jueves 28 de marzo de 2024
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“Punto de partida”, de Fernando Massau

Una historia real que narra la vida de un joven nacido en un barrio industrial de Buenos Aires, quien, por un giro del destino, es educado junto a hijos de empresarios, diplomáticos e influyentes hombres de negocios. Un contraste social y económico marcado por adversidades y situaciones límite que lo ayudarían a descubrir una premisa fundamental para su vida, sobre la cual se basa la obra: “las personas no nacen siendo exitosas, eso se aprende”.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

Anécdota 10: Obtener fondos

El 31 de diciembre de  2006, aprovechando que mis familiares y amigos más cercanos se habían reunido para celebrar el Año Nuevo, decidí contarles sobre mi decisión de emprender y montar mi propio negocio. Mientras les comunicaba la noticia pude notar cómo poco a poco iban desapareciendo sus sonrisas, podía ver cómo el miedo y la incertidumbre se habrían paso en cada uno de sus rostros. Era natural, querían protegerme. Para cuando terminé de contar la novedad, solo uno seguía sonriendo; curiosamente era el único hombre de negocios que allí se encontraba: el viejo Isaac.

Días después, en mi primera semana de trabajo como emprendedor, me encontré frente al primer gran desafío. Si bien había hecho los cálculos teóricos para la puesta en marcha del negocio, en la práctica el desvío había resultado ser bastante mayor de lo previsto, y necesitaría mucho más dinero del que disponía.

Es frecuente para todo emprendedor encontrarse frente a ideas excepcionales y no poder hacerlas realidad por la falta de dinero. Y si bien es cierto que obtener el capital es una parte muy importante dentro del plan de negocios de un emprendimiento, nunca debe ser el único condicionante.

Decidí poner sobre la mesa mis opciones. La primera, y la más simple, era pedir un crédito bancario. Lamentablemente, en algunos países es muy difícil acceder a los créditos bancarios ya que los requisitos que exigen son muchos y, si finalmente se logra acceder a uno, los intereses que se deben devolver al banco terminan siendo superiores a la rentabilidad de la mayoría de los negocios. Por lo tanto, rápidamente descarté esa opción.

Otra alternativa podía ser recurrir a una empresa financiera. Generalmente, en las financieras privadas se puede obtener un crédito a corto plazo hipotecando algún valor, o entregando cheques a diferido por el total del monto más los intereses. Esto se suele hacer para reducir el riesgo del prestamista y conseguir una mejor tasa de interés que la bancaria; sin embargo, estas operaciones siempre han sido muy riesgosas.

Mi problema era que necesitaba conseguir un crédito a una tasa de interés baja, para que mi rentabilidad no se viera consumida por los intereses.

En aquel tiempo, los hipermercados y los bancos estaban realizando alianzas para fomentar el consumo, de manera tal que toda la línea blanca de electrodomésticos en los hipermercados (heladeras, lavadoras, hornos, etc.) se podía adquirir hasta en 24 cuotas, sin interés. El inconveniente era que esos créditos, con tasa de interés cero, no eran para financiar emprendimientos personales sino para comprar grandes electrodomésticos.

Pocos meses atrás había asistido a un seminario de comercio internacional organizado por un importante banco local, en donde un reconocido economista intentaba explicar a la audiencia por qué el trueque aún seguía siendo en la actualidad una de las formas predominantes para el intercambio de bienes y servicios.

—Como ustedes bien saben —decía mientras caminaba de un lado al otro del auditorio con la mirada fija en el suelo—, en las economías con altas tasas de inflación la gente no desea conservar dinero en forma de moneda, puesto que al cabo de un tiempo esta termina perdiendo su valor. Y cuando la moneda deja de existir, la única forma de comprar o vender es mediante el intercambio directo de bienes y servicios, que es lo que se conoce como «trueque».

»En momentos como esos, realizar incluso la más sencilla compra puede ser tan complicado como un partido de ajedrez. El ejemplo más claro de lo que les digo se dio en Alemania, después de la Segunda Guerra Mundial. Por aquellos años, el marco alemán había perdido por completo su valor y nadie estaba dispuesto a cambiar una docena de huevos o un kilo de patatas por un papel impreso o un metal grabado; la gente solo intercambiaba un producto por otro de mayor o igual utilidad.

»Sin embargo, las personas no lograban ponerse de acuerdo en el valor de intercambio y muchas operaciones no llegaban a concretarse, lo que provocó un fenómeno único en el mundo: la moneda volvió a surgir de manera natural, pero esta vez no sería en forma de papel o metal. Insólitamente, toda la nación adoptó a los cigarrillos y al café como medio de pago; se volvió tan aceptado que,  incluso, terminaron utilizándose como moneda corriente mucho tiempo después de finalizada la guerra.

El trueque sería el eje central de mi estrategia para conseguir financiación y, como si fuera un partido de ajedrez, debía planear rigurosamente mis próximos pasos a seguir. Hay una jugada muy riesgosa en el ajedrez conocida como «la coronación del peón», en la que después de atravesar todo el tablero de juego, el peón puede ser sustituido por otra pieza de igual o mayor utilidad. Es extremadamente riesgosa, pero si se la utiliza con astucia, puede ser la clave para ganar una partida.

Así fue como durante las siguientes dos semanas utilicé las tres tarjetas de crédito que tenía —Visa, Mastercard y American— para comprar una docena de modernas y lujosas heladeras que,  gracias a la financiación de línea blanca que tenían los supermercados, podría pagar hasta en 24 cuotas, sin interés.

Había un hipermercado en particular que se hizo famoso por su compromiso con la satisfacción del cliente y cuyo lema era: «Si no queda satisfecho con su producto, le devolvemos el dinero», y eso fue lo que hice. Todos los días, durante las siguientes dos semanas, a las ocho en punto, hora en la que abría las puertas aquel hipermercado, compraba una heladera y la pagaba en 24 cuotas sin interés con una de mis tarjetas de crédito. La retiraba y, cuando llegaba al estacionamiento, volvía a entrar al hipermercado para realizar la devolución. En el establecimiento chequeaban que el electrodoméstico no estuviera roto o dañado y procedían a devolverme el 100 % de la compra en el acto, y en efectivo.

Repetí la operación hasta llevar mis tarjetas a los límites máximos y en catorce días me había hecho de un crédito a 24 meses, con una tasa de interés del 0 %, bastante más baja que el 45 % anual que ofrecían los bancos por aquellos días. Sin embargo, aún no había logrado reunir todo el dinero necesario, de modo que no solo tuve que vender mi automóvil, sino también mi propia heladera.

Comenzamos a trabajar en un pequeño local que alquilamos a pocos kilómetros del centro de la ciudad. Habíamos reclutado un equipo de diez teleoperadores con los que trabajábamos ocho horas diarias. En el primer mes de trabajo solo habíamos llegado a hacer dos cobranzas diarias por operador. Estábamos muy lejos de las cuatro que necesitaba el negocio para ser rentable.

Dos meses después, aún no había conseguido la autorización para emitir facturas de exportación, por lo que no había podido cobrar un solo centavo en el tiempo que llevábamos trabajando. Ya había consumido todos mis ahorros; incluso, en el último mes, los bancos estaban amenazando con suspender mis tarjetas de crédito por falta de pago. Pero justo en el momento en el que estaba por avisar a todos los empleados que no podría pagar los sueldos, recibí la llamada que tanto había estado esperando. Me habían otorgado las facturas de exportación. Después de la tormenta, por fin encontraba un poco de calma.

Los siguientes días pude enfocarme de lleno en el negocio y logré realizar varios ajustes. Para comienzos del tercer mes de trabajo estábamos realizando seis cobranzas diarias por operador, un 50 % por encima de lo que había solicitado nuestro cliente.

El negocio fue muy próspero los primeros tres años. La empresa creció y tenía más de sesenta empleados trabajando en dos turnos, de seis horas cada uno. Pero para comienzos del cuarto año, aparecieron nuevos problemas y la operación cayó en picada. La compañía telefónica española a la que prestábamos servicios había planteado una nueva estrategia comercial que dejaba el negocio de la cobranza en manos de los bancos.

Ese mismo año decidí vender el know-how de la compañía a un importante contac center que llevaba más de treinta años en el país. El gerente general de aquella empresa me ofreció quedarme para gerenciar la unidad de negocio recientemente adquirida.

Rechacé la oferta y decidí volver a empezar.

Punto de partida
Un libro atrapante que ofrece una clara visión del emprendedurismo.
Publicada por: Temas
Fecha de publicación: 07/01/2019
Edición: 1a
ISBN: 9789873887857
Disponible en: Libro de bolsillo
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