viernes 26 de abril de 2024
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«Las mil y una vidas de las canciones», de Abel Gilbert y Martín Liut

Generalmente las canciones, aunque tengan la suerte de llegar al público de su época de la mano de sus intérpretes originales, se transforman después de un tiempo en historia o, peor aún, en olvido. Pero existen casos donde a lo largo de los años nuevas versiones y nuevos contextos las resignifican y les dan una nueva vida.

¿Qué lleva a la melodía de Todavía cantamos, de Víctor Heredia, a las canchas de fútbol; o a Quimey Neuquén, de Marcelo Berbel y Milton Aguilar y la voz de José Larralde, a la serie Breaking Bad? ¿De qué forma se traslada No me arrepiento de este amor, de Gilda, desde la bailanta al balcón presidencial? ¿Cómo se convierte un aria de la ópera Aurora, de Héctor Panizza, en ritual diario en las escuelas? ¿Por qué hay tantas versiones del tango Cambalache, de Enrique Santos Discépolo? ¿Qué explica su supervivencia y transversalidad? Esas y otras canciones han tenido la capacidad de atravesar contextos y mutar significados, de volverse “músicas trashumantes”.

Los ejemplos en los que se enfocan los artículos de este libro pueden pensarse metafóricamente como una conjunción entre músicas, autores e intérpretes que son capaces de, a veces, cambiar de género musical; otras, de función práctica, o de modificar sus sentidos en el vaivén del devenir social y político.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

 

El alma del bandoneón: Cambalache, 1935

¿Cómo esperar que sucediera algo distinto? Desde su mismo título, el tango que Enrique Santos Discépolo escribió en 1934 parecía signado a circular por los vastos territorios de aquel siglo xx “problemático y febril”. Julio Sosa, Nacha Guevara, Caetano Veloso, el “Polaco” Goyeneche, Libertad Lamarque, Hermética, Tita Merello, Julio Iglesias, Juan D’Arienzo con Alberto Echagüe, Sumo… La lista de versiones de Cambalache es tan hete­rogénea, rica y flagrantemente contradictoria como la historia misma de la música popular de los últimos cien años. Sin embargo, ni siquiera el propio Discepolín debe haber imaginado que su composición, “toda manoseada”, terminaría por transformarse ella misma en una “vidriera irrespetuosa” capaz de acumular e igualar los objetos musicales más diversos.

¡Tango! se había llamado la primera película argentina de cine sonoro, estrenada en 1933. También al tango estaría dedicado el nuevo film musical que preparaba el director Mario Soffici. El alma del bandoneón: el título sensiblero y hasta un poco caricaturesco del proyecto cinematográfico daba cuenta de hasta qué punto aquel género musical participaba, hacia los años treinta, de lo que se conocía como “industria del entretenimiento”. No por nada Soffici decidió convocar a Enrique Santos Discépolo para que escribiera una serie de canciones. El compositor de algunos de los tangos más exitosos de su tiempo (Qué vachaché, Esta noche me emborracho, Yira yira) era, tanto o más que un “tanguero de ley”, un verdadero hombre del espectáculo: actor de sainete, de teatro de revistas, futuro actor de cine, autor de libretos teatrales

y esposo de la cantante española Tania, con quien conformaba una exitosa pareja artística. Discépolo, que terminó inclusive interviniendo en el guión de la película, compuso cinco temas para la ocasión. Tres de ellos (Alma de bandoneón, Pero el día que me quieras y Tu sombra) los firmó junto con Luis César Amadori. Los otros dos eran de su sola autoría: un vals llamado Mis sueños y una ocurrente marchita con cierto aire vodevilesco, la única canción que no interpretaría la protagonista del film Libertad Lamarque, titulada Cambalache.

La escena de El alma del bandoneón en la que aparece Cambalache no tiene una relación demasiado directa con el argumento. Es más bien una espe­cie de proto-videoclip, una ilustración que acompaña y dialoga con la can­ción. Narrada con todos los recursos del lenguaje audiovisual, sucede más o menos así: el primer cuadro muestra una partitura, suerte de telón que se corre cuando comienza a sonar la música. El arreglo ágil y de compás bien marcado pertenece a la orquesta típica de Francisco Lomuto. Pero el con­junto no aparece entre las imágenes que se van combinando en un ingenioso montaje. Buenos Aires, verano de 1935. Es de noche y en las casas las radios se encienden de a poco. Unas manos mueven suavemente las perillas para encender distintos aparatos de radio. Sentados en sus sillones o reunidos en torno a una mesa, un hombre con su pipa, dos mujeres, una niña y un grupo de muchachos escuchan con interés y tranquilidad. Solitario, muy calmo, por momentos cabizbajo, el cantante Ernesto Famá brilla como una estrella contra un fondo negro. Su apacible tono de voz tiñe toda la escena de un aire ligeramente melancólico.

¿Cómo fue interpretada y escuchada la canción de Discépolo en su propio tiempo, cuando nadie podía vislumbrar aún su interminable recorrido posterior? La escena de El alma del bandoneón sugiere algunas claves. Por un lado, el relato cinematográfico potencia con sus propias herramientas discursivas un rasgo que se puede rastrear a nivel de la composición. Con su extensa y pulida letra en la que ningún verso se canta dos veces y sus dos grandes partes musicales sin un estribillo identificable, Cambalache no es en prin­cipio un tango para bailar. Es un tango para ser escuchado. La película, a su modo, señala con claridad esta condición. Todos los indicios convocan a prestar atención, reclaman de los oyentes una disposición exclusiva: las radios encendiéndose, las personas sentadas junto a sus equipos, la figura recortada del cantante. Más allá de cualquier debate sobre el contenido ideológico de la canción, hay aquí un elemento indiscutiblemente político. Cambalache les habla a los otros o, incluso, pretende hablar por los otros.

Sin embargo, por otro lado, de esa voluntad explícita de interpelar a un auditorio no parece desprenderse necesariamente un llamado a la acción o siquiera a la reflexión. El estilo apostrófico de Yira yira es difícil de hallar aquí. A pesar del significado denotativo (“explícito”) de sus palabras, resulta difícil interpretar Cambalache como una exhortación: en ella nadie verá “que todo es mentira” ni se acordará del “otario que un día cansado se puso a ladrar”. En la misma línea, en la escena de El alma del bandoneón nada movi­liza la escucha hacia sentimientos de angustia, tristeza, desencanto, bronca o indignación. Nada tampoco compromete o convoca a un sector social o un grupo etario en particular. Cambalache es representada, más bien, como un divertimento popular, un rezongo humorístico. Una canción agradable frente a la cual tanto adultos como jóvenes y niños, tanto hombres como mujeres y tanto personas acomodadas como otras más humildes pueden reaccionar con una relajada sonrisa. El tono suave, sin estridencias, con el que canta Famá colabora directamente con ese espíritu. Algo muy similar ocurre con la interpretación de Roberto Maida en la versión que la orquesta de Francisco Canaro grabó apenas unos meses más tarde, a comienzos de 1935. En ambos casos, la melodía de voz mantiene una relativa autonomía con respecto a la letra.

Cantar y escuchar Cambalache sonriendo: ¿por qué habría de ser de otro modo? Al fin y al cabo, poco hay en ella que convalide la interpretación “his­toricista” hoy en día más usual, según la cual hay en sus versos una denuncia directa de los gobiernos fraudulentos y corruptos de la “década infame” o incluso, más en general, de los autoritarismos que pululaban por aquellos tiempos. Sin entrar aún en un análisis detallado del contenido ideológico de la letra, basta con revisar por ejemplo la estrofa dedicada a los distintos perso­najes históricos para poner en duda esta lectura. La lista no incluye a ningún político contemporáneo (solo se menciona a Napoleón y a San Martín) y sí en cambio una galería de fugaces figuras mediáticas que, si no fuera por la com­posición de Discépolo, muy probablemente hubiesen quedado en el olvido: el estafador francés Serge Alexandre Stavisky (involucrado en un escándalo de corrupción pública), “Don Chicho” (un mafioso italiano que operaba en la ciudad de Rosario, cuyo nombre real era Juan Galiffi) y el boxeador Primo Carnera (campeón mundial de los pesos pesados en 1933). Desde esta pers­pectiva, las dos versiones musicales de mediados de los años treinta son un testimonio de que, como sugiere Sergio Pujol, sería solo con el paso de los años que Cambalache “se convertiría en la voz de la protesta popular, una voz desencantada y violenta que, desde la negatividad, elevaba la queja moral a un mundo sordo”.

Pero la escena de El alma del bandoneón contribuye además a evidenciar otro aspecto decisivo de la canción que Discépolo escribió en 1934. Despren­didas de las necesidades narrativas inmediatas de la película, lo que aquellas imágenes cinematográficas inaugurales revelan es que Cambalache, antes que una canción “sobre” el siglo xx, es una canción “del” siglo xx. Es decir, es un objeto de la cultura de masas, un documento material de la existencia de una larga serie de condiciones –económicas, políticas, socioculturales– de posibi­lidad histórica. Es de noche y en sus casas las personas más diversas deciden encender sus aparatos de radio. Toda la escena ocurre dentro del cine, en una ciudad ubicada en la periferia del mundo industrial. Suena una canción grabada de tres minutos de duración. Es un pequeño cúmulo de modernidad. Una pieza más de una época cambalachera.

¿Un tango censurado? La ideología conservadora de Cambalache y las versiones de 1947

Existe una afirmación tan largamente repetida como poco demostrada según la cual Cambalache “fue prohibido por todas las dictaduras que goberna­ron a la Argentina desde 1943”. En un imaginario combate entre el progre­sismo y el autoritarismo, planteado como una oposición entre la sociedad civil y la clase política, esta visión acentúa la pertenencia de la canción al primer bando y asocia al segundo con los “inmorales” y la “maldá insolente”. Sin embargo, aun si fuera cierto que el aumento en la rigurosidad del control estatal sobre las producciones culturales a partir del golpe del 4 de junio de 1943 impactó en el mundo del tango, parece difícil pensar que la censura pudo tener algún tipo de responsabilidad en el hecho de que durante los años treinta y cuarenta prácticamente no se hayan realizado grabaciones de Cambalache.

Es que no hace falta ir demasiado lejos para poner en cuestión el mito del “tango censurado”. La letra de Discépolo, lejos de desentonar con el idea­rio reaccionario de los distintos gobiernos de facto de la historia argentina, lo reproduce en buena medida. Apenas unos años después de que el poeta Leopoldo Lugones “anticipara” el golpe de Estado de 1930 bajo el argumento de que había llegado “la hora de la espada” que haría “orden necesario” e implantaría “la jerarquía indispensable que la democracia ha malogrado hasta hoy”, los versos de Cambalache encontraban en la igualación moral (y social) el verdadero mal del siglo. A tono con las posturas más conservadoras de su época, la canción “cuestionaba la idea de progreso, cara tanto al positivismo liberal como al marxismo y, como el famoso ensayo de Ortega y Gasset, repudiaba las consecuencias de la rebelión de las masas”. En ese sentido, tal como planteó el psicoanalista Enrique Pichon-Rivière, si Discépolo puede ser considerado un “cronista de su tiempo” no es tanto por su capacidad de análisis sino sobre todo por la forma en que supo expresar una “mentalidad pequeño-burguesa” e individualista en donde la denuncia de la impostura no es más que una “impostura de la impostura”, cargada en el fondo de un moralismo “con fuertes sentimientos de culpa”. La vocación historiadora de Cambalache es decididamente escasa: ratifica más bien el sentimiento impo­tente de que el tiempo es circular e inmodificable y la resignación porque “el mundo fue y será una porquería”.

Por otra parte, es cierto que poner el acento sobre la letra puede hacer perder de consideración que la estrategia retórica de Cambalache está basada de un modo fundamental en el decir popular y, por sobre todas las cosas, que su contenido ideológico “profundo” se define en buena medida en el contraste entre su poética de tono nihilista y una construcción melódica y armónica que, con sus aires animados y su rotunda modalidad mayor, parece insinuar al menos una ventana de esperanza. La composición de Discépolo es mucho más ambivalente de lo que aparenta en una primera impresión: oscura y pesimista, está a la vez cargada de cierto romanticismo, de cierta expectativa redentora. El sujeto que canta Cambalache no es tanto un manifestante como un despechado; alguien que, en el fondo, no desea quejarse sino que añora lo perdido. Es esa encrucijada sentimental la que a fin de cuentas permite que, más allá de que su tema no sea ni una mujer, ni la madre, ni el barrio, la can­ción pueda ser catalogada como un tango.

La falta de repercusión discográfica de Cambalache durante sus dos pri­meras décadas, en definitiva, difícilmente pueda explicarse por el mito de la “canción censurada”. De hecho, ese mito apenas comenzaba a cobrar forma, impulsado en gran medida por la estrecha relación que Discépolo entabló con el primer peronismo (un vínculo que quedaría cristalizado en sus últimos años de vida –falleció en 1951– a través de los célebres monólogos dedicados a “Mordisquito”). Los motivos por los que las orquestas de los años treinta y cuarenta no eligieron grabar la canción deberían vincularse más bien con la historia de un género tanguero que estaba por entonces en su “edad de oro”. Para esos conjuntos no era tan necesario recurrir a los “clásicos” por el simple hecho de que muchos de los temas que hoy son considerados de ese modo estaban siendo creados en aquel preciso momento. El propio autor de Cambalache, por ejemplo, compuso dos de sus más famosos tangos, Uno y Cafetín de Buenos Aires, en 1943 y 1948, respectivamente.

Hubo, no obstante, dos significativas excepciones: las versiones que las orquestas típicas de Juan D’Arienzo (con el cantante Alberto Echagüe) y Miguel Caló (con Roberto Arrieta) registraron en el año 1947. Fieles testi­monios de la riqueza musical de la “nueva guardia”, estos arreglos grabados en pleno primer peronismo bien pueden ser escuchados como la expresión de un optimismo de época. En un contexto de ampliación de la ciudadanía y de los derechos sociales y laborales, su opción por un abordaje fuertemente musical de la canción en detrimento del significado de las palabras es quizá su rasgo más notable.

La versión de D’Arienzo comienza con una introducción de más de un minuto de duración. Es toda una definición sobre Cambalache: antes que la letra, es la melodía de la canción la que suena completa, fundamentalmente a cargo de los bandoneones. Recién después comienza a cantar Echagüe. El piano acompaña, refuerza y responde a la voz. Los violines trazan una con­tramelodía de notas largas y ligadas que contrasta con el rasgo distintivo de la orquesta, el compás en 2 por 4 marcado en staccato por los bandoneones. Si bien no hay una sección instrumental entre las dos partes, resulta claro que la música ocupa un lugar prioritario en el arreglo, que concluye con la frase “ves llorar la Biblia contra un calefón”. El posteriormente célebre verso “Siglo xx cambalache/ problemático y febril” queda suprimido.

Algo muy parecido sucede en la versión de la orquesta de Caló. Su intro­ducción es un poco menos extensa pero las dos primeras estrofas de la segunda parte (desde “Qué falta de respeto” hasta “ves llorar la Biblia contra un cale­fón”) no se cantan sino que funcionan como un interludio instrumental. El arreglo se distingue con claridad del de D’Arienzo por su tempo un poco más lento, su utilización del piano (con un papel más melódico), los violines (que, aunque de un modo menos persistente, también tocan una contramelodía) y los bandoneones (con su marcación de compás suave y rítmicamente más variada) y, sobre todo, por la forma en que aprovecha las respiraciones de la melodía. El tenso acorde dominante con que concluye la introducción y el silencio posterior, que crea el espacio para la entrada del cantante, es en este sentido una de las innovaciones clave de la versión de Caló: un recurso que sería fuertemente explotado en más de una de las interpretaciones posteriores de la canción.

Con sus similitudes y diferencias, las dos versiones de 1947 vuelven a expresar así, incluso de una manera exacerbada, la interpretación eminente­mente musical de Cambalache que ya habían hecho las grabaciones de 1935. Sin embargo, en estos registros, realizados cuando Cambalache en cierto modo todavía no era Cambalache, puede vislumbrarse al mismo tiempo una transformación en curso. Frente al tono suave y melancólico que habían ele­gido Famá y Maida, Echagüe y Arrieta cantan las estrofas de Cambalache de una forma teatral y exagerada: remarcan el sonido de la letra p sobre el verso “que el mundo fue y será una porquería” o de la letra r sobre el verso “revolcaos en un merengue”, enfatizan su repudio en palabras claves como “chorros”, “burro” o “caradura”, destacan con un matiz agudo y rasposo la frase “maldad insolente” (resaltando además la segunda letra a). De esta manera, en paradó­jico contraste con el arreglo general, ambos cantantes contribuyen a acentuar el aspecto más quejoso y dramático de la letra. Camufladas detrás de las que acaso sean las versiones menos lirocéntricas de la canción de Discépolo, sus interpretaciones desarrollan y anticipan en gran medida una forma de cantar y pensar Cambalache que emergería con claridad a fines de los años cincuenta, luego de la muerte de su autor y en un contexto de progresiva canonización del repertorio tanguero.

Cambalache y el canon tanguero: las versiones de Julio Sosa

“Enorme conmoción popular provocó la trágica muerte del cantor Julio Sosa. Una multitud pugnó, durante horas, por penetrar en la capilla ardiente instalada en el salón de baile ‘La Argentina’. Hubo avalanchas, gases y nume­rosos accidentados. Luego, el féretro fue llevado hasta el Luna Park, por donde desfilaron más de cien mil personas. El cortejo partió hacia la Chacarita bajo una lluvia torrencial. La dolorosa marcha duró casi seis horas, durante las que se vivieron dramáticos momentos. A lo largo de la calle Corrientes, el público arrojó flores desde las ventanas. Los coches fúnebres fundieron sus motores. La Policía lanzó gases contra la caravana, a raíz de nuevos disturbios. Treinta mil personas recibieron el ataúd del gran intérprete desaparecido, en la necrópolis”.

Con estas palabras, la revista sensacionalista Así presentaba su número del 8 de diciembre de 1964, dedicado a cubrir el funeral por la muerte del can­tante de tango Julio Sosa, ocurrida en un accidente automovilístico el 26 de noviembre. Nacido en 1926 en Uruguay, Sosa estaba por entonces en el pico de su carrera. Había llegado a la Argentina en 1949. En 1958, ya establecido como cantante de la orquesta de Armando Pontier, había grabado por pri­mera vez Cambalache. Dos años más tarde, en 1960, se lanzó con gran éxito como solista. Acompañado por la orquesta de Leopoldo Federico, volvió a grabar Cambalache para su LP de 1964 El firulete, disco para el que también registró Confesión, de Discépolo, y su célebre versión de Nada. Aquel mismo año apareció en la película de Hugo del Carril Buenas noches, Buenos Aires, un musical con un variopinto reparto que iba de Los Cantores de Quilla Huasi hasta Violeta Rivas, pasando por Ramona Galarza, Ambar La Fox y Roberto Grela. A modo de perspicaz introducción, justo antes de comenzar a interpretar Cambalache frente a las cámaras cinematográficas, Sosa le pedía al cantinero: “Sírvame un Discepolín bien amargo”.

A comienzos de los años sesenta, el “Varón del Tango” (el apodo que le asignaron y que le dio nombre a su primer LP solista de 1961) ocupaba un rol especialmente sintomático dentro del campo de la música popular argen­tina. Como dejaba expuesto el mencionado elenco de la película de Hugo del Carril, el tango parecía por entonces estar perdiendo lugar a pasos agi­gantados frente a otras expresiones musicales. La música comercial juvenil (el éxito de El Club del Clan se desataría a fines de 1962) pero también la música folklórica se imponían en las listas de ventas y en el gusto del público, especialmente del más joven. En este contexto, la pregunta sobre la forma de enfrentar la decadencia dividía al universo tanguero. Para algunos, epitomiza­dos en la figura de Astor Piazzolla, solo la renovación radical, aun si su costo era un cierto aislamiento del público masivo, salvaría al tango. Con su enorme popularidad a cuestas, Sosa representaba la postura política contrapuesta a esa “vía vanguardista”: era el emblema de la resistencia obstinada. Su figura morruda vestida de traje, su pelo corto y engominado, su gestualidad fuerte y estereotipadamente masculina, su voz grave que se permitía pequeños vuelos líricos pero se adaptaba bien a una expresividad más popular, en suma, su forma entera de cantar el tango reivindicaba un género que más que nunca antes quería ser considerado (ya fuera por sus amantes o por sus detractores) valioso por ser “clásico” y hasta adulto.

A dos décadas de su composición, Cambalache ya no era, no podía ser, la misma canción ¿Podía todavía hablar del presente? Significativamente, Piazzolla nunca la eligió para integrar su repertorio por aquellos años (sí lo haría, como se verá, mucho tiempo después, en un momento histórico y de su carrera muy distintos). Sosa, en cambio, la grabó en dos ocasiones. La primera de ellas fue el 25 de febrero 1958 con la orquesta de Armando Pontier. Como en los dos registros de mediados de la década del treinta, esta nueva versión volvía a incluir la letra completa de Discépolo. Sin embargo, la interpretación vocal de Sosa se vinculaba claramente con el enfoque más teatral y anclado al significado de las palabras que habían desarrollado Arrieta y Echagüe en 1947. Pero el punto clave de comparación era otro: la grabación que Tita Merello había hecho apenas dos años antes (en 1956) junto con la orquesta de Francisco Canaro.

Los vínculos entre la versión de Sosa y la de Merello resultan tan signi­ficativos como sus diferencias. Ambas comparten una evidente voluntad de esquivar el lirismo exagerado y de otorgar definitivamente el protagonismo a la letra. La entrada de la voz, que en los dos casos ocurre luego de una breve introducción instrumental, es por esa misma razón un momento crucial. Luego de los compases inaugurales, la orquesta hace un largo silencio que solo se quiebra cuando los cantantes alcanzan la simbólica palabra “porque­ría”. El arreglo de Pontier, más atrevido que el de Canaro, rinde al máximo en este preciso instante, reforzando con un glissando descendente la estrepitosa caída (moral) sugerida por el verso inicial de la canción. Esa ilustración musi­cal exagerada, redundante y hasta cómica de la letra marca, al mismo tiempo, aquello que distingue con nitidez a las dos versiones. En la singular dicción de Merello, con su entonación nítida y altisonante de cada sílaba, la melodía se difumina hasta reducir la canción prácticamente a un discurso hablado; esa pérdida de musicalidad, combinada con la voz un tanto envejecida de Merello (había nacido el 11 de octubre de 1904), termina por exaltar las aristas más axiomáticas y reaccionarias de los versos de Discépolo. En la voz joven y mas­culina de Sosa, por el contrario, aun cuando la letra parece tener prioridad, Cambalache nunca llega a reducirse del todo al significado literal de sus pala­bras. El cantante, ante todo, canta. Y al hacerlo construye un tono cómplice que encuentra, por debajo de la queja conservadora, el sentido del humor de la canción. Por eso, acaso uno de los momentos más ilustrativos de su versión es aquel en que luego de entonar las palabras “maldá insolente” decide agregar una pequeña risotada sarcástica y pícara a la vez.

Toda la ambigüedad poética y política de Cambalache afloraba, como nunca antes, en la lúcida interpretación de Sosa. Dos décadas después de su composición, el cantante tuvo incluso la original idea de modificar la emblemática estrofa en la que aparecen “mezclaos” los personajes históricos más contradictorios:

Mezclaos con Toscanini

Van Scarface y Napoleón

Yatasto y Marimón

Gatica y San Martín

“Don Chicho y Napoleón, Carnera y San Martín”: lo singular de la lista de personalidades de Cambalache era, precisamente, su falta de singularidad. Es por eso que se podría afirmar que, lejos de traicionar a Discépolo, Sosa le fue totalmente fiel al decidir reescribir ese fragmento de la letra: reem­plazó a Stavisky (a quien evidentemente confundió con el compositor ruso Ígor Stravinski, quien había visitado el país en 1960) por el famoso direc­tor de música clásica Arturo Toscanini, a “Don Chicho” por “Scarface” (otro mafioso italiano, también conocido como Al Capone) y a Carnera por el popular boxeador José María “Mono” Gatica; y sumó a la lista a “Yatasto” (un caballo pura sangre que venía de ganar varias importantes carreras) y al auto­movilista Onofre Agustín Marimón (el “discípulo” de Juan Manuel Fangio, fallecido en los entrenamientos para una carrera el 31 de julio de 1954). Cam­balache, canción ahistórica dedicada a un abstracto “siglo xx”, había ganado actualidad gracias a la “irrespetuosa” intervención de Sosa.

Resulta por eso mismo una gran paradoja que haya sido justamente esa interpretación la que, en muy poco tiempo, terminó transformándose en el punto de referencia frente al cual hasta el día de hoy parece inevitable con­trastar cualquier otra versión de Cambalache. En 1964, el cantante grabó por segunda vez la canción. Para esta nueva versión, la más exitosa a nivel comer­cial y la misma que cantó en el film Buenas noches, Buenos Aires, agregó (en línea con la risa después de “maldá insolente”) el comentario “qué va a haber” justo después del verso “no hay aplazaos”; también modificó los versos “nos vamo’ a encontrar” y “que el que vive de los otros” para decir respectivamente “se vamo’ a encontrar” y “que el que vive de las minas”. Eran pequeños detalles que, del mismo modo que el potente aunque un tanto más genérico arreglo de la orquesta de Leopoldo Federico, no hacían sino acentuar, consolidar y en cierto punto hasta caricaturizar los rasgos ya establecidos en 1958.

Las razones por las que la interpretación de Sosa ha quedado tan fuer­temente asociada a Cambalache no son fáciles de descifrar. Muchos de sus rasgos distintivos son también rastreables en la versión que Edmundo Rivero cantó en 1959 acompañado por la orquesta de Héctor Stamponi; e incluso en la que en 1970 grabaría Roberto Goyeneche, acompañado por la Orquesta Típica Porteña (dirigida por Raúl Garello y Osvaldo Berlingieri), y la que en 1973 registró Rubén Juárez (con arreglo de Garello y Pontier). No obstante, además de los méritos musicales ya marcados, parece posible y hasta preciso vincular en dos sentidos distintos ese arraigo particular de las versiones del cantante uruguayo con las imágenes de su funeral.

Aquella expresión de devoción hacia un ídolo popular daba cuenta, por un lado, de hasta qué punto el progresivo desarrollo de una sociedad de masas en la Argentina había terminado por legitimar culturalmente a aquel sujeto popular que el tango había sabido expresar e interpelar de una forma única. Siguiendo esta línea, el éxito comercial y cultural de Sosa podía ser leído, mal que le pesara a los propios tangueros, en la misma clave que el de Palito Ortega. De hecho, las imágenes de su entierro bien pueden haber inspirado la escena final de Pajarito Gómez, la película de 1965 con la que Rodolfo Kuhn buscó parodiar el mundo del estrellato pop. Hasta la muerte del “ídolo nuevaolero” (en un accidente de tren provocado por un operario que se había distraído con su música) era allí aprovechada por los directivos discográfi­cos que habían fabricado su éxito. “Estoy seguro de que estamos frente a un nuevo Gardel”, afirmaba uno de ellos, mientras ultimaba los detalles del velorio. El cantante juvenil era despedido por las masas fanatizadas/alienadas, que terminaban bailando junto a su cajón.

Los argumentos que fundamentaban el triunfo del tango como música popular se revelaban así, y por otro lado, como los mismos que explicaban su declive. Todavía al calor de la coyuntura, el propio Sosa podía empeñarse en cantar: “¿Quién fue el raro bicho/ que te ha dicho, che pebete/ que pasó el tiempo del firulete?”. En perspectiva histórica, en cambio, resultaría evidente que la canonización de sus versiones de Cambalache corría, más allá de sus méritos artísticos, por la misma vía que otras dos canonizaciones por enton­ces en curso: la del propio Enrique Santos Discépolo como “poeta nacional” y, sobre todo, la del género tanguero en su totalidad. El funeral del “Varón del Tango” había funcionado como la puesta en escena de un funeral más grande.

La interpretación de Cambalache de Julio Sosa que es hoy escuchada como un monumento del tango y un símbolo de su esplendor también puede ser interpretada entonces, irónicamente, como un fiel retrato de la tragedia tan­guera. Desde esta perspectiva, ciertas versiones de los años setenta vendrían a representar el momento de la farsa. Allí están como ejemplos flagrantes la versión de André y su Conjunto, el grupo con el que Santos Lipesker se ocupó de comercializar y banalizar cualquier género musical, en su álbum ¡Qué tangos tenés, Discepolín! (1976); o la de Libertad Lamarque, que en 1979 intentó can­tarla en una imprudente combinación de tango con música de mariachis. Nin­guna de ellas hubiese sido admitida en el pequeño local de la calle Libertad casi esquina Córdoba que la cantante Tania, la viuda de Discépolo, había abierto en febrero de 1963 para intentar amparar a lo que quedaba de un género que se intuía en decadencia. Sin embargo, a pesar de todo, un fino hilo las conectaba con aquel lugar, al que eligieron nombrar con el título del que ya comenzaba a ser considerado uno de los más grandes clásicos del tango: Cambalache.

Las mil y una vidas de las canciones
Una conjunción entre músicas, autores e intérpretes que son capaces de, a veces, cambiar de género musical.
Publicada por: Gourmet Musical
Fecha de publicación: 04/01/2019
Edición: 1a
Disponible en: Libro de bolsillo

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