martes 16 de abril de 2024
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«Ana Frank. La biografía», de Melissa Müller

Tapa ANA FRANK LA BIOGRAFIA alta

La autora de libros de historia contemporánea, Melissa Müller, presenta su nuevo trabajo llamado Ana Frank. La biografía, en el que a través de material inédito reconstruye la personalidad de Ana Frank basándose en las últimas investigaciones, documentos y en numerosas conversaciones con testigos de la época jamás entrevistados antes. Además, aporta un dato hasta ahora no revelado: la identidad de quien pudo haber sido el delator, no sólo de la familia Frank, sino de las otras cuatro personas escondidas junto a ellos. Asimismo, la obra se completa con fotos casi desconocidas hasta ahora.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

 

La casa de atrás

«Aquí no se está nada mal, porque podemos cocinar nosotros mismos y oír la radio abajo, en la oficina de papá.»

Ana apenas llevaba tres días en la clandestinidad cuando volvió a abrir su cuaderno a cuadros rojos y verdes. «Ahora puedo escribir con total franqueza los nombres y todo lo demás en mi diario. El señor Kleiman y Miep y también Bep Voskuijl nos han ayudado mucho, ya hemos comido ruibarbo, fresas y cerezas, y no creo que por el momento vayamos a aburrirnos.» Ana vivió los primeros días en el escondite como unas vacaciones aventureras, más extraordinarias que los campamentos a los que había asistido en veranos anteriores, como por ejemplo el de Bussum en 1938. No hay duda, Ana estaba conmocionada. Hace nada, estaba tumbada al sol; ahora era peligroso acercarse demasiado a la ventana.

Hace nada, se reía relajada de las simpáticas historias de Hello Silberberg; ahora tenía que hablar en voz baja, reprimir cualquier explosión sentimental, amortiguar todos sus movimientos. Hace nada, había hablado con Jacque por teléfono; ahora su amiga ignoraba su paradero. Nadie lo conocía. En lugar de dejarse paralizar por la desesperación y la indefensión, como Edith y Margot, Ana pareció aceptar su nueva situación vital con naturalidad y casi con despreocupación; una señal de que todavía no se hacía idea de lo que todavía le esperaba.

Lunes, 6 de julio de 1942. Desde primeras horas de la mañana llovía sin parar, un chaparrón de principios de verano que los Frank recibieron como un regalo del cielo. Miep llamó a las siete y media a la puerta de la vivienda de Merwedeplein para recoger a Margot, según habían acordado. A esa hora, las calles estaban más desiertas que de costumbre. El que podía se mantenía a cubierto. Ni un solo soldado alemán, ni un solo policía holandés se habría calado por propia voluntad.

Margot y Miep tenían vía libre. Salieron pedaleando del sur de Ámsterdam en dirección al centro como si fueran dos jóvenes holandesas camino del trabajo; Margot seguía muy de cerca a Miep, con aparente indiferencia, pero su expresión petrificada como una máscara traslucía un miedo opresivo. No tenía ni idea de adónde se dirigían. Su bicicleta no estaba registrada. ¿Qué pasaría si caían en algún control? Sería suficiente para detenerla en el acto. No llevaba la estrella judía, motivo para detenerla inmediatamente.

Cuando, empapada y tiritando de la tensión, llegó a Prinsengracht y Miep la condujo a escondidas a la casa de atrás, su único consuelo fue que tendría que esperar sola poco tiempo: Otto, Edith y Ana no tardarían en llegar. Los tres habían salido de casa poco después que ella y se habían dirigido a pie hacia la ciudad vieja; con tanta precipitación,
que Ana ni siquiera volvió la vista atrás. De todos modos volvería a Merwedeplein después de la guerra, quizá dentro de unas semanas, o tal vez dentro de unos meses. Sólo se había despedido con pena de su gatito.

«Al día siguiente salimos de casa a las ocho menos cuarto y yo llevaba una kombineschen (una especie de enagua), dos camisetas y dos pantalones, un vestido y una falda y encima una chaqueta de punto de lana y un abrigo» en cuya pechera izquierda iba cosida la estrella judía. «Llovía a cántaros, así que me puse un pañuelo, y mamá y yo nos
colocamos bajo el brazo una cartera de colegial cada una.» Con demasiado equipaje habrían levantado sospechas. Hacía mucho tiempo que habían prohibido a los judíos todo cambio de residencia.

Tuvieron que caminar casi una hora bajo la lluvia, primero por las modernas calles del barrio de los ríos, después por las estrechas callejuelas del barrio viejo de Ámsterdam, cruzando innumerables puentes, esforzándose por aminorar el paso a pesar de la lluvia y de su inquietud. Ver a unos judíos corriendo habría podido hacer creer que
huían y provocar su detención.

Cuando llegaron al número 263 de Prinsengracht, la lluvia había cesado. Después el sol estuvo intentando salir durante todo el día, pero seguro que los Frank ni se enteraron. Una vez que Miep cerró tras ellos la puerta de comunicación con la casa de atrás, el mundo exterior se había alejado de ellos hasta convertirse en inalcanzable.
Era un mundo de recuerdos en el que ya no había sitio para ellos. Su espacio vital se había reducido apenas a cincuenta metros cuadrados. Dos pequeñas habitaciones, húmedas y con olor a moho, en el primer piso de la casa de atrás. Una de poco más de tres metros de ancho y no más de cinco de largo, con un techo de madera de vigas macizas que resultaban muy agobiantes y te quitaban el aire para respirar. Eran el cuarto de estar y el dormitorio de Otto y Edith Frank. La otra habitación, mucho más reducida, justo del ancho de la ventana, tenía que bastar para Ana y Margot. Pegado a ella, el baño, accesible tanto por la habitación de Ana como por fuera, con un equipamiento espartano, aunque contaba con lavabo y agua corriente —por desgracia sólo fría— y un retrete separado, que, por cierto, sólo se podía utilizar fuera de las horas de oficina. Las conducciones de agua y los desagües corrían por la pared de uno de los almacenes del piso de abajo. Y el rumor del agua del retrete resonaba con tal fuerza que los delataría.

Una escalera empinada como la de un gallinero conducía a la habitación más grande, llamémosla una cocina-salón, con encimera, fogón y fregadero, en sus orígenes la cocina para hacer pruebas de Pectacon. Allí también había hecho experimentos con regularidad Apo Lewinsohn. Detrás, una estancia diminuta con una ventana que daba a un patio de luces, en realidad una pequeña antecámara o lugar de paso, en el que la escalera de madera que conducía al desván dejaba el espacio justo para una estrecha cama pegada a la pared y una discreta mesita; pensada para Peter Van Pels, que según habían convenido se presentaría el día 13 de julio, dentro de una semana, con sus padres en
la casa de atrás. Hermann y Auguste Van Pels dormirían en la cocina, que durante el día permanecería abierta para todos los escondidos y serviría de comedor y cuarto de estar.

Cuatro adultos, tres casi adultos y encima Mouchi, el gato de Peter, que éste había llevado al escondite en contra de lo acordado, todos ellos en cincuenta metros cuadrados, con un calor asfixiante en verano, porque lógicamente las ventanas debían permanecer siempre cerradas, y un frío gélido en invierno, pues la miserable estufa de carbón no proporcionaba suficiente calor; en habitaciones pequeñas como celdas de prisión. Con una diferencia decisiva: en la cárcel uno sabe a qué atenerse. Allí uno está al menos seguro de su destino. En el escondite había que mantenerse siempre alerta. Y mientras que los presos tienen derecho a pasear por el patio con regularidad, Ana y los demás
no podían salir bajo ningún pretexto. Su única salida: al desván. Por el gran ventanal cerrado veían a prudente distancia el jardín vecino, la copa de un poderoso castaño les mostraba el cambio de las estaciones. Y por el tragaluz del gablete podían echar una mirada sobre la torre de Westerkerk, cuyo reloj negro y dorado, que solía estar iluminado de noche, ahora apenas brillaba debido a la obligación de oscurecerlo todo, y—mucho más importante aún—respirar un soplo de aire fresco.

Por la noche, apenas se habían marchado los trabajadores del almacén y uno de sus auxiliadores había dado la señal de cese de alarma, se atrevían a ir a la parte delantera de la casa, trabajar en el «pequeño, enmohecido, oscuro cuarto del director», como describió Ana la oficina de Victor Kugler, o escuchar la radio —¡aunque muy bajito!— en la «oficina particular», la «joya de todo el edificio» con Oficina de Miep Gies, BepVoskuijl, Johannes Kleiman, Oficina de «elegantes muebles oscuros, linóleo y alfombras en el suelo, radio, lámpara elegante y todo de la mejor calidad», recorrer el almacén y respirar el aire de la libertad. Aunque se veían obligados a evitar la oficina común de Miep, Bep y Johannes Kleiman con vistas a Prinsengracht, «muy grande, muy clara, muy llena», en palabras de Ana. Por
sus enormes ventanales que llegaban casi hasta el suelo, los escondidos habrían aparecido ante los transeúntes como si estuvieran en un escenario.

Mientras que después de su llegada a la casa de atrás, Edith y Margot se dejaron caer abatidas, demasiado trastornadas como para ser útiles, Otto y Ana, sin embargo, se movilizaron con decisión. El primero, intentando mitigar su nerviosismo con una actividad bien organizada. La segunda, tratando de emular a su padre. Ciertamente había mucho que hacer.

Primero tenían que cubrir las ventanas con cortinas. En el caos de cajas, sacos y muebles hallaron numerosos jirones de tela y trapos que cosieron sin ceremonias en tosco estilo de patchwork formando tiras de tela parecidas a cortinas y sujetaron con chinchetas a los marcos de las ventanas. Obras maestras de la improvisación que ofrecían suficiente
protección durante el día. Pero por la noche, para que no pudiera escaparse al exterior ni un solo rayo de luz, había que montar por dentro, desde luego, pesadas planchas para oscurecer las ventanas, porque desde el exterior no debía percibirse cambio alguno.

Después, Otto y Ana se ocuparon durante horas y horas de ordenar el caos de cajas, colocar muebles en su sitio, fregar suelos, desenrollar alfombras, vaciar cajas y sacos, colocar cazuelas y vajilla, ropa de cama y de mesa, vestidos, conservas y libros en los estantes y armarios empotrados previstos para ello, y hacer su reducido exilio lo más habitable posible. Ahora Ana de repente volvía a ver muebles que habían desaparecido de la casa de Merwedeplein hacía semanas, algunos hacía meses.

Cuando Otto Frank hizo aparecer al fin como por arte de magia de entre todos los baúles y cajones la caja de Ana con la colección de estrellas de cine y de hijos de la realeza, la niña se puso radiante. ¡Verdaderamente papá era el mejor! Otto comprendía que esos pequeños tesoros, objetos banales de valor sentimental, podían tender un puente entre la anterior vida «normal» y su actual situación excepcional.

Nada le parecía ahora más importante que darle visos de normalidad a su vida en el escondite, de ahí que animase a Ana a untar con cola la pared desnuda que había junto a su lecho para pegar sus fotos favoritas. Entre retratos de Heinz Rühmann, Greta Garbo, Ginger Rogers y Ray Milland, colocó un sinfín de niños mofletudos con finos cabellos rubios ensortijados procedentes de las casas reinantes europeas, como por ejemplo la futura reina Isabel de Inglaterra y su hermana Margaret Rose o la familia real holandesa en el exilio. Más tarde Ana pegó encima distintas láminas: en lugar de contemplar a las actrices de Hollywood Rosemary y Priscilla Lane, prefirió la Pietà, de
Miguel Ángel. Un motivo infantil de tarjeta postal tuvo que ceder ante un autorretrato de Leonardo da Vinci. Igual que el Retrato de un viejo, de Rembrandt, o la copia de una antigua escultura de Hermes demuestran el creciente interés de Ana por la historia del arte y la mitología griega y romana.

Otto Frank introdujo deprisa una cotidianidad en cierto sentido regular. Su actitud, sin embargo, tenía poco que ver con su amor al orden y su corrección, que le valdrían más tarde el apodo de «oficial prusiano». Otto se había dado cuenta del riesgo que suponía caer en la rutina, dejarse llevar, entregándose acaso a un sentimiento autocompasivo
de inutilidad o petrificándose en una espera pasiva. El individuo no sólo se convertiría entonces en una carga excesiva para todos los demás, sino en un serio peligro.

Por esa razón, en la casa de atrás nadie se libraba de las labores cotidianas. Los días laborables había que levantarse a las siete como muy tarde. Retirar rápidamente los paneles de oscurecimiento, para que la luz de la mañana iluminase las sombrías madrigueras de las habitaciones y resultara más fácil animarse tras la inquietud nocturna. Las noches rara vez transcurrían en calma: las frecuentes alarmas antiaéreas arrancaban del sueño a los sensibilizados onderduiker, como se denominaba en Holanda a los que habían pasado a la clandestinidad. Ellos no dormían profundamente. Su calma en la cama parecía más un duermevela. En el silencio de la noche, los sonidos parecían el doble de intensos e inquietantes: una mera tos o carraspeo de un compañero de casa o el gemido de un gato en el patio trasero, y sobre todo el rumor de una rata trajinando en las provisiones del desván, podían desatar el pánico. Con el día llegaba una nueva esperanza.

Muy pronto se convirtió en costumbre en qué sucesión utilizarían el baño los moradores, y a partir de ese momento se consideró una ley no escrita. Era la única forma de asegurar que todos se hubieran aseado, vestido y ordenado su habitación antes de las ocho y media, de manera que los pequeños habitáculos proporcionaran durante el día el mayor espacio posible para vivir. Después ya sólo podían andar de puntillas, porque abajo los trabajadores del almacén habían empezado el turno de mañana. Aunque habían puesto al corriente a Johannes Hendrik Voskuijl, director del almacén y padre de Bep, los trabajadores de los distintos turnos no debían albergar la menor sospecha.

Esperar a Miep. Cuando a primera hora de la mañana se deslizaba a escondidas desde su oficina hasta la casa de atrás para recoger la  lista diaria de alimentos, productos de limpieza y otros artículos necesarios, y transmitirles a sus protegidos un par de novedades susurradas a toda prisa, sus rostros se iluminaban. Sólo entonces se sentían
realmente liberados de la incertidumbre de la noche. Miep, su ángel de la guarda. Junto a su marido Jan Gies, que trabajaba en el departamento de Asistencia Social de Ámsterdam e iba todos los mediodías a Prinsengracht, era su único contacto con el mundo exterior, además de Johannes Kleiman, Victor Kugler y Bep Voskuijl. Pero por las mañanas la joven esposa, que ni siquiera en los momentos de mayor tensión perdió ante sus amigos su calma ni su amabilidad, nunca se quedó más de unos minutos. ¿Qué habría ocurrido si la hubiera buscado alguien del almacén? Ella tenía que dar esperanzas a Ana y a los demás hasta el mediodía o la tarde y marcharse rápidamente.

Programa diario hasta las doce y media: estudio. Idiomas, matemáticas,geografía, historia: «mis ocupaciones para matar el día». Ana, Margot y Peter no debían perder el curso. Después lectura, costura o punto. Otras actividades: servicio de cocina. Limpiar verdura fresca, mientras la hubiera. Pelar patatas, eso a diario. Todos los habitantes
del «asilo» —así llamaban al escondite cuando se les desbocaba el humor negro— estaban obligados a colaborar por turnos. En el escondite, las patatas, almacenadas en grandes toneles en el desván, constituían el alimento básico.

Prohibido hacer ruido. En ese silencio, interrumpido tan sólo por el tañido de las campanas de la cercana Westerkerk y los sonidos muy atenuados procedentes de los almacenes, las cuatro horas que mediaban hasta el mediodía se les hacían eternas. Demasiado tiempo, demasiado poco espacio. El repique de las campanas de la torre atronaba
los oídos de los escondidos, recordándoles que estaban excluidos del mundo y que su vida—a pesar del programa de ocupación—se reducía a esperar y confiar. Ana era la única a la que le gustaban esos sonidos, acaso porque sus notas le gritaban que su vida en libertad no estaba lejos, que era audible y en consecuencia no estaba del todo perdida.

 Cuando en agosto de 1943 callaron pasajeramente las campanas— sin duda por falta de corriente—ella se dio cuenta enseguida. La ausencia del repique aumentaba su inseguridad. Cada quince minutos, de día y de noche, se oía el histórico carillón. Sus treinta y siete campanas daban a cada cuarto su identidad unívoca y armoniosa. Una breve y clara sucesión de tonos indicaba el primero; una segunda —parecida y sin embargo inconfundiblemente
diferente—, el tercero. A las medias sonaba una melodía más larga, y a las horas en punto la más larga y melodiosa. Por si fuera poco, dos veces por hora después del carillón empezaba a tocar una de las grandes campanas de la torre, a la media una campana más pequeña, a la hora resonaban los profundos toques del más antiguo reloj de la torre
de Westerkerk. Tanto en aquellos momentos como en la actualidad, todo esto era un proceso automático, eléctrico. Todos los sábados—y seguramente también algún otro día de la semana— el maestro del carillón de la ciudad subía a la torre de la Westerkerk e interpretaba música en el carillón. Canciones conocidas, algunas de las cuales Ana
debió de aprender en el colegio.

Por muy desagradables que sonasen a los oídos de los adultos, las campanadas de las doce y media del mediodía significaban lo mismo que para los escolares el sonido liberador del timbre del colegio: la libertad del mediodía. Al fin. Hora de comer. Los obreros abandonaban entonces el edificio durante hora y media. Un valioso período de
tiempo para los escondidos. Por una parte podían hacer ruido, incluso utilizar el lavabo; sólo el que haya tenido que hacer alguna vez sus necesidades en un cubo comunal medio lleno sabe apreciar lo que eso supone. Por otra, tenían visita. «Una menos cuarto: poco a poco todos suben…», anotó Ana más tarde en una de sus historias breves que tituló «La pausa del mediodía». Sucesivamente subían hasta la cocina la tímida Bep, Jan Gies y en ocasiones también Miep, y por último Victor Kugler o Johannes Kleiman. A veces tenía más tiempo uno, otras el otro, pero con más frecuencia Kleiman. Les pasaban sus periódicos a Otto Frank y Hermann Van Pels, el Telegraaf y el Het Volk, ambos
severamente censurados por los alemanes, de forma que había que acoger con cautela las noticias sobre el desarrollo de la guerra. Además siempre tenían asuntos del negocio que tratar con los dos hombres; las empresas de Otto, Pectacon y Opekta, la primera como Gies & Co., ahora oficialmente dirigida por Kugler, la otra por Kleiman, tenían que seguir funcionando. Y ellos, sin el consejo y el visto bueno de Otto, no movían un dedo.

Las miradas impacientes de sus protegidos, que expresaban su absoluta dependencia, avergonzaban a los auxiliadores. Para ellos Otto Frank seguía siendo su jefe, aunque ahora se hubieran cambiado las tornas y él y los demás estuvieran a su merced y no fueran capaces de sobrevivir sin ellos. «Dos menos cuarto: pequeño almuerzo. Todos recibimos una taza de sopa, y cuando lo hay, un plato de postre», contaba Ana en su relato «La pausa del mediodía». Pero lo que se servíaa la mesa era secundario. Lo que les importaba era que sus protectores, cualquiera de ellos, se sentaran con los escondidos. Éstos, hambrientos de novedades, agradecían la menor información. ¿Qué había sucedido desde ayer?… ¿En la oficina?… ¿En el vecindario?… ¿Cómo estaban sus conocidos judíos?… ¿Vivía todavía Werner Goldschmidt en la vivienda de los Frank? ¿Se habría casado para entonces? ¿Qué habría hecho el subinquilino con la vajilla y las ropas que Miep y Jan iban a ir a buscar a Merwedeplein? ¿Se las habría quedado, como temían los Frank? … ¿Se habían producido nuevas redadas?… ¿Quién había obedecido la convocatoria de trabajo?… ¿Se conocían nuevas disposiciones antisemitas?… ¿Nuevos rumores?… ¿Qué se oía de la campaña de Hitler en Rusia?… ¿No confiaba la población en un pronto desembarco aliado y en la liberación de Holanda? Preguntas y más preguntas que preocupaban a los Frank y a los Van Pels. Sin embargo, procuraban no plantear muchas a la vez. Comprendían la enorme presión a que estaban sometidos sus auxiliadores y no querían agobiarles aún más. Sólo Ana era a veces incapaz de controlar su curiosidad y las soltaba muy excitada a toda velocidad.

¿Qué hay de nuevo?, asaltaba a Bep y a Miep. ¿Qué sabían de Jacqueline Van Maarsen? Miep vivía justo enfrente de ella. ¿Había preguntado Jacque por ella? ¿Cómo estaban los Goslar, Hanneli y su hermana pequeña? Y ¿Moortje? ¿Estaría bien atendida la gatita? Pero por grande que fuera la nostalgia que Ana sentía por recibir señales de vida de su antiguo mundo, nunca se atrevía a interrogar a Kleiman y Kugler.

«Los invitados», así los llama Ana en sus vivaces descripciones, permanecían una hora, y «a las tres menos cuarto» tenían que estar de nuevo en la oficina, antes del regreso de los obreros del almacén. Y en la casa de atrás debían transcurrir casi cuatro horas hasta el fin de la jornada laboral, con la siesta, escribir, leer, estudiar y conversaciones
en voz baja. Sólo arriba, en la cocina, no era necesario susurrar. Pero los Frank permanecían casi siempre en sus habitaciones del piso inferior, porque era imposible pasarse todo el día sentados alrededor de una mesa.

A las cinco y media llegaba por fin uno de los auxiliadores, a menudo Bep o Miep, «para regalarnos la libertad nocturna», como expresaba Ana con elocuencia, «y entonces empieza entre nosotros la actividad». Nadie se quedaba voluntariamente en la casa de atrás. A todos les atraía el aparato de radio de la oficina de Otto, «un Philips grande», en el que sintonizaban emisoras antialemanas, sobre todo la BBC: escuchaban con impaciencia los informativos en inglés y Radio Oranje, el programa especial de la BBC en holandés, que se abría trágica y enfáticamente con el himno nacional del país.

Otto Frank y Hermann Van Pels revisaban con atención ficheros y carpetas: deseaban conocer todas las novedades acaecidas ese día en lo referente a cartas y pedidos. Peter Van Pels trajinaba con frecuencia en el almacén, llevándose incluso a su gato Mouchi. Ana y Margot realizaban entonces—como una pasable compensación de su falta de movimiento durante el día— su programa diario de gimnasia: todo tipo de pasos de danza y ejercicios gimnásticos para las articulaciones, porque los problemas articulares de Ana todavía no eran graves. Después solían sentarse a uno de los escritorios; Miep les encargaba a veces un sencillo trabajo de oficina, no tanto por quitarse trabajo de
encima, como por sensibilidad psicológica: vislumbraba lo bueno que era para las chicas sentirse útiles.

A las nueve los escondidos tenían que empezar a prepararse para la noche, transformar de nuevo sus cuartos en dormitorios más o menos cómodos. Mientras que por la mañana y con agua fría se limitaban a una higiene somera, los escondidos dedicaban mucho tiempo a su aseo nocturno, pues de noche tenían acceso al grifo de agua caliente
de la cocina de la oficina. Cada uno de ellos desarrolló su ritual personal reservándose algún día de la semana para un baño más minucioso.

Entonces transportaba a un lugar tranquilo de la vivienda la tina de madera que hacía las veces de bañera y tenía el tamaño justo para sentarse dentro con las piernas dobladas, y la llenaba de agua caliente. «Peter se baña en la cocina, a pesar de que tiene puerta de cristal—refería Ana en su diario—. Cuando se propone tomar un baño viene a
vernos a cada uno de nosotros y nos ruega que no pasemos por delante de la cocina durante media hora.» Hermann Van Pels, por el contrario, trasladaba la tina de baño a la casa de atrás y la subía hasta la cocina: «… para él la seguridad de su propia habitación compensa la incomodidad de subir el agua caliente por las escaleras», comentaba
Ana. Otto Frank, para bañarse, se retiraba a su antigua oficina; Edith a la cocina, donde por precaución se escondía «detrás de una pantalla de chimenea».

A Ana le costó encontrar su lugar preferido. Al principio a ella y a su hermana Margot les gustó la «oficina delantera» como baño espacioso. «Los sábados por la tarde cerramos las cortinas—refiere Ana—, y después nos lavamos [Ana y Margot] a oscuras, mientras la que espera su turno mira por la ventana a través de una ranura de la cortina y contempla, admirada, la gente graciosa que pasa.» Pero muy pronto a Ana le resultó demasiado incómodo transportar el agua caliente tan lejos y pedir ayuda para vaciar la tina. Así que se trasladó al lavabo de
la oficina, justo al lado de la cocina con el calentador de agua. «…Meto los pies dentro, me siento en el inodoro y empiezo a lavarme—detalló Ana—. En casa jamás se me habría ocurrido pensar que algún día tomaría un baño sentada en un inodoro, pero no es tan terrible.» Ella se imaginaba con humor escenarios espantosos, comparados con los cuales su situación actual le parecía confortable: «Porque bien podría suceder que tuviera que vivir en un retrete; en ese caso encargaría un estante para los libros y una mesa, y usaría el inodoro como silla…».

A eso de las diez de la noche los escondidos se acostaban con el temor y la esperanza de disfrutar de un descanso nocturno sin incidentes que les robasen el sueño. En efecto, por angustioso que pudiera ser el día en la casa de atrás, la noche era mucho peor. Pero cuando los escondidos sentían ganas de lamentarse, cuando corrían peligro de perder la esperanza, comprendían con claridad que su situación era mucho mejor que la de tantos judíos holandeses: «En comparación con otros judíos […] esto es un paraíso». Porque no era extraño que los Frank hubieran decidido esconderse. Entre 1942 y 1943 veinte mil, tal vez incluso treinta mil judíos residentes en Holanda—las estimaciones
difieren mucho entre sí— optaron por pasar a la clandestinidad para librarse de la deportación. «Ocultarse y desaparecer se han convertido en conceptos tan normales como antes las zapatillas de papá, que tenían que estar delante de la estufa», comentó Ana. La forma en que lo hicieron los Frank, por el contrario, fue atípica en muchos aspectos.

Por lo general, las familias se separaban. Los padres entregaban a sus hijos a la custodia de grupos organizados de la resistencia. Éstos les obligaban a memorizar nuevos apellidos que no permitieran establecer la menor asociación con el judaísmo y se encargaban de proporcionarles un alojamiento seguro con personas a menudo completamente
desconocidas para los niños. Los adultos, por su parte, intentaban refugiarse en otro sitio; con frecuencia esto conllevaba la separación de los cónyuges. Pocos podían confiar en un equipo de ayuda tan fiel y bien organizado como el de los Frank, en personas generosas a las que conociesen desde hacía muchos años, que no sólo hacían las labores más urgentes por ellos, sino que les apoyaban como amigos e, incluso, les llevaban regalos en los cumpleaños y otras festividades. A muchos no les quedó más remedio que confiar en desconocidos. No todos tuvieron suerte. Algunos se aferraron a personas que al principio se mostraron dispuestas a echarles una mano, pero que sintieron miedo de repente o que sin darse cuenta pronunciaron una palabra de más. Los alemanes habían amenazado con fusilar a todos los holandeses que ayudasen a los judíos. Ellos no podían saber que aquellos que finalmente fueron declarados culpables de luchar en la resistencia se libraron en su mayoría con una pena de dos a cuatro meses de prisión como máximo en un campo de trabajo holandés, Amersfoort por ejemplo.

Pero también en Holanda había algunas personas que, bajo el pretexto de ayudar, pretendían hacer negocio con la situación de necesidad de los judíos y cobraban muy caro cada día que uno de los perseguidos vivía y comía en su casa, como si regentaran un hotel. Cuando el dinero y los objetos de valor se terminaban, el afectado tenía que
firmar pagarés o buscarse otro escondite.

A menudo, los escondrijos en los que podían cobijarse los perseguidos eran pequeños e indignos de un ser humano: a veces un sótano húmedo, otras un desván lleno de corrientes de aire. Sitios desagradables, que les eran ajenos y a los que apenas podían llevarse objetos personales, salvo algo de ropa, y acaso unos cuantos libros y fotos. Escondites tan confortables como el de los Frank, un alojamiento hasta cierto punto cómodo a pesar de todos sus inconvenientes, eran la excepción que confirma la regla.

Por dolorosa que fuera la separación de sus hijos, a la mayoría les parecía oportuna. Por un lado confiaban en minimizar el peligro: en caso de descubrirse un escondite, los restantes miembros de la familia seguirían estando seguros. Por otro, abogaban a favor de ello razones prácticas: cuantas más personas se ocultasen en un lugar, mayor era el peligro de delatarse a sí mismo con descuidos —¡ruidos!— y más difícil abastecerse de alimentos. A medida que se alargaba la guerra, conseguir los alimentos diarios necesarios para varias personas requería cada vez mayores dosis de fantasía y talento organizativo. Porque los escondidos, lógicamente, no podían disponer de cupones de racionamiento, y sin cupones, no había alimentos.

Jan Gies había resuelto el problema de los cupones de racionamiento de los Frank y de los Van Pels con altruismo y discreción —tanta discreción, que al principio no informó ni siquiera a su mujer—, y por eso fue una suerte más para los escondidos. Jan era miembro de la Landelijke Organisatie voor Hulp aan Onderduikers (LO), la Organización Nacional de Ayuda a los Escondidos, el grupo de resistencia holandés más decidido. Tras la ocupación de Holanda, los enemigos del régimen se habían ido movilizando poco a poco; para entonces —apoyados por una fundación del gobierno holandés en su exilio londinense— actuaba una red descentralizada de distintas facciones. Desde finales de 1942 la LO buscaba escondites para perseguidos, judíos y no judíos, y los proveía de documentación falsa, cupones
de alimentos y dinero.

El trabajo diario de Jan como funcionario del servicio social era visitar el domicilio de gentes necesitadas, menesterosos reconocidos oficialmente. Con su acreditación de empleado municipal podía moverse por todo Ámsterdam sin ser molestado y ayudar así también a ilegales necesitados. Presentando numerosos documentos de identidad, con frecuencia falsificados y con la «J» negra impresa, la organización le entregaba cupones y cartillas de racionamiento adicionales, también para los Frank.211 «Se proporcionan miles y miles de documentos de identidad y cartillas de alimentos, en parte gratis, en parte a cambio de dinero», sabía también Ana. Esto puede sonar exagerado, pero ella tenía razón en el fondo: «Cuántos documentos de identidad falsos habrá en circulación. Conocidos judíos andan por ahí con un apellido cristiano normal y seguro que no hay muchos escondidos como nosotros, que no tengan ni un documento de identidad ni salgan nunca a la calle».

Con los cupones así conseguidos, Miep Gies hacía la compra diaria. «Miep es como un burro de carga, acarrea una barbaridad», reconoció Ana elogiosa. Miep había averiguado enseguida en qué tiendas comprar sin peligro. Poco antes de ocultarse Hermann Van Pels, había llegado a un acuerdo tácito con un amigo carnicero. A su llegada, Miep, sin muchas palabras, le entregaba la lista con el pedido de los escondidos, y él empaquetaba con naturalidad lo que tuviera a mano en ese momento. También el frutero Henk Van Hoeve, en cuya tienda de Leliegracht, no distante ni cinco minutos a pie de Prinsengracht 36, Miep compraba toda la verdura y fruta fresca posible había comprendido
en el acto, sin necesidad de preguntas; apartaba para Miep todo lo que le sobraba. Incluso llevaba en persona al número 263 de Prinsengracht los pesados sacos de patatas entre la una menos cuarto y las dos menos cuarto. Miep los escondía en un armario, de donde Peter Van Pels los sacaba por la noche.

Bep Voskuijl pasaba la leche de contrabando a la casa de atrás. El lechero, como es costumbre en Holanda, dejaba todas las mañanas la cantidad encargada a la puerta de la oficina. Bep se encargaba de llevársela cada mediodía a los escondidos sin que la sorprendiera nadie. Del pan se ocupaba Johannes Kleiman. El dueño de la panaderíaW. J.
Siemons de la calle Elandsgracht era un conocido suyo y, sin pedirle explicación alguna, se había comprometido a servirle en la oficina con regularidad el pan fresco necesario para siete personas, una cantidad claramente superior a la que les correspondía por los cupones oficiales. La cantidad adicional, así lo habían convenido, se la pagarían después de la guerra. Pero nunca se llegó a eso. Jan Siemons perdonó a Kleiman la deuda generada de 400 cupones.

Así que mientras las tiendas dispusieron de alimentos suficientes, el abastecimiento de los Frank funcionó. Ana incluso aumentó de peso. «En los tres meses que llevo aquí he ganado diecisiete libras, ¡qué barbaridad!», constató Ana el 18 de octubre de 1942. Pero no por ello engordó. Solamente en el primer año en el escondite creció unos diez centímetros.

Pero a medida que la guerra se alargaba, el abastecimiento fue haciéndose más difícil. «… El mundo entero está en guerra —escribió Ana el 13 de enero de 1943—, y aunque los aliados van mejor, aún no se vislumbra el final.» Mientras que en las navidades de 1942 los ocupantes alemanes concedieron una ración extra de mantequilla a los
poseedores de cartillas de racionamiento, en la primavera de 1943 la oferta era ya escasa. Ana se lo tomaba con humor: «Nuestra comida es miserable. Desayuno con pan duro, sucedáneo de café. Comida durante los últimos catorce días: espinacas o ensalada. Patatas de veinte centímetros de longitud, de sabor dulzón y a podrido. ¡Quien desee adelgazar que se hospede en la casa de atrás!». La fruta se había puesto por las nubes, la manteca era una rareza. La verdura que llegaba a las tiendas era de ínfima calidad. «Es increíble lo que puede apestar una col que seguramente tiene ya años de antigüedad—Ana no podía ocultar su asco—. Huele a una mezcla de retrete, ciruelas podridas y conservantes más diez huevos podridos. ¡Puaj, me pongo mala sólo de pensar que tendré que comer semejante bazofia!» Menos mal que los clandestinos habían preparado a tiempo un considerable almacén de
provisiones al que recurrir cuando los suministros escaseaban o desaparecían por completo: latas de verduras, de compota, de pescado, leche en lata y en polvo, arroz, copos de avena y salchichón elaborado con carne del mercado negro por Hermann Van Pels, carnicero de profesión. «Aprovechamos nuestras relaciones comerciales y teníamos…
tanta leche condensada, que nos alcanzó para toda la guerra. Además, había varios centenares de kilos de harina de trigo con la que se hacía un budín exquisito. Teníamos abundante provisión de azúcar. En la tienda recibimos durante toda la guerra 150 kg mensuales deazúcar, que… no fue completamente utilizada para la finalidad a que
iba destinada», refirió Victor Kugler.212 Además había una gran cantidad de legumbres, para las que idearon un método de tratamiento especial: «Limpiar alubias significa aquí volver a adecentar alubias mohosas».

Pasaban los meses y la esperanza de un rápido fin de la guerra seguía siendo muy efímera. En abril de 1944 dejaron de disponer de verduras, y la poca que había, en el mercado negro, alcanzaba precios astronómicos. Pero Miep Gies consolaba a sus protegidos: no eran ellos los únicos que tenían que arreglárselas sin las vitaminas de la verdura fresca, sino todas las demás personas que vivían en libertad.

«…Ya no recibimos ni un gramo de verdura —constataba Ana el 3 de abril de 1944—, comemos patatas en todas las comidas, empezando por el desayuno, debido a la escasez de pan.» A Edith Frank, que antes de pasar a la clandestinidad había sobrealimentado a Ana con tentempiés diarios entre las comidas a base de rebanadas untadas con una gruesa capa de mantequilla, las preocupaciones por la salud de su delicada hija la atormentaban, e intentaba mantenerla fuerte a base de glucosa, aceite de hígado de bacalao, tabletas de levadura y calcio. Ana, por el contrario no se tomaba tan a la tremenda los problemas de abastecimiento. Tenía claras las prioridades: «Si he de ser sincera, la comida no me importa tanto, bastaría con que aquí hubiera algo más de diversión. He aquí el gran inconveniente: esta aburrida vida comienza a resultarnos insoportable a todos nosotros».

Anna Frank. La biografía
El diario de Ana Frank es uno de los documentos más impresionantes del régimen de terror nacionalsocialista, un gran testimonio de humanidad y tolerancia y, al mismo tiempo, el legado de una joven y talentosa autora. Pero ¿quién fue Ana Frank, cómo pasó su infancia, cómo era su entorno familiar?. En este biografía revisada y ampliada con material inédito, Melissa Müller logra trazar una imagen mucho más detallada de la personalidad de Ana Frank y, basándose en las últimas investigaciones, en documentos y en numerosas conversaciones con testigos de la época jamás entrevistados antes, aporta un dato hasta ahora no revelado: la identidad de quien pudo haber sido el delator, no sólo de la familia Frank, sino de las otras cuatro personas escondidas junto a ellos. Con un nuevo prólogo de la autora sobre el estado actual de las fuentes y un epílogo de Miep Gies, la mujer que ayudó a la familia Frank a ocultarse en la parte trasera de la casa de Amsterdam, la obra se completa con fotos casi desconocidas hasta ahora.
Publicada por: Paidós
Fecha de publicación: 04/24/2015
Edición: primera
ISBN: 978-84-493-3104-6

 

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