplandecientes y la puerta dorada de la caja fuerte entornada detrás del mostrador, brillando desde la oscuridad como el volante de un yate. Te dan ganas de quitarte la camiseta y ponerte algo que tenga cuello, quizá llevar corbata… De vestirte para la ocasión.

Un millón novecientos mil dólares es mucho dinero. Te pone nervioso tenerlo en la mano, como si se lo hubieras robado a alguien. Lo mejor es ir al banco más cercano que encuentres. ¿Qué más da si es en un centro comercial al aire libre de Los Gatos? Tienes que deshacerte del cheque, y deprisa.

Empiezas a sentirte como un fugitivo.

Haciendo cola en el banco, tocas el cheque con la mano sudada una y otra vez hasta que queda empapado en el bolsillo. A quien te mire le puede parecer que escondes algo.

Has manejado dinero antes, claro. Y has trabajado para empresas que manejaban cantidades considerablemente mayores.

Pero nunca lo has tenido en la mano.

La cola avanza lentamente, pero, al final, llegas hasta la cajera. Piensas: «Esto le alegrará el día».

Piensas: «Seguro que se queda impresionada. Seguro que llama a su encargado y él me lleva a su despacho, donde habrá muebles de época y una alfombra persa. Me servirá algo de champán y charlará conmigo mientras un subordinado se ocupa de los detalles».

«Un millón novecientos mil dólares».

Se lo entregas y no pasa nada. Ni un atisbo de reconocimiento, ni un indicio de sorpresa en la cara de la cajera. Sin novedad. —¿Quiere sacar algo de dinero? —me pregunta.

Con el dinero de Reed en el banco —y la fusión de Pure Atria cerrada—, por fin podíamos abandonar el Best Western, pero no tuvimos que irnos muy lejos: encontré un sitio al otro lado de la calle, en un parque empresarial genérico de Scotts Valley. La fianza me pareció exorbitante. Era un alquiler para varios años, lo que introdujo una nota de optimismo en aquel proceso de alquiler que yo esperaba que no fuera del todo ingenua.

No tenía nada que ver con el reluciente campus empresarial en el que había trabajado en Borland —ni con las resplandecientes monstruosidades diáfanas con madera de tonos claros y llenas de plantas carnosas que están de moda ahora y que parecen venir siempre con barras de bombero y pufs para sentarse—. Nuestro parque empresarial era completamente anónimo. Era el típico sitio en el que un dentista pondría su consulta o un asesor tributario su despacho. De hecho, había algunas consultas de psiquiatría y una óptica. Sin embargo, las pequeñas start-ups se habían adueñado de la mayoría del parque y entraban y salían de las oficinas por la puerta giratoria que daba vueltas gracias a los auges y caídas de este tipo de empresas.

Había un parterre en la parte delantera, al lado del mástil de la bandera, en el que estaban plantadas flores y plantas perpetuamente verdes. No es que crecieran allí ni las cuidaran, exactamente, sino que las trasplantaban cuando eran adultas y estaban en flor y, cuando morían, las arrancaban y las reemplazaban por otra tanda de tulipas, pensamientos o narcisos. El precio no importaba mientras las plantas estuvieran en flor. Al pasar al lado de un jardinero con una carretilla llena de tulipas que iban a ser trasplantadas apresuradamente, era difícil no ver el parterre como una metáfora particularmente perversa del ciclo vital de una start-up: la plantas, florece, muere… Y es reemplazada.

Nuestra oficina era una sala grande y amplia con una moqueta verde horrible. Antes era un pequeño banco y, de hecho, la cámara de seguridad seguía siendo accesible; la puerta se había quedado abierta. Había una pared larga con puertas que daban a unos cuantos despachos, tenía sala de reuniones y un despacho en un rincón con vistas al aparcamiento y al Wendy’s, el restaurante de comida rápida que había enfrente. Como director general, me lo quedé para mí, pero no tenía nada que poner allí.

No era un espacio lujoso. Gastamos menos de mil dólares amueblándolo. No había sillas Aeron, ni mesas de pimpón, ni una nevera llena de agua con gas LaCroix. Había seis o siete mesas plegables, de las baratas que usan en los caterings, y unas cuantas sillas de comedor de estilos diferentes que había encontrado en mi trastero. Si alguien quería algo más, tenía que traérselo de casa. Me acuerdo claramente de que varios empleados trajeron sillas de playa con las patas y el asiento aún llenos de arena. La primera vez que Lorraine vino a las oficinas, señaló la mesa de reuniones y me preguntó:

—¿Esas son nuestras viejas sillas del comedor?

En lugar de en muebles, nos gastamos el dinero en tecnología. Compramos decenas de Dells por internet e hicimos que nos los mandaran a las oficinas. Compramos nuestros propios servidores —en 1997, no existía la nube— y los instalamos en una esquina. Compramos kilómetros de cable y lo instalamos nosotros mismos después de trabajar. Los alargadores y los cables de ethernet se retorcían por las oficinas como serpientes negras y naranjas. Los cables colgaban del techo como si fueran enredaderas.

No me acuerdo del día que nos trasladamos allí. Puede que pidiéramos algunas pizzas y fuéramos a hacer unas cuantas compras a alguna gran superficie, pero lo más probable es que la gente fuera llegando con cuentagotas y trajera consigo lo que necesitaba para trabajar. Si te plantabas en la primera sede de Netflix en el otoño de 1997, veías una sala que parecía una mezcla desafortunada entre el sótano de un friki de la informática y el centro itinerante en el que se organiza la campaña electoral de un político.

Y nos gustaba que fuera así.

Nuestras oficinas mandaban un mensaje claro: «Lo importante no somos nosotros, sino los clientes». Las razones para trabajar allí no eran incentivos raros ni comida gratis, sino el compañerismo y el reto, la oportunidad de pasar tiempo resolviendo problemas complicados e interesantes con personas inteligentes.

La gente no venía a trabajar con nosotros porque quisiera una oficina bonita, sino porque quería hacer algo relevante.

Al mismo tiempo que nos trasladábamos a las oficinas de Scotts Valley, yo consideraba y, básicamente, me preparaba para cambiar de casa.

Durante los primeros meses del experimento de Netflix, viví en una casita de alquiler a cinco minutos a pie de la oficina. Lorraine y yo nos habíamos mudado allí en 1995, después de muchos años viviendo en las montañas. Cansados de tener que conducir treinta minutos para ir a Santa Cruz —y de la excursión de hora y media cada día para ir al trabajo—, habíamos vendido la casa de la montaña, nos habíamos mudado a una pequeña casa de alquiler en Scotts Valley y habíamos guardado el dinero para el futuro.

Me gustaba ir caminando a trabajar. Estar tan cerca de casa hizo que fuera más fácil salir a la hora de cenar, ir corriendo a casa para estar con la familia unas horas y, luego, volver a las oficinas y terminar el trabajo del día. No obstante, esa no era una solución sostenible para el futuro. Yo quería tener un jardín que no midiera un palmo por un palmo y Lorraine quería una casa grande en la que poder criar a nuestros hijos. Teníamos tres y, en aquella casa de alquiler tan pequeña, parecía que se topaban los unos con los otros constantemente. Tampoco tenían mucho espacio para jugar fuera de casa y estábamos tan cerca de la autovía que el ruido de los coches no nos dejaba dormir en toda la noche.

Pero nuestros intentos de encontrar una casa nueva no habían sido fructíferos. No había casas que entraran en nuestro presupuesto cerca de Santa Cruz y, cuando mirábamos al otro lado de las montañas, en San José, lo que veíamos era aún más descorazonador. Los agentes inmobiliarios, cuando oían lo que nos podíamos gastar, nos enseñaban casas casi cómicas de lo poco acertadas que eran. A una de las casas le crecía hierba en el tejado, y no era algo hecho adrede. Otra venía con un rebaño de cabras.

Entonces, en octubre, se puso a la venta una casa de tres plantas con un terreno de veinte hectáreas en las colinas que rodeaban Scotts Valley. A principios del siglo XX, había sido un complejo vacacional campestre y, antes, un viñedo. Los dueños tenían ochenta años y ya no podían mantener la propiedad. La primera vez que fuimos a visitarla, con los niños a cuestas, nos enamoramos. Era perfecta para nosotros: una casa grande con mucho terreno.

También costaba casi un millón de dólares.

Esa noche, casi entrando en pánico, llamé a mi madre para pedirle consejo. Era agente inmobiliaria y conocía a mi familia casi tan bien como yo.

—Queremos la casa de verdad —le dije—, pero es mucho dinero, más del que me haya gastado nunca. Y estoy empezando con la empresa nueva. ¿Realmente vale la pena arriesgarme? ¿Qué oferta les hacemos?

—Si la queréis, no intentéis rebajar mucho el precio u os arriesgaréis a perderla —me dijo—. La ansiedad que te provoca pagar tanto no durará mucho, pero la alegría de vivir en esa casa durará para siempre. Id a por todas.

Y lo hicimos.

¿Que si tuve remordimientos después de comprarla? Por supuesto. Hasta la noche después de terminar con el papeleo, sentado en el porche con algunos amigos, bebiéndonos una botella de vino mientras los niños se perseguían por nuestro nuevo jardín, hasta esa noche en la que estábamos celebrando ostensiblemente nuestra suerte, yo me preguntaba: «¿Habré cometido el mayor error de mi vida?».

¿Y si la empresa quebraba? ¿Y si perdía el trabajo? ¿Y si lo de los DVD por correo no salía adelante?

—¿Te acuerdas cuando terminamos la universidad? —me preguntó Lorraine esa primera noche cuando se fueron nuestros amigos—. ¿De nuestros caprichos?

Cuando Lorraine y yo nos acabábamos de casar, teníamos una deuda de diez mil dólares, aproximadamente. En aquel momento, yo había conseguido mi primer trabajo en marketing directo y ganaba unos treinta mil dólares al año. El sueldo de Lorraine era más o menos el mismo; hacía telemarketing como corredora de bolsa principiante. Nos pusimos el objetivo de saldar nuestras deudas en un año y, durante los doce meses siguientes, anotamos meticulosamente en una libreta todos y cada uno de nuestros gastos, por muy pequeños que fueran. «Pasta de dientes: 1,50 dólares. Dónut de la estación de tren: 0,75 dólares».

Una vez por semana, nos permitíamos dos enormes caprichos: una pizza cuadrada del Athens Pizza que había en nuestra calle y una caja de tercios de cerveza Schiltz. Cuando nos terminábamos la cerveza, retornábamos las botellas para que nos devolvieran una parte del dinero.

—Lo hicimos entonces y podemos volver a hacerlo —coincidí.

No soy tacaño por naturaleza; de hecho, gran parte de mi actitud en los negocios es una especie de reacción a lo cuidadoso y meticuloso que era mi padre con el dinero. La libreta de gastos era una rareza, la reacción a un problema concreto. Normalmente, cuando tengo dinero, me lo gasto. No es que lo derroche ni que compre tonterías, pero el ciclo de auges y caídas de la economía de Silicon Valley me había hecho llegar a la conclusión de que hay que gastar el dinero que tenemos. Gastarlo con cabeza, pero gastarlo.

Aunque tuve algo de éxito con las start-ups al principio, nunca he tenido muchas participaciones, por lo que, aunque me iba bien, no recibía recompensas enormes. La primera vez que obtuve una gran cantidad de dinero fue cuando empecé a trabajar en Borland, pocos meses después de mi trigésimo cumpleaños. Llegué en el momento adecuado: los productos triunfaron y lo mismo pasó con las acciones. Era rico…, pero solo sobre el papel, porque lo único que tenía eran participaciones. Una noche, en un bar de Hong Kong, yo estaba levantando el codo con Doug Antone, el director de ventas sénior de Borland. Hablábamos de lo bien que estaban las acciones y, cuando le dije que no había vendido ninguna, casi escupió lo que estaba bebiendo.

—¿Y a qué esperas? —me preguntó—. En cuanto suben las acciones que tengo, las vendo. Si siguen subiendo, ganarás mucho más, pero, si bajan, por lo menos te habrás llevado algo.

Desde ese día, no solo adopté esa filosofía, sino que me convertí en uno de sus mayores defensores. Siempre les decía a mis empleados que vendieran en cuanto pudieran. Aprendí una de mis expresiones favoritas del antiguo jefe de Lorraine: «Los toros y los osos ganan dinero, pero a las ratas las aplastan» (a ese jefe lo imputaron más adelante por el uso de información privilegiada para ganar dinero; quizá tendría que haber seguido su propio consejo).

A pesar de mi profesada ambivalencia respecto al dinero, cada vez que paraba un momento durante aquel otoño en Netflix, me invadía la ansiedad por mi situación económica. Parecía que la única cura era trabajar. No me preocupaba por el futuro de Netflix cuando estaba profundamente centrado en asegurarme de que tuviera un futuro. Y no me desanimaba al pensar en nuestra casa nueva cuando estaba trabajando en ella. Durante meses, me pasé todos los sábados y domingos arreglándola para que pudiéramos mudarnos: arrancando vides, desbrozando con un tractor, retirando árboles viejos que los anteriores dueños habían dejado allí cuando habían caído hacía veinte o treinta años…

Tenía una visión en la que había abundantes vides y árboles frutales. Después de pasar la infancia en la Costa Este comiendo macedonia en conserva y peras en almíbar, no quería otra cosa que no fuera salir al jardín trasero, coger una pieza de fruta directamente del árbol y comérmela con los pies en unas tierras que eran mías. Pero, para eso, tenía que plantar los árboles. Tenía que hacer limpieza, plantar un retoño y, todas las semanas, todos los meses, cultivar ese brotecito que crecía bajo mis cuidados.

Eso nunca funcionará
La fascinante historia de Netflix, la plataforma que ha revolucionado la industria del entretenimiento y de la importancia de creer en uno mismo.
Publicada por: Paidos
Fecha de publicación: 08/03/2020
Edición: 1a
ISBN: 978-950-12-9914-4
Disponible en: Libro de bolsillo
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