jueves 28 de marzo de 2024
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«Cocinar», de Michael Pollan

Cocinar

El el libro «Cocinar», Michael Pollan nos explica los fundamentos de la cocina a partir de los principios más básicos y de los distintos tipos de transformación de la comida a través de los cuatro elementos: agua, fuego, tierra y aire. Cocinar es una divertida invocación a los lectores para que tomen el control de su propio destino, y vuelvan a ser capaces de divertirse con el mágico poder de la cocina. Porque cocinar puede transformar el modo en el que nos vemos a nosotros mismos y a nuestra familia y amigos. Aquí, la introducción completa.

¿Por qué cocinar?

En cierto momento de la madurez, descubrí inesperada pero felizmente que la respuesta a muchas de las cuestiones que me inquietaban era siempre la misma: cocinar.

Algunas de esas cuestiones eran personales. Por ejemplo, ¿qué era lo más importante que podíamos hacer como familia para mejorar nuestra salud y bienestar general? ¿De qué forma podía conectarme más profundamente con mi hijo adolescente? (Como descubrí después, eso no implicaba solamente la cocina común y corriente, sino una forma especializada conocida con el nombre de «maceración».) Otras cuestiones tenían un matiz más político. Durante años intenté descubrir, ya que a menudo me lo preguntan, qué es lo más importante que puede hacer una persona normal para intentar reformar el sistema alimentario estadounidense y convertirlo en algo más saludable y sostenible. Otra pregunta similar es: ¿de qué forma los que vivimos en una economía enfocada especialmente al consumidor podemos reducir ese sentimiento de dependencia y lograr un mayor grado de autonomía? También había algunas cuestiones de carácter filosófico a las que he estado dando vueltas desde que empecé a escribir. ¿Cómo podemos adquirir, en nuestra vida cotidiana, un mayor conocimiento del mundo natural y del peculiar papel que desempeñamos en él? Obviamente, la respuesta se puede encontrar adentrándose en la selva, pero descubrí que también se podían obtener respuestas incluso más interesantes metiéndose sencillamente en la cocina.

Como he mencionado anteriormente, jamás lo había esperado. Cocinar siempre ha formado parte de mi vida, pero a menudo como algo pasajero más que como objeto de escrutinio, y nunca como una pasión. Me sentía afortunado de tener una madre a la que le encantaba cocinar, y que casi todas las noches nos preparaba una cena deliciosa. Cuando me independicé, sabía defenderme bastante bien en la cocina, ya que todas aquellas horas que había pasado merodeando mientras mi madre preparaba la cena me resultaron de gran utilidad. Sin embargo, aunque cocinaba siempre que podía, apenas le dedicaba un poco de tiempo porque no lo consideraba algo de suma importancia. Mis capacidades culinarias fueron bastante limitadas hasta que cumplí los treinta años. Para ser sinceros, mis platos más exitosos se inspiraban en los preparados por otros, como, por ejemplo, cuando les añadía mi increíble salsa de manteca y salvia a los ravioles ya preparados que compraba en la tienda. De vez en cuando consultaba algún libro de cocina, o recortaba una receta de algún diario para añadir un plato nuevo a mi escaso repertorio, o compraba un nuevo utensilio de cocina, aunque la mayoría de ellos terminaban guardados en un armario.

Visto en retrospectiva, la sutileza de mi interés por la cocina me sorprende, en parte porque siempre he sentido un ardiente deseo de saber todo lo relacionado con la cadena alimentaria. Me ha gustado la jardinería desde que tenía ocho años, he cultivado principalmente verduras y siempre he disfrutado cuando me encontraba en alguna huerta o escribía sobre agricultura. También escribí bastante sobre el otro extremo de la cadena alimentaria, es decir, sobre la alimentación y sus implicaciones en la salud. Sin embargo, nunca les había prestado mucha atención a los vínculos intermedios de la cadena alimentaria, aquellos en que los productos de la naturaleza se transforman en los alimentos que comemos o bebemos.

Y no se me ocurrió hasta que empecé a tratar de desentrañar una curiosa paradoja que observé mientras veía la televisión: ¿por qué dedicábamos más tiempo a pensar en la alimentación y a ver más programas sobre cocina justo en el momento histórico en que los estadounidenses la abandonábamos y dejábamos la preparación de la mayoría de nuestros platos a la industria alimentaria? Al parecer, cuanto menos tiempo dedicábamos a cocinar, más nos interesaba la comida y su preparación indirecta.

Nuestra cultura parece estar dividida sobre ese tema. Los dios que se han realizado a ese respecto confirman que cada año cocinamos menos y compramos más platos preparados. El tiempo que se emplea en cocinar en los hogares estadounidenses se redujo a la mitad desde los años sesenta, cuando veía a mi madre preparar la cena, limitándose a la escueta cifra de unos veintisiete minutos al día. (Los estadounidenses dedican menos tiempo a cocinar que ningún otro país, aunque esa tendencia decreciente es mundial.) Sin embargo, cada vez hablamos más de cocina, vemos más programas, leemos más libros y vamos a restaurantes donde podemos observar en directo cómo se realiza ese trabajo. Vivimos en una época en que los cocineros profesionales se han convertido en personajes muy conocidos, algunos tan famosos como los atletas o las estrellas de cine. Esa actividad que muchos consideran una carga provoca tanto entusiasmo como un deporte popular. Cuando piensas que veintisiete minutos es menos tiempo que el que se emplea en ver un episodio de To Chef o The Next Food Network Star, te das cuenta de que hay millones de personas que pasan más tiempo viendo en la televisión cómo se prepara un plato que cocinando. Además, no creo que sea necesario decir que los platos que vemos preparar en televisión no son los que solemos comer.

Es curioso, pues no vemos ningún espectáculo ni leemos libros sobre coser, zurcir medias o cambiar el aceite del coche, otras tres tareas domésticas que también hemos dejado en manos de fuentes externas y que hemos eliminado de nuestros conocimientos. Cocinar, sin embargo, es diferente, ya que el trabajo, o el proceso, tiene un poder emocional o psicológico del cual no podemos o no queremos desprendernos. De hecho, fue después de muchas horas viendo programas de cocina cuando empecé a preguntarme si no debía tomarme más en serio esa actividad que siempre había dado por hecha.

Desarrollé algunas teorías para explicar lo que denominé la «paradoja culinaria». La primera y más obvia es que observar cómo cocinan otras personas no es algo nuevo entre los humanos. Incluso cuando «todos» cocinábamos en casa, había muchos que nos dedicábamos principalmente a observar: hombres la mayor parte, y también los hijos. Casi todos tenemos bellos recuerdos de cuando nuestra madre estaba en la cocina realizando proezas que parecían brebajes de brujería, y que normalmente terminaban convirtiéndose en algo suculento. En la Antigua Grecia, la palabra para designar a un «cocinero», un «carnicero» y un «sacerdote» era la misma, «mageiros», una palabra con las mismas raíces etimológicas que «magia». Yo observaba, embelesado, cuando mi madre preparaba sus platos más mágicos, como los rollos bien envueltos de pollo a la Kiev que, cuando se cortaban con un cuchillo bien afilado, liberaban una espesa capa de manteca derretida y una bocanada de hierbas aromáticas. Igualmente, observar cómo preparaba unos simples huevos revueltos me parecía todo un espectáculo, ya que ese delgado y amarillento pegote se transformaba repentinamente en deliciosas pepitas de oro. Incluso el plato más normal se sometía a un proceso apetitoso de transformación para convertirse mágicamente en algo más que la suma de sus partes. A eso hay que añadir que en casi todos los platos se pueden encontrar, además de los ingredientes culinarios, los de una historia, es decir, un comienzo, un desarrollo y un final.

También hay que mencionar a los cocineros, los héroes que ejecutan esas pequeñas obras de transformación. Aunque no nos percatemos en nuestra vida cotidiana, nos sentimos atraídos por los ritmos y texturas de su trabajo, ya que nos parece mucho más directo y satisfactorio que la mayoría de las tareas abstractas que realizamos los demás en nuestros trabajos actuales. Los cocineros trabajan con materia viva, no solo con teclados y con pantallas, sino con cosas fundamentales como plantas, animales y hongos. También trabajan con los elementos: el fuego, el agua, la tierra y el aire, y los utilizan —¡los dominan!— para realizar sus deliciosas alquimias. ¿Quién de nosotros desempeña un trabajo que le haga entablar un diálogo con el mundo material y que concluya —asumiendo que el pollo a la Kiev no suelte el jugo demasiado pronto ni que el suflé se desinfle— con un sentimiento de clausura tan delicioso y gratificante?

Por tanto, puede que la razón de que nos guste ver programas en televisión y leamos libros de cocina es que hay aspectos de ella que realmente extrañamos. Es posible que creamos que no tenemos tiempo ni energías (ni conocimientos) para cocinar a diario, pero aún no estamos preparados para que esa actividad desaparezca de nuestra vida por completo. Si cocinar, como dicen los antropólogos, es una actividad específicamente humana —el acto mediante el cual comienza la cultura, según Claude Lévi-Strauss—, entonces no debe sorprendernos que nos conmueva ver cómo se desarrolla ese proceso.

La idea de que cocinar es una actividad específicamente humana no es nueva. En 1773, el escritor escocés James Boswell, al observar que «ningún animal cocina», denominó al Homo sapiens el «animal cocinero» (aunque quizá reconsideraría esa definición si viese las cajas de alimentos congelados que se venden actualmente en Walmart). Cincuenta años después, en su libro Fisiología del gusto, el gastrónomo francés Jean-Anthelme Brillat-Savarin afirmó que cocinar nos convirtió en lo que somos, ya que aprender a utilizar el fuego «ha sido el mayor progreso de la civilización». Más recientemente LéviStrauss, al escribir en 1964 Lo crudo y lo cocido, dijo que muchas culturas compartían un punto de vista similar, ya que consideran el acto de cocinar como una actividad simbólica que «establece la diferencia entre los hombres y los animales».

Para Lévi-Strauss, cocinar era una metáfora de la transformación humana de la naturaleza cruda en cultura cocida. Sin embargo, desde la publicación de Lo crudo y lo cocido, otros antropólogos han empezado a asumir literalmente la idea de que la invención de la cocina podría haber sido la clave evolutiva de nuestra humanidad. Hace unos años, un antropólogo y primatólogo de la Universidad de Harvard llamado Richard Wrangham publicó un libro fascinante titulado Catching Fire, en el cual afirmó que fue el descubrimiento de la cocina —no la fabricación de herramientas, el hecho de comer carne o el lenguaje— lo que nos diferenció de los primates y nos convirtió en humanos. Según la «hipótesis de la cocina», el descubrimiento de los alimentos cocinados cambió el curso de la evolución humana. Al proporcionar a nuestros antepasados una mayor cantidad de energía y una dieta más fácil de digerir, hizo que aumentase el tamaño de nuestro cerebro (el cual es un glotón a la hora de engullir energía) y se redujese el de nuestro aparato digestivo. Al parecer, los alimentos crudos necesitan más tiempo y energía para ser masticados y digeridos, razón por la que otros primates de nuestro mismo tamaño tienen un tracto digestivo más grande y emplean más tiempo en masticar, casi unas seis horas al día.

No cabe duda de que cocinar redujo gran parte del trabajo llevado a cabo por la masticación y la digestión, y lo desempeñó fuera de nuestro cuerpo, utilizando fuentes externas de energía. Cocinar también elimina muchas partículas tóxicas de los alimentos, con lo que puso a nuestro alcance un sinfín de calorías no disponibles para otros animales. Al no tener que dedicar la mayor parte del día a recopilar grandes cantidades de alimentos crudos ni tener que masticarlos incesantemente, los humanos pudieron dedicar más tiempo y más recursos metabólicos a otros propósitos, como por ejemplo crear una cultura.

Cocinar nos proporcionó no solo la comida, sino también la ocasión de poder comer juntos en un determinado lugar y a una determinada hora. Eso fue algo totalmente nuevo, ya que el recolector de alimentos crudos probablemente comía solo y sobre la marcha, como los demás animales. (Y, si uno lo piensa bien, como el comensal industrial en el que nos hemos convertido recientemente, que engulle cualquier cosa en un área de servicio o en cualquier otro lugar.) El hecho de sentarnos para compartir la comida, manteniendo un contacto visual y ejerciendo la moderación, nos hizo civilizarnos. «Alrededor del fuego —escribe Wrangham— nos volvimos más dóciles.»

Por ese motivo, cocinar nos transformó, y no solo haciéndonos más sociables y cívicos. Después de que cocinar nos permitiese ampliar la capacidad cognitiva a costa de la digestiva, ya no hubo forma de retroceder, y nuestro mayor cerebro y menor estómago empezaron a depender de una dieta basada en alimentos cocinados. (Los crudívoros deberían tenerlo en cuenta.) Eso significa que cocinar es algo obligatorio; es decir, que es como si se hubiese horneado en nuestra biología. Lo que Winston Churchill dijo en cierta ocasión de la arquitectura —«primero fuimos nosotros los que moldeamos los edificios, pero luego ellos nos moldearon a nosotros»— también se puede aplicar a la cocina. Primero fuimos nosotros los que cocinamos los alimentos, pero luego ellos nos cocinaron a nosotros.

Si cocinar, como sugiere Wrangham, es tan esencial para la identidad, la biología y la cultura humanas, entonces es razonable pensar que el declive actual de la cocina tenga consecuencias muy serias para la vida moderna, como se puede comprobar. Pero ¿son todas negativas? En absoluto. El hecho de delegar gran parte de la actividad culinaria en las corporaciones ha liberado a las mujeres de lo que tradicionalmente ha sido su responsabilidad exclusiva de alimentar a la familia, permitiéndoles trabajar fuera de casa y desarrollarse profesionalmente. Asimismo, ha evitado muchos de los conflictos y discusiones domésticas que se hubiesen originado con semejante cambio en los roles de género y la dinámica familiar. Ha eliminado muchas presiones en el hogar, incluidas esas jornadas laborales tan largas y esos hijos tan programados, proporcionándonos más tiempo para otros propósitos. También nos ha permitido diversificar sustancialmente nuestra dieta, posibilitando que personas que no tienen grandes destrezas culinarias, ni mucho dinero, disfruten de una cena diferente cada día de la semana contando tan solo con un microondas.

Son beneficios considerables que deben tenerse en cuenta. No obstante, se han obtenido a costa de algo que ahora empezamos a percibir. La cocina industrial ha causado un enorme perjuicio a nuestra salud y bienestar. Las corporaciones cocinan de forma muy distinta a las personas; por eso denominamos a lo que hacen «procesamiento de alimentos» y no «cocinar». Normalmente, utilizan mucha más azúcar, grasa y sal, y también emplean nuevos ingredientes químicos que rara vez se encuentran en nuestra despensa para hacer que los alimentos duren más y parezcan más frescos de lo que realmente son. Por ese motivo, no debe sorprendernos que el declive de la comida casera haya provocado un aumento de la obesidad y una serie de enfermedades crónicas vinculadas a la dieta.

El auge de la comida rápida y el declive de la comida casera también han afectado a la institución de la comida compartida, ya que han fomentado que comamos cosas diferentes, normalmente sobre la marcha y con frecuencia a solas. Los científicos nos advierten de que empleamos demasiado tiempo en eso que actualmente se llama «comida secundaria», es decir, engullir constantemente alimentos empaquetados, y menos en «comidas primarias», un término bastante deprimente para lo que en su momento fue una venerable institución conocida con el nombre de «la comida».

La comida compartida es algo muy importante. Es la base de la vida familiar, el lugar donde nuestros hijos aprenden el arte de conversar y adquieren los hábitos de la civilización: compartir, escuchar, turnarse, intercambiar pareceres y discutir sin ofender. Lo que hemos denominado las «contradicciones culturales del capitalismo» —su tendencia a socavar las formas sociales estabilizadoras de las que depende— se manifiesta claramente durante la cena en la actual vida estadounidense, junto con los coloridos paquetes que la industria alimentaria ha conseguido instalar en ella.

Sé que son grandes reivindicaciones para la importancia de cocinar (o no cocinar) en nuestra vida, y me gustaría matizarlo un poco. En la actualidad, para muchas personas esa elección no es tan clara como he señalado, es decir, no es tan fácil optar entre la comida casera elaborada desde cero o la comida rápida preparada por las corporaciones. Muchos ocupamos un lugar intermedio que cambia dependiendo del día de la semana, la ocasión o nuestro estado de ánimo. En función de la noche, podemos preparar la cena, salir a cenar, pedirla o cocinarla a «medias». Esta última opción consiste en recurrir a los muchos y útiles atajos que nos ofrece la economía de los alimentos industriales: un paquete de espinacas congeladas, una lata de salmón en la alacena, una caja de ravioles comprados en la esquina o en cualquier otro lugar del mundo. «Cocinar» abarca un amplio espectro, como ha sucedido durante al menos un siglo, cuando los alimentos envasados entraron por primera vez en nuestra cocina y la definición de «cocinar desde cero» empezó a desvirtuarse (permitiéndome de esa forma que considerase un gran logro culinario mis ravioles envasados con salsa de manteca y salvia). En el transcurso de la semana, la mayoría recorremos ese espectro, pero lo que sí es nuevo es el gran número de personas que casi todas las noches se encuentran en el extremo más lejano, delegando la mayor parte de sus comidas a una industria dispuesta a hacer lo que sea necesario por ellos, salvo calentársela y comérsela. «Llevamos un siglo comiendo alimentos envasados —me dijo un asesor de marketing alimentario—, y ahora nos espera otro siglo de comidas preparadas.»

Eso es un problema, no solo para la salud, la familia, la comunidad y la tierra, sino también para el concepto que tenemos de cómo los alimentos nos conectan con el mundo que nos rodea. Nuestro creciente distanciamiento de cualquier compromiso directo y físico con los procesos mediante los cuales la materia prima de la naturaleza se transforma en alimentos cocinados, está alterando nuestro concepto de lo que es la alimentación. La idea de que los alimentos están conectados con la naturaleza, el trabajo humano o la imaginación, es difícil de concebir cuando nos llegan en un paquete, totalmente preparados. La comida se convierte en un producto básico más, en una abstracción, y, cuando eso sucede, nos convertimos en una presa muy fácil para las corporaciones que venden versiones sintéticas de algo real, algo a lo que yo denomino «sustancias comestibles con aspecto de comida». Terminamos alimentándonos a base de imágenes.

Sé que algunos lectores pueden sentirse ofendidos por que un hombre critique esos avances. Algunas personas piensan que, cuando un hombre habla de la importancia de cocinar, es que desea retroceder y hacer que las mujeres vuelvan a la cocina. Sin embargo, eso no tiene nada que ver con lo que pienso, pues opino que cocinar es tan importante que no se debe delegar en un solo género o en un solo miembro de la familia; los hombres y los hijos también deben estar presentes en la cocina, y no solo por razones de justicia o equidad, sino porque obtendrán grandes beneficios si lo hacen. De hecho, una de las principales razones por las que las corporaciones se introdujeron en nuestras vidas se debió a que la cocina casera se consideró durante mucho tiempo una «actividad propia de las mujeres» y, por tanto, no lo bastante importante para que los hombres y los muchachos la aprendiesen.

No obstante, resulta difícil saber qué sucedió primero, si la cocina casera se menospreciaba porque era una labor que desempeñaban principalmente las mujeres, o si las mujeres tuvieron que dedicarse exclusivamente a la cocina porque nuestra cultura denigraba esa labor. Las políticas de género relacionadas con la cocina, que analizo con más profundidad en la segunda parte, son bastante complicadas, y probablemente siempre lo hayan sido. Desde la Antigüedad, ciertos tipos de cocina han gozado de mucho prestigio. Los guerreros de Homero asaban a la parrilla los animales sin que se cuestionase su estatus heroico o su virilidad. Desde entonces, siempre se ha aceptado socialmente que los hombres cocinen en público y profesionalmente, siempre y cuando lo hagan por dinero (aunque ha sido recientemente cuando los chefs profesionales han adquirido el estatus de artistas). Sin embargo, durante la mayor parte de la historia, las mujeres han sido las encargadas de cocinar en privado y sin reconocimiento público. Salvo en ciertas ceremonias presididas por hombres —los sacrificios religiosos, la parrillada del 4 de julio, los restaurantes de cuatro estrellas—, la cocina ha sido una actividad femenina, una parte integrante de las labores domésticas y el cuidado de los hijos, y, por tanto, no merecedora de una atención especial por parte de los hombres.

No obstante, puede que haya otras razones por las que no se le ha dado la debida importancia. En un libro reciente titulado The Taste for Civilization, Janet A. Flammang, una erudita feminista y profesora de ciencias políticas que ha defendido elocuentemente la importancia social y política de la «labor culinaria», sugiere que el problema puede que radique en la misma comida, la cual, por su misma naturaleza, se encuentra en el lado equivocado —el femenino— del dualismo entre la mente y el cuerpo que impera en el mundo occidental. «La comida se percibe mediante los sentidos del gusto, el olfato y el tacto —señala—, situados por debajo, en la jerarquía de los sentidos, de la vista y el oído, a los que se los toma como las fuentes del conocimiento. En casi todas las filosofías, religiones y literaturas, la alimentación se asocia con el cuerpo, los animales, las mujeres y el apetito, cosas que los hombres civilizados han tratado de superar mediante la razón y el conocimiento.» Ellos se lo pierden.

II

La premisa de este libro es que la cocina —definida ampliamente para que abarque todo el espectro de técnicas que han elaborado las personas para transformar la materia prima de la naturaleza y convertirla en platos nutritivos y apetitosos— es una de las actividades más interesantes y satisfactorias que pueden realizar los seres humanos. No obstante, he de decir que no es una labor que valorase antes de empezar a aprender a cocinar, pero después de tres años trabajando bajo la dirección de una serie de grandes maestros para dominar cuatro de las transformaciones clave que denominamos «cocinar» —asar al fuego, cocinar en líquido, cocer el pan y fermentar todo tipo de cosas—, terminé con una serie de conocimientos e ideas muy diferentes de aquellos con los que empecé. Es cierto que cuando terminé mi aprendizaje sabía hacer algunas cosas, y me siento especialmente orgulloso del pan que elaboro y de algunos de mis braseados, pero también aprendí algunas cosas relacionadas con el mundo natural (y nuestra implicación en él) que no creo que pudiese haber aprendido de otra manera. Aprendí mucho más de lo que esperaba sobre la naturaleza del trabajo, la importancia de la salud, la tradición y los rituales, la autonomía y la comunidad, los ritmos de la vida cotidiana y la suprema satisfacción de producir algo que anteriormente solo había pensado en consumir; y, además, hacerlo por amor, no por razones económicas.

Este libro es la historia de mi aprendizaje en la cocina, pero también en la panadería, el tambo, la destilería y la cocina del restaurante, es decir, en algunos de los lugares donde tiene lugar gran parte de nuestra cultura culinaria. El libro se divide en cuatro partes, una por cada gran transformación de la naturaleza en esa cultura que llamamos «cocinar». Algo que tuve la suerte de descubrir es que cada parte corresponde a, y depende de, uno de los elementos clásicos: el fuego, el agua, el aire y la tierra.

No estoy seguro de por qué ha sido así, pero durante miles de años, y en muchas culturas diferentes, esos elementos han sido considerados los cuatro ingredientes irreducibles e indestructibles que constituyen el mundo natural. De hecho, aún perduran como tales en nuestra imaginación. El que la ciencia moderna haya destituido esos elementos clásicos, reduciéndolos a sustancias y fuerzas aún más elementales —el agua a moléculas de oxígeno e hidrógeno, el fuego a un proceso rápido de oxidación, y así sucesivamente—, no ha cambiado nuestra experiencia directa de la naturaleza o la forma de imaginarla. La ciencia puede haber sustituido esos cuatro elementos por una tabla periódica de 118 elementos, y esos en partículas aún más reducidas, pero nuestros sentidos y sueños aún no se han adaptado a esos nuevos conocimientos.

Aprender a cocinar es establecer una estrecha relación con las leyes de la física y la química, así como con los hechos de la biología y la microbiología. No obstante, al empezar con el fuego, descubrí que los elementos más antiguos y precientíficos ocupaban un lugar destacado en las principales transformaciones que abarca la cocina, cada una a su propia manera. Cada elemento requiere una serie de técnicas diferentes para transformar la naturaleza, pero también una actitud distinta con respecto al mundo, un tipo diferente de trabajo y un estado de ánimo específico.

Al ser el fuego el primer elemento (al menos en la cocina), empecé mi aprendizaje con él, investigando la forma más básica y elemental de ese estilo de cocina: la carne a las brasas. Mi deseo de aprender a cocinar con fuego me llevó desde la parrilla que tenía en el jardín trasero hasta las barbacoas de hoyo y los parrilleros del este de Carolina del Norte, donde cocinar carne aún significa extender un cerdo entero para que se ase lentamente sobre un fuego sin llamas. Fue allí donde, bajo la supervisión de un consumado y extravagante experto, conocí los elementos básicos de la cocina —animal, leña, fuego y tiempo— y descubrí un sendero claramente marcado hacia la prehistoria de la cocina: qué impulsó por primera vez a nuestros antepasados protohumanos a reunirse alrededor del fuego y cómo los transformó esa experiencia. Matar y cocinar un animal grande ha sido siempre un esfuerzo lleno de emotividad y espiritualidad. Los rituales de sacrificio han acompañado ese tipo de cocina desde el principio, y descubrí que sus ecos aún reverberan en la actualidad, en una parrillada del siglo xxi. Entonces, al igual que ahora, el ambiente que reina cuando se cocina al fuego es heroico, masculino, teatral, incomparable, jactancioso y ligeramente (aunque a veces no tan ligeramente) ridículo.

Es justo lo contrario que cocinar con agua, el tema de la segunda parte. Históricamente, cocinar con agua tuvo lugar después de hacerlo con fuego, ya que supuso la invención de recipientes de barro, un instrumento de la cultura humana que empezó a fabricarse hace unos diez mil años. En la actualidad, cocinar es una actividad que se realiza en el interior, en el ámbito de lo doméstico, y en ese capítulo profundizo en la cocina casera cotidiana, sus técnicas, satisfacciones e insatisfacciones. En concordancia con dicho tema, esa sección adopta la forma de una sola pero larga receta, desarrollando paso a paso las técnicas ancestrales que empleaban nuestras abuelas para crear platos deliciosos partiendo de los ingredientes más normales: algunas plantas aromáticas, un poco de grasa, unos trozos de carne y toda la tarde en casa. Ese arte también lo aprendí de una cocinera profesional bastante extravagante, pero la mayor parte del trabajo lo hicimos en la cocina de mi casa, con frecuencia acompañados de mi familia, por lo que el hogar y la familia son dos temas importantes en ese apartado.

La tercera parte está dedicada al elemento del aire, ya que distingue una hogaza de pan que se haya desarrollado de forma exuberante de una triste gacha de grano pulverizado. Al descubrir cómo se introduce el aire en los alimentos, conseguimos elevarlos, y elevarnos, trascendiendo y mejorando considerablemente lo que la naturaleza nos ofreció en un puñado de semillas de cereal. La historia de la civilización occidental tiene mucho que ver con la historia del pan, el cual, sin duda, es la primera y más importante técnica de «procesamiento de alimentos». (Los cerveceros creen que la fermentación de la cerveza fue anterior.) Esa sección, que se desarrolla en diferentes panaderías del país (incluida una planta de Wonder Bread), se basa en dos propósitos personales: hornear una perfecta, sana y ligera hogaza de pan, y señalar el momento histórico en que cocinar tomó fatídicamente el rumbo equivocado, es decir, cuando la civilización empezó a procesar los alimentos de tal forma que los volvió menos nutritivos en lugar de lo contrario.

Por muy diferentes que sean, esos tres modelos de cocinar dependen del calor, algo que no sucede con el cuarto. Al igual que ocurre con la tierra, las diferentes formas de fermentación se basan en la biología para transformar la materia orgánica de un estado a otro más interesante y nutritivo. Al estudiar la fermentación, descubrí las alquimias más sorprendentes: sabores intensos, alusivos, así como bebidas alcohólicas creadas por hongos y bacterias —muchos de ellos habitan en la tierra— que realizan esa labor invisible de destrucción creativa. Esa sección se divide en tres capítulos que abarcan la fermentación de las verduras (para convertirlas en chucrut, kimchi o conservas de todo tipo), de la leche (para elaborar queso) y del alcohol (para fabricar hidromiel y cerveza). Durante mis indagaciones, una serie de «fermentadores» me enseñaron las técnicas del control artesanal de la putrefacción, la estupidez que supone la aversión moderna a las bacterias, el erotismo del asco y la noción un tanto invertida de que, mientras nosotros fermentábamos el alcohol, él nos fermentaba a nosotros.

He sido muy afortunado al contar con el talento y la generosidad de los profesores que me aceptaron como alumno: cocineros, panaderos, fermentadores, cerveceros y queseros que compartieron conmigo su tiempo, sus técnicas y sus recetas. Todas esas personas resultaron ser mucho más masculinas de lo que había esperado, y puede que algunos lectores piensen que he incurrido en un encasillamiento desafortunado. Sin embargo, cuando decidí aprender y ponerme en manos de cocineros profesionales y no aficionados, ya que deseaba adquirir una formación rigurosa, es posible que resultase inevitable que algunos de esos estereotipos se reforzasen. Descubrí que casi todos los grandes expertos en barbacoas de hoyo son exclusivamente hombres, al igual que los cerveceros y los panaderos (salvo los chefs de repostería), mientras que un gran número de queseros son mujeres. Cuando quise aprender a cocinar platos tradicionales, decidí trabajar con una cocinera, y, si al hacerlo resalté el cliché de que la cocina casera es una actividad propia de las mujeres, puede que esa fuese mi intención, ya que deseaba profundizar también en esa cuestión. Ojalá todos los estereotipos concernientes a la comida y la cocina desaparezcan pronto, pero pensar que ya lo han hecho sería engañarnos a nosotros mismos.

En términos generales, se puede decir que este es un libro práctico, pero un tanto especial. Cada sección gira en torno a una sola receta elemental para preparar una parrillada, un braseado, hacer pan o unos cuantos productos fermentados, y espero que cuando termine de leerlas haya adquirido los suficientes conocimientos para poder elaborarlos. (Las recetas se describen de forma más concisa en el apéndice I por si desea preparar alguna de ellas.) Aunque todas las recetas que describo se pueden hacer en la cocina, solo una parte del libro versa directamente sobre esa actividad que la gente define como «cocina casera». Algunas de las recetas los lectores probablemente no las harán nunca, como por ejemplo la cerveza, el queso o el pan. No obstante, espero que sí, porque descubrí personalmente que se pueden aprender muchas cosas, aunque solo se intenten una vez, sobre esas formas de cocinar más ambiciosas y que requieren tanto tiempo, ya que se adquieren unos conocimientos que al principio puede que no parezcan muy útiles, pero que nos hacen cambiar nuestra relación con la comida y lo que es posible hacer en una cocina. Me explicaré.

Cocinar, en definitiva, no es un solo proceso, sino una pequeña serie de técnicas que han creado algunas de las personas más importantes. Esas técnicas nos hicieron cambiar primero como especie, luego como grupo y, después, a nivel familiar e individual. Esas técnicas abarcan desde el uso controlado del fuego, la manipulación de microorganismos específicos para transformar los cereales en pan o alcohol, hasta llegar al microondas, la última gran innovación. Por esa razón, se puede decir que cocinar es una sucesión de procesos, desde los más sencillos hasta los más complejos, y este libro es, entre otras cosas, una historia natural y social de esas transformaciones, tanto de las que forman parte de nuestra vida cotidiana como de las que no lo hacen. En la actualidad, solemos creer que elaborar queso o fabricar cerveza son dos formas «extremas» de cocinar porque solamente unos cuantos hemos intentado hacerlo, pero hubo un momento en que esas transformaciones se realizaban en casa y casi todo el mundo tenía unos conocimientos básicos sobre cómo hacerlas. Hoy en día solo hay unas cuantas técnicas culinarias que parecen estar a nuestro alcance, y eso supone no solo una pérdida de conocimientos, sino una pérdida de poder. Además, de seguir así, puede que la próxima generación considere cocinar desde cero algo tan ambicioso, exótico y «extremo» como hoy se considera fabricar cerveza, hornear el pan o elaborar el chucrut.

Cuando eso suceda, es decir, cuando dejemos de tener un conocimiento directo y personal de cómo se hacen esas maravillosas creaciones, la comida se habrá sacado por completo de sus diversos contextos: del trabajo manual, del mundo natural de las plantas y los animales, de la imaginación, de la cultura y de la comunidad. De hecho, la comida ya está camino de entrar en ese éter de abstracción para convertirse en un mero combustible o una imagen pura, y, por eso, debemos preguntarnos qué podemos hacer para que regrese al ámbito terrenal.

Mi propósito con este libro es recalcar que la mejor forma de recuperar la realidad de la comida, y de hacer que vuelva a recuperar su lugar en nuestra vida, es aprendiendo los procesos físicos mediante los cuales se ha preparado tradicionalmente. Lo importante y positivo es que aún está a nuestro alcance, por muy limitadas que sean nuestras destrezas culinarias. Mi propio aprendizaje requirió que saliese de la cocina (y de la zona de confort) para investigar en profundidad esa disciplina con la esperanza de afrontar los aspectos más esenciales de la materia y descubrir en qué consistían exactamente esas transformaciones que nos ayudaron a convertirnos en lo que somos. Sin embargo, uno de mis descubrimientos más gratos fue saber que las maravillas culinarias, incluso en sus manifestaciones más ambiciosas, se basan en una magia que aún está al alcance de todos y, además, en nuestra casa.

Debo añadir que su estudio ha sido sumamente divertido, probablemente más de lo que lo haya sido cualquier otro «trabajo». Después de todo, ¿qué puede ser más gratificante que saber que puedes preparar algo delicioso (o embriagador) que antes dabas por hecho que tenías que comprar en el mercado? ¿Qué hay más agradable que verte en ese maravilloso lugar donde la diferencia entre el trabajo y el juego desaparece en una nube de harina o en el aromático vapor que sale de una olla de mosto en ebullición?

Incluso en las aventuras culinarias que parecen muy poco prácticas, aprendí cosas de un gran valor práctico. Después de poner a prueba tus habilidades elaborando cerveza, encurtiendo o asando a fuego lento un lechón entero, preparar la comida diaria se convierte en una tarea menos penosa y hasta cierto punto fácil. Las parrilladas que preparo en el jardín trasero se han beneficiado de las horas que pasé observando cómo se preparaban. Preparar la masa de pan me ha enseñado a aprender a confiar en mis manos y en mis sentidos, y a tener la seguridad suficiente para salirme de lo estipulado en una receta o de las medidas que se dan. Y haber estado en las panaderías de los artesanos, así como en la fábrica de Wonder Bread, me ha hecho valorar más lo que es una buena hogaza de pan. Y lo mismo me sucede con una cuña de queso o una botella de cerveza, ya que lo que antes consideraba meros productos, buenos o malos, ahora me parecen logros, expresiones o relaciones. Ese incremento añadido del placer de comer y beber habría bastado para justificar todo ese trabajo, por llamarlo de alguna manera.

Sin embargo, lo más importante que he aprendido al hacer ese trabajo es que cocinar nos introduce en una red de relaciones sociales y ecológicas con las plantas, los animales, la tierra, los horticultores, los microbios que hay dentro y fuera de nuestro organismo y, por supuesto, con las personas a las que nutren y deleitan nuestros platos. Es decir, que lo más importante que he aprendido es que cocinar conecta. La cocina —sea de la clase que sea, la cotidiana o la extrema— nos sitúa en un lugar muy especial del mundo, ya que nos coloca entre el mundo natural por un lado y el mundo social por otro. El cocinero permanece firme entre la naturaleza y la cultura, dirigiendo un proceso de traducción y negociación. Tanto la naturaleza como la cultura se transforman mediante el trabajo, y descubrí que el encargado de realizar ese proceso es el cocinero.

III

A medida que me sentí más cómodo en la cocina, descubrí que, al igual que la jardinería, cocinar es una actividad placenteramente absorbente sin ser demasiado exigente desde el punto de vista intelectual, ya que deja mucho espacio para ensoñar y recapacitar. Una de las cuestiones sobre las que reflexioné es la de abordar eso que en nuestra época se ha convertido, en sentido estricto, en un trabajo opcional e incluso innecesario, un trabajo para el cual no me siento ni muy dotado ni muy cualificado, y que, por tanto, jamás desempeñaré demasiado bien. En el mundo moderno, esa es la pregunta tácita que se cierne sobre cocinar: ¿para qué molestarnos?

Si se piensa de forma estrictamente racional, la cocina casera (no hablemos de hacer pan o fermentar kimchi) puede que no sea la forma más inteligente de emplear el tiempo. Recientemente, leí un artículo de opinión en el Wall Street Journal sobre la industria de la restauración escrito por la pareja que publica las guías de restaurantes Zagat, en el cual se afirmaba eso precisamente. En lugar de regresar a casa y ponerte a cocinar después del trabajo, los Zagat recomiendan que «nos quedemos una hora más en la oficina haciendo lo que mejor sabemos hacer y dejemos que los restaurantes asuman ese trabajo». Con esas pocas palabras se expresa el argumento clásico de la división del trabajo, algo que, como han señalado Adam Smith y otros muchos, nos ha proporcionado muchos de los beneficios de la civilización. Eso mismo es lo que me permite ganarme la vida escribiendo frente a esta pantalla mientras otros se dedican a cultivar los productos con los que me alimento, tejen mi ropa o suministran la energía que alumbra y calienta mi casa. Probablemente puedo ganar más en una hora escribiendo o enseñando que en toda una semana cocinando. La especialización es, sin duda, una poderosa fuerza social y económica, pero también es algo que nos debilita porque fomenta la impotencia, la dependencia, la ignorancia y, posteriormente, socava cualquier sentido de responsabilidad.

La sociedad nos asigna un número muy limitado de roles: producimos una sola cosa en el trabajo, consumimos muchas el resto del tiempo y, una vez al año, asumimos el papel de ciudadanos y depositamos nuestro voto. Prácticamente delegamos todas nuestras necesidades y deseos en los especialistas de un tipo u otro: la comida en la industria alimentaria, la salud en los profesionales de la medicina, el entretenimiento en Hollywood y los medios, la salud mental en los psicólogos o los laboratorios médicos, la protección de la naturaleza en los ecologistas, la labor política en los políticos, y así sucesivamente. Dentro de poco no haremos otra cosa, salvo limitarnos al trabajo que desempeñamos para «ganarnos el sustento», pues creeremos que no estamos capacitados para nada más, o que alguien puede hacerlo mejor que nosotros. (Recientemente me enteré de que ya existe una agencia que envia una persona agradable para que visite a tus ancianos padres si no tienes tiempo para hacerlo.) Es como si ya no pudiésemos imaginar a nadie, salvo un profesional, una institución o un producto, para que nos proporcione nuestras necesidades diarias o resuelva nuestros problemas. Esa impotencia adquirida beneficia mucho a las corporaciones que siempre están deseosas de adelantarse y hacer ese trabajo por nosotros.

Uno de los problemas con la división del trabajo en nuestra compleja economía radica en la forma en que reduce las líneas de conexión y, por tanto, de responsabilidad entre los actos cotidianos y las consecuencias del mundo real. La especialización nos permite olvidarnos de la contaminación que generan las centrales energéticas alimentadas con carbón que hacen que se ilumine esta inmaculada pantalla de computadora, del fatigoso trabajo que supone recolectar las frutillas que hay en mis cereales, o de la vida miserable que lleva el cerdo que vive y muere para que yo pueda comerme su panceta. La especialización oculta hábilmente nuestra implicación en todo lo que hacen en nuestro nombre unos especialistas desconocidos en el otro extremo del mundo.

Para mí, el mayor mérito de cocinar es que nos ofrece unas medidas muy eficaces para poder corregir esa forma de estar en el mundo; una rectificación que aún está a nuestro alcance. Trocear una paleta de cerdo nos recuerda forzosamente que es la carne de un gran mamífero, hecho de diferentes grupos de músculos con una finalidad muy distinta a la de alimentarnos. El trabajo en sí ya despierta en mí un vivo interés por su historia, por saber de dónde vino y cómo terminó en mi cocina. Cuando toco su carne, ya no me parece un producto de la industria, sino de la naturaleza; de hecho, deja de ser un producto. Me sucede lo mismo cuando cultivo las verduras con las que acompaño su carne, verduras que a finales de la primavera parecen crecer tan rápido como las corto, y que me recuerdan diariamente la abundancia de la naturaleza, ese milagro cotidiano mediante el cual los fotones de luz se convierten en alimentos deliciosos.

La manipulación de esas plantas y animales, producir y preparar algunos de los alimentos, provoca el efecto saludable de recuperar muchas de esas líneas de conexión que el supermercado y la «sustitución de la comida casera» han logrado borronear, aunque no eliminar. Hacerlo es recuperar un sentimiento de responsabilidad o, como mínimo, de no ser tan simplista en nuestras aseveraciones. Especialmente en nuestras aseveraciones sobre el «medio ambiente», el cual deja repentinamente de parecernos algo tan «lejano». ¿Acaso la crisis medioambiental no es una crisis de nuestro estilo de vida? El Gran Problema no es sino la suma total de pequeñas pero incontables decisiones diarias, la mayoría tomadas por nosotros (los gastos de consumo representan casi las tres cuartas partes de la economía estadounidense), y el resto tomadas por otros en nombre de nuestras necesidades y deseos. Si la crisis medioambiental es, en última instancia, una crisis de personalidad, como nos dijo Wendell Berry en la década de los setenta, entonces, más tarde o más temprano, deberá tratarse en ese ámbito, es decir, en el hogar, en nuestro jardín, en nuestra cocina y en nuestra mente.

En cuanto empiezas a adentrarte en esa forma de pensar, el espacio cotidiano de la cocina se concibe bajo una nueva perspectiva y empieza a adquirir una importancia inimaginable. La razón tácita de que los reformadores políticos, desde Vladimir Lenin a Betty Friedan, desearan que las mujeres saliesen de la cocina es que creían que allí no ocurría nada de importancia, nada digno de su talento, su inteligencia y sus convicciones. Las únicas arenas que valían la pena de una acción relevante eran el lugar del trabajo y la plaza pública. Sin embargo, eso sucedió antes de que se vislumbrase la crisis medioambiental, y antes de que la industrialización de los alimentos provocase una crisis en nuestra salud. Para cambiar el mundo siempre se requiere de la acción y la participación en el ámbito público, pero en nuestra época eso no basta. También tendremos que cambiar nuestro estilo de vida, lo cual significa que los lugares de nuestro compromiso diario con la naturaleza —la cocina, el jardín, la casa y el coche— adquieren una importancia para el destino del mundo desconocida hasta ahora.

Por esa razón, cocinar o no cocinar se convierte en una cuestión trascendental, aunque reconozco que es una forma muy rotunda de plantear el problema. Cocinar tiene diferentes significados en momentos distintos y dependiendo de las personas, pero casi nunca es una cuestión de todo o nada. Sin embargo, cocinar con más frecuencia de lo que lo hacemos ahora, o dedicar el domingo a preparar algunos platos para la semana, o intentar de vez en cuando elaborar algo que antes solo podías comprar, son actos modestos que constituirán una forma de voto. ¿Un voto para qué exactamente? En un mundo donde ya muy pocos estamos obligados a cocinar, el hecho de decidir hacerlo es una forma de protestar contra la especialización, contra la total racionalización de la vida, contra la infiltración de los intereses comerciales en todas las facetas de nuestra existencia. Cocinar por el placer de hacerlo, y dedicarle un poco de nuestro tiempo libre, es declarar nuestra independencia de las corporaciones que tratan de convertir cada minuto que estamos despiertos en otra ocasión para consumir. (Y, si uno lo piensa bien, hasta los momentos en que no estamos despiertos; ¿alguien quiere un Noctamid?) Cocinar es rechazar ese concepto enfermizo de que, al menos mientras estemos en casa, la producción es una actividad que es mejor dejársela a otros, y que la única forma legítima de entretenerse es consumir. A esa dependencia los profesionales del marketing la denominan «libertad».

Cocinar tiene, además del poder de transformar las plantas y los animales, la capacidad de transformarnos a nosotros para dejar de ser consumidores y convertirnos en productores. Puede que no de forma completa ni todo el tiempo, pero he descubierto que basta con modificar un poco la distancia entre esas dos identidades e inclinar la balanza hacia el lado de la producción, de modo de obtener una satisfacción profunda e inesperada. Este libro es una invitación a alterar, aunque sea ligeramente, esa balanza entre la producción y el consumo en nuestra vida. La práctica regular de esas destrezas tan sencillas para producir algunas de nuestras necesidades incrementa la autonomía y la libertad, y reduce nuestra dependencia de las corporaciones remotas. Y no solo nuestro dinero, sino también nuestra capacidad fluirán en esa dirección cada vez que no podamos satisfacer por nosotros mismos cualquiera de esas necesidades o deseos cotidianos. Además, influirá en nosotros y en nuestra comunidad en el momento en que decidamos asumir la responsabilidad de alimentarnos por nuestra cuenta. Esa ha sido una de las primeras lecciones del movimiento que ha surgido para reconstruir la economía alimentaria local, un movimiento cuyo éxito depende en última instancia de nuestra predisposición a dedicar más esfuerzo y reflexión al hecho de alimentarnos por nosotros mismos. No todos los días ni todas las comidas, pero sí con más frecuencia de lo que lo hacemos y siempre que nos sea posible.

Descubrí que cocinar también nos concede la oportunidad, tan rara en nuestra vida moderna, de trabajar directamente por nuestro propio bien y por el bien de las personas a las que damos de comer. Si eso no es «ganarse la vida», entonces no sé qué es. Desde el punto de vista económico, puede que no sea la forma más eficiente de emplear el tiempo de un cocinero aficionado, pero desde el punto de vista de las emociones humanas es realmente hermoso. ¿Hay algo menos egoísta, algún trabajo menos alienado, un tiempo mejor aprovechado que preparar algo delicioso y nutritivo para las personas a las que queremos?

Empecemos por tanto, y hagámoslo con el fuego.

Cocinar
Michael Pollan, ha escrito otros cinco libros, entre ellos El detective en el supermercado, un gran éxito de ventas, y El dilema del omnívoro, que fue considerado uno de los diez mejores libros de 2006 tanto por The New York Times como por The Washington Post. Ambos títulos recibieron el Premio James Beard. Michael Pollan colabora desde hace tiempo con The New York Times Magazine, y ocupa la cátedra Knight de Periodismo en la Universidad de California, Berkeley. En el año 2010, la revista Time lo eligió como una de las cien personas más influyentes del mundo.Contratapa: La gastronomía ocupa un lugar cada vez más importante en la vida cotidiana, en la que veneramos a los chefs famosos y disfrutamos con los reality shows sobre cocina. Y a pesar de eso, y aunque tenemos acceso a ingredientes frescos llegados de todos los rincones del mundo, año tras año nos hundimos más y más en las tierras pantanosas de la comida procesada. El maravilloso libro de Michael Pollan es un alegato a favor de las virtudes y los valores de cocinar, una actividad esencial que se remonta a los orígenes de nuestras culturas, nos define como seres humanos, configura un momento familiar y produce placer.
Publicada por: Debate
Fecha de publicación: 04/15/2014
Edición: Primera edición
ISBN: 9789871786947
Disponible en: Libro de bolsillo
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