lunes 29 de abril de 2024
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Adelanto de «Politeia», de Federico Delgado

En este momento singular aparecen las condiciones sociales para las salidas autoritarias. Por la pérdida de legitimidad política, la bronca, el miedo y los prejuicios, un cóctel que atrae las soluciones rápidas y sencillas, propias de hombres “providenciales” que con mucha pericia ubican la causa de los problemas en grupos “enemigos” del pueblo.

Ellos saben transformar la incertidumbre y los miedos en odios. Estos líderes, que apuestan a las emociones, desprecian la democracia aún en su sedimentación liberal, y consiguen capturar el enojo ciudadano. Halla así un terreno muy fértil para esterilizar el Estado de derecho y reducir la estatalidad a un crudo momento de dominación.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

La (im)potencia de las palabras

Hay una pregunta que atraviesa, desde distintas perspectivas, este libro: ¿Por qué las grandes mayorías toleran una realidad tan hostil? No tengo una respuesta, pero intuyo que repensar el poder de las palabras nos puede suministrar algunas pistas. Es importante descartar las simplificaciones que reducen la realidad a díadas como malos versus buenos, poderes fácticos versus grupos con vocación democrática o capitalismo depredador versus alternativas heterodoxas. Esas disyuntivas sólo nos colocan en uno de los extremos. Y cada polo de esas díadas depende de la existencia del otro, porque sin el grupo de malos no puede existir el grupo de los buenos. Leer así la realidad solo empobrece la reflexión.

Muchas situaciones que damos por verdades fácticas generan ruidos molestos no bien las pensamos con cierta calma. Por ejemplo, aceptamos que es mejor que un empresario rico acepte responsabilidades públicas porque por su misma riqueza le va a impedir cometer hechos de corrupción. Otras veces entendemos que los sistemas de la seguridad social están en crisis y que esa es la causa de que las jubilaciones sean bajas. Así, consentimos extender los años de trabajo, aumentar la edad jubilatoria y reducir las denominadas “jubilaciones de privilegio”. Al aceptar esto como verdad no nos damos la oportunidad de imaginar nuevas fuentes de financiación que extiendan los beneficios de la seguridad social en vez de acotarlos. Estos ejemplos son el resultado de discursos naturalizados de forma extendida en la sociedad.

La lista podría ser muy larga. La eficacia de estos enunciados es enorme porque constituyen mecanismos que definen el mundo. Se transforman en el cemento que suelda situaciones, que consolida un estado de cosas, y así, nos condenan a aceptar como “natural” lo que en rigor de verdad es pura contingencia. Al mismo tiempo, esta consolidación es tal que genera temor entre quienes intentan desafiarlos.

La realidad nos suministra poderosas pruebas de ello. Pensemos en las reacciones corporativas para aislar algunos conceptos de la discusión pública. Un caso es el de la Confederación General del Trabajo, que rechaza de plano cualquier debate sobre una reforma a las leyes del mundo laboral. Otro caso es el de las organizaciones de prensa que se niegan a discutir responsabilidades sobre las informaciones inexactas, bajo el amparo de una absoluta libertad de expresión. En la misma línea se inscribe el discurso del sistema judicial que, frente a las críticas de la sociedad, echa mano a la bandera de la autonomía. O la reacción de los grandes poderes privados que se oponen acríticamente a las iniciativas de transformar los esquemas tributarios. En otras palabras, apropiarse de algunos significados y aislarlos de la conversación pública constituye una atractiva herramienta de poder.

Se trata, en síntesis, de la privatización de significados que repelen por “irracional” cualquier intento genuino de discusión. Pero en ese rechazo se aloja algo mucho más profundo, ya que cada apropiación de un significado conceptual supone el recorte de algún derecho, porque tras ellas se ocultan beneficios cuyos poseedores desean retener a toda costa.

Por eso son tan confortables las simplificaciones. Sobre todo si se plantean como polos o díadas de opuestos, porque constituyen una forma remunerativa de conservar el estado de las cosas. Ambos extremos de los polos, por más radicales que parezcan, tienden a mantener un orden. Y tales posiciones están ancladas en palabras petrificadas y sustraídas a la discusión. Como señaló Ivonne Bordelois en La palabra amenazada, somos sujetos de lenguaje, pero en procesos como este la palabra se despolitiza; la apropiación de significados y el encapsulamiento simbólico trae aparejado el empobrecimiento de la sociedad. ¿Qué vamos a discutir si las cosas “son así”? Eso nos hace más pobres, más desesperanzados y más solos porque obtura el potencial creador de las palabras, su potencia para construir discursos que generen esperanza y cambio. Se trata de una forma de esclavitud porque nos lleva a aceptar como naturales aspectos de la vida que son contingentes.

Un ejemplo: las nuevas derechas recuperaron el potencial disruptivo de las palabras y por ello, entre otras cosas, se transformaron en canales por los que los ciudadanos expresan su decepción frente a las promesas incumplidas del régimen político. Las nuevas derechas se nutren de frases vacías pero efectistas. En nuestro país, Javier Milei propuso “volar por los aires el Banco Central” o prometió dolarizar la economía en un país que debido a las crisis inflacionarias se refugia en el dólar como reserva de valor. Ambas promesas carecen de un programa teórico. Sin embargo, desafían el orden instituido. Allí reposa con claridad el potencial de las palabras, al menos como forma de imaginar otras formas de organización del poder. Estos enunciados llamativos y sin apoyo material también obturan el debate porque no admiten más que una confirmación o un rechazo. Este tipo de intervenciones en la vida pública, aunque llaman la atención, son una fuente de empobrecimiento.

Así, el lenguaje de las nuevas derechas o protofascismos también conduce a conservar el orden. El sociólogo Gino Germani definió los fascismos como regímenes políticos cuya función histórica fue desmovilizar a los sectores populares frente a las dislocaciones producidas por la modernización y los procesos de integración social no consolidados. En tales condiciones, el fascismo —o sus sustitutos funcionales— echa mano a estrategias que capturan la energía social que propicia un cambio, para impedirlo. En esa línea, la apropiación de significados juega un rol clave porque de alguna manera congela el mundo instituido por una vía doble. Por un lado, cuando cercenan cualquier disputa discursiva calificando de irracional o de antidemocrático un discurso alternativo. Por el otro, cuando mediante frases disruptivas pero carentes de apoyo material identifican las causas de los males sociales en algún otro, como los inmigrantes. A través de ambos senderos se acota el marco de discusión y, en consecuencia, se obtura el potencial transformador de las palabras.

El bloqueo

En estos días, las llamadas nuevas derechas radicalizan sus discursos inflamantes al solo efecto de impedir la emergencia de nuevas visiones del mundo. Sencillamente, bloquean la energía democrática de las grandes mayorías.

Este proceso de empobrecimiento colectivo, realizado a través del ataque a las palabras, no ocurre en medio de sociedades gobernadas por regímenes despóticos o dictatoriales. Por el contrario, el fascismo o sus sustitutos funcionales suponen, además, una democracia representativa previa. Claro que no se trata de democracias consolidadas en las que las instituciones constituyen el camino para procesar los conflictos y agregar intereses. En esas democracias no existe un Estado de derecho firme. Se trata, en cambio, de democracias débiles caracterizadas por la consolidación de elecciones razonablemente libres. En estos regímenes, la institucionalización de los derechos es baja y prima el clientelismo, el patrimonialismo o la corrupción. A la par, estos sustitutos funcionales del fascismo suponen un proceso de modernización hacia las formas avanzadas del capitalismo junto a una integración social que no absorbió los cambios y en la que surgen una serie de conflictos entre las clases sociales que son percibidos como una amenaza al orden por las élites políticas y económicas.

En definitiva, la combinación de estos factores genera el terreno fértil para los discursos efectistas sin soporte material que congelan el formato del poder y, por lo tanto, condenan a las sociedades a un empobrecimiento sostenido. Sobre esas condiciones históricas y de acuerdo con las especificidades de cada sociedad en particular, surgen arreglos institucionales que logran conservar la desmovilización de los sectores más vulnerables. Simultáneamente, conservan también la protección de los intereses de las élites políticas y económicas. La “democracia”, lo “racional”, la “única receta posible”, etcétera son las palabras elegidas por excelencia para esta consolidación de intereses y vulnerabilidades.

Otros elementos clave son las ideologías difusas y la limitación de los derechos humanos. Aun sin proclamarse dictadura tampoco respetan las bases de la república democrática: pueden convivir con la Constitución sencillamente porque se las arreglan para no cumplirla en la práctica. Cuentan para ello con el sistema judicial, que es el gran guardián de los significados. La partidización de algunos sectores del sistema judicial es clave, porque ellos se transforman en custodios del lenguaje del régimen, ya que están en condiciones legales de distinguir lo prohibido de lo permitido. Por lo tanto, el uso arbitrario de la ley constituye un mecanismo muy eficiente para disciplinar a los díscolos.

La importancia del lenguaje

El lenguaje, entonces, impone un orden a la realidad. Esto no implica una crítica a la forma en que las sociedades hablan o las palabras que usan. Sabemos que la realidad es caótica, contradictoria, heterogénea e imposible de totalizar. El lenguaje, por su poder de simplificación, de reducción, con su cuota de engaño o chance de simulación, arroja un campo de posibilidades para asir y transformar aquel caos en algo comprensible. Subordinar el lenguaje a estrategias de poder, así, es clave para alcanzar y mantener posiciones de dominación.

En efecto, en vez de intentar lo imposible, como sería replicar la realidad, el lenguaje la ordena, al presentarla de una manera determinada. Es obvio que los grupos sociales pujan por lograr que “su” forma de presentar la realidad se transforme en general, de tal modo que la lucha por el lenguaje —esto es, por imponer un significado a las palabras— sea un rasgo distintivo de la política. Gran parte de la competencia política, en el sentido más puro del término, pasa por lograr que una determinada forma de presentar la realidad sea aceptada por la mayor cantidad de personas posible. Parte de la eficacia política del lenguaje pasa por convencer, persuadir, seducir y generar la sensación de pertenencia a un colectivo difuso, diverso, pero unido por un objetivo puntual. Probablemente uno de los fenómenos recientes que mejor reflejó esta perspectiva fue la identificación de los argentinos con la selección de fútbol que obtuvo la Copa del Mundo en el Mundial de Qatar en 2022. Allí vimos la compleja articulación entre lo uno y lo múltiple cimentado en palabras que condensaban el sentido colectivo del esfuerzo, la responsabilidad, el objetivo compartido y la combinación entre talento y organización.

El joven Friedrich Nietzsche advirtió que la hechura del lenguaje no tenía que ver con la lógica sino con la imaginación, es decir, con la capacidad de los humanos de formatear el mundo social como una respuesta adecuada para satisfacer la necesidad humana de vivir en sociedad. En efecto, las comunidades necesitan algunos acuerdos para vivir juntos. El lenguaje permite designar objetos, establecer verdades y mentiras y, en definitiva, proporcionar algunas certezas que hagan posible la organización.

Por eso es vital, en términos de cualquier discusión vinculada con el poder, controlar el lenguaje. Quien domina ese campo puede ordenar o desordenar una sociedad a partir de un conjunto de enunciados que presentan una realidad determinada. Dominar ese campo también supone controlar los procedimientos para auditar los discursos de los otros. Por ejemplo, en el caso argentino, un caso paradigmático es la concepción acerca del rol del Fondo Monetario Internacional (fmi).

El fmi nació como una respuesta de la comunidad internacional a los efectos de la crisis global de 1930. Fue un producto de los acuerdos de Bretton Woods de 1944. Además de las razones técnicas para su creación, el propósito no escrito era ser la bandera que permitiese a Estados Unidos proyectar en el campo económico su hegemonía militar. Hay consenso en torno a que el fmi es un actor clave que condiciona las economías de los países que suscriben acuerdos. Pese a ello, el modo en que está sedimentado el poder político en nuestro país solo permite concebir al organismo como una suerte de cuerpo ascético, formado horizontalmente por los países de la comunidad internacional que, sin fines de lucro, presta dinero a los socios en problemas. Quien se anima a cuestionar esa concepción automáticamente deja de ser reconocido como un hablante por “irracional”.

Las consecuencias del control

La eficacia en el control del lenguaje se mide por la posibilidad de conseguir que un determinado orden social sea aceptado. Esa es su legitimidad. Otro ejemplo: «diestra» y «siniestra» son palabras de origen italiano que actualmente designan fuerzas políticas de izquierda y derecha, respectivamente. En el sentido común de nuestro país, cuando se busca definir algún aspecto de la vida social como malo, oscuro o ilegal, se lo tilda de “siniestro”. Esa descalificación se extiende, muchas veces, a las fuerzas de izquierda que impugnan las relaciones de poder realmente existentes.

Aquí yace una clave para comprender esa suerte de guerrilla virtual que se despliega en las redes sociales, buscando que determinada representación de la sociedad se transforme en “sentido común”. Las formas de descalificación, los chismes, la transformación de verdades factuales en opiniones y las mentiras integran el elenco de tácticas desplegadas para controlar y custodiar la petrificación de algunos significados.

Tan fuerte es el peso de este encapsulamiento del lenguaje en la elaboración de las preferencias individuales y colectivas que en muchas oportunidades sus espadas defensoras son aquellos que sufren las consecuencias políticas. Pienso en los discursos de sectores populares que rechazan los impuestos a los más ricos, o que convalidan con su silencio los impuestos al consumo, claramente regresivos. Resulta decisivo, aunque paradójico, que sean las mismas personas vulneradas por el poder político quienes legitiman los significados sobre los que el poder reposa.

Así, la eficacia en el control del lenguaje es fundamental: condensa una realidad que va a contrapelo de la vida material de las personas porque estas reivindican discursos que generan las condiciones para que no tengan una vida buena. Es la función histórica del fascismo o de sus sustitutos funcionales. Este aspecto es central, ya que explica por qué, aunque haya diferencias ostensibles entre las representaciones sociales y la vida real de los individuos, los perdedores del modelo son su mismo sostén. Es decir que, si el control sobre los dispositivos discursivos es eficaz, acaban imponiéndose. Es el caso de las personas que detestan a los sindicatos como concepto, aunque su salario es cada vez más pobre y haya cada vez más informalidad laboral. Es el caso también de quienes se enojan con los trabajadores de la salud, aunque por sus condiciones materiales de vida consiguen atención médica sólo en los hospitales públicos, o los que se quejan de las universidades públicas pese a que probablemente jamás logren acceder a una universidad privada. Sin embargo, creen que sus enemigos son aquellos sectores que pretenden ensanchar la democracia y que luchan por trabajos dignos, salud y educación pública de calidad.

Allí se encuentra la fuerza ideológica de los discursos que consiguen ordenar la sociedad. En los ejemplos citados, construyen cimientos fuertes para sostener estructuras sociales desiguales y reproducirlas en el tiempo. Para afirmarlo casi brutalmente, algunos discursos son fuente de formas de esclavitud consentidas. Esas formas derivan de algunos déficits democráticos que vuelven a muchos ciudadanos vulnerables frente a los poderosos que detentan el control del lenguaje.

La capacidad de ordenar la vida real a través de la palabra es constitutiva del mundo. No es algo novedoso. La novedad reside en la escala y en la articulación de diversos intereses económicos en torno a conglomerados mediáticos que tienen presencia muy fuerte en los medios tradicionales y en las redes sociales. En efecto, hay relación directa entre el control de los medios de comunicación masiva y la sedimentación del mundo real en torno a enunciados que sostienen un orden de cosas. Cuando esos poderes privados colocan la lente en algún aspecto de la vida pública, ya sea para apoyar o para impugnar a una coalición o determinadas políticas públicas, su peso se siente.

La visión republicana

La tradición republicana siempre fue consciente de la potencia y de los límites que tenía la palabra para la propia república. Mediante la gramática del derecho, el republicanismo propone garantizar democráticamente, a través de la ley, espacios institucionales que hagan posible la universalidad del derecho a la expresión. Por esa razón, apuesta a las instancias institucionales de agregación de intereses, para impedir sobre bases sólidas y democráticas la apropiación de los significados que empobrecen a las comunidades.

Por eso, cuando la república democrática funciona, los más pobres tienen protecciones jurídicas que les permiten defenderse y tienen posibilidad de disputar el orden que deriva del control del discurso. Pueden expresarse sin temor a interferencias arbitrarias y también pueden organizarse y crear medios para exhibir sus ideas libremente sin temor a ser disciplinados o invisibilizados arbitrariamente. La clave de todas estas ventajas está anclada en la sencilla razón de que para la perspectiva republicana todos los comportamientos deben estar subordinados a la ley estatal. El principio que inspira esta perspectiva es que frente a la legislación común no se puede oponer como barrera el mayor poder económico, político o el prestigio social. El entramado institucional, al menos en el diseño, garantiza ese plano de igualdad relativa frente a la ley.

Pero lo expuesto está atado a la libertad republicana, porque para poder discutir los sentidos sociales hay que ser republicanamente libre. Como describí en otro capítulo, la era democrática de la antigua Grecia fue un ejemplo claro de ello porque ensanchó la participación popular a partir de arreglos institucionales que permitieron la participación de los pobres libres en la arena pública. Porque el rasgo que distinguía a los esclavos era la carencia de derechos, y su vulnerabilidad, la que fomentaba la explotación sin límite. No está de más recordar que en la Antigüedad se recomendaba recolectar esclavos de origen heterogéneo porque la ausencia de un lenguaje común impedía las revueltas.

¿Por qué es interesante volver a Grecia? Porque la oportunidad de disputar los sentidos sociales está atada inexorablemente a la presencia de un tercero capaz de incidir en el ejercicio de la palabra. Por ello es central para la tradición republicana instituir las reglas que garanticen la disputa democrática por el sentido de las palabras.

Pierre Bourdieu sostenía que a partir de la lengua oficial el campo social adquiría una coherencia formal que velaba la fragmentación y la desigualdad real de los mercados lingüísticos. Por esa razón, hay una relación indisociable entre el poder político y el dominio de la lengua oficial, en tanto y en cuanto es el instrumento simbólico que administra la totalidad de las prácticas de los hablantes. En medio de ello se despliega la lucha de clases en campos relativamente autónomos pero conectados: económico, político, cultural, etc. El dominio simbólico en cada campo crea las máscaras que definen los contornos de una realidad legítima, pero siempre asentada sobre lo que oculta y lo que edita.

¿Qué es una realidad editada? Es una realidad que oculta, por ejemplo, que se halla asentada en la informalidad laboral, en la inequidad tributaria, en la reducción del Estado de bienestar. Es precisamente la administración de los discursos lo que permite que eso funcione así.

Develar es cambiar los cimientos

Boris Johnson, ex primer ministro de Gran Bretaña, luego de ciertas vacilaciones iniciales se presentaba como un líder muy estricto frente a las normas de confinamiento implementadas como consecuencia de la pandemia del covid-19. En medio de todo ello, emergieron en la prensa rumores sobre fiestas clandestinas en Down Street, donde funciona la sede administrativa del gobierno británico. Los rumores se confirmaron y la policía inició una investigación. Detectó que durante mayo de 2022 se desarrolló el “partygate”. Culminó con una multa al primer ministro quien, a pesar de haber pedido perdón a los ciudadanos, renunció en julio de ese año.

El ejemplo revela con nitidez las consecuencias que tiene para el poder instituido perder el control del discurso oficial. El entonces primer ministro británico no pudo soportar, en términos políticos, la filtración de la fiesta. Cuando el Estado —a través de la policía— le aplicó una multa, su suerte estaba echada. Cuando las palabras se articulan en derredor de un objetivo común, pueden alcanzar metas específicas.

El lenguaje mantiene y renueva el formato del poder en el ámbito social. Si el discurso es eficaz, naturaliza la fragmentación y la desigualdad sobre la base de categorías ambiguas como “nación”. La “nación” junto al “ciudadano” son mediaciones institucionales que mientras consagran una igualdad formal velan las desigualdades reales. Es su abstracción lo que permite articular sociedades diversas. Ello no quiere decir que las personas carecen de capacidades para advertir esa contradicción y trabajar en consecuencia. De ninguna manera. De hecho, esas contradicciones son el motor de la historia.

Ocurre que quien detenta el control del lenguaje también tiene que ofrecer premios a futuro que permitan tolerar las restricciones. Ese es el “trabajo” de las mediaciones. Es decir, tolerar políticas públicas que no son favorables para amplias franjas de la sociedad, pero que son aceptadas por un difuso interés general: por ejemplo, mediante la promesa de que, si se hacen las cosas “correctamente”, es posible que quien actualmente no goza de todos sus derechos, en un futuro difuso pueda tener una vida envuelta en la libertad y la prosperidad. Con diferencias de escala y de sofisticación, sobre esa premisa se edifican los medios que aspiran a naturalizar un mundo que no es para todos. Precisamente el control de los discursos colabora para que el poder instituido se conserve. Si ese control cruje, comienzan los síntomas del cambio.

Acortar la distancia entre el hombre y el ciudadano es una de las premisas del republicanismo democrático y, además, es un trabajo de la política en el sentido más puro del término, entendida como práctica capaz de impugnar un orden y proponer una alternativa. La eficacia de esa política se juega también en la chance de disputar el sentido de las palabras y de bloquear las iniciativas que tienden a cosificar los significados. Sin embargo, algunos discursos parecen congelar esa distancia y renovarla en el tiempo.

Hoy, el discurso político puede negar derechos y conseguir obediencia a cambio de prosperidades futuras y difusas, que nunca se ubican con claridad en el tiempo. Niega, pero promete. Obtura oportunidades aquí y ahora, pero las representa como posibles en un futuro lejano. Es una teleología positiva que permite soportar el presente. Ello abarca desde “el hombre nuevo” del Che Guevara que se alimentaba de incentivos morales, hasta la meritocracia neoliberal que transformó la explotación laboral en el camino inexorable hacia el éxito económico, bajo la categoría brumosa de “emprendedores”.

El riesgo de convertir las palabras en dogmas

La eficacia de ese dispositivo es similar al de una religión que se asienta en la fe; esto es, en una creencia irreductible que genera la sensación de que lo bueno irremediablemente ocurrirá si se cumplen determinados requisitos. En ciertas sociedades como las de América Latina —en las que los clivajes políticos no están claramente estructurados en torno al eje izquierda-derecha sino que ese eje convive con la tensión entre los de “arriba” y los de “abajo”—, las palabras acuñan un contenido emocional. En general, esto sucede cuando aparece un líder carismático en momentos de crisis, y se presenta como quien encarna los intereses de los pobres. Ese líder suele arrogarse la encarnación de los intereses populares porque su liderazgo —se supone— reposa en una combinación de razones políticas y sentimentales que remiten a una difusa justicia sustantiva. Pero esa peculiaridad no se limita a los de “abajo”. Los de “arriba” se montan sobre un esquema similar. La diferencia, obviamente, reside en las palabras sobre las que construye su liderazgo. Por ejemplo, se refieren a terminar con el “aislamiento del mundo” o a fomentar las virtudes de los mercados desregulados. En ambos casos se dan de bruces con la perspectiva republicana. Reducen la democracia a una forma de elección de coaliciones que compiten por ocupar los roles de gobierno y monopolizan también la producción del discurso.

La tensión entre la reproducción de un orden y la posibilidad de cambiarlo es permanente y se juega en las prácticas lingüísticas y discursivas de los actores sociales. Por ello, las formas de usar el lenguaje se convierten en una herramienta de cambio social y también por ello se vuelve tan atractiva la revolución tecnológica del siglo xxi, en tanto instrumento que permite designar el mundo de las cosas.

En otro capítulo hablé puntualmente de las redes sociales como herramienta de cambio. Pero aquí quiero señalar otra cosa: los medios de comunicación son un elemento constituyente del mundo realmente existente porque, entre otras cosas, los grandes conglomerados comunicacionales rechazan de plano cualquier tipo de regulación. A menudo tildan de intentos de censura las ideas relacionadas con instituir mercados comunicacionales republicanamente libres. A caballo de un uso instrumental del derecho a la libertad de expresión, la verdadera razón subyacente es el carácter estratégico que posee la concentración de los medios de nominación para conservar el poder.

Los diferentes receptores

En sociedades heterogéneas atravesadas por desigualdades estructurales, en que las condiciones materiales de existencia son tan distintas, se generan agendas muy específicas. Así, los receptores de los discursos son muy diversos. Los sectores medio y alto se enfocan en determinados aspectos de la vida pública. Los más vulnerables se concentran en otros. Las nuevas tecnologías, acompañadas de las prácticas de los ciudadanos, reducen este problema de la heterogeneidad de receptores porque permiten diseñar discursos y prácticas segmentadas según los intereses concretos de grupos de ciudadanos.

Esta combinación propia del siglo xxi también resuelve el problema de los diferentes usos del lenguaje. En otros tiempos, eso era una verdadera limitación. Actualmente, los grupos que detentan el control de los discursos y la capacidad de auditarlos comunican las mismas ideas con diferentes usos lingüísticos para llegar a la gran diversidad de públicos que existen en una sociedad. Sin embargo, en Argentina la experiencia indica que los actores políticos concentran sus esfuerzos en la administración de las redes sociales y olvidan en cierto modo la potencia del contacto cara a cara.

La lengua, en tanto rasgo de la condición humana, es algo vivo y natural. Pero las competencias para usar el lenguaje se adquieren con el proceso de socialización, con la frecuentación de las prácticas lingüísticas, con la formación alrededor de la palabra. Solo la transformación de las competencias de los sujetos permite comprender las prácticas de otro modo y así poner en crisis el significado de las cosas. Porque discutir estos significados equivale a discutir la hechura del mundo social, sus cimientos y nuestras ideas alrededor de ellos. Para enfrentar esa puja en condiciones de igualdad relativa, para cuestionar el sentido de las palabras, para disputarle el espacio a la alienación, la educación pública es fundamental.

La alienación es el proceso a través del cual las personas perciben el mundo como algo externo, pese a que es el resultado de sus prácticas. Su efecto básico es precisamente representar los productos humanos como algo ajeno a la condición humana. El rol del lenguaje es determinante para ello. Basta hacer algo de memoria y repasar mentalmente que, en casi todas las protestas sociales, los ciudadanos perciben al Estado como un artefacto que se les impone desde afuera, cuando en rigor de verdad se asienta en el propio poder de cada ciudadano. No obstante, mediante un proceso de expropiación llevado a cabo a través de potentes discursos, los sujetos perciben al Estado como una entidad edificada fuera de sus propias decisiones.

Así como es un agente de alienación, el lenguaje también es un agente de cambio potencial muy relevante, tal como surgía del consejo que circulaba en la Grecia antigua, que recomendaba que los esclavos no hablasen la misma lengua. Porque, en definitiva, cambiar el estado de las cosas supone transformar los hábitos de convivencia en sociedad; esto es, hacer política.

La disputa por el lenguaje es un desafío enorme para los que tienen más herramientas lingüísticas y quieren construir otro mundo. Sobre sus espaldas reposa la responsabilidad de idear mecanismos de distribución democrática de las competencias lingüísticas. Por ejemplo, creando las condiciones necesarias para extender y mejorar la educación pública. Ese es el camino para ampliar la masa crítica de ciudadanos capaces de disputar una forma distinta de representar la realidad mediante palabras y, obviamente, de implementar ese imaginario en la realidad material mediante políticas públicas.

En efecto, son ellos quienes tienen que intervenir para demostrar que las cosas pueden funcionar de otro modo. Son ellos también quienes tienen que explicar que las formas discursivas del grupo dominante son las que reproducen a ese grupo y que ello se objetiva en posiciones de ejercicio del poder común que se orienta a fines particulares. Pero ellos también deben explicar que ese orden, normalmente, se sostiene sobre la base de la legitimidad que le asignan las personas que más lo sufren. En otras palabras, es decisivo tener en claro que las formas discursivas ancladas en comportamientos concretos sostienen el mundo y que sólo otras prácticas —prácticas nuevas— pueden desmontarlo.

Los enunciados que sostienen el estado de cosas se producen en determinadas condiciones de producción; es decir, en contextos puntuales. Los contextos crean las condiciones posibles para los enunciados y estos reproducen ese contexto. Allí se ubica su fuerza ideológica, porque presentan la realidad como la única posible. Probablemente el neoliberalismo haya explotado este rasgo a través del eslogan: “Es este rumbo económico o el caos”, con el que respondía a cualquier impugnación.

El mayor éxito neoliberal reside, desde mi perspectiva, no en la dimensión de la economía sino en la política, ya que logró imponer un discurso único. Aquel “rumbo económico” envolvía una forma de organización política que, a su vez, creaba el contexto que lo tornaba viable frente a organizaciones políticas hostiles, a grandes grupos humanos que, después de todo, eran sus sostenes. Es verdad que esas situaciones históricas conllevan riesgos intrínsecos porque pueden provocar explosiones sociales. Los hechos de diciembre de 2001 en nuestro país son un ejemplo. Tanto es así que los arreglos institucionales posteriores a la explosión social no alteraron el formato básico del poder, aunque ya nada fue igual. Las élites políticas y económicas se acomodaron y mediante algunas concesiones conservaron el poder político. Pienso en leyes que reconocieron derechos a minorías y en incentivos materiales que generaron mercados en los cuales los ciudadanos lograron mantener niveles de consumo capaces de dotar a las coaliciones de la legitimidad necesaria para mantener el formato del poder. Cabe recordar al respecto la ley de matrimonio igualitario, la despenalización del aborto, la asignación universal por hijo y los subsidios condicionados asignados a los ciudadanos más vulnerables que, junto con el trabajo informal, desembocaron en momentos de aceptable consumo.

Esas coaliciones a veces mantenían el modelo económico pero justificado en discursos más bien progresistas. Ese esquema fue la herramienta que construyeron las élites políticas y económicas para pasar la crisis del 2001 que, probablemente, aún no esté cerrada.

El punto de partida

El derecho a la existencia es el que garantiza el ámbito de autodeterminación de las personas. Las herramientas para participar activamente de la disputa discursiva no se adquieren solamente a través de la educación y de la interacción social, porque solo quienes tienen resueltas sus condiciones de vida básica son quienes pueden pensar en enunciados diferentes, que construyan una sociedad distinta.

Quizá la eficacia de las nuevas derechas reside, precisamente, en que conservan el contexto, las condiciones sociales en las que no todos los ciudadanos gozan del derecho a la existencia. Pese a ello, mantienen niveles más que aceptables de apoyo mediante un uso del lenguaje que se presenta como cuasi revolucionario. Por ello se vuelve tan arduo cualquier intento de transformación social.

De ese modo, en la vida real las cosas no cambian. Los hábitos sociales, que se transmiten de manera acrítica, gozan de plena salud. Entendamos habitus en el sentido de Pierre Bourdieu, es decir como un conjunto de disposiciones que guían los comportamientos de las personas, que se adquieren a través de la experiencia y que constituyen una parte decisiva de los engranajes que reproducen el orden social. Cambiar la sociedad exige intervenir en el proceso de formación de estos hábitos y uno de ellos, si no el más relevante, es garantizar para todos el derecho a la existencia. Aunque no es suficiente, es condición necesaria para llevar adelante la disputa del control de los enunciados.

En conclusión, el lenguaje es fuente de discursos que ordenan la realidad y dan forma al mundo. La fuerza performativa de las palabras deriva de las luchas sociales y de su eficacia para convencer. Las palabras, entonces, son instituyentes de sentido. El lenguaje naturaliza un orden desventajoso y hostil, pero al mismo tiempo crea la ilusión del progreso, de ser libre y próspero. Por otro lado, el contexto de producción de las palabras es fuente de los discursos que mantienen ese contexto; de esta manera, el lenguaje encapsula la vida social y ayuda a conseguir la obediencia de los que más deberían resistir.

Ese formato, además, se sedimenta en leyes. Cuando el sentido social y las leyes se corresponden, las fronteras del cambio son prácticamente infranqueables. Sin embargo, nuevas formas de comunicación —producto de una distribución democrática de competencias lingüísticas sobre la base de la garantía real del derecho a la existencia— crean las condiciones republicanas y democráticas para otras alternativas. Básicamente, para componer a través de la pluralidad y la diversidad significados diferentes e instituir nuevos enunciados capaces de edificar un mundo social distinto.

Despertar la rebeldía

En este sentido, un elemento a tener en cuenta es la rebeldía. Sin embargo, en contextos de desigualdades extremas, frente a la crisis radical del derecho a la existencia, las condiciones materiales de vida se vuelven decisivas y rebelarse no es una posibilidad real. Es meramente nominal, porque la vida es demasiado dura. En Argentina, los hechos de 2001 no fueron iniciados por los sectores más vulnerables, cuyo número había aumentado exponencialmente durante los años 90. Los sectores urbanos encendieron los motores de la rebeldía popular cuando el Estado se metió con sus ahorros.

La rebeldía, entendida como el enojo ante una situación injusta, si se traduce en acciones políticas tiene la capacidad de espabilar, es decir, sacudir el estado de adormecimiento o de irracionalidad en el que se sostienen los habitus o, si se quiere, la alienación. En otras palabras, la rebeldía libera de su encapsulamiento el significado de las palabras.

François Dubet ubicó al resentimiento en la modernidad. Lo entendió como la reacción a la injusticia que provoca la misma sociedad que promete un futuro mejor. Su fuente es la frustración y la ausencia de un espacio público capaz de albergarla, de proporcionar una explicación y de mostrar un sendero posible que dé respuestas. Además de la dimensión propiamente material del resentimiento, dada por la crisis del derecho a la existencia, también tiene una que se relaciona con el reconocimiento social, porque de la situación de vulnerabilidad extrema deriva la sensación de estar excluido de la sociedad. Fractura los lazos sociales. Pero esta misma degradación de las sociedades y las condiciones de extrema vulnerabilidad generan resentimientos capaces de impugnar, a veces caótica y desordenadamente, los regímenes políticos. En otras palabras, hay rendijas para imaginar situaciones de cambio social, un cambio cuyo primer paso sea disputar el lenguaje, reapropiarlo y bloquear la capacidad del neoliberalismo y de los sustitutos funcionales del fascismo de absorber significados que percibe amenazantes y obtener de ellos su propio combustible.

Politeia
“La derecha consigue obtener rédito electoral del malestar; no lo puede resolver, pero su discurso atrae a muchas personas. La izquierda, en cambio, permanece inmóvil reflexionando ahistóricamente y reivindicando su superioridad moral.” Federico Delgado
Publicada por: Ediciones Godot
Fecha de publicación: 01/12/2023
Edición: primera edición
ISBN: 9786316532251
Disponible en: Libro de bolsillo

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