viernes 19 de abril de 2024
Cursos de periodismo

El periodismo asalta los teatros

Entre los nuevos formatos de slow information está emergiendo el periodismo vivo, una nueva forma de comunicación que se vale de los escenarios para contar la realidad de una manera más directa, más íntima y más humana. De esa forma pretende, entre otras cosas, que un oficio tan denostado en la actualidad recupere su legitimidad.

Cuando empecé mi andadura por el reporterismo, allá por los años 1991-1992, en el ojo del huracán de la guerra de los Balcanes, apliqué lo que me habían enseñado mis profesores y maestros: estar siempre detrás de la noticia y del reportaje por respeto al principio de neutralidad y de búsqueda incesante de la objetividad. No reniego de esta postura y de este esfuerzo constante de humildad que, como a la gran mayoría de mis colegas, me ha empujado siempre a poner el foco sobre los protagonistas de las noticias.

Siempre me ha parecido loable ese anhelo de quitarse de en medio para otorgarle importancia a los verdaderos actores de los acontecimientos. Con los años, escondido detrás de un teclado o de un micro; en la India, Brasil y luego España, me iba frustrando cada vez más ese anonimato sin rostro. No tanto por afán de protagonismo, sino por ganas de encarnar el oficio. Quedaba el periodismo de televisión y de plató, es verdad, pero a mi juicio carecía de profundidad y se diluía en la espuma del instante.

Paralelamente a esa frustración, a lo largo de mis años madrileños, me lancé a impulsar actividades de comunicación directa que precisaban de una tarima, como tertulias filosóficas o cafés literarios. Hasta que llegó la epifanía, una noche de 2016, en un teatro francés: unos periodistas y fotógrafos subían a un escenario para contar en directo una historia vivida en primera persona. Sin grabación ni captación alguna, en un stand up1 narrativo cara a cara con el público. Me quedé en shock: sí, había una forma en la que el periodismo podía expresarse en carne y hueso, y no para la gloria del mensajero, cosa que me parecía odiosa, sino para dar cuerpo y fuerza expresiva a un relato, llenarlo de emoción, otorgarle una autenticidad nueva.

O, dicho de otra manera, responder a esa pregunta tan pertinente que se solía hacer durante el Mayo del 68 francés: D’où tu parles? (¿Desde qué lugar hablas?). Desarrollar una forma de periodismo narrativo que asumiera plenamente un anclaje, un enfoque concreto, un abordaje bien determinado con respecto a un tema dado: enseguida me pareció que eso tenía un valor propio y le aportaba incluso una plusvalía al oficio. “Un calambrazo necesario”, me dijo un día el poeta y periodista Antonio Lucas.

Cuando empecé mi andadura por el reporterismo, allá por los años 1991-1992, en el ojo del huracán de la guerra de los Balcanes, apliqué lo que me habían enseñado mis profesores y maestros: estar siempre detrás de la noticia y del reportaje por respeto al principio de neutralidad y de búsqueda incesante de la objetividad. No reniego de esta postura y de este esfuerzo constante de humildad que, como a la gran mayoría de mis colegas, me ha empujado siempre a poner el foco sobre los protagonistas de las noticias.

Siempre me ha parecido loable ese anhelo de quitarse de en medio para otorgarle importancia a los verdaderos actores de los acontecimientos. Con los años, escondido detrás de un teclado o de un micro; en la India, Brasil y luego España, me iba frustrando cada vez más ese anonimato sin rostro. No tanto por afán de protagonismo, sino por ganas de encarnar el oficio. Quedaba el periodismo de televisión y de plató, es verdad, pero a mi juicio carecía de profundidad y se diluía en la espuma del instante.

Paralelamente a esa frustración, a lo largo de mis años madrileños, me lancé a impulsar actividades de comunicación directa que precisaban de una tarima, como tertulias filosóficas o cafés literarios. Hasta que llegó la epifanía, una noche de 2016, en un teatro francés: unos periodistas y fotógrafos subían a un escenario para contar en directo una historia vivida en primera persona. Sin grabación ni captación alguna, en un stand up1 narrativo cara a cara con el público. Me quedé en shock: sí, había una forma en la que el periodismo podía expresarse en carne y hueso, y no para la gloria del mensajero, cosa que me parecía odiosa, sino para dar cuerpo y fuerza expresiva a un relato, llenarlo de emoción, otorgarle una autenticidad nueva.

O, dicho de otra manera, responder a esa pregunta tan pertinente que se solía hacer durante el Mayo del 68 francés: D’où tu parles? (¿Desde qué lugar hablas?). Desarrollar una forma de periodismo narrativo que asumiera plenamente un anclaje, un enfoque concreto, un abordaje bien determinado con respecto a un tema dado: enseguida me pareció que eso tenía un valor propio y le aportaba incluso una plusvalía al oficio. “Un calambrazo necesario”, me dijo un día el poeta y periodista Antonio Lucas.

Hoy ya podemos hablar de un nuevo género: el Live Journalism o periodismo vivo, caracterizado por su realización únicamente en los escenarios de teatro. Por primera vez, el 12 y 13 de mayo nos reunimos todos los medios de este nicho en Helsinki, a iniciativa del periódico Helsinki Sanomat. Jaakko Lyytinen, editor finlandés y autor de un estudio universitario sobre el fenómeno, destacaba la esencia de esta nueva apuesta: “La conexión emocional, ya teorizada por Aristóteles, que se establece en un marco organizado entre el que habla y el que escucha”.

Periodismo con emoción en lugar de la representación por excelencia que es el teatro: este es el gran aporte del Live Journalism a las formidables nuevas formas de periodismo que surgen por doquier para renovar el oficio. El mensajero, el contador, deja de ser ese anónimo escondido o casi ausente detrás de una noticia o reportaje para convertirse en alguien que narra no solo desde la pasión, sino también desde la vulnerabilidad y la inseguridad.

Después de construir durante mucho tiempo y con esmero su relato, se coloca delante de un micro, mira al público con entrega y puede empezar diciendo con propiedad: “Puedo contaros esto porque estuve allí”, tal y como lo expresó la exdirectora de El País Soledad Gallego-Díaz durante el primer Diario Vivo, que tuvo lugar en el Palacio de la Prensa de Madrid en diciembre 2017. Puedo contarlo porque estuve allí: eso dijo al evocar la primera sesión parlamentaria de la democracia española, en presencia de Rafael Alberti y de la Pasionaria, Dolores Ibárruri, momento que presenció la entonces joven periodista y que todavía vibra en ella como un episodio especial y emocionante en el que, después de tantas trincheras y odios, las sensibilidades más opuestas se escucharon y se respetaron.

Sumergidos en esta sociedad invadida por las notificaciones, los enlaces sin fin, la saturación de la información y la omnipresencia cronófaga de las redes sociales, hemos de recobrar la pausa. Igual que la junk y la fast food tuvo su reverso en la slow food, la narrativa recupera ahora su forma más primigenia, basada en la plena atención del oyente. El auge de los documentales y de los pódcasts muestra esta imperiosa necesidad, al igual que esta nueva narración periodística en vivo que, a su manera, da continuidad a esa manifestación arcaica del “contarnos historias alrededor de la lumbre”, como bellamente dijo la poeta Rosana Acquaroni después de narrar una historia muy personal sobre la tarima en un Diario Vivo.

En general, poco queda en nosotros del invasivo torrente de información que nos abruma a diario. Sin embargo, cuando nos dan la posibilidad de ser los receptores activos de un relato contado en el silencio de un escenario, y cuando este mismo relato posee la densidad y la fuerza requeridas, algo nos resulta luminosamente relevante y se asienta para siempre en nuestra memoria emocional. Y así constatamos, en definitiva, que esta vez sí: algo ha pasado de verdad.

François Musseau

Vía

- Publicidad -

Lo último