viernes 19 de abril de 2024
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«La mala bestia», de Norma Morandini

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Con la curiosidad de la periodista y la agudeza de la escritora, Norma Morandini examina su paso por el Congreso de la Nación, primero como diputada y después como senadora. Su debut en la política y el Parlamento, junto con una visión directa, práctica y desprovista de prejuicios y preconceptos, hace de este libro un testimonio valioso de la vida dentro de los recintos parlamentarios en la tercera década democrática.

Entre el orgullo, la crítica y la perplejidad, reconstruye los debates que dominaron ese período y la lucha por seguir deliberando aun en tiempos en que la mayoría cancelaba toda discusión e imponía su voluntad. Rescata vivencias directas del mundo de los dictámenes y los reglamentos, y su propia intimidad frente a la exposición y el ojo público al que somete la política. Desde la emoción del juramento y la ilusión de los primeros momentos hasta el desencanto de un Congreso que solo convalida las decisiones del Ejecutivo, Morandini reflexiona y relata con honestidad y compromiso lo que ninguna escuela está en condiciones de enseñar: la política es cruel, pero es también el insumo imprescindible de la democracia.

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

La campaña

Pese al exilio, nunca cerré mi casa de Buenos Aires, donde he vivido desde la democratización. Hacerme cargo de una columna en la revista dominical del diario La Voz del Interior me había devuelto a mi provincia de la mejor manera. Crónicas semanales, la mayor aspiración de un periodista, y el placer personal de contar con una página para escribir. Sentí esa pérdida al aceptar la candidatura. Lo mismo sucedió con mi pertenencia a la organización Poder Ciudadano. En los siguientes cuatro años iba a vivir sometida al juicio de los otros en una función con menos prestigio que la escritura y la defensa ciudadana y sobre la que recaía una gran desconfianza. Los que no entendían por qué me metía en el fango de la política me obligaron a formular una explicación, tan sencilla como verdadera, que repetí hasta el hartazgo: “No soy política, soy escritora. La política no es una profesión, soy una periodista que decidió participar en política”.

Así me lancé a la campaña, con ingenuidad y rechazando todo lo que aconsejan los marketineros de la política. Yo era prisionera de mis escritos, que llenan baúles. Artículos, notas de opinión en los que critiqué el mercadeo político. La aplicación de las técnicas de la publicidad para ofrecer candidatos como mercancías. Entonces no sabía cuán poco importa lo que una hizo, dijo o escribió. En el momento que se ingresa a la política, se nos evalúa y juzga todo el tiempo por lo que hacemos o dejamos de hacer en esa función. El insumo de la política es el presente, el aquí y ahora. La credibilidad se gana día a día, y puede perderse al menor traspié. Sigo creyendo que se debe ser rígido a la hora de hacer públicos, transparentar los dineros del financiamiento de la política. Habría que prohibir que los gobernantes hagan propaganda personal con sus acciones de gobierno, para evitar que se terminen gestionando los gestos en lugar de gestionar los problemas.

La política somete al exhibir lo que no siempre es fácil de llevar. No me gustó ver mi rostro pegado en las paredes de mi provincia. “Para que después me dibujen bigotitos”, bromeaba para ocultar la timidez frente a la exposición pública, que hoy domina el aparecer de la política. El día que los candidatos nos reunimos en el Parque de las Naciones para filmar un spot de campaña, me sugirieron que le acariciara la cabeza a un niño.

—¡No! —exclamé. Me sentía ridícula con esa impostación, lugar común de la propaganda política.

En su inocencia, el pequeño se quedó mirando, sin entender por qué me negaba a acariciarlo frente a las cámaras.

A la hora de presentarme como candidata, con cierto pudor, simplifiqué en una frase lo que debería estar en la base del vínculo electoral: “No busco votos, pido confianza”. Al recorrer mi provincia, organicé “cabildos de ciudadanía” para hablar menos y escuchar más. Fueron mi mejor experiencia. Las campañas electorales deberían ser la gran oportunidad que tiene una sociedad para mirarse a sí misma, debatir sobre sus preocupaciones y necesidades, para delegar luego en el voto la confianza de que se tomarán las mejores decisiones en su nombre.

En términos personales, fue la oportunidad de pasar a vuelo de pájaro sobre las ciudades, los pueblos y los villorrios de Córdoba. Nunca antes había vivido una campaña electoral. Reuniones partidarias en clubes, cines, en las que, en general, se habla menos para los vecinos que para la militancia de los partidos. La visibilidad ganada con el periodismo me abrió las puertas en muchas ciudades donde encontré personas con vocación pública, comprometidas como vecinos, y otras, apenas curiosas por alguien a quien habían visto en la tele. Pero todos, sorprendidos con mi candidatura.

Fui tan espontánea y sincera como pude. Seguí los consejos de mi bien entender, sin escuchar demasiado a los que asesoran en las campañas. No hay un manual que enseñe cómo actuar, qué decir en una campaña. Mi paso por la televisión me enseñó que la impostación no resiste las luces de las cámaras, porque no somos actores. Aunque muchos muestren sus dotes histriónicas.

La primera vez que me paré frente a una multitud fue en Río Cuarto. Era mi presentación como candidata a diputada y, pese al pánico de los organizadores, estuve a punto de suspenderla porque mi madre estaba internada. Finalmente, acepté subirme a una avioneta que en media hora me trasladó a la segunda mayor ciudad de Córdoba, un bastión del peronismo delasotista. El enorme galpón de un club de básquet estaba repleto. Para llegar al palco donde ya estaban todos los candidatos debí caminar entre hombres y mujeres que me abrazaban, felicitaban y deseaban buena suerte. No tenía idea de lo que se debe decir en un acto partidario, con la inhibición que produce una multitud reunida, entusiasmada y curiosa. No había preparado ningún discurso. Me tiré al agua sin salvavidas, confiada en que iba a poder expresar lo que vivía. Mi atuendo vino en mi ayuda. Vestía una falda patchwork que inspiró la que se iba a convertir en mi sincera muletilla de campaña. La misma que sigo repitiendo diez años después. ¿Cómo haremos para hacer de los retazos políticos una manta democrática?

Los partidos habían estallado. Nos dejaron retazos partidarios. ¿No había llegado la hora de integrar las mejores ideas de las organizaciones que dominaron la historia de nuestro país? Lo mejor del ideario peronista, la justicia social, la defensa de la República de los radicales, los derechos de los socialistas. Sucedía entonces, sin saberlo, que los retazos apenas habían sido hilvanados. Necesitábamos la costura firme de una cultura democrática, hecha de todos esos retazos históricos. Ni caudillos ni salvadores de la Patria. Gobierno de las instituciones.

De las campañas conservé muchas anécdotas. La risa que me provocó verme en lo alto de una columna de alumbrado en el apacible pueblito de San Javier. El termo con el nombre impreso de Mirtha Legrand que conservé de uno de sus almuerzos y que las chicas que me acompañaban exhibían como cábala cuando parábamos en las estaciones de servicio en busca del agua caliente para el mate. Nos trasladábamos en mi pequeño auto “Clase A” con el que recorrí miles de kilómetros en mi provincia y fui testigo de otra tragedia argentina: tan solo durante el fin de semana que visitamos la zona de Río Cuarto y Laboulaye murieron tres personas en accidentes en la ruta. Al llegar a esta ciudad del sur cordobés nos topamos con un grupo de adolescentes que con ahínco y travesura buscaban despegar los afiches que anunciaban mi paso por la ciudad. Las campañas se organizan siempre de la misma forma. Un paso fugaz por el par de ciudades que se visitan en un mismo día. En cada lugar, el ritual se repite. Los micrófonos de las radios y las cámaras de la televisión local, las conferencias de prensa y el broche final, el acto partidario en clubes o salas de hoteles de provincia, el discurso ante los adherentes, en general militantes del partido. Los aplausos, los cánticos, los abrazos, las palabras de estímulo y esperanza emocionan siempre. Menos cómodas son las fotografías que todos quieren tener para “colgar” en sus muros de Facebook.

En Río Cuarto me negué a participar de una reunión con pastores pentecostales, influida por lo que había visto en Brasil, donde las Iglesias electrónicas tienen enorme poder sobre la política. Años después, en la calle una persona me amonestó:

—Usted no sacó más votos porque no se apoyó en nosotros.

Era uno de aquellos pastores.

Acompañé a Hermes Binner como candidata a vicepresidente en las elecciones de 2011, cuando obtuvimos un modesto resultado triunfal. Con el diecisiete por ciento de los votos, salimos segundos. En una caminata por el Gran Buenos Aires, una mujer me increpó:

—¿Me quiere decir por qué se hace la cordobesa?

En Deán Funes, ciudad del norte cordobés de la que salí a los quince años para completar mis estudios en Córdoba, no faltan los que afirman:

—Nunca dice que es cordobesa.

 

Pashminas

En tiempos electorales, los grandes hoteles se convierten en búnkeres donde se aguardan los resultados. Todos buscan estar en ese lugar reservado para los candidatos. Nunca se debe aparecer antes de las seis de la tarde y siempre hay ingresos para eludir a los periodistas. Ahí se establece el comando general, con sus asesores, marketineros y ese personaje de la política argentina, el operador. Nunca entendí bien cuál es su función, aunque su nombre lo diga claramente: el que opera sobre la realidad, es decir, el que actúa sobre lo que se dice en los medios, donde nunca faltan periodistas que, por inexperiencia o corrupción, están siempre listos para “ser operados”. La importancia en el búnker-hotel la da el piso al que no se puede acceder, donde está el candidato, jefe del partido-agrupación, dispuesto a mostrarse con los resultados electorales firmes, ya sean del triunfo o de la derrota. Circulan por el búnker-hotel familiares e invitados que matan el tiempo entre bocaditos y anticipos electorales. Todos miran las pantallas de la televisión, que son finalmente las que validan lo que puede estar pasando a nuestro lado.

En octubre de 2009 yo era la candidata que acompañaba a Luis Juez para disputar dos de las tres bancas que mi provincia tenía en el Senado de la Nación. Llegué al Hotel Sheraton de Córdoba, el lugar elegido para los principales eventos de la ciudad, donde el Frente Cívico había montado su cuartel general. El paisaje electoral no era muy diferente del que había frecuentado como periodista. Solo que esta vez yo era la requerida. Candidatos, periodistas, cámaras, saludos que se entrecruzan, y los dueños de los números, los encuestadores que siempre ofician los resultados que más tarde serán oficiales.

Nunca me gustó trabajar como periodista durante las elecciones. Los números me superan, no sé compararlos ni interpretarlos. Nada más racional que los números que debiéramos utilizar solo para entender fenómenos como la pobreza o la inflación. No para inferir las contradictorias y cambiantes reacciones de una sociedad. ¿Hay algo más azaroso que el resultado de una encuesta electoral? ¿Hay algo menos predecible que el mañana, las conductas humanas, donde dominan los imponderables? No eran esas mis preocupaciones aquella noche en el Sheraton. Miraba los números y las reacciones. Fui entrevistada por mis colegas de las televisoras de Buenos Aires, enviados a la elección cordobesa. Hasta ahí llegué alrededor de las seis de la tarde, y me indicaron que permaneciera en una sala para evitar a la prensa hasta que se conocieran los primeros resultados.

No recuerdo cómo estaba vestida, pero sí que llevé conmigo lo que más aprecio como atuendo, las pashminas, esos fulares hechos con la suave lana de las cabras de Cachemira, de donde proviene su nombre. Cuentan que las mujeres le debemos a Napoléon Bonaparte el gusto por ese atuendo del subcontinente indio, después que le dio a Josefina una pashmina de regalo. La mía, color ladrillo, era auténtica, de las que pueden pasar por dentro de un anillo. A la hora de los cómputos, la euforia por el triunfo y las entrevistas a los canales de televisión me llevaron al centro del salón, donde reparé que no tenía esa prenda conmigo. Busqué por todos los salones, además de trasladarles a otros lo que aquella noche viví como una pérdida. Solo cuando reparé en lo ridículo de la situación, me senté en un rincón y me reí de mí misma:

—¡Ah, mujercita! Ganaste una banca de senadora y estás más preocupada porque perdiste un chal.

La mala bestia
El testimonio de una cronista privilegiada: diputada y senadora de la Nación, y escritora de un tiempo bisagra: la tercera década democrática, entre la debacle de 2001 y el fin del reinado de Cristina Kirchner. Una crónica ensayística única desde el corazón mismo del sistema democrático.
Publicada por: Sudamericana
Fecha de publicación: 10/01/2016
Edición: 1a
ISBN: 9789500756822
Disponible en: Libro de bolsillo
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