jueves 25 de abril de 2024
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Adelanto de «La invención de los sexos», de Lu Ciccia

¿Está el sexo en la naturaleza? ¿Quién dijo que hay dos géneros, o dos orientaciones sexuales? ¿Somos resultado de nuestras hormonas? ¿Cuánta biología hay en nuestro comportamiento, nuestros deseos, nuestra subjetividad? ¿Hay cerebros rosas y celestes? ¿Los genes determinan nuestras características, nuestro modo de ser, nuestras pasiones? La invención de los sexosresponde a estas preguntas revisando evidencia y discutiendo interpretaciones. Al hacerlo, muchas de las nociones que aceptamos como verdadescientíficas se revelan endebles y sesgadas, cuando no escandalosamente falsas. Lu Ciccia recorre la historia de la ciencia y desmenuza los argumentos con los que el discurso científico sobre la diferencia sexual construyó legitimidad para el sistema de valores androcéntrico y la supremacía del cis varón. En paralelo, revisa los modos en que, a lo largo de esa historia, los feminismos interpelaron y cuestionaron, con distintos énfasis, la naturalización de las jerarquías. Para responder a estos desafíos, enel periplo de la modernidad, el binarismo se asentó sucesivamente en la genitalidad, en las hormonas, en la genética y, por fin, en el cerebro. Lejos de lecturas complacientes, Lu anota también las limitaciones de las distintas vertientes del movimiento feminista para producir una lectura verdaderamente revolucionaria de los cuerpos y de la diversidad. Con rigor y claridad, Lu Ciccia explora desde la cognición y la conducta hasta el ámbito biomédico, y pone énfasis en las consecuencias que la mirada androcéntrica ha tenido y tiene sobre la descripción de qué son las enfermedades, cómo y a quiénes afectan, y cómo se tratan. Sin dejar de lado el materialismo, cuestiona la distinción tajante entre naturaleza y cultura. De allí en más, ninguna relación de causalidad queda en pie. Porque la mente es más que el cerebro, y porque el destino no está escrito en la biología.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

Y el cerebro de la mujer… ¿para qué está optimizado?

En la lectura actual de la diferencia sexual no solo el cerebro del varón muestra optimizaciones. Si algo vimos, es que lue­ go de la segunda posguerra el discurso científico hizo de las diferencias, de por sí jerarquizadas, un virtuosismo propio de cada sexo. Y ahora cabe mencionar que la otra capacidad cog­ nitiva caracterizada por mostrar una diferencia consistente entre varones y mujeres es la fluidez verbal. No es sorprendente que, en las pruebas que la evalúan, las mujeres muestren un desempeño superior a los varones. Desde Aristóteles hasta la actualidad, no ha pasado tanta agua bajo el puente: apenas un poco de psicología evolutiva, testosterona y teoría O/A. Así, con los recursos moleculares del siglo XXI, Melissa Hines se propuso corroborar la existencia de una correlación entre hormonas y esta destreza verbal. Su equipo realizó un estu­ dio que implicó la toma de muestras de saliva de 36 niños y 42 niñas en el período coincidente con el pico hormonal de testosterona posnatal o minipubertad (1­3 meses de edad). Hines encontró una relación negativa entre testosterona y expresión verbal y sus resultados sugieren que la exposición temprana a los andrógenos contribuye a las diferencias obser­ vadas entre los sexos.

No puedo dejar de mencionar que existen abundantes es­ tudios que miden la habilidad espacial y la fluidez verbal de las personas trans que no han pasado por tratamiento hormo­ nal con el objetivo de observar si estas muestran un desempe­ ño concordante con el de su sexo o con el de su identidad de género. Así, existen trabajos que muestran que los trans varones se desempeñan mejor que las cis mujeres en tareas espaciales y que las trans mujeres superan en las pruebas verbales a los cis varones. El fundamento de estos estudios es corroborar la teoría O/A para concluir que la tendencia hacia la “femini­ zación” en trans mujeres y la “masculinización” en trans varo­ nes es una cualidad innata no relacionada con la intervención hormonal exógena y estrechamente vinculada al desarrollo prenatal del cerebro.

Al igual que con las habilidades visoespaciales, el equipo de Hyde utilizó el metaanálisis para evaluar la existencia de diferencias en la fluidez verbal entre varones y mujeres. Para sorpresa del discurso neurocientífico dominante, encontra­ ron que, una vez más, el tamaño del efecto era moderado. Hyde destaca que en una diversidad de metaanálisis no se en­ contraron diferencias en cuanto al vocabulario, la facilidad de escritura y la comprensión de lectura.

Los estudios de Hines ponen en evidencia una vez más la circularidad de los sesgos androcéntricos en las investigacio­ nes actuales y la subordinación de las subjetividades femi­ nizadas. Tal como ocurrió con Ingalhalikar, su hipótesis se orienta a utilizar la tecnología molecular para corroborar el presupuesto decimonónico a priori acerca de su propia inferioridad: ya lo dijo Moebius, carente de fuerza física e incapacita­ da para las pruebas de hecho, “la palabra es su única arma”.

Con el cerebro del varón optimizado para las habilidades visoespaciales y al mismo tiempo enarbolando la cognición so­ cial como una capacidad que implica cierta superioridad en la mujer –pero que en realidad reafirma su inferioridad inte­lectual– aún perseguimos los postulados embriológicos y evo­ lutivos de mediados del siglo XIX: en otras palabras, el varón representa el estadio superior dentro de la especie humana.

Ahora bien, más allá del estudio de Hines y el metaanálisis de Hyde, lo que nos ocupa es reflexionar acerca de, si existie­ ran diferencias entre varones y mujeres para ciertas capaci­ dades verbales, ¿qué explicaciones tendríamos si dejáramos de reproducir el sesgo de causalidad? Ese entrenamiento in­ formal que insinué en la sección anterior respecto de las ha­ bilidades visoespaciales, ¿podría ocurrir también en relación con la capacidad verbal? ¿Qué sucede en nuestras primeras formas de sociabilidad?

Niñe, que eso no se hace, que eso no se dice, que eso no se toca…

Recuerdo que hace unos años, una mañana de domingo de mucho calor, estaba en plan bar y compu para continuar la tesis que cinco años más tarde derivó en este libro. Yo esta­ ba en una mesa del fondo, mirando hacia la puerta del café, cuando hizo su entrada una familia, de esas que llamamos “tipo”: mamá, papá, niño y niña. La mamá y el niño se senta­ ron lado a lado, mirando a la calle, la niña frente a la madre y el padre frente al niño. Estaban a pocos metros y veía la mesa de costado, empezando por madre y niña.

Bajé la vista y seguí con lo mío. Estábamos solo nosotres y una de las chicas que atendía. De pronto escuché un grito cortante: “¡No te sientes así!”. De inmediato levanté la vista. La niña, roja como un tomate, cerró rápido las piernas, pero dijo mirando a su mamá y señalando a su hermano: “¿Por qué él sí puede? Miré al niño despatarrado, que había enmude­ cido ante el grito de la madre. Sin inmutarse, la mujer miró de reojo a su hijo y le espetó a su hija: “Te lo dije mil veces, él es nene y las nenas no tienen que sentarse así, queda feo”. El pater familias guardaba un silencio absoluto. Se oyó ruido de tazas. La chica del bar llevó el café con leche a la mesa.

¿Y yo? Barajé dos opciones: irme del bar con una angustia im­ potente o canalizarla a través de la escritura. Opté por la segun­ da y me concentré en la pregunta que empezó a rondarme esa mañana: ¿hasta qué punto las normativas de género, violentas en su génesis, afectan nuestra forma de movernos en el mundo, de mirarnos, de sociabilizar, de ser, en un sentido molar/molecu­ lar? Pedí una cerveza; después de todo, ya era casi mediodía.

De juguetes, conducta y neuroendocrinología: habilidades, ¿“sexadas” o “generizadas”?

Los juguetes identificados como de niñas y su impacto en el desarrollo de las habilidades sociales no ha sido muy explo­ rado. Lo que sabemos, sin duda, es que están vinculados al cuidado y al ámbito doméstico y que, en tanto objetos, son menos agresivos que los juguetes para niños. Por el contra­ rio, los juguetes que identificamos como de niños sí fueron estudiados en relación con sus efectos sobre el desarrollo de ciertas habilidades. Por ejemplo, los bloques y el lego involu­ cran construcción e implican un entrenamiento espacial para rotar los objetos hacia diferentes orientaciones. En esta línea, se comprobó que el desempeño para las pruebas espaciales puede mejorar de manera informal con los videojuegos. En otras palabras, los juegos de niños sirven para entrenar las habilidades visoespaciales.

La pregunta obvia y necesaria es: ¿podemos afirmar que la identificación de juguetes y juegos como de niñas y de niños resulta de preferencias naturales? Desde Gall, pasando por Moebius y el Money adherido al dogma clásico hasta la actual neuroendocrinología no es difícil inferir la respuesta. Hoy predomina la idea de que se trata de una disposición dada por las hormonas prenatales. Esta idea sostiene que las diferencias en las preferencias de juego se observan ya a los 2 años, que estas han sido demostradas por numerosos estu­ dios a través de distintas mediciones y que constituyen una de las diferencias más grandes y consistentes entre los sexos.

Puesto que la mayoría de las investigaciones orientadas a la búsqueda de diferencias sexuales se realizan en los Estados Unidos y Europa, China ha comenzado a criticar esta centra­ lización en los estudios acerca del “desarrollo de género” y su producción en este campo de conocimiento va en aumento. Así, un trabajo reciente realizado en Hong Kong buscó co­ rroborar si los resultados observados en las poblaciones de la cultura occidental eran válidos para la población china.

Dado que los estudios a gran escala, financiados por los países de siempre, habían mostrado que las diferencias de género relativas a ciertas conductas de juego y habilidades espaciales eran consistentes en distintas culturas, este trabajo se propuso dos objetivos: primero, comprobar si había una preferencia por los juguetes de niños (pistola para disparar dardos, bloques, vehículos de juguete, herramientas de ju­ guete) en los niños, y de los juguetes de niñas (bebés, kits de cocina, muñecas Barbie, kits de maquillaje) en las niñas. Y, en segundo lugar, si existía una correlación entre los ju­ guetes masculinos y femeninos y el desarrollo de habilidades espaciales y sociales, respectivamente. Los objetivos del es­ tudio también fueron evaluados con juguetes considerados neutros (xilófonos, libros, tableros de dibujo, rompecabezas, animales de peluche).

La muestra fue realizada en 349 y 295 niñes que cursaban el último año de jardín de infantes en distintas localidades de la región de Hong Kong. Los resultados obtenidos no sorpren­ den: comprobaron que la preferencia por los juguetes tam­ bién se replica en esta población y además observaron que las niñas tienden más que los niños a elegir los juguetes neutros. La rotación mental –una forma de medir la habilidad espacial– correlacionó de manera positiva con los juegos masculinos en niños, pero no en niñas. En otras palabras, el desa­ rrollo de esa habilidad se vio beneficiado por el uso de esos juguetes solo en niños. La agresión también correlacionó positivamente con los juegos masculinos en niños. Otra con­ clusión importante es que la dirección de las diferencias no difiere de Occidente, pero su tamaño varía: las diferencias es­ paciales fueron menores entre los niños y las niñas evaluades en China. La hipótesis es que esta variación puede deberse a prácticas culturales específicas: por ejemplo, la escritura de caracteres chinos podría reducir las brechas de género en las habilidades espaciales. En cuanto a la no correlación en las niñas entre habilidades espaciales y juegos masculinos, advier­ ten que algunos estudios sí encontraron esta correlación. Sin embargo, para interpretar sus resultados, proponen que qui­ zás se deba a la forma de juego: las niñas tienen una manera “menos espacial” de jugar. Quiero que recordemos esto.

Este trabajo es muy ilustrativo porque muestra los dos pre­ supuestos fundamentales del actual discurso neuroendocri­ nológico, a saber:

  • La corroboración transcultural de la preferencia de juguete se usa para probar que existen disposiciones naturales para ciertas habilidades cognitivas-conductuales.
  • Al resaltar que la magnitud de las diferencias para las habilidades espaciales entre niños y niñas es menor en China que en las sociedades occidentales, proponen que esta variación puede deberse a una práctica cultural específica. Es decir, lo cultural explica la diferencia de grado (cuánto) sobre una diferencia cualitativa ya dada (natural-universal). En este sentido, subrayan que las niñas, aun jugando al mismo juego, lo hacen de manera “diferente”, pero no sugieren a qué puede deberse. Este vacío explicativo respecto de una manera “menos espacial” de jugar abona a la idea de diferencias naturales también en este sentido.

En definitiva, ¿a qué se debe esta preferencia diferencial por los juguetes y juegos observada entre niños y niñas? La res­ puesta será cuasi idéntica a la que se ofreció doscientos años atrás: las diferencias de género en la elección de juguete son producto de fuerzas innatas y sociales. Con la variable “fuer­ za social” más o menos periférica a lo largo de la historia, el eje principal es el presupuesto científico de una naturaleza justificada en la evolución y los roles reproductivos. No es de extrañar que se mencione que la existencia de preferencias sexo­específicas por los juguetes fue corroborada en algunas especies de monos, en las que se observó que las hembras eligen muñecas y los machos autos y pelotas. Por supuesto, la hipótesis es que los niveles de testosterona durante el em­ barazo juegan un rol fundamental porque las niñas expues­ tas a altos niveles de testosterona en el útero, en el caso de la CAH, tienden a elegir a los niños como compañeros de juego, prefieren juguetes de niños y presentan menos interés en les lactantes que otras niñas.

Melissa Hines sostiene que la minipubertad es una ven­ tana alternativa y más accesible que las mediciones directas de testosterona en períodos prenatales. Las mediciones a las que se refiere son la pulsión del líquido amniótico o del cordón umbilical y no pueden sistematizarse por evidentes razones éticas, ya que solo se hacen por prescripción médica cuando hay riesgo de heredar enfermedades congénitas. De todos modos, estas técnicas han mostrado poca eficiencia y no siempre correlacionan la circulación de testosterona en la sangre del cuerpo gestante con la del proceso de gestación. En cambio, dirá Hines, en la minipubertad la hormona no solo influye en la constitución de los genitales masculinos y la función reproductiva, sino que afecta en la posterior conduc­ ta de juego. Hines describe que durante el período posnatal temprano la plasticidad cerebral es alta y el desarrollo del tejido nervioso particularmente rápido, lo que implica im­ portantes cambios en el volumen total del cerebro. En defi­ nitiva, propone que durante la minipubertad la testosterona puede tener efectos sustanciales sobre el cerebro y la con­ ducta humana, lo cual explica su metodología para evaluar la fluidez verbal.

Para analizar los efectos de esta hormona sobre la conduc­ ta de juego, el equipo de Hines realizó un estudio donde se tomaron muestras de orina en 16 niñas y 18 niños en dis­ tintas etapas del período posnatal: a la semana de nacer, al mes y luego una vez por mes hasta los 6 meses. Sus resultados sugieren una relación positiva entre la testosterona y el tipo de juego elegido. También encontraron una relación positi­ va entre la testosterona y la elección del juguete. Esto es, en niños se encontró una relación negativa entre la testosterona y la elección de muñecas, mientras que en niñas se obtuvo una relación positiva entre la testosterona y la preferencia por los camiones. Notemos que la testosterona se interpreta como agente activo de diferenciación. Por otro lado, un mé­ todo propuesto para estimar la influencia de la testosterona, tanto prenatal como posnatal, consiste en evaluar la distancia anogenital (AGD). En este caso, la distancia entre el ano y la vagina en las niñas suele ser menor que la distancia entre el ano y el escroto en los niños, como resultado de una mayor exposición a la testosterona en ellos.

Asimismo, el crecimiento del pene es influenciado por la testosterona durante la minipubertad; esta hormona corre­ laciona positivamente con el largo del pene. Por lo tanto, la medición de la AGD al nacer permitiría observar la influen­ cia de la testosterona prenatal; mientras que el estudio del crecimiento del pene desde el nacimiento a los tres meses proveería un estimativo de la exposición a la testosterona durante la minipubertad. En el estudio de Hines, ambas me­ diciones fueron positivas e independientes con respecto a la predicción de la conducta de juego típica en niños de 3 y 4 años. La investigadora señala que aún no se han realiza­ do estudios similares para analizar la orientación sexual y la identidad de género e indica que medir la influencia de tes­ tosterona durante la minipubertad es un método fiable para futuros trabajos orientados a las conductas de género. Por último, en sus conclusiones aclara que no solo la testostero­ na, sino también la experiencia social y de otros tipos interac­ túan para producir la conducta de género. En este sentido, la toma de muestras de sangre, orina o saliva en el pico de la minipubertad puede habilitar investigaciones que estudien cómo la exposición temprana a la testosterona interacciona con esos factores.

En suma, bajo la teoría O/A sexo y género se vuelven con­ ceptos equivalentes, pero en un sentido opuesto al que revi­ samos en el capítulo anterior: si para Butler esta equivalencia refiere a los efectos discursivos del género sobre nuestra for­ ma de interpretar los cuerpos, para el discurso neuroendocri­ nológico el cuerpo está generizado de manera natural y del sexo deriva intrínsecamente el género.

Pero ¿cómo hacen estos estudios para evaluar “objetiva­ mente” la conducta de juego? En principio, implementan inventarios estandarizados en otros estudios. En el caso de Hines se emplea el Inventario de Actividades Prescolares (PSAI, por sus iniciales en inglés), que consiste en una me­ dida psicométrica estandarizada específicamente para dis­ tinguir “diferencias en la (no)conformidad de género den­ tro de cada sexo entre niños y niñas de 2 a 7 años”. El PSAI incluye 12 ítems “masculinos” y 12 ítems “femeninos” para evaluar preferencias en los juguetes: por ejemplo, kit de té (femenino), preferencia de actividades como “jugar a la casi­ ta” (femenina) y características generales como disfrutar de juegos bruscos (masculino). Sumemos a la objetividad de las medidas psicométricas que los reportes de papás y mamás sobre las preferencias de sus hijes integran los datos emplea­ dos. Pero… ¿cuál es la “objetividad” de mamás y papás para evaluar la conducta de sus hijes?

En estos tipos de metodologías, implementadas tanto por el equipo de Hines como por el estudio realizado en Hong Kong, el modus operandi consiste en partir de juguetes ya generizados y vinculados a una acción (una forma de jugar con ellos también generizada). Sobre la base de estas etiquetas, se elabora una hipótesis que propone un correlato hormonal capaz de explicarlo. Por último, la “verificación” del correla­ to se interpreta como el agente causal de la preferencia por esos juguetes ya generizados. En síntesis, los presupuestos an­ drocéntricos muestran su paradoja al sugerir que partiendo indefectiblemente del género como antecesor del sexo en la metodología utilizada se corroboran hipótesis que legitiman al sexo como antecesor del género. Lo indefectible es que ni la muñeca ni los kits de té ni los autos y camiones ni la forma de jugar con ellos son elementos de la naturaleza (volveré sobre esto).

Dijimos que en las hipótesis siempre se afirma que el de­ sarrollo de género es multifactorial. Además de las evidencias hormonales, se sostiene que los factores cognitivos y sociales también desempeñan un papel: pero no queda claro cómo se interpreta la experiencia social desde el paradigma del neodi­ morfismo sexual. Al respecto, es muy ilustrativa la interpreta­ ción del discurso neurocientífico actual sobre la identidad de género de las personas diagnosticadas con CAH. Hines sostie­ ne que es más probable que las personas con vulva diagnos­ ticadas con CAH vivan como trans varones: uno o dos entre cien, en comparación con uno entre decenas de miles en la población general. Así, dirá Hines, comparado con la pobla­ ción “normal” el número es mucho mayor y esto constituye una prueba robusta de la contribución de la circulación hor­monal prenatal al desarrollo de la identidad de género. Algo que ya revisamos en el capítulo anterior, y también relativo a la orientación sexual.

Esta estadística, que en su momento sirvió para refutar determinismos, hoy funciona para sostener la teoría O/A. Desde tal teoría, la práctica de juego se considera parte del rol de género y este a su vez se interpreta como predictor de la identidad de género. Es decir, como ya enfaticé, para el discurso neuroendocrinológico dominante la conducta de juego está directamente asociada con la identidad de género.

¿Y lo social? Debido a la reducción en el rol de género y la identidad de género femenina, por el menor interés que muestran en juegos y juguetes “femeninos”, las chicas diag­ nosticadas con CAH podrían mostrar una autosocialización del comportamiento típico de género reducida. En otras pala­ bras, la exposición fetal a los andrógenos afectaría la comprensión cognitiva del género. Por eso, las chicas diagnosticadas con CAH serían menos susceptibles a responder a modelos de su mismo sexo y etiquetas de su propio género.

Esta hipótesis se basa en dos estudios llevados adelante por la propia Hines que consistieron, en primer lugar, en evaluar la autosocialización de niñes de entre 4 y 11 años a través de las etiquetas de género. Se les mostraban imágenes de jugue­ tes y colores de niños, de niñas y neutros y se les preguntaba a qué género correspondía cada juguete. Luego se evaluó la autosocialización vía modelado: se les mostraba a les niñes un video en el que aparecían cuatro modelos masculinos y cuatro femeninos que elegían uno entre un par de objetos no generizados (por ejemplo, el par lapicera y lápiz), y después se les preguntaba qué objeto del par preferían.

Ambos estudios corroboraron que las chicas diagnosticadas con CAH se identificaban menos con las etiquetas de su gé­ nero y con los modelos de su sexo. De allí se concluyó que los procesos cognitivos relativos a la identidad de género se veían afectados por la exposición a los andrógenos prenatales. Por supuesto, el postulado subyacente es afirmar primero y con certeza arbitraria que la identidad de género comienza a vis­ lumbrarse a partir de los 2 o 3 años. Segundo, y ligado a lo anterior, que a esas edades la forma de socializar solo puede derivar de configuraciones biológicas. Conclusión: la identi­ dad de género es principalmente biológica, resultado de la circulación hormonal prenatal, y lo social (que según esta lec­ tura implica las formas de socialización y “autopercepción”) también resulta afectado por la circulación hormonal prenatal.

La invención de los sexos
Cómo la ciencia puso el binarismo en nuestros cerebros y cómo los feminismos pueden ayudarnos a salir de ahí<br />
Publicada por: Siglo veintiuno
Fecha de publicación: 08/01/2022
Edición: primera edicion
ISBN: 978-987-801-170-7
Disponible en: Libro de bolsillo
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