jueves 18 de abril de 2024
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Adelanto de «Horas Extra», de Will Stronge y Kyle Lewis

El tiempo de trabajo es, y siempre ha sido, un asunto político relacionado con la distribución de la riqueza y del poder. Cuando desnaturalicemos la forma en que trabajamos (un objetivo al que este libro pretende contribuir) y tengamos más capacidad de tomar decisiones sobre el propósito de nuestras economías, nos enfrentaremos a las preguntas sobre cómo trabajamos y durante cuánto tiempo.

¿Debemos aceptar que el trabajo siga dominando nuestra vida? ¿Podemos imaginar otras formas de trabajo, más equitativas, que sean para nuestro beneficio? Y, ante todo, ¿cómo hacemos para alcanzar esa meta? Ya es hora de dar el siguiente paso, hora de anteponer la libertad, la vida, y acortar una vez más la semana laboral.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

La elección más humana resulta clara. Quienes hayan realizado trabajos pesados, sucios o peligrosos, o tareas impersonales rutinarias y repetitivas al infinito, no podrán sino desear que se produzcan avances para reducir la carga de trabajo.

El sentido común de Keynes

Uno de los pensadores más famosos en los debates sobre el tiempo de trabajo en el capitalismo es John Maynard Keynes. No solo dejó un enorme legado en la teoría y la práctica de la economía, que sigue teniendo influencia hasta el día de hoy, sino que escribió Las posibilidades económicas de nuestros nietos, uno de sus textos más memorables y más citados.

Allí, Keynes destacó que, aunque la tecnología siempre ha formado parte de la vida económica de la humanidad, el desarrollo de herramientas e innovaciones tecnológicas se ha acelerado exponencialmente en la modernidad. Gracias a la nueva tecnología, se produjeron grandes reducciones en el tiempo de trabajo humano. Entre 1870 y 1930, cuando Keynes estaba escribiendo su obra, se restaron más de cuatrocientas horas al año laboral promedio del Reino Unido, una cifra que equivale a más de siete horas de descanso por semana. Para Keynes, el sentido de esa tendencia resultaba claro: si el crecimiento continuaba al mismo ritmo, se requerirían cada vez menos horas humanas para producir los bienes necesarios y, así, la semana laboral continuaría acortándose hasta que, en 2030, solo se trabajarían quince horas por semana.

Keynes formuló esta predicción a partir de una explicación de las necesidades humanas. Las clasificó en dos grupos. En primer lugar, están las “absolutas”, que abarcan las necesidades básicas comunes a todos, “las que padece cualquiera sin importar la situación de los otros seres humanos” (por ejemplo, la vivienda, la alimentación y demás). En segundo lugar, está la necesidad de “satisfacer el deseo de superioridad”. En su opinión, las absolutas se pueden remediar con mucha facilidad: “Puede que pronto llegue el momento, y quizás mucho antes de lo que imaginamos, cuando esas necesidades estén cubiertas a tal punto que elijamos dedicar nuestras energías adicionales a fines no económicos”.

Para Keynes, la posibilidad de satisfacer las necesidades humanas básicas, y de reducir la necesidad de trabajar, tenía repercusiones filosóficas y tal vez hasta existenciales. Así, sugiere que “el problema económico no es —si miramos al futuro— uno de los problemas permanentes de la humanidad”, porque una vez resueltas las necesidades materiales nos enfrentamos a decisiones totalmente novedosas: ¿qué deberíamos hacer con nuestra vida? ¿Qué debería ser el ser humano?

Keynes recibió una fuerte influencia de la ética griega antigua. Sus ideas acerca de lo bueno y la pretensión de alcanzar el bien en sí son de origen platónico, mientras que su búsqueda del buen vivir proviene de la noción aristotélica de que la economía es el uso de lo necesario para la vida. Es más, desde su punto de vista, la economía conducía a una vida buena y feliz si se usaba como era debido. Trabajar menos horas y disfrutar del buen vivir se relaciona con una concepción según la cual es posible satisfacer la cantidad finita de necesidades materiales.

Entonces, desde la óptica keynesiana, deberíamos volver a poner sobre la mesa la cuestión ética (es decir, cuál es el propósito de la actividad económica), en conjunto con políticas adecuadas o formas de inversión que contemplen las artes, la arquitectura, el deporte, la educación y otras actividades que las personas podrían elegir al poner en práctica su propia versión del buen vivir.

El error de Keynes: subestimar la «racionalidad económica»

Sin embargo, la lectura de Keynes deja una pregunta sin responder: ¿por qué no nos hemos acercado ni remotamente a la reducción del tiempo de trabajo que predijo? Conviene recordar que en el Reino Unido todavía se trabaja en promedio más de cuarenta horas por semana, un número muy alejado de las quince estimadas para 203057. Urge debatir el optimismo de Keynes frente al crecimiento de la economía y la distribución de sus beneficios. En cuanto a lo primero, no estaba tan equivocado, ya que el pbi per cápita se cuadruplicó con creces entre principios de la década de 1930 y finales de la de 2000 en Europa Occidental y América del Norte. Pero si las economías del Norte global han crecido enormemente, como anticipó, ¿por qué las semanas laborales no se han reducido en la misma proporción? En este punto se observa la importancia de la distribución, y es aquí donde radica el error de su optimismo. En realidad, la correlación entre el crecimiento de la productividad y la reducción del tiempo de trabajo en las últimas décadas del siglo xix y las primeras del xx no fue el resultado de una “ley” económica ni natural, sino de las crecientes campañas políticas impulsadas por sindicatos y figuras públicas trascendentes.

Y, de hecho, Keynes escribió Las posibilidades económicas de nuestros nietos hacia el final del período de gran actividad sindical en el Reino Unido que siguió a la Primera Guerra Mundial. Los sindicatos llevaron adelante batallas encarnizadas en reclamo de aumentos salariales y reducciones de la jornada laboral, y en muchas ocasiones recurrieron a la huelga. Una de las más significativas reducciones en el tiempo de trabajo, y también más duraderas, ocurrió en 1919 y fue el resultado de muchos años de lucha sindical y obrera. La semana pasó a tener 48 horas en muchos casos, y así continuó incluso durante la agitada década de 1920, todo gracias a las frecuentes manifestaciones de fortaleza sindical. Fue debido a las acciones concretas de los trabajadores organizados que se lograron enormes reducciones del tiempo de trabajo en el Reino Unido a finales del siglo xix y principios del xx, y no a causa de los vaivenes aislados de la economía.

No obstante, precisamente esa actividad está ausente en la lectura que hace Keynes de la marcha del progreso. Es común que los discursos que hacen foco en lo productivo o en lo tecnológico (o en ambos) pasen por alto el meollo de las políticas de la distribución que hacen posibles los cambios. Sin la presión, por lo general de los sindicatos, la duración de la semana laboral bien podría seguir rondando las setenta horas. Contrarias a la creencia de que la economía se dirige a la satisfacción cada vez más eficiente de las necesidades, las pujas de los trabajadores para determinar quién verá los beneficios de la creciente productividad nos han demostrado que la ganancia y la acumulación sin fin son imperativos tan poderosos como el desarrollo económico, si no más.

Poner la tecnología al servicio de la libertad

Desde ya, Keynes no se equivocaba cuando intuía que con el paso del tiempo nos resultaría cada vez más sencillo satisfacer nuestras necesidades. Nuevas aplicaciones de las tecnologías que reducen la carga laboral fueron y serán enteramente posibles, aunque esas posibilidades estén atadas a las restricciones de la “racionalidad económica” que gobierna nuestras sociedades. El politólogo André Gorz resume estas tensiones en su libro Capitalismo, socialismo, ecología:

La principal consecuencia de nuestra búsqueda de eficiencia y racionalización económica es que nos libera del trabajo, nos deja tiempo libre, nos dispensa del mismísimo reino de la racionalidad económica: un resultado que la racionalidad económica es incapaz de evaluar y de dotar de sentido.

La ciencia y la tecnología amplían nuestra capacidad productiva, y esa capacidad abre la posibilidad de liberarnos del trabajo. Sin embargo, ese escenario utópico queda anulado por el principio de racionalidad según el cual la producción tiene la ganancia como finalidad y no busca satisfacer necesidades. La productividad técnica nos aproxima a un mundo que trasciende la productividad con fines de lucro.

La misma línea de argumentación también incentiva a quienes pertenecen a otras corrientes de pensamiento radical. En su relectura de la teoría freudiana de la civilización, Herbert Marcuse analiza la represión del deseo y su potencial liberación mediante la reducción de las horas de trabajo:

Dado que la duración de la jornada laboral es, en sí misma, uno de los principales factores represivos que el principio de realidad impone al principio del placer, la reducción del día de trabajo hasta un punto en el que la mera cantidad del tiempo de trabajo ya no interrumpa el desarrollo humano es el primer requisito para la libertad.

Darnos más tiempo no tiene por único propósito liberarnos de un jefe, sino también crear el fundamento para que afloren nuevas formas de deseo. Si, por ejemplo, en un proyecto de este tipo la tecnología se pusiera al servicio de la satisfacción humana, la productividad perdería “su poder represivo e [impulsaría] el libre desarrollo de las necesidades individuales”. Es un argumento (bastante familiar hoy en día) a favor del valor de la automatización del trabajo y la liberación de nuestro tiempo y deseo. La necesidad de ganarnos la vida nos agobia desde el inicio de la adultez y nos acompaña hasta la vejez. Reorientar nuestra capacidad productiva para deshacernos de esa carga traería nada más y nada menos que un cambio en la civilización.

En síntesis, vale la pena quedarse con algunos elementos del sentido común de Keynes: el aumento en la productividad que se da gracias a las nuevas tecnologías podría y debería llevar a la reducción de la semana laboral. Además de disminuir drásticamente la pobreza y la indigencia (que no es poca cosa), también nos daría la oportunidad de discernir lo más importante y actuar en consecuencia, generar reflexiones que vayan más allá de la mera productividad y, por último, nos convertiría en personas más plenas con un propósito más amplio que el de llegar a fin de mes. Pero la lección que debemos aprender de la historia es que una situación ideal no emergerá de forma espontánea, por el progreso de las tecnologías productivas, sino que todos los sectores de la sociedad deberán exigirla, promoverla y luchar por ella.

El potencial humano sin ataduras

Como sostuvieron Marx y muchos otros críticos de la división del trabajo, en el capitalismo la gran mayoría de los empleos solo se proponen desarrollar las habilidades humanas en la medida en que les resultan funcionales. Aprendemos a usar procesadores de texto para mandar correos electrónicos. Aprendemos a preparar cafés para venderlos. Aprendemos a relacionarnos mejor para aceitar el funcionamiento cotidiano de la empresa. Es muy poco frecuente que los trabajadores tengan la oportunidad de desarrollarse según su preferencia, con el dinero de la empresa y en el horario de trabajo. Solo sucede en puestos de trabajo de alto rango, y suelen ser beneficios para motivar a los empleados a no renunciar o a soportar períodos de mucho estrés.

Pasamos nuestra vida en empleos rutinarios que dejan muy poco lugar para el desarrollo individual, diseñados para que casi cualquiera pueda llevarlos a cabo. No encontraremos allí el tiempo para la realización y el desarrollo personal. Incluso Adam Smith, reconocido como el padre de la economía moderna y tantas veces malinterpretado, sabía muy bien lo que la división y la estandarización de las tareas producen en los seres humanos. Además del incremento de la productividad, Smith advierte otras consecuencias de la división de trabajo: “Un hombre que dedica su vida entera a ejecutar unas pocas operaciones sencillas, cuyos efectos quizás sean siempre o casi siempre los mismos, no tiene ocasión de ejercitar su inteligencia”.

Reducir el tiempo de trabajo tiene que ver tanto con el potencial humano como con la igualdad de ingresos. Bertrand Russell es uno de los pensadores más destacados entre los muchos que señalaron el enorme potencial de una cultura donde el trabajo se limite al mínimo indispensable.

Aun hoy, suele ser la cantidad de horas lo que hace fatigoso el trabajo. Si la jornada regular se redujese a, digamos, cuatro horas, cosa que podría suceder con una mejor organización y métodos más científicos, gran parte del trabajo que ahora se percibe como una carga cesaría de serlo.

Russell pasó por el tamiz las filosofías del anarquismo y el socialismo de su época, en un intento de aislar sus ideas más prometedoras. Pensaba que estaba muy claro que, junto con la solidez financiera, la reducción del tiempo de trabajo era sin duda el objetivo más deseable de libertad para la humanidad. A la acusación, tantas veces oída en las conversaciones sobre el tema y profundamente arraigada en la ética del trabajo, de que si se dedica menos tiempo al trabajo la sociedad se volvería “ociosa”, o incluso vaga, Russell responde:

Entre aquellos que serían clasificados como vagos podría incluirse a los artistas, los escritores, los hombres dedicados a las ocupaciones intelectuales y abstractas; en resumen, a todos aquellos que la sociedad desprecia en vida y honrará tras su muerte. […] Quien observe cuántos de nuestros poetas han sido hombres de fortuna personal se dará cuenta de cuánta capacidad poética ha quedado sin desarrollar a causa de la pobreza, ya que sería absurdo suponer que la naturaleza dota de más capacidad poética a los ricos.

Sirve de refutación para todo quien afirme que el tiempo libre es un lujo, solo de interés para la élite. Quien así lo entiende ve las cosas al revés y, al mismo tiempo, se limita a afirmar lo obvio. Los artistas, escritores e intelectuales más famosos suelen provenir de familias adineradas: tuvieron los medios para no cargar con la rutina diaria de “ganarse la vida” y pudieron invertir su energía en empresas más creativas. Russell lo sabía bien: él mismo pertenecía a la minoría privilegiada que disfrutaba del tiempo y el espacio para abocarse a esas facetas de la vida humana que podríamos definir como “un fin en sí mismo”. Cuesta imaginar el arte, la música, la poesía y el cine que nunca vieron la luz simplemente porque millones de personas no contaron con el tiempo ni con la seguridad material para experimentar con libertad. La producción cultural de la clase trabajadora que existe, al menos, desde la posguerra representa apenas una fracción de lo que hubiera sido posible en el escenario hipotético soñado por Keynes de quince horas semanales.

La celebración de Russell de las capacidades creativas o, podríamos decir, “no productivas” arroja luz sobre un aspecto filosófico más amplio de la importancia del tiempo libre. El escritor del siglo xx Georges Bataille también se quejaba de la sociedad volcada por entero al trabajo, común tanto al capitalismo occidental como al comunismo soviético, por su manera irracional y fundamentalmente austera de ordenar la vida de las personas. Trabajamos para sobrevivir o, si somos afortunados, para acumular un excedente de ahorros, que a su vez usaremos para generar una acumulación mayor y así sobrevivir más. Y, si tenemos la suerte de poseer una empresa o una propiedad, lo único que habremos adquirido serán nuevos mecanismos para acumular aún más, mediante la fuerza de trabajo y la renta de otros.

¿Pero qué objetivo tiene la acumulación incesante?, pregunta Bataille. ¿Cuándo llegará el momento de disfrutar? ¿Cuándo tendrán un fin en sí mismas las actividades cotidianas, como el juego, el sexo, el descubrimiento, el deleite de la música, el cine y otras artes? Esas actividades “soberanas”, en tanto opuestas al servilismo del trabajo continuo, suelen cargar con el estigma de “elitistas”, verse como lujos frívolos o como poco más que una “pérdida de tiempo”. Para Bataille, se trata de una pésima interpretación de los hechos: es el trabajo moderno y rutinario el que carece de sentido si no constituye el fundamento de una vida que trascienda la monotonía interminable.

Hace falta reordenar las prioridades, pasar de una sociedad volcada por entero al trabajo a una donde el trabajo compita con el disfrute comunitario, el gasto libre de la energía física y la exploración de capacidades humanas desconocidas hasta ahora.

Vía

Ya es hora de dar el siguiente paso, hora de anteponer la libertad, la vida, y acortar una vez más la semana laboral.
Publicada por: Godot
Fecha de publicación: 05/01/2023
Edición: primera edición
ISBN: 9789878413952
Disponible en: Libro de bolsillo

 

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