martes 23 de abril de 2024
Cursos de periodismo

Adelanto de «¿Para qué necesitamos las obras maestras?», de Ricardo Ibarlucía

El arte participa de nuestra manera de ver, sentir, percibir y pensar. Las personas nos conmovemos, hallamos consuelo o sublimamos nuestras emociones más intensas ante las grandes obras maestras, que desempeñan un papel vital en el entramado de convicciones, certezas y saberes prácticos que intervienen en nuestra visión del mundo.

Los ensayos reunidos en este volumen ponen el acento en el modo en que el arte actúa en nuestras vidas, individual y colectivamente, configurando nuestro mundo simbólico y proporcionándonos, al mismo tiempo, las claves para interpretarlo y transformarlo. Así, Ricardo Ibarlucía aborda aquí temas diversos: desde la función cultural y social de las llamadas “obras maestras”, hasta la secularización de la belleza en una tela de Rafael Sanzio, la erotización de la máquina en Marcel Duchamp y las vanguardias de principios del siglo XX, la poesía de Paul Celan y la música de los campos de concentración, y las resonancias biográficas y filosóficas de una frase del historiados Jules Michelet, conocida a través de una cita de Walter Benjamin.

Ibarlucía sostiene que, aun cuando no tengamos conocimiento de ellas, las obras maestras urden secretamente la trama de nuestra vida psíquica mucho más de lo que creemos, puesto que participan no solo en la elaboración de los criterios con los que valoramos el arte, sino también, y en no menor medida, en la construcción de nuestra identidad individual y colectiva. De este modo, apunta: “Este libro aspira a dar testimonio de una esperanza irrenunciable en la creatividad humana”.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

Hace algunos años, en la amplia retrospectiva de Robert Doisneau que se presentó en el Centro Cultural Recoleta de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, se exhibieron algunos de los famosos retratos de los espectadores de La Gioconda que el fotógrafo francés tomó en el Musée du Louvre en 1945. Estas fotografías, realizadas cuando por fin el museo volvió a abrir completamente sus puertas al público después de la Segunda Guerra Mundial, registran las diversas actitudes que puede despertar el encuentro con una obra maestra. Detrás de la soga que delimita los espacios, una mujer con el brazo en jarra lanza una mirada inquisidora. A su lado, un hombre de traje claro, con la cabeza adelantada, levanta las cejas, perplejo. Tras él, se recorta un espectador que parece fijar la vista en un detalle. Un chico le habla al padre, tapándose la boca, quizá por respeto al silencio de la sala. Una adolescente rubia y una anciana con sombrero observan delante de sí algo que evidentemente se encuentra lejos y es tal vez más pequeño de lo que se esperaban.

Desde la Revolución Francesa, cuando el Louvre fue transformado en museo público, La Gioconda ha sido depositaria de las renovadas miradas de los visitantes. Millones y millones de hombres y mujeres de todas partes del mundo han peregrinado a París solo para verla. Desde los ensayos de Théophile Gautier y Walter Pater hasta las novelas El código Da Vinci de Dan Brown o Valfierno de Martín Caparrós, que recrea las circunstancias del robo supuestamente ideado por un estafador argentino en 1911, se ha escrito toda clase de libros sobre ella. Artistas como Marcel Duchamp y Andy Warhol la han parodiado hasta convertirla en ícono pop. Una y otra vez, la pintura de Leonardo da Vinci ha sido tema de documentales y programas de televisión. Se han fabricado toneladas de postales, afiches publicitarios, agendas, remeras, juegos de té y llaveros con su efigie, y su nombre ha servido para bautizar restaurantes, hoteles, bares, perfumerías y hasta una marca de dulces.

Uno puede desembarazarse fácilmente del problema alegando que la imagen de la Mona Lisa es un estereotipo, cuya popularidad nada tiene que ver con una experiencia estética auténtica, sino con otra clase de fenómenos, como el kitsch, la industria cultural o el turismo. Mucho más arduo es, sin duda, intentar comprender por qué el retrato de la mujer de un próspero comerciante de seda florentino, pintado en 1503, despierta tanta admiración, más allá de las transformaciones del gusto, la sucesión de estilos pictóricos y el surgimiento de nuevas formas artísticas. ¿Cuál es la razón, en definitiva, por la que esta pintura del Renacimiento en particular es considerada una obra maestra?

Responder a esta pregunta es uno de los grandes desafíos de la estética y la filosofía del arte. Las obras maestras, aun cuando no tengamos conocimiento de ellas, urden la trama de nuestra vida mucho más de lo que tendemos a creer. ¿No procrastinamos como Hamlet, sentimos celos como Otelo, nos enamoramos como Romeo y Julieta? ¿No nos figuramos el infierno con los ojos del Bosco, John Milton, Dante Alighieri o Gustave Doré? ¿No apelamos a la tragedia de Edipo para interpretar los traumas de infancia? ¿No describimos con frecuencia una situación absurda, descabellada y angustiante como “surrealista” o “kafkiana”? ¿No nos conmovemos hasta las lágrimas con el destino de Anna Karenina o Madame Bovary? ¿No percibimos en realidad la bruma de Londres, como sugiriera Oscar Wilde, desde que los pintores impresionistas la volvieron visible? ¿Nuestro oído musical no está condicionado por la escala temperada de Johann Sebastian Bach y por las armonías de Wolfgang Amadeus Mozart y Ludwig van Beethoven?

En las páginas siguientes, quisiera compartir algunas reflexiones sobre la naturaleza de estas obras. Mi intención no es ofrecer una definición en términos de propiedades esenciales, sino examinar el trato que mantenemos con ellas, sus diversos modos de recepción y las tareas que están llamadas a cumplir. Empezaré abriendo una perspectiva histórica sobre la idea que hemos llegado a hacernos de las obras maestras y luego, a través de diversos ejemplos, procuraré mostrar de qué manera sus formas simbólicas instauran el horizonte último de sentido dentro del cual interpretamos el mundo y cómo actuamos sobre él. Finalmente, propondré criterios para reconocerlas y esbozaré, por último, algunas observaciones sobre el papel que la tecnología ha desempeñado y todavía puede desempeñar para que logren su cometido estético.

Del taller al museo

La idea de “obra maestra” (masterpiece, chef-d’œuvre, Meisterstück, capolavoro) es una adquisición moderna, ligada al desarrollo de la conciencia estética en las sociedades occidentales, la secularización de las prácticas artísticas y la autonomía funcional del arte. Como ha mostrado Walter Cahn, la expresión tiene su origen en la tradición artesanal, más precisamente en el régimen medieval de las corporaciones, que exigía a todo aprendiz, para que le fuera acordado el estatus de maestro, producir una obra que demostrara su excelencia en la práctica del oficio. La producción de una “obra maestra” formaba parte de una prueba de experticia, en la que un jurado de artesanos decidía, sobre la base de criterios establecidos, si el candidato podía ser admitido como miembro del gremio y adquirir, en consecuencia, el derecho de abrir un taller, vendersus productos en la ciudad y formar a su vez aprendices. En distintas regiones de Europa, este examen de competencia, que habilitaba al ejercicio de una profesión, podía también responder a finalidades económicas como organizar el comercio, regular la oferta y la demanda o proteger la industria local de objetos manufacturados.

A lo largo de la modernidad temprana, el concepto de obra maestra se desplazó gradualmente del campo de las “artes mecánicas” al de las “artes liberales”, de las corporaciones de artes y oficios al sistema de las bellas artes, no sin sufrir una mutación semántica. Tanto la noción de obra maestra como la de maestría se modificaron poco a poco, dejando de invocar una práctica basada en reglas tradicionales, que se transmiten a través de generaciones. En el Renacimiento, “maestra” ya no es la pieza elaborada de forma manual por un artesano, sino la “creación” de un “artista”, cuyo saber se funda en principios físicos y matemáticos, como las leyes de la perspectiva. Hacia el siglo xvi, por obra maestra se entiende una “obra capital”, una pieza excepcional y ejemplar, dotada de propiedades distintivas, que constituye un modelo de imitación. Como observa Martina Hansmann, el término expresa, por un lado, “una obra realizada de manera autónoma” y, por otro, “la emancipación de una perfección artística, posible en cada fase de la creación y sustraída a todo control exterior”.

En el siglo XVII, con la aparición de las academias de pintura y escultura, la obra maestra participa fundamentalmente de un canon, es decir, de un corpus de obras paradigmáticas, también llamadas “clásicas”, destinadas a realizar la belleza como valor cultural y legitimar a la vez los criterios artísticos instituidos. En la segunda mitad del Siglo de las Luces, se introduce una cesura profunda con respecto a la noción canónica del siglo anterior. La obra maestra como creación original no sujeta a normas tiene su origen en el movimiento literario alemán del Sturm und Drang [tempestad e impulso]; a partir de Johann Wolfgang von Goethe, Johann Gottfried von Herder y Karl Philipp Moritz, la idea de maestría retrocede ante la de genio, “talento natural que da la regla al arte”, según la fórmula kantiana. Con el romanticismo de Jena, Friedrich Schelling y, por fin, con Georg Wilhelm Friedrich Hegel, el arte llega a ser concebido como un saber que pertenece a una esfera superior del espíritu, común a la religión y a la filosofía, que se encuentra más allá de las competencias del quehacer artesanal y el método de la investigación científica, cuyo fin último es “hacer conscientes y expresar” los intereses más abarcadores de la vida humana.

Como sugiere Hans Belting, el nacimiento del “mito de la obra maestra” debe ser visto en relación con la idea filosófica de la belleza artística. Del romanticismo al esteticismo, de Gautier y Balzac con su relato La obra maestra desconocida a Pater y su glorificación del Renacimiento, el arte está destinado a llevar a cabo este develamiento de la verdad a través de sus formas simbólicas, y el sueño de la obra maestra como manifestación del absoluto, producto de una perfección técnica incomparable, no deja de subrayarse hasta proporcionar el fundamento de una religión secular del arte —un “servicio profano de la belleza”, según la expresión de Walter Benjamin— cuyo templo moderno es el museo.

En un penetrante ensayo sobre el tema, Arthur Danto coincide con Belting al subrayar el estrecho lazo que existe entre esta idea de “obra maestra absoluta” —como la llama Walter Cahn— y la cultura del museo. De todos modos, creo que sus respectivos análisis históricos de este proceso tienden a sobreestimar el papel desempeñado por la crítica de arte, en detrimento de los movimientos del gusto. La refutación más lúcida de esta creencia en el poder omnipresente de la teoría y la erudición en la consagración de las obras maestras, a mi modo de ver, la ofrece Frank Kermode a propósito de Sandro Botticelli.

“Botticelli —explica Kermode— no se volvió canónico a través del esfuerzo académico sino por casualidad, o más bien por medio de la opinión.” Cuando La primavera y El nacimiento de Venus, emergiendo de la oscuridad de siglos, fueron expuestos en 1815 en la Galleria degli Uffizi de Florencia, despertaron el interés de los visitantes y, poco a poco, no solo estos cuadros empezaron a ser admirados, sinotambién los frescos sobre las paredes laterales de la Capilla Sixtina, que habían pasado inadvertidos al lado de las pinturas de Miguel Ángel. El interés por Botticelli se desarrolló más rápidamente que el estudio de sus obras, mucho antes de que John Ruskin, Pater, Herbert Horne y Aby Warburg las hicieran su objeto de estudio. El público de los museos y del incipiente mercado de reproducciones demandaba un arte anterior al Renacimiento, y Botticelli lo proporcionó, abriendo camino a los pintores prerrafaelitas y al “movimiento estético” de fin de siglo, que transformó la melancólica belleza de sus mujeres en moda. La Nachleben de Botticelli fue resultado de una nueva “forma de atención”, sostiene Kermode: “El entusiasmo contó más que la investigación, la opinión más que el conocimiento”.

El ejemplo de Botticelli me permite introducir dos reflexiones complementarias entre sí. En primer lugar, pienso que una obra maestra puede entenderse en parte a la luz de lo que Warburg caracterizó, sin definir jamás, como una Pathosformel, una “fórmula de pathos” o “empática”.

Elaborada, en principio, para examinar la pervivencia de las formas plásticas antiguas en el arte del Renacimiento, la noción de Pathosformel hunde sus raíces en la teoría estética de la Einfühlung y ha recibido diversas interpretaciones. Según Ernst Cassirer, colega y amigo de Warburg, las Pathosformeln serían “determinadas formas características de expresión para ciertas situaciones típicas, constantemente reiteradas”, en las cuales se encierran “ciertas emociones y estados de ánimo, ciertos conflictos y soluciones”, que están “grabadas de manera indeleble en la memoria de la humanidad” occidental y que reaparecen a lo largo de su historia.

Más adelante, Ernst Gombrich ha sostenido que una Pathosformel podría concebirse como “un depósito de experiencia emotiva que deriva de conductas religiosas primitivas”. De acuerdo con Carlo Ginzburg, las Pathosformeln serían “huellas permanentes de las conmociones más profundas de la existencia humana”. Kurt W. Forster, por su parte, las asocia a “posturas y gestos extraídos del repertorio de la Antigüedad, que los siglos posteriores utilizaron para representar específicas condiciones de acción y de excitación psicológicas”. Roberto Calasso define el con cepto como “una marca de la memoria, de la presencia fantasmal de lo que vuelve a emerger”.

Una interpretación altamente productiva, desde el punto de vista de la teoría del arte, es la de José Emilio Burucúa. La Pathosformel no debe confundirse con un reservorio intemporal de representaciones, como los arquetipos del inconsciente colectivo de Carl Gustav Jung o la mitología natural de Ludwig Klages, argumenta al discutir el alcance de esta categoría en los escritos de Warburg; más bien consiste en “un conglomerado de formas representativas y significantes”, surgido en condiciones históricas determinadas, que tiene la función de engendrar “un campo afectivo donde se desenvuelven las emociones precisas y bipolares que una cultura subraya como experiencia básica de la vida social”.

Recuperando en parte esta última definición, me permito afirmar que las obras maestras son medios privilegiados de comunicación, dinamización y actualización de “fórmulas empáticas”, entendidas como esquemas de conductas estéticas, que vinculan fuertemente lo representado con un campo afectivo. Dicho de otra manera, ellas pondrían en obra estas Pathosformeln, proporcionando reconfiguraciones de un alto grado de densidad semántica de aquellas experiencias emocionales que instauran el horizonte de autocomprensión de una cultura, en una continuidad histórica que, como indica Burucúa, “atraviesa períodos de latencia, de recuperación, de apropiaciones entusiastas y metamorfosis”.

Las obras maestras activarían estas “fórmulas empáticas” sobre la base de dos condiciones señaladas por Kenneth Clark: por un lado, “una confluencia de memorias y emociones que conforman una idea única”, una representación común de la existencia humana; por el otro, “una capacidad de recrear formas tradicionales de manera que se tornen expresivas de la propia época del artista y, sin embargo, sigan manteniendo una relación con el pasado”. En virtud de lo primero, las obras maestras son parte esencial de lo que consideramos una tradición cultural; en virtud de lo segundo, ponen de manifiesto que una tradición, como observaba Luis Juan Guerrero, “jamás está hecha y terminada, jamás se estabiliza en una figura del pasado”, sino que consiste en “una continua transfiguración del pasado”.

En otras palabras, no acogemos pasivamente las obras maestras. Al asimilarlas, al incorporarlas a nuestras vidas, las reinterpretamos, las recreamos y las retransmitimos, enriquecidas de nuevas significaciones, a las generaciones venideras. A esto apunta Jorge Luis Borges cuando escribe: “Clásico no es un libro […] que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”. Sin embargo, la cadena es frágil y corre peligro de romperse. La destrucción y el olvido también forman parte del proceso de la cultura.

¿Para qué necesitamos las obras maestras?
Escritos sobre arte y filosofía
Publicada por: Fondo de Cultura Económica
Fecha de publicación: 08/01/2022
Edición: primera edición
ISBN: 9789877193510
Disponible en: Libro de bolsillo
- Publicidad -

Lo último