viernes 26 de abril de 2024
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«Remeras de rock», de Daniel Flores

“Remeras de rock” es un compilado narrativo con crónicas, ensayos pop, relatos de viaje, reseñas de concierto, entrevistas, diarios de gira y extraños tours de compras a la caza de vinilos de The Clash, Black Flag, Tonino Carotone, Siniestro total, The Cramps, los Ramones y unos cuantos más. Todo unido por cierta obsesión por el rock y sus diferentes “artefactos” y fetiches, incluidas las remeras con logos de bandas. De hecho, cada capítulo tiene como punto de partida una remera de rock de la colección personal del autor.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

¿Desde cuándo usamos remeras con nombres de bandas? ¿Cuándo se gestó este cóctel textil de proclama adolescente con campaña de marketing ambulante? El asunto puede ser tan antiguo como esta música de tres acordes, espasmos y onomatopeyas. Un poco más viejo porque ya en la década del cuarenta los fans de Frank Sinatra se pintaban el nombre de La Voz en las camperas. Lo habrían hecho en las t-shirts, pero hasta entonces eran solo ropa interior, que nadie usaba en público. Recién Marlon Brando (en “Un tranvía llamado deseo”, 1951) y James Dean (“Rebelde sin causa”, 1955), o sus respectivos vestuaristas, las pondrían de moda, todavía sin inscripciones.

Hasta que en los sesenta las remeras se tornaron en un artículo promocional. Los Beatles conmemoraron con una camiseta especial su primera gira por los Estados Unidos, en 1964. Y para el siguiente cambio de década la incipiente industria rockera había descubierto una vía de financiamiento extra para sus propósitos. Los Grateful Dead se anotaron en 1971 un hit psicodélico, quizás de mayor repercusión que cualquiera de sus canciones, con unas remeras coloreadas en modo “tie-dye”, hasta hoy marca registrada del grupo y sus feligreses, los Deadheads. Dos años después se imprimió la primera remera “oficial” de un festival, con los Dead, The Allman Brothers y The Band, para iniciar una tradición honrada incluso casi medio siglo después.

Fue el productor de rock Bill Graham quien apostó primero a esta fuente de ingresos para bandas como Jefferson Airplane. Fundó la empresa Winterland Productions y se dedicó primordialmente a comprarles los derechos a docenas de grupos para producir merchandising. Hoy ni la más amateur de las bandas yanquis arrancaría una gira sin cajas de “merch” para despachar durante los conciertos, lo que incluye como mínimo discos y remeras, y quizás gorritas, stickers y llaveros. La recaudación derivada de la venta de tales ítems se llama “merch money” y en aventuras de escala independiente suele ser imprescindible para solventar el combustible de la combi que transporta a los artistas, o la comida durante los días muertos, sin actuaciones.

En el otro extremo, el más elevado y estrecho de la cruel Pirámide del Pop, hay remeras íntimamente vinculadas con determinadas marcas, como las Adidas de Run DMC, que no se venden en rockerías sino en casas de deportes. Y están también quienes se niegan a fabricar o siquiera licenciar a terceros el procesamiento de tal mercancía. Como Fugazi (1987-2002), la banda insigne del post punk en Washington DC, que igual cayó en la trampa: alguien le encontró la vuelta para aprovechar la demanda insatisfecha de miles de fans, pero respetando de algún modo la voluntad de MacKaye-Picciotto-Canty-Lally, y sacó unas con esta inscripción en helvética bold: “This is not a Fugazi t-shirt” (“Esta no es una remera de Fugazi”). Se convirtieron en un clásico del consumo anti consumista.

 

2.

Pero todo eso explica por qué existen las remeras de rock, no por qué las usamos. Mucho menos explica por qué tanta gente se pone remeras de bandas que no conoce o no escucha. Ni por qué tantas veces esas remeras son fabricadas por empresas que tampoco saben qué es lo que están reproduciendo en serie.

Cierto periodista deportivo del diario La Nación desfila por la redacción una remera blanca impresa con el flyer de la presentación del disco “New Day Rising”, de Hüsker Dü, con fecha viernes 22 de febrero de 1986. No tiene la menor idea de qué significa Hüsker Dü. Me consta porque se lo pregunté. Es un cronista de fútbol especializado en cubrir entrenamientos y se incomodó mucho cuando le dije, exagerando, que llevaba en el pecho el máximo emblema del hardcore gay. Enseguida le ofrecí algo de alivio, le expliqué que se trataba de una banda superlativa, aclamada por la crítica más “seria”. Llegué al ridículo, ni sé de qué lado de la corrección política, de aclararle que mi tema favorito era “Don’t Want to Know If Your Are Lonely” y que ése lo cantaba el baterista Grant Hart, que NO era gay como su compañero guitarrista Bob Mould, sino SÓLO bisexual. Me miraba cada vez más contrariado.

No lo volví a cruzar con esa remera, que no venía de Minnesota, como Hüsker Dü, sino de algún taller, quizás no del todo habilitado, en el Bajo Flores. Pura industria argentina, marca Soho, como indicaba el logotipo que le habían agregado justo abajo del flyer punk. Como cuando Johnny Rotten garabateó “Odio” sobre el solemne nombre de Pink Floyd en su remera. Y así Hüsker Dü terminó en los percheros de los principales shoppings del país, que casi podría garantizarse jamás fueron pisados por más de dos o tres oyentes del glorioso LP “Candy Apple Grey” (editado en vinilo argentino por otro bienvenido error de cálculo del mercado).

Cinco años atrás cierta marca brasileña sacó una camiseta negra con un águila blanca y el nombre “Skrewdriver” en letras góticas. Pronto se enteraron que los británicos de Skrewdriver eran la banda de rock neonazi más famosa en el mundo, miembros entusiastas del National Front y simpatizantes sin complejos del Ku Kux Klan. Debieron disculparse y retirar la prenda de todos sus locales.

En el mismo país, la cadena de hipermercados Extra, integrante del poderoso Grupo Pão de Açúcar, supo ofrecer remeras (Hering, cien por ciento de algodón) de Gaz’s Rockin Blues, el sound system o fiesta móvil del inglés Gaz Mayall. Flaco y alto, desgarbado, de voz nasal y modulante, con un Leslie natural, uno de esos parlantes rotativos como la luz de una ambulancia, Mayall se parece a Shane McGowan antes de perder los dientes y de ganar kilos. Es hijo del blusero inglés John Mayall, pero se alejó del legado paterno en favor de los ritmos jamaiquinos que resonaban por los barrios obreros del Reino Unido durante su infancia, a mediados de los sesenta. Así lo escuchamos con The Trojans, la banda que fundó en 1986, con esa mezcla de ska, folklore celta y música japonesa, entre otros ingredientes en teoría incompatibles. Suele modelar trajes vintage y sombreros a lo Pachuco, camisas hawaianas y accesorios de cowboy y guerrero zulú. Baila con un swing espástico, como si distintas partes del cuerpo le respondieran de manera individual y hasta contradictoria, como un monstruo de Frankenstein subcultural ensamblado con porciones independientes de rude boy, estrella del rodeo texano, médico brujo y gladiador africano.

Dueño de más de diez mil vinilos, también es DJ y regentea un sector del gran festival de Glastonbury y un escenario del Carnaval de Notting Hill, la megafiesta callejera de los inmigrantes tercermundistas en la capital del Imperio. Y desde hace 35 temporadas, todos los jueves, lleva adelante el club-fiesta-sound system Gaz’s Rockin Blues en un sótano del Soho londinense.

A pesar de su CV, fuera de Inglaterra Gaz Mayall es un desconocido perfecto. ¿Qué hacía entonces, en Brasil, una remera, ya no de los Trojans (lo que hubiera sido, de por sí, insólito, incluso en un súpermercado británico), sino del ignoto soundsystem de Mayall? ¿A quién se le habría antojado incorporar el Gaz’s Rockin Blues al catálogo de un monstruo textil como Hering? ¿Habría ahí un joven heredero del emporio retail con debilidad por el ska, que convenció a papá Hering de meter a su ídolo en remeras tan claramente indiferentes para la clientela del Extra? ¿Cuántas unidades habrán salido (doy fe sólo de una, L) y cuántas dormirán hasta hoy en cajas de cartón amontonadas en algún depósito perdido por la periferia paulista?

Son enigmas que nadie resolverá nunca. En parte porque, la verdad, a casi nadie le importan. Quienes aprecian el significado de esta inexplicable remera no tienen acceso a las planillas de cálculo de Hering ni de Extra. Quienes sí podrían llegar a escrutar tales documentos jamás repararían en la peculiaridad del hecho.

Hay algo que podemos descartar, sin embargo: que alguien haya pensado que a estas remeras las comprarían los fans brasileños del músico inglés. ¿Por qué? Porque es evidente que esos fans brasileños no existen.

 

3.

Todo esto está chequeado: Bloomingdale’s vende o vendió remeras de Pretenders. Urban Outfitters, de Velvet Underground, Bad Brains y Minor Threat. Forever 21 (ecléctico), Megadeth, The Allman Brothers, Public Enemy. H&M (¿heavy and metal?): Metallica y Slayer. Primark: The Beatles y… Pil (las camisetas incluyen fichas con los datos elementales de cada banda).

En la Argentina, los supermercados Carrefour venden remeras de Ramones, grupo que en vida nunca distribuyó tantos discos como ahora camisetas. Soho no sólo se metió con Hüsker Dü, también lanzó modelos con el logo del sello discográfico británico de ska Two Tone. Su competidora Legacy respondió con la imagen de Siouxie and the Banshees y otra etiqueta fabricó unas con el guitarrista jamaiquino Ernest Ranglin, pero identificado como “Ernest Banglin”. La misteriosa empresa Y Tu Quique? casi se especializa en erratas. Sus colecciones brillan con hitos inolvidables como una remera con el rostro del cantante cubano-jamaiquino Laurel Aitken identificado como “Rupie Edwards” y otra con una foto de los ingleses The Specials bajo el título de “One Step Beyond”, disco que corresponde en realidad a Madness. En su sitio web, YTQ aclara los tantos respecto de una de sus prendas tributo a Bob Marley, al que define como “un jamaiquino blanco”.

Sé de individuos que compraron algunos de estos ítems en plan bizarro, pero la mayoría debe hacerlo atraída por una combinación de colores o una tipografía o una imagen con alguna connotación real o imaginada. No, no hay relación necesaria entre el uso de una remera y el gusto, la pertenencia, la adhesión a una causa o la declaración de principios. La boca Stone, la cruz y las calaveras de Guns N’Roses, el Eddie de Iron Maiden son íconos extra musicales más cerca de una lata de sopa Campbell que de ninguna afiliación rockera.

Es un fenómeno internacional, como se observa en las páginas de las revistas People y Hola. Ahí está Kristen Stewart, en el festival de Cannes, con una camiseta de The Specials; Taylor Swift y Steve Carrell saliendo a correr por Beverly Hills embanderados con Black Flag; Kim Kardashian, paseando con Metallica junto al corazón; Victoria Beckham, The Damned; Ashlee Simpson, The Police; Demi Lovato, The Smiths. Distinto es el caso de John Cusack, un melómano consecuente que no para de colar en la pantalla remeras de sus artistas y sellos favoritos (The Clash y Fishbone, en “Say Anything”; Wax Trax!, The Toasters, Alligator, en “High Fidelity”; Ramones, en “Must Love Dogs”). Pero nadie puede imaginar seriamente que George Shelley, una de las voces de la boy band Union J, haya oído hablar alguna vez de Sonic Youth, aunque tenga en su camiseta el dibujo de “Goo”, por Raymond Pettibon. O que Angelina Jolie y David Beckham sospechen que Crass, el nombre que lucen en sus torsos, fue, además de un grupo, una aislada experiencia comunitaria anarquista drásticamente en las antípodas de sus estilos de vida.

Hasta poco antes de terminar este texto, por la avenida Díaz Vélez, sobre un edificio a pocos metros del monumento porteño al Cid Campeador, era imposible ignorar la publicidad de un celular en la que el modelo portaba, además del teléfono, una remera con las inconfundibles ondas del primer disco de Joy Division, “Unknown Pleasures”.

Una decisión curiosa si se tiene en cuenta que hablamos de la banda que tomó su nombre de los burdeles en los que los nazis sometían sexualmente a las prisioneras en campos de concentración. Tampoco ayudaría el dato de que el cantante de Joy Division se ahorcó a los 23 años. Si aceptamos de buena gana que un celular nuevo efectivamente es garantía de bienestar y dicha sinfín, cuesta entender cuál es la relación de tal poder sobrenatural con “Unknown Pleasures”, una de las más acabadas representaciones sonoras del desasosiego llevadas al vinilo.

La explicación es que las remeras de “Unknown Pleasures” (como las de Led Zepellin o las de Crass) ya no representan a “Unknown Pleasures” ni a Joy Division ni al existencialismo postpunk ni a la escena de Manchester. Las líneas blancas sobre negro (ondas del pulso de una estrella en un gráfico de la Enciclopedia Astronómica de Cambridge, adaptadas por el diseñador Peter Saville) han sido reinterpretadas en cientos de formatos, parodias, tributos y apropiaciones sin escrúpulos, en remeras, tablas de skate, preservativos y fundas para teléfonos.

La más desconcertante, sin duda, fue la pergeñada por Disney. En 2012, la megacompañía fundada por el viejo Walt, en general poco proclive a inmiscuirse en la problemática del suicidio juvenil ni a revisar el horror de los campos de concentración, colocó a la venta en sus parques y en su sitio web, por 24,99 dólares, una remera con las mismas líneas del disco de Joy Division pero formando la silueta de la cabeza y las orejas de Mickey. Apenas dos días después, retiraban el producto “para revisar la situación” y probablemente despedían a uno o dos creativos de su staff. Hoy, quienes alcanzaron a ordenar la remera de Mickey-Division durante esas pocas horas de enorme confusión la ofrecen por eBay a más de 200 dólares.

 

4.

Nos vestimos para comunicar y miramos a los demás en busca de signos comprensibles, de algún anclaje entre el caos semántico urbano. Colocarnos encima un logo es, para empezar, un intento por exponer de la manera más explícita aficiones, simpatías, militancias, debilidades. Con la delicadeza del hombre sándwich que publicita en la esquina una casa de recargas de cartuchos para impresoras, la remera de rock es un poderoso –si bien poco sutil– artefacto comunicacional.

Usamos remeras de rock para expresar gustos personales porque estimamos que eso expresa individualidad. Pero al mismo tiempo usamos remeras de rock para uniformarnos como nuestros pares, ya sea por enlistarnos en el ejército pop más cuantioso del planeta o replegarnos junto a la célula subterránea más compacta e inadvertida. Usamos remeras de rock con la esperanza de que, por ósmosis, se nos pegue al menos una dosis de aquellos valores que percibimos en X músico (ser Lemmy Kilmister, incluso durante 24 horas, puede resultar un peligroso desafío, pero ponerse una remera con su cara es una operación simple y libre de riesgos).

Compramos remeras de rock también porque, con la desmaterialización y la digitalización de las obras musicales, las remeras persisten, con buena salud, como fetiches pop sustentables, quizás más “necesarios” que nunca en ausencia de los discos.

En todos los casos, lo hacemos para no estar solos, dispuestos incluso a prestar nuestro tórax como espacio disponible para publicidad. ¡Gratis!

Pero una remera de rock puede también configurar un engaño, una pantomima. Puede usarse como fachada con un color y un contenido que no nos representan en absoluto, aunque suponemos que nos otorga algún tipo de beneficio social, alguna credencial conveniente para circular con más seguridad por la vida. Miren, me hice megamillonario, pero todavía tengo esta remera punk. ¡Hey, los fines de semana me pongo esta de Zepellin para estar en casa!

 

5.

El diario Clarín del domingo 11 de junio de 2017 incluye una entrevista con el empresario gastronómico Alejo Pérez Zarlenga. En la foto de la página 14 se lo ve con una remera colorada con el logo clásico de los Ramones diseñado por Arturo Vega, un escudo inspirado en el sello oficial de Estados Unidos, pero con el águila guerrera empuñando, en esta relectura, un bate de béisbol. El conductor de tele británico Tim Lovejoy, tenía una remera igual cuando hace poco entrevistó en vivo a Martin Freeman, el actor que hace de Bilbo Baggins en la saga del Señor de los Anillos. En plena nota, lo pueden ver en Youtube, Freeman interrumpe a Lovejoy, invierte los roles de la entrevista y lo pone en su lugar, sin piedad, al fin:

 

Freeman: “¿Así que te gustan los Ramones? –le dice el entrevistado al entrevistador, señalándole su camiseta ramonera– ¿Podrías nombrar a dos integrantes?”

Lovejoy (descolocado): “Bueno… los nombres están en la remera…”

Freeman (cortante): “No vale. ¿Podrías nombrar dos discos?”

Lovejoy (serio, sin reacción): “No”.

Freeman: “¡A eso me refiero! ¡De pronto parece que todo el mundo fucking ama a los Ramones! ¡¿Qué es esto?!”.

 

A Freeman se lo nota genuinamente harto y Lovejoy se quiere morir; es un hermoso momento de catarsis y justicia. Porque el abuso de la imagen del cuarteto de Queens picó a extremos inauditos. El fenómeno hasta merece un paper de la Universidad Pontificia de Río de Janeiro, “Del CBGB a Forever 21: la remera de los Ramones y sus representación en el mainstream” (2017, por Lívia Boeschenstein y Cláudia Pereira). El estudio dice en su conclusión, que es más o menos la misma en la que pretendían derivar todos estos ejemplos: “La remera de los Ramones, resignificada, ya no es un símbolo del movimiento, la actitud o los preceptos punk y tiene poco que ver con el clamor de los suburbios pobres de Londres o Nueva York. Es un vago signo de rebelión contenida para establecer cierto contraste con una marca de ropa, las buenas costumbres y la sociedad convencional (…) Tal como el punk resignificó bienes convencionales (los alfileres de gancho, la esvástica) para su propio sistema, la moda resignifica los objetos de esa subcultura y los absorbe en sus propios términos de cultura masiva (…) Para el público general, la remera de los Ramones es ahora una alusión difusa, totalmente neutralizada en su significado original”.

Es cierto que así como Tim Lovejoy desconoce a los Ramones, muchos auténticos fans del grupo tampoco saben de dónde proviene el logo del águila del bate de béisbol ni qué significan las alteraciones introducidas por Vega. La buena noticia para muchos es que, salvo que te cruces con Bilbo Baggins, la portación de nomenclatura rockera hoy está eximida de aquel viejo y molesto trámite de escuchar los discos de todas esas bandas, igual que sólo una ínfima porción de quienes se calzan un par de Vans se arriesgaría jamás a pisar una tabla de skate.

Según la edición española de Elle, “la moda recuperó hace algunas temporadas la estética rockera, otorgando glamour a t-shirts de algodón con prints de grupos míticos como The Rolling Stones o The Beatles. Imprescindible que no sean demasiado anchas, llevarlas por dentro y si queréis, doblar las mangas hacia fuera. ¿Os gustan este tipo de camisetas? ¿Las llevaríais aunque no os gustase o no escucháseis el tipo de música que promulgan?” ¡Sí!, responden a coro lectoras desde todos los confines del mundo hispano.

“Nothing means nothing anymore, so close your eyes child and lie on the floor”, decía el clásico, en 1978, de Alley Cats, una banda punk de Los Ángeles de la que nunca vi una remera. Ni Gaz Mayall, con su buen ojo para lo extravagante, sabrá jamás qué extrañas fuerzas operan en el universo para que estas cosas sucedan.

Remeras de rock
Un compilado narrativo con crónicas, ensayos, relatos de viaje, reseñas de concierto, entrevistas, diarios de gira y extraños tours de compras a la caza de vinilos de The Clash, Black Flag, Tonino Carotone, Siniestro total, The Cramps, los Ramones y más.
Publicada por: Tren en Movimiento
Fecha de publicación: 08/01/2018
Edición: 1a
ISBN: 9789873789397
Disponible en: Libro de bolsillo

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