Vivimos en un mundo virtual en el que cada vez le damos más realidad a lo que existe en el ciberespacio, cada vez volcamos más atención y energía mental, e incluso afectiva, a lo que transcurre on line. Como en toda época de la historia, esta era exuda ambigüedad: desarrollos maravillosos para la humanidad se combinan con nuevas armas para la construcción de un sistema de dominación cada vez más eficiente. En el mundo virtual los algoritmos regulan casi todo. Los individuos somos datos, expuestos a nuevas ciberadicciones: la nomofobia, el miedo a salir de casa sin celular; el phubbing, ignorar a los otros en una reunión al refugiarnos en nuestros dispositivos móviles; o la tendencia a mostrarnos, ya no desde nuestro yo real, sino desde perfiles virtuales en las redes sociales. ¿Podemos celebrar una humanidad futura que escape de la realidad, sus cielos y mares, el espacio, la historia y sus conflictos, en la cual cada uno viva en su propio mundo virtual, con la promesa de que nos sentiremos más satisfechos allí que en el incompleto mundo real?
En este libro, el análisis de cada uno de los seis capítulos de la cuarta temporada de Black Mirror ––abundante en visiones posapocalípticas y distópicas en las que el futuro se convierte en el punto crítico de una gran destrucción––, no está destinado únicamente a fans embelesados por idolatrar un producto de entretenimiento. Al verla como una “ficción extendida”, el autor busca extremar sus potenciales significados y conexiones con algunos de los grandes procesos culturales globales de la era virtual.
A continuación un fragmento, a modo de adelanto:
Capítulo 4 – Ciberespacio y geografía virtual
Los aviones cargados de bombas oscurecían el cielo. Pilotear esos bombardeos requería mucha práctica y nervios de acero. ¿Cómo preparar mejor a los pilotos para destruir con más eficacia? ¿Cómo repetir esos vuelos de la muerte con mínimos riesgos para la tripulación? Y más terror para los bombardeados, trágicamente. Quizá dentro de un espacio que simulara no sólo la cabina del avión sino también el despegue, la activación de la palanca para arrojar las bombas, y el viaje de regreso. Crear un entorno, el de la cabina y el vuelo, como si fuera real. ¿Cómo conseguirlo? ¿Por una réplica de la cabina en una aérea de prácticas? ¿O por una simulación de la situación del vuelo a través de un entorno que parezca real aunque sólo sea virtual?
En la Segunda Guerra Mundial, la Marina de Estados Unidos encargó la construcción de la máquina que simulara un vuelo de entrenamiento de los bombardeos. Se pidió ayuda al MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts). El proyecto se llamó Whirlwind. No se realizó hasta mucho tiempo después, pero fue el inicio de la llamada realidad virtual. Poco antes, en Londres, el brillante Alan Turing había sentado las bases de la informática o de la computación, la ciencia abocada al estudio de técnicas para el almacenamiento y procesamiento de la información en ordenadores.
La realidad virtual como la idea-pilar para una nueva época: crear un entorno que la persona perciba como real y que, dentro de la simulación, interactúe con lo que ve y escucha. Ese entorno debía ser construido por una tecnología informática, que imita objetos y un paisaje, no con los pinceles del pintor sino con los datos de un programa.
Por la realidad virtual surge una nueva geografía. Cuando al espacio físico o geográfico se le superpone un espacio virtual que simula ese mismo espacio, o cuando por un casco virtual nos sumergimos en un mundo virtual autónomo (que ya no simula, necesariamente, una geografía posible conocida), estamos dentro de una geografía virtual. Otro perfil del prisma contemporáneo y la tecnorrealidad: la simulación informática del espacio físico con una alta apariencia de realidad.
Por el camino que abre la realidad virtual, el cuerpo ya no está destinado a moverse sólo en el espacio real; ahora, y cada vez más, se moverá en entornos artificiales informáticos, en espacios virtuales. Por coordenadas computarizadas la geografía convencional se transforma en términos de geovirtualidad o cibergeografía.
La presencia de sujetos digitalizados en el espacio geovirtual es otro de los modos por los que la ficción de Black mirror se apropia del Zeitgeist. En “San Junípero”, dos mujeres ancianas y convalecientes esperan la muerte. Pero quieren escapar del fin de todo. Entonces, sus conciencias son transferidas a un sistema de realidad inmersiva total, llamado San Junípero. La conciencia de las ancianas reales se proyecta a un entorno virtual. Allí, sus clones digitales viven en una realidad virtual que les devuelve la panacea de la juventud. Todo lo que las rodea dentro de San Junípero parece real. Allí todo existe en la geovirtualidad: desde la impresión de los ambientes urbanos troquelados de calles, bares y edificios, hasta las playas bañadas de olas y noche. De la vida real donde se envejece y muere, a vivir en una geografía virtual en la que la vida simulada puede no tener fin.
En “Blanca Navidad”, la conciencia nuevamente se duplica por una clonación digital. Mark debe engañar y persuadir a Joe dentro de una habitación de una aislada y pequeña casa de campo abrigada por nieve, planicies y árboles. Pero todo aquello no vibra en una geografía física. La habitación de Joe está hecha de algoritmos, matemáticas, datos computarizados. La nevada casa de campo reposa en una cibergeografía. En “Cuelguen a DJ”, unos jóvenes buscan su pareja, su media naranja. En el mundo de la geografía real, Amy y Frank se hubieran buscado por su propia cuenta, exponiéndose a la alegría del encuentro o el sinsabor de la decepción. Pero en un tiempo geovirtual, la mejor opción es un sistema-algoritmo de búsqueda de parejas; así los clones digitales de Amy y Frank se encuentran en una geografía virtual en la que las habitaciones para la intimidad y un lago al que tirar piedritas parecen tan reales como un león que ruge en la selva africana.
En “15 millones de méritos”, Bing masculla que la civilización nos manipula y vacía en un mundo replegado en estudios de televisión (para producir espectáculos a consumir), y salas de bicicletas en las que pedalear para conseguir “méritos” que permiten comprar productos virtuales, o el derecho de participación en un talent show como única oportunidad de “salvación”. La salvación para los ciclistas-trabajadores confinados en sus habitaciones de paredes-pantallas. Bing intuye que tiene que haber un mundo diferente. Un mundo real. Lo presume, lo desea. Pero la geografía real tallada por paisajes de bosques, árboles y flores, solo existe como una réplica virtual en los muros pantallas de su habitación.
En “Cocodrilo”, un aparato futurista recupera la memoria de los sujetos. Recuperar el recuerdo completo de un hecho, como un accidente, necesita de “pegar” los recuerdos de distintos observadores como si cada uno fotografiara una parte del hecho, como en la fotogrametría, para luego sumar las fotográficas parciales en una imagen global de 360 grados por la que un ordenador reconstruye la versión virtual de lo observado. De nuevo el espacio físico que se transforma en geovirtualidad.
Buena parte de la historia del homo sapiens estuvo dominada por la geografía física y su representación en la superficie plana de un mapa. Como ciencia, la geografía necesita de la representación gráfica de la superficie terrestre y marítima. Un mapa permite la visualización general de algo, lo geográfico en este caso; aunque también puede haber mapas del cerebro, el cielo astronómico, la luna, o el plano de una casa o edificio. Por un mapa podemos orientarnos en el espacio físico.
Pero el mapa no es el territorio.
Tal como lo suscribió el filósofo polaco-estadounidense Alfred Koebybski, que a su vez recogió de Eric de Temple Bell y su frase “el mapa no es la cosa representada”; lo cual hace recordar, a su vez, a la célebre pintura de René Magritte La traición de las imágenes en la que bajo una pipa pintada se aclara: “Ceci n’est pas une pipe” (esto no es una pipa).
El mapa y su imagen o representación es distinto al objeto representado, a un territorio. Algo que sólo puede ser negado por la imaginación, como lo hace Borges, desde su amor por la ironía, en su breve ficción “Del rigor de la ciencia”, en el que un mapa coincide, centímetro por centímetro, con la enormidad territorial de un imperio; o Lewis Carroll que imagina algo parecido en Silvia y Bruno, obra en la que el personaje Mein Herr propone el mapa de un país en la escala de una milla por una milla.
En la antigüedad, la palabra latina mappa significaba “toalla”, “pañuelo”, “mantel”, “servilleta”. Incluso luego de la caída del Imperio Romano, durante el Medioevo, los agrimensores seguían usando el término para aludir a los trozos de tela sobre los cuales se dibujaban los límites de los terrenos y propiedades. Un mapa (aun uno virtual e interactivo) da una visión general de un territorio y permite la posterior orientación en lo representado. Esto en una geografía física en la que hay mapa y territorio; pero en la geografía virtual hay mapas interactivos, espacios o territorios simulados para la inmersión virtual, o incluso las pantallas como soportes para la manifestación de alguien o algo como una tele-presencia.
Mientras que la geografía clásica es material y extensa, la virtual es intensidad en lo cercano. Dentro de un caso virtual, sin necesidad de ningún viaje físico a un espacio lejano, en el mismo lugar del sujeto, en lo próximo, se accede a una intensa apariencia de realidad de distantes países, o a un viaje espacial entre galaxias. Pero la sensación de cercanía virtual se fabrica también por la omnipresencia de las imágenes electrónicas y digitales.
Por las imágenes satelitales que fluyen por los medios de comunicación, por ejemplo, se disuelve uno de los pilares de la geografía convencional: la extensión o distancia. El espacio geográfico real se despliega o extiende entre puntos lejanos, se construye por lejanías entre el polo norte y el polo sur, o entre las distintas latitudes en la tierra y los mares.
Pero por las comunicaciones satelitales todo parece cercano.
Podríamos imaginar una pantalla que se divide en cuatro rectángulos, en cada uno de los cuales hay un sujeto ubicado uno en Londres, y los demás en Pekín, Melbourne o Buenos Aires, respectivamente. Todos interactúan entre sí en la pantalla fraccionada, y pueden ser vistos a la vez, en esa imagen global, por millones de televidentes o eventualmente también por los internautas. Esa pantalla que vemos diariamente es el soporte para la instantánea proyección de una persona desde su lugar a todos los lugares en los que por una pantalla se ve su imagen. Las pantallas televisivas o de los móviles repiten y multiplican la presencia de las personas, paisajes o cosas como una telepresencia, un proyectarse a la distancia en las pantallas como otro pliegue de la geografía virtual cotidiana.
La sensación de cercanía en la geografía virtual de los medios de comunicación suprime la extensión o las distancias: y por ende, la geografía real. La geografía física ya no nos recuerda sus extensiones o distancias (salvo cuando viajamos en avión). El espacio real o virtual que tanto pensaremos después.
Es el trasfondo para las tecnologías que todo lo hacen cercano.
Pero lo que existe en la virtualidad del ciberespacio y las pantallas interactúa con el mundo físico. Pensemos en la subcultura de los esports, de los deportes electrónicos, una competencia que se basa en los videojuegos. Juegos con muchos jugadores en línea. En el siglo XXI, estos juegos en el ciberespacio incluyen además ruidosas audiencias en grandes estadios que presencian la competencia electrónica en vivo. Es el caso, por ejemplo, en 2013, del campeonato mundial de League of Legends de la temporada 3 en el Staples Centers repleto, o en su versión de un año después, en Corea del Sur, con 40.000 espectadores fanáticos. Sus ganancias son tan impresionantes como sus riesgos de tecnoadicción.
Estos juegos en línea se desbordan hacia el mundo real, hacia estadios colmados por auditorios entusiastas. Lo que se juega en la geovirtualidad del ciberespacio termina por hacerse lugar en la porosidad del espacio físico.
El término “ciberespacio” fue creado por William Gibson. El ciberespacio mismo “es un nuevo tipo de espacio que es ‘invisible’ de manera directa a nuestros sentidos, pero también puede constituirse en un lugar para buscar y extraer información; un lugar para comunicarse con otros”. El ciberespacio aparece en la década del 70 a través del esfuerzo de los físicos del Departamento de Defensa de los Estados Unidos que buscaron diseñar una red entre computadoras que resistieran el holocausto nuclear. Ese fue el nacimiento de Arpanet.
El ciberespacio es la gran red de las computadoras conectadas y esparcidas por el mundo; pero que siempre necesita del espacio físico y de las cosas que permiten la existencia y funcionamiento de las propias computadoras en red. La dimensión física que subyace al ciberespacio es el software y el hardware, el cableado, routers, wifi, satélites, edificios para del almacenamiento… El ciberespacio tiene, a su vez, sus mapas.
En el tiempo de la geovirtualidad, del ciberespacio y los mundos virtuales debemos incluir una “arqueología virtual”, en la práctica un sistema de realidad aumentada. Un mapeo o cartografía aérea láser ha permitido recientemente descubrir 60.000 estructuras antiguas mayas bajo las selvas del norte de Guatemala. Docenas de ciudades escondidas, casas, palacios, una pirámide de 270 metros de altura. Para estos hallazgos en tiempos de geovirtualidad se apela a la técnica lidar que permite por el procesamiento de los datos de lo detectado bajo la superficie elaborar mapas virtuales en 3D con contornos que señalan las construcciones ocultas por la tierra y las marañas selváticas.
En la geografía virtual la impresión de realidad de los mundos virtuales será cada vez más “real”. Hoy ya se vislumbran entornos virtuales de inmersión en salas de simulación. Como en Star Trek o el relato “La pradera” de Ray Bradbury, ingresaremos en ambientes y en recintos transformados por la proyección de las tecnologías virtuales. De modo que en donde solo había un piso y paredes vacías, encontraremos un mundo en el que podríamos sumergirnos como si estuviéramos ahí. Si esto enriquecerá o no la realidad, antes sólo extensa y física de la geografía clásica, es algo que sólo podrá evaluarse en un futuro muy lejano. Tal vez los individuos opten por vivir en estos mundos que parecerán tan reales como valles con cuarzos y sus aguas cristalinas, o las ciudades atestadas de peatones, carteles-pantallas gigantes y auto autónomos aéreos.
Geografía virtual en expansión. Pero todo esto tiene algo de ilusorio, porque la geografía real, en la que nacemos y morimos, sigue estando ahí.
Ciberadictos
El recinto está lleno de pantallas. La batalla electrónica empieza: un gigante se descuelga de lo alto de un edificio, se lanza sobre la calle, a doscientos pisos abajo. Rápido, blande sus armas láser para masacrar a sus enemigos. Los jugadores en línea, en el bando contrario al guerrero descomunal, ensayan ataques defensivos. Las peripecias del combate on line liberan una adrenalina hipnótica. Los jugadores pierden la noción del tiempo. Hipnotizados, juegan por horas, o, en casos extremos, por días, hasta la muerte. Primer ejemplo de ciberadicción en otro perfil del prisma tecnodigital.
O segundo: un grupo de amigos se citan en un restaurante. Hace tiempo que no se veían. Es bueno el reencuentro. Al principio, la charla es desordenada, salpicada de recuerdos y menudencias. Luego, alguien recibe un mensaje de Whatsapp. Chequea lo que se le envía, lo verá luego; pero un microsegundo después lo tienta abrir el video recibido, se ríe y se olvida de su entorno. Otro de los amigos también siente la ansiedad por consultar su teléfono móvil. Rápido, se pierde en saltos de una página a otra en internet. Uno a uno, el resto de los amigos se sumerge en su mundo-pantalla portátil. A la media hora, después del entusiasmo inicial por el reencuentro en el mundo real, la primera emoción se entibia y cada uno le dedica toda su atención a su celular. De modo que ya nadie percibe a nadie. El “arte” de ignorar a los otros por la inmersión en el celular. El phubbing, segunda figura de ciberadicción contemporánea.
El camino hacia este nuevo perfil característico del siglo en curso exige meditar en las corrientes de la ciberadicción, de lo tecnodependiente como un no poder prescindir del uso compulsivo de los dispositivos técnicos por motivaciones o necesidades psicológicas múltiples. De esa necesidad anómala depende incluso la construcción de la estima personal a través de las calificaciones positivas que recibimos de los otros mediante los celulares y un sistema social de “reconocimientos” o “me gusta” inventados por Facebook. En “Caída en picada”, de Black mirror, asoma un ejemplo concluyente de esta dinámica. Lacie acude continuamente a las redes, el medio en el que las personas interactúan para construirse una imagen favorable; así busca cosechar estrellas o puntuaciones favorables para elevar su rango social y su nivel de vida. Autoestima construida por puntajes que dependen del uso de los dispositivos y
las redes, para mejor seducir y obtener para sí adhesiones. Adhesiones no a la persona real, sino al yo virtual. Autoconstrucción de una subjetividad por la mediación electrónica de la que luego no se puede dejar de depender para seguir construyendo la ilusión de ser por Instagram o Facebook. Imposibilidad de la desconexión de las redes y los dispositivos. La ficción de Black mirror, en “Caída en picada” es estimulada entonces por la tecnodependencia ya instalada en la relación entre los yoes virtuales que viven más como un reflejo en el ciberespacio que en la imperfecta e insegura realidad de los cuerpos que se mueven en el espacio recorrido por el aire y los rayos del sol.
Aunque haya lugar a la discusión sobre si la ciberadicción es realmente una patología, sus lazos de dependencia son claros. En sus orígenes, addictus era el esclavo por deudas. En el Derecho Romano antiguo el acreedor tenía derecho primero a encarcelar al deudor, y si nadie solventaba la deuda en su nombre, el acreedor podía venderlo como esclavo Trans tiberium; es decir, más allá del Tíber, fuera de las murallas de la ciudad. El poder del acreedor sobre el deudor llegaba incluso hasta el derecho a matarlo. Pero en el contexto del estudio moderno de las patologías, la adicción se la define como una enfermedad consistente en buscar el alivio de la angustia mediante la ingestión de sustancias, o por otro tipo de conductas insistentes. La perturbación adictiva se expresa en síntomas recurrentes y generales: imposibilidad de la abstinencia, necesidad compulsiva de repetir la conducta dependiente, con la gradual incapacidad para darse cuenta de la propia patología y el deterioro de los vínculos interpersonales. El comportamiento compulsivo impone la obsesión, un apego o dependencia al uso o consumo de algo; tecnodependencia cuando esa obsesión reiterativa es el uso continuo de la tecnología (situación extrema de tecnofilia). Ese uso no debe ser confundido con la habilidad o interés específico en la tecnología informática a la manera de los geeks.
El abuso de la tecnología es entonces la matriz de una conducta obsesiva dependiente, que se manifiesta en la imposibilidad de abstenerse del consumo continuo de videojuegos y de las redes, o de la navegación en internet por tablets, teléfonos inteligentes, ordenadores fijos, etc. El abuso que genera adicción por estos dispositivos técnicos ya bastaría para entenderlos como un proceso singular de esta época diferente a la del tiempo predigital. Y esto por el sencillo expediente de que antes del invento de los ordenadores, y sus subproductos, no era posible generar vínculos de dependencia con ellos.
La tecnodependencia por el uso compulsivo de las distintas plataformas digitales (desde Facebook hasta Twitter, Instagram, Tumblr, Snapchat) produce el efecto común de concentrar cada vez más el tiempo, la atención y energía mental de los individuos en todas las variantes del mundo en línea. La adicción a los videojuegos, particularmente extendida entre los jóvenes, los hacen totalmente dependientes, mental y físicamente, de los mundos virtuales. En la interacción con estos mundos buscan una continua sensación de bienestar que los haga olvidar de su entorno; divorcio de lo que los rodea que deriva en un progresivo aislamiento respecto a la familia, los amigos y obligaciones escolares. Los puntos extremos de esta situación pueden llevar a la muerte. Un caso modelo de este flagelo de “intoxicación digital” es Corea del Sur, tal como lo revela el estudio de Julián Varsavsky: “ha habido casos de videojugadores que murieron exhaustos luego de maratones de varios días en que se deshidrataron o subalimentaron: muchos olvidaban ir al baño”.
Todas las variables de ciberadicción suelen ocultar dificultades para la comunicación, y la tendencia por tanto al aislamiento y la soledad; esto se lo disfraza bajo una ilusoria comunicación a través de los medios digitales. O, nuevamente en el caso de los jóvenes, los medios digitales son, desde el vamos, la forma “natural” de comunicación internalizada desde la infancia, que escapa de las inseguridades adolescentes ante los encuentros personales. Es más seguro y distendido disfrazarse tras un perfil anónimo en un chat, o aun cuando se muestre la identidad real mantener la distancia física.
La ciberadicción no es sólo de la juventud. En modo alguno. El consumo de pornografía, la participación asidua en chats, y la posibilidad de apuestas de juego en eventos deportivos o partidas de póquer, incrementa la franja etaria de la ciberdependencia.
Pero hay tres variantes de la ciberadicción que nos parece que representan mejor lo específicamente propio o diferente de la actual dependencia en el mundo global tecnodigital: la nomofobia, el phubbing y los phone-enamorados y phone-fanáticos.
La nomofobia es el miedo irracional a salir de nuestro domicilio sin el teléfono móvil. El término surge de la abreviatura de la expresión inglesa mobile-phono phobia. Salir de nuestro hogar y luego darnos cuenta de que olvidamos nuestro celular, y la angustia que provoca, nos recuerda cuánto dependemos de siempre portar el teléfono móvil como fuente de una sensación de seguridad personal. La computadora móvil del teléfono inteligente asegura nuestro lazo de pertenencia al mundo social que, cada vez más, depende de poder ubicar a los otros y ser ubicados por los demás en todo momento. La nomofobia quizá se conecta así con una mentalidad de geolocalización continua: tenemos que ser siempre ubicables y poder ubicar a los otros. Lo que es como decir: todos debemos ser detectables. Perfil propio de esta era (y en conexión con la “vigilancia total” y “la geografía virtual” antes analizadas): todos tenemos que existir en el mapa electrónico del “ser detectable”. Dependencia del estado de ubicar y ser ubicado. Pero, también, si somos cada vez más nuestros datos y el poder estar conectados, el teléfono móvil se convierte en expresión técnica de nuestra propia identidad. Por lo tanto, olvidar el celular es como salir de nosotros mismos y luego no poder volver a entrar en nuestra identidad que ya inexorablemente depende de nuestro yo digital computarizado y móvil, llamado teléfono inteligente.
La relación con el celular traza una percepción alterada de nuestra corporalidad: el cuerpo se autopercibe como fragmentado, incompleto, disociado, sin la satisfacción psicológica de tener siempre el móvil encima. Esto se manifiesta en las categorías propuestas por una investigación de Nancy Etcoff, de la Universidad de Harvard, en cuanto a un “phone-enamorado”, propio de quienes son presas de la ansiedad al no tener sus celulares cerca; o “phone-fanáticos”, aquellos que nunca apagan sus teléfonos inteligentes, incluso en la noche.
El phubbing es cuando en una reunión se da más atención a los teléfonos móviles que a las personas. Claro ejemplo de la hiperconectividad como desconexión humana, o la conexión humana física devaluada en beneficio de un modelo de vínculos siempre mediados por dispositivos y pantallas. Pero ignorar a quien tenemos al lado por la atención al celular, ¿es necesariamente indiferencia al otro como tal, o a un modo de presentarse, a la presencia humana predigital? Es decir: en la era digital de la que se alimenta el universo ficcional de Black mirror, la comunicación con alguien por las redes o chats, y siempre en una pantalla, es más interesante que las “primitivas” relaciones físicas presenciales. La misma persona que se ignora en la cercanía física es motivo de interés cuando su modo de manifestarse es por la mediación electrónica y no por el “ingenuo” face to face no digital. Es decir, el phubbing no implica necesariamente la desvalorización del otro sino una cultura de creciente preferencia por la manifestación virtual y electrónica de las personas y las cosas. La mediación técnica agrega seducción al modo de mostrase virtual por su mayor sofisticación y modernidad. La ciberadicción como phubbing es entonces en apariencia el ignorar a otro que tenemos sentado enfrente por el mayor interés en lo que se muestra en una diminuta pantalla móvil. Pero con más precisión expone la creciente virtualización de las relaciones, lo cual depara también “utilidades” psicológicas. Sumergirse en las pantallas móviles para la comunicación virtual con otro depara un refugio digital ante la incertidumbre o miedo, las rispideces o tedio, que causa el encuentro con los otros reales.
La adicción al celular en el phubbing como refugio digital multiplica y hace móvil lo que en tiempos de la existencia única de la televisión era la teleadicción con un beneficio psicológico parecido. El marido que llegaba cansado a su casa luego de una jornada agobiante de trabajo y que encendía el televisor para ver noticias o deportes y refugiarse de su entorno, y no atender a la postergada y difícil discusión con sus esposa o sus hijos; o la familia reunida no entre sí sino frente al televisor, en la típica escena de refugiarse cada uno del otro en el tele-refugio compartido para obviar la incómoda presencia del hermano, el hijo, el esposo, la madre o el padre. Antes, la tele-huida solo podía producirse en un lugar dominado por el televisor hogareño inmóvil. Ahora la vieja pantalla estática de la tevé deviene pantalla ágil, liviana y móvil; por lo que la vieja función de tele-refugio se multiplica y expande a cualquier lugar donde los unos se refugien respecto a los otros al sumergirse en sus celulares, prefiriendo así el encuentro virtual al real. De la tele-huida estática al refugio digital nómade por la adicción al phubbing.
Pero la adictiva inmersión en la pantalla móvil es valorizar como “más interesante” o atendible todo lo que el mundo digital portátil tiene para ofrecernos. Todo lo digitalizado es siempre más atractivo que los detalles y texturas del mundo físico. El phubbing es así la preferencia por un otro virtual, en el refugio digital del mundo en red y en línea; y también el phubbing revela otro proceso: la gradual sustitución del tiempo real por el estar en el tiempo on line y la realidad electrónica.
La preferencia adictiva por el mundo en pantalla sin las complejidades y decepciones de lo real, mueve también el consumo del cibersexo, o sexo virtual. La satisfacción del deseo erótico por ver pornografía o la interacción en chats sexuales. En todos los casos, la ciberadicción suprime la dificultad para la comunicación real o el temor a la decepción del otro o de uno mismo. A su vez, la ciberadicción al ordenador o el teléfono inteligente promueve la quietud corporal; y la atención en la dispersión: ver muchas cosas en el medio digital no para su apreciación en sí misma sino por la distensión que provoca el olvido de un entorno real indiferente u hostil. La dispersión es una no atención o atención paradójica: no atiende a nada en particular. O, para algunos, la atención que se divide entre el mundo digital y lo real físico no es déficit atencional sino la construcción de una multiatención.
La quietud corporal es lo exigido por las pantallas y por los viejos hábitos de lectura. Pero estas dos formas de inmovilidad difieren fuertemente. En la dependencia hipnótica del celular la atención se dispersa, se hace paradójica, es un atender que no atiende, lo contrario al proceso de la lectura. La lectura (incluso en un soporte electrónico) exige una atención focalizada no dispersa. En la lectura concentrada nos olvidamos de lo que nos rodea, sí, pero esto es una consecuencia secundaria e inevitable antes que huida o desconexión del entorno real.
La ciberadicción es también el apego al flujo de las imágenes digitalizadas. Ver siempre imágenes en movimiento dentro de las pantallas aunque esto sólo sea para entretenernos u olvidarnos. En nuestro vértigo tecnoglobal se hace irresistible el consumo de las imágenes, las directamente en movimiento; o las estáticas en su modo selfie, pero que adquieren movimiento al verse una detrás de la otra.
La dependencia al consumo insistente de las imágenes digitalizadas hoy se multiplica por las pantallas pequeñas y móviles. La tendencia a ver y ver imágenes digitalizadas es en definitiva la continuación de la tecnología de la fotografía analógica (imagen fija), y del cine (imagen-movimiento). Pero las posibilidades del acceso a esos modos de imágenes en el pasado eran limitados. Hoy, las imágenes digitales estallan como océanos visuales que se desbordan e invaden nuestra vida diaria mediante su multiplicación en una era de las multipantallas.
La propia adicción como estructura psicológica de dependencia no es moderna sino ancestral: adicción a los ritos como estrategia imaginaria del control de la naturaleza del hombre antiguo; o a los ritos en su versión cristiana medieval como puente hacia un Dios imaginado y freno ante el acecho del mal; adicción al oro como dios mundano de la gran felicidad en todos los tiempos; adicción al alcohol o el tabaco; al juego o a las armas; adicción en el prisma tecnoglobal a dispositivos de ingenio tecnológico que pueden abrirnos mundos y mejor comunicarnos, o aislarnos en imaginarios paraísos digitales.