Uno de los motivos por los que vamos al cine es la felicidad que nos provocan las películas. Hay films que nos presentan, al mismo tiempo, una teoría sobre la felicidad: los que explican de manera sutil cómo aparece en nosotros esa plenitud instantánea por la cual seguimos viviendo. Son los que nos acompañan siempre, los que recordamos en los malos momentos, los que guardamos en la memoria y nos dibujan una sonrisa. Aquellos donde habitan ya no personajes sino amigos que nos recuerdan que la vida es mucho más que sufrimiento, que incluso en los días más tristes hay lugar para el rayo fulminante de la alegría.
De Federico Fellini a Orson Welles, de Takeshi Kitano a Walter Hill, de Fred Astaire a The Beatles, de François Truffaut a John Wayne, los artistas detrás de estas películas nos brindan, en cada visión, motivos para seguir adelante. Porque también este libro es un curso de autoayuda donde cowboys, bailarines, enamorados, cantantes pop, anécdotas de juventud, deportes acuáticos, bichos animados, mapaches con ametralladoras y vendedoras de fantasías nos señalan la manera de disolver la tristeza a puro cine: para eso, también, sirve el arte.
A continuación un fragmento, a modo de adelanto:
La idea contagiosa: Tucker, un hombre y su sueño (Francis Ford Coppola, 1988)
Francis Ford Coppola ha construido una obra a la que el término “apocalíptica” le cabe perfecto. De hecho, una de sus películas más notables, verdadera obra maestra, es Apocalipsis now [Apocalypse now] (1979). Pero tratemos de ser precisos: “apocalipsis” significa, en griego, “revelación”. De hecho, las Biblias estadounidenses no dicen “Apocalypse” sino “Revelation” para referirse al libro final de los Evangelios. En el caso de Coppola, es ambas cosas: el uso cotidiano de “fin del mundo” y el más secreto de “revelación”. En los años setenta, con los dos primeros El padrino, Apocalipsis… y La conversación [The conversation] (1974) había declarado que los Estados Unidos ya no existían, que la ilusión de la democracia y del emprendedor solitario se habían esfumado, que solo quedaba una cáscara vacía, los deshechos de una sociedad transformada en un espectáculo sin sentido (cuidado: Coppola es un devoto del espectáculo con sentido). Ahora bien, Coppola no es un pesimista y en 1982 hizo un film que casi ingresa a esta lista, Golpe al corazón [One from the heart]. Es un musical que transcurre durante la celebración del 4 de Julio en Las Vegas y cuenta cómo una pareja (Teri Garr y Frederic Forrest) se pelea y separa cuando sus deseos –ella, hacer un gran viaje; él, ser propietario de su casa– se oponen. Pero aunque el film es amargo y a veces sardónico (cada uno tendrá una aventura amorosa en ese fin de semana), todo termina con un amor renovado. Problema: Coppola quebró absolutamente con esa obra, para la que hizo construir bajo techo dos calles completas de Las Vegas (como mencionamos cuando hablamos de Calles de fuego). La película fue un fracaso absoluto y solo se vio fuera de los Estados Unidos diez años más tarde. Es excelente, pero sin estrellas, demasiado cara y un poco amarga; no justamente el musical que vería un aficionado al género.
En fin, los años ochenta fueron una época extraña para el realizador, que de paso se negaba repetidamente a rodar El padrino III (al final cedió en 1990, porque lo iban a hacer de todos modos y prefirió permanecer fiel a su propia visión: la película es excelente, además), hizo algunos encargos y varios films casi artesanales. En todos revisaba, de algún modo, el pasado: en Los marginados [The outsiders] y La ley de la calle [Rumble fish] (ambas de 1983) tomaba el universo de las pandillas juveniles y su ocaso; en Cotton Club (1984), la era del jazz y el inicio de las mafias italianas en Nueva York; en Peggy Sue, su pasado la espera [Peggy Sue got married] (1986) hacía viajar al pasado a un ama de casa – Kathleen Turner– para demostrar que el paso del tiempo es irrevocable, en una especie de respuesta a Volver al futuro, película un año anterior. Pero después de todos estos movimientos para buscar en el ayer aquello que aparecía destruido en sus films de los años setenta, aquello que lleva al fracaso de Golpe…, realizó Tucker, un hombre y su sueño [Tucker: the man and his dream], una de sus grandes películas felices (otra, y no es broma, es su versión épica, lírica y desbordante de Drácula, de 1992, que salva a su protagonista en la bellísima última imagen).
Tucker… está basada en la historia real del ingeniero Preston Tucker. El hombre diseñó un auto que era mucho mejor –y más económico de producir– que cualquiera de los que fabricaban General Motors, Ford o cualquier otro gigante de la industria en los Estados Unidos. Había creado muchas cosas cuando llegó a su automóvil, entre ellas, un tanque de guerra que el ejército desechó por ser demasiado rápido –pero, se nos dice, la torreta irrompible que lo coronaba se usó en aviones y salvó muchas vidas–.
El film cuenta cómo, poco a poco, se va creando el Tucker (“el auto del mañana, hoy”), y el dispositivo que utiliza Coppola es el de la publicidad: la primera secuencia, a la manera de El ciudadano, es un falso documental publicitario sobre la vida de Preston y sus inventos, que nos llevan al momento en el que está ideando su revolucionario automóvil (pero no “termina”, sino que se funde con el film que vamos a ver: es una continuidad).
Para ello, este hombre optimista, alegre, firme, gran padre de familia y tenaz que interpreta con una energía gigante –que deja ver, también cierto costado maníaco del personaje– Jeff Bridges va ensamblando un equipo que es, al mismo tiempo, su propia familia: la última frase de esa “publicidad” dice “y eligió para hacerlo el lugar más práctico, un viejo granero en su propia casa”. El equipo lo componen sus hijos (interpretados por Christian Slater, Nina Siemaszko y Corin Nemec), su esposa (Joan Allen), sus mecánicos (Frederic Forrest y Mako), su diseñador (Elias Koteas), y un hombre que suele conseguir inversores, ha cometido una estafa en el pasado y ahora quiere apoyar a Tucker, convencido de su visión. Ese hombre se llama en el film Abe Karatz y, fuera de él, Martin Landau.
La empresa recauda suficiente para el prototipo, pero las grandes automotrices, confabuladas, logran que se lo acuse de estafa por un auto “que no existe” (aunque él logra construir unos cincuenta, todos perfectos), lo llevan a juicio y allí pierde el derecho a seguir fabricando. Pero a pesar de que es una derrota, no es un fracaso en absoluto: el grupo está íntegro y Preston tiene una nueva idea.
Toda la película está montada de tal modo que los espacios se encadenan unos con otros (hay un plano en el que Preston separa de la mesa familiar y está en la gigantesca nueva fábrica para sus autos, por ejemplo), como si todo fuera una carrera contra el tiempo y se le pudiera ganar. Toda la película, también, está acompañada por una vibrante banda sonora de jazz a cargo de Joe Jackson, saturada de percusión y vientos, que también agrega ritmo, además de estructurar el montaje. Claro que tanto esa banda sonora como los trucos de la cámara provienen directamente del cine publicitario, así como los colores saturados, omnipresentes de un Technicolor clásico, similar a los tonos aterciopelados de los musicales de la Metro en los años cincuenta. La película cuenta cómo un hombre trata de vender una idea y generar confianza, y coherentemente lo hace adoptando los motivos de la propaganda.
Pero esto es solo la superficie. Como todo film de Coppola, se trata de una historia sobre el poder. Por un lado, el poder detentado por los “mercachifles y tenderos” (la frase la pronuncia el personaje de Marlon Brando en Apocalipsis now), los tipos a quienes solo les interesa el dinero. Por el otro, el poder del creador, del artista, el que no solo está obsesionado en traer algo nuevo al mundo, sino que está convencido de que esa novedad es buena y bella, es un motivo de felicidad. El auto Tucker es el más seguro del mundo (y de hecho, los opcionales de seguridad que el vehículo agrega se volvieron obligatorios años más tarde). También es liviano, rápido, confortable, familiar y –esto es innegable– bello (fíjese en la cara del juez que condena a Tucker y, como “hombre civil”, admira los cincuenta coches que esperan a la salida del juzgado).
Como todo lo bello y lo feliz, es escaso, pero lo que nos queda bastante claro cuando termina la película es que, como el propio Tucker dice, “el auto no importa, ya lo hicimos, lo que importa es la idea”. Algo interesante: tanto de su primer tanque veloz como de su auto, surgieron estándares de seguridad. El destino real de Tucker, pues, es salvar vidas. El triunfo es mucho más que alzarse en poder: el triunfo es dejar una marca que mejore la vida de los demás, que les cause o los ayude a alcanzar la felicidad. Y como siempre en Coppola, eso se logra en familia: el combustible primordial es el amor del conjunto y la alegría del trabajo en equipo.
Hay dos momentos clave que representan bien la idea. Durante el juicio, llaman a testimoniar a Abe. El acusador le recuerda que, hace muchos años, ha cometido una estafa y le pregunta si existe alguien que pueda creer en él. Abe mira hacia Preston, que le sonríe, y responde, triunfante y emocionado, “sí”. En otro momento, la propia señora Tucker se enfrenta con los ejecutivos puestos “para dar confianza a los inversores” en la empresa porque estos han descartado casi todo el diseño de Preston. Es ella la que informa a su esposo, se enfrenta a los villanos y logra que se los saque del medio. Hay más: Coppola impone una secuencia de suspenso en la presentación del auto (que se descompone constantemente cuando debe ser mostrado al público; y, de paso, el prototipo carece de marcha atrás). Es casi un momento de Hitchcock, solo que en tono de comedia. Y hay otra inversión. El testimonio final de Tucker es una versión apenas modificada del de Howard Roark (Gary Cooper) en el final de Uno contra todos [The fountainhead] (King Vidor, 1949), un arquitecto individualista que enfrenta un juicio por sabotaje. Ambos discursos hablan del sueño, de que lo importante es tener una idea y respetarla si es buena. De que la América, la Utopía Americana surge de los sueños y las ideas de gente que tenía que romper algunas reglas. Pero si el tono de Roark es dramático (y Uno… es un melodrama tremendo que invierte las ideas de la individualista Ayn Rand para volver todo una metáfora religiosa), el de Tucker es alegre, contagioso, vibrante (y también hay metáfora religiosa, pero tomada con total ligereza: Tucker grita antes de la presentación de su auto “Me van a crucificar” y Coppola monta en seguida la “T” gigante de un cartel elevada por una grúa como una enorme cruz roja).
La película es puro nervio y color, lo que no deja de ser raro para un film que transforma un caso de fracaso en los negocios en un espectáculo gigantesco y familiar. El triunfo de Tucker –la película, el hombre y su creador, Coppola– consiste en contagiarnos una idea y hacernos formar parte de su familia, como esa que Preston imagina al final: una heladera para gente pobre que termine con sus enfermedades. Como dice la canción que todos cantan a coro y gritos en el último plano, a ver si atrapan al tigre.
Consejo:
Si la familia anda un poco enojada o triste, esta película ayuda a arreglar las cosas.
Acompañar con:
– Drácula, de Bram Stoker [Bram Stoker’s Dracula] (film de Francis Ford Coppola, 1992: sería casi un doble programa ideal)
– La gran ilusión [La grande illusion] (film de Jean Renoir, 1937)
– Los Simpson: la película [The Simpsons movie] (film de David Silverman, 2007)
El Quijote, versión plástica: Toy Story (John Lasseter, 1995)
Nada se goza, nada duele más que la infancia. En los primeros años de nuestra vida descubrimos el mundo de un modo acelerado, la mayoría de las veces sin comprenderlo del todo. Es la única época de nuestra vida en la que todo es posible. Todavía creemos que los animales pueden hablar, que podemos volar, volvernos invisibles o viajar en el tiempo; que las brujas existen, y las hadas, y los dinosaurios y los seres de otros planetas. Después, poco a poco, las reglas de la realidad física y la educación formal cercenan estas posibilidades y es entonces cuando comenzamos a recrearlas en el juego. Los juguetes se vuelven los depositarios del mundo que perdemos mientras descubrimos el Mundo. También descubrimos que los cuentos son cuentos, que las películas son películas. Que en los cuentos y en las películas puede suceder cualquier cosa, siempre y cuando se respeten, justamente, las reglas del juego. El film que permite comprender mejor cómo ingresamos al mundo lúdico y qué importancia tiene para nuestra vida es Toy story, la película en la cual la aceptación de la frontera entre el mundo ficticio y el real abre la puerta a una felicidad verdadera.
Toy story se estrenó en noviembre de 1995. Por entonces, y desde mediados de los años ochenta, la animación generada por computadora había pasado de una instancia experimental a convertirse en herramienta habitual del cine de fantasía y de la publicidad. De todas maneras, nadie había intentado crear un largometraje enteramente en animación digital, hasta que Steve Jobs, el mayor accionista de los estudios Pixar, llegó a un acuerdo con Disney para que distribuyera sus películas. Nadie confiaba demasiado en la animación digital: era tosca, requería una gran cantidad de tecnología creada especialmente y los resultados distaban de una reproducción fiel de lo natural. Sí se podía reproducir un diseño de tres dimensiones para los objetos y personajes, dado que la incidencia de la luz, el movimiento de volúmenes y la profundidad de campo (el efecto – ilusorio– de que veamos por ajuste de nuestros ojos, de modo instantáneo, los objetos lejanos con la misma nitidez que los cercanos) responden a algoritmos matemáticos que pueden programarse en una computadora. El problema es que la variedad de texturas y colores de la piel humana –solo por poner un ejemplo– es inabarcable, mucho más si no solo queremos generar una imagen sino, además, otorgarle la ilusión del movimiento. Pero con las superficies lisas no había inconvenientes. Tal es la razón por la cual en Toy story los personajes principales –juguetes de colores vivos y planos, hechos a partir de figuras geométricas simples– nos resultan más “realistas” y creíbles que los personajes humanos.
Sin embargo, también hay otra razón importante por la que los juguetes nos resultan más “reales” que las personas: al mismo tiempo son “humanos” en sus comportamientos, emociones, sentimientos y reacciones, y no dejan de ser juguetes con problemas propios de juguetes. Falta de baterías, piezas que se pierden, el riesgo constante de una ruptura, entrar en la babosa boca de un bebé o perderse son problemas “juguetiles”. Y en Toy story se suma otro, compartido con los humanos: saber qué somos y qué sentido tiene nuestra vida. El film muestra una comunidad de juguetes dirigida por Woody, un cowboy que además es el favorito de Andy, el dueño de todos ellos. Cuando Andy está ausente y no hay personas a la vista, los juguetes viven una vida distendida y democrática. Son, de algún modo también, los ángeles guardianes de su dueño.
En el cumpleaños de Andy llega un juguete nuevo: Buzz Lightyear, un héroe espacial. El problema de Buzz es que no sabe que es un juguete; el conflicto de Woody es ser desplazado de la preferencia de Andy por “el nuevo”. Una maniobra de Woody hace que Buzz se pierda y, por varias razones, deberá ir en su rescate. Paralelamente, averiguamos que Andy vive con su madre y una hermanita bebé, y que está por mudarse. Tiene además un vecino, Sid, que odia a los juguetes y los tortura hasta la destrucción: en sus manos caerán Woody y Buzz. Ambos personajes se enfrentan a un equívoco. Los hasta entonces amigos de Woody creen que este ha asesinado a Buzz; y Buzz cree sinceramente que es un comando espacial en un planeta extraño. En el “infierno” que es la casa de Sid, Woody rescatará a Buzz y Buzz deberá aceptar que es un juguete y que el sentido de su vida es la felicidad de un niño.
Por cierto, después de varias peripecias dignas del mejor cine de aventuras moderno (la tradición Spielberg, según la cual los objetos y los personajes juegan una bella coreografía del peligro) todo termina bien: Woody y Buzz logran reunirse con Andy, Buzz asume su condición de juguete y la comunidad debe unirse ante otra novedad: la llegada de un perrito.
El film es formalmente feliz desde el comienzo, un largo plano secuencia en subjetiva (recorremos la casa desde los ojos de un personaje: Woody, en las manos de su dueño Andy) que nos introduce literalmente en el mundo del juego. Ese movimiento, ese viaje lleno de vueltas, es el reflejo de la felicidad del niño jugando y la del juguete que halla en ese vuelo su propio sentido. Hay algo interesante en los juguetes: incluso cuando “copian” lo humano, lo hacen de una manera esquemática y caricaturesca, buscando el efecto alegre antes que la reproducción total. De ahí que también por esto la animación digital cuaje perfectamente como medio para narrar la historia. Todas las secuencias incluyen un detalle humorístico, un diálogo filoso que ironiza respecto de estos ciudadanos de plástico y su condición de simulacros. En cierto sentido, es como ver actores viviendo tras las bambalinas de una obra teatral.
Y hay otra cuestión aún más interesante: la de la proporción. Los juguetes son pequeños; los humanos, mucho más grandes. El mundo en el que viven los juguetes es una miniatura amable y colorida basada en el nuestro y, como siempre vemos todo desde el punto de vista de Woody, Buzz y los demás, los personajes ocupan toda la pantalla y “nuestro mundo” es una serie de objetos siempre gigantescos y peligrosos. Sin embargo, en unos pocos momentos la cámara se coloca en el punto de vista humano, y entonces vemos que el drama de los juguetes, incluso “viviendo” como si no los viéramos, es pequeño, casi insignificante, lo que nos provee un consuelo mayor que, como veremos, es el sentido de la comedia: con la perspectiva justa, la mayor tristeza puede verse como farsa. Nosotros también, desde cierta distancia, somos juguetes. Podemos, pues, ser felices como Woody cuando vuela con Buzz.
Claro que Buzz no ha alcanzado aún esa sabiduría de conocer quién es y qué sentido tiene su vida, y el drama de la película consiste en ese viaje, paradójicamente el del personaje más cómico. La comicidad en este caso proviene, justamente, de que no comprende la realidad que le ha tocado vivir. El descubrimiento frente a un televisor será traumático, pero entonces, de nuevo, los realizadores toman distancia del personaje y, subrayando la publicidad televisiva, generan un efecto satírico, producto de otro tipo de distanciamiento. Estamos tristes por Buzz, pero no podemos dejar de reír porque vemos, con la distancia justa, lo ridículo que es su problema. Incluso nos daremos cuenta, poco después y por su reacción exagerada, de que tiene razón Oscar Wilde al decir que las tragedias de los demás son de una banalidad exasperante. Y más adelante esto se vuelve axioma general. Los juguetes torturados por el malvado vecino deciden cobrar vida y asustarlo; como vemos la situación desde el punto de vista de los “monstruos”, el asunto se nos vuelve justo, hilarante y, sobre todo, feliz: hay justicia, no es cruel y se abre la solución para nuestros amigos.
El final feliz de esta película se construye a partir de elementos infelices: lo que reunirá a Woody y Buzz con Andy, finalmente, será el cohete con el que Sid intentó hacer volar a Buzz, más las alas del astronauta –esas alas que provocaban ira y envidia en Woody–, que permiten planear hasta el asiento trasero del auto en viaje a la nueva casa. Así, toda la película se trata de una inversión constante de la perspectiva y del sentido que completan a los personajes hasta que cada uno acepta el lugar que le ha tocado: Woody, el del líder de los juguetes; Buzz, el del juguete nuevo y amistoso. Ha habido un cambio, pero eso no implica que el mundo se cierre sino todo lo contrario: especialmente para Buzz, el juego comenzará a ser algo serio, satisfactorio y divertido. Será ese ejercicio de la imaginación ajena el que le permita vivir las verdaderas aventuras. De hecho, en todo esto hay un aire a Don Quijote. En efecto, Buzz es el Quijote que no ha sido alcanzado por la locura sino que ha nacido en el error, mientras que Woody es Sancho, el realista que, en el último movimiento del film, aceptará el vuelo hacia la fantasía de Buzz, la imaginación y el juego como alternativas e incluso verdadero sentido de la vida. La creación como felicidad, en suma. Por eso cada una de las películas de la serie –una de las más consistentes en la historia del cine reciente– abre con una gran aventura que todos sabemos falsa para los personajes, pero a la que nos sumamos con alegría: no es más que otra aventura de Don Quijote Buzz y Sancho Panza Woody, que, como sus abuelos españoles, ven en el gigantesco mundo cotidiano un territorio de monstruos. Nunca hay que olvidar, por cierto, que Cervantes escribió un libro cómico. Y que la risa es el producto feliz del juego.
Consejo:
Vea Toy Story cuando se sienta insignificante o ignorado.
Acompañar con:
– Little Nemo in Slumberland (cómic de Winsor McCay)
– Space oddity (álbum de David Bowie)
– Zoolander (film de Ben Stiller, 2001)
Una aventura amorosa: Mentiras verdaderas (James Cameron, 1994)
Uno puede ser feliz en su trabajo y con su trabajo. Escribir sobre cine –que es un trabajo, también– me hace feliz. A mi padre lo hacía feliz asesorar a dueños de restaurantes sobre cómo equipar una cocina. Tengo un amigo a quien lo hace muy feliz ejercer la abogacía, y otro que disfruta de sus días como anestesiólogo. Son vocaciones: esos llamados que todos sentimos para realizar ciertas cosas y que no podemos eludir. Harry Tasker, por ejemplo, no pudo eludir la necesidad y el placer de ser un superespía ultracapacitado, y es evidente –se nota cuando baila el tango en medio de alguna misión– que disfruta a mares de esa tarea. Harry Tasker también tiene una familia: una mujer llamada Helen y una hija llamada Dana. En casa nadie sabe de la vocación de Harry: para la hija y la esposa, es un tipo que vende computadoras y se la pasa la mayor parte del tiempo de viaje. Helen se aburre bastante, y Dana no hace demasiado caso: como pasa en muchas familias, la ausencia de papá o mamá diluye bastante las relaciones. Pero un buen día, Helen conoce a un hombre arriesgado que le dice que es un superespía, que está en una misión peligrosa y la necesita. Y entonces todo cambia para Helen, para Harry y para Dana también.
Eso es Mentiras verdaderas [True lies], en parte. La dirigió James Cameron después del fracaso de El abismo [The abyss] (1989) y del éxito de Terminator 2 (1991). Ambas fueron, en su momento, “la película más cara de la historia”. Mentiras… también lo fue. Las dos siguientes, Titanic (1997) y Avatar (2009, hiato de doce años), también fueron cada una la película más cara hasta entonces. Es un realizador extraño: hace films de gran espectáculo, gigantescas máquinas de entretenimiento global, pero solo cuando puede tener libertad absoluta para rodar lo que quiera como quiera. De ahí que en una carrera de treinta y seis años solo haya realizado ocho largos de ficción y tres documentales.
En cada una de sus películas logra, además, una hazaña. Para Titanic, por ejemplo, hizo construir una réplica un 10% menor del célebre buque para hundirlo en una inmensa pileta creada solo para eso en Baja California. Para Avatar, desarrolló durante años un sistema de cámaras que permitía tomar cada acción desde infinidad de puntos diferentes, de modo que los actores no tuvieran que pensar en la posición de la lente. Es decir: Cameron es un cineasta independiente y un autor en el más estricto sentido de cada uno de los términos. Y lo que más le interesa es la vida de pareja, el sentido del matrimonio, que aparece en todas sus películas, a veces de modo más metafórico (ambas Terminator), a veces de manera explícita.
Mentiras… constituye, en ese sentido, el núcleo de su obra. Es un film de acción y de aventuras montado sobre una comedia de rematrimonio, o bien una comedia de rematrimonio que transcurre en el mundo de los espías, como Ayuno de amor, de Hawks, transcurre en el mundo del periodismo. No se suele decir, de paso, que es una remake estadounidense de un film francés, La totale! (1991), de Claude Zidi, con Thierry Lhermitte y Miou-Miou. Y también que Cameron, como alguna vez Steven Spielberg, quiso filmar una película de la saga de James Bond. Una de las características felices del cine de Cameron es que, al final, siempre se sale con la suya y comparte esa alegría con los espectadores.
Los roles de la familia Tasker en el film son interpretados por Arnold Schwarzenegger (Harry), Jamie Lee Curtis (Helen) y Eliza Dushku (Dana). Harry tiene un compañero, Albert (Tom Arnold), que es solitario y amargado; y el seductor que intenta engañar a Helen, Simon, está interpretado por un compinche de Cameron desde Aliens (1986), Bill Paxton (de paso, debutó con un pequeñísimo rol en Calles de fuego). Schwarzenegger, en 1994, quería desligarse de ser solo un paquete de músculos y lo logró arriesgándose a hacer comedias (dos de las que dirigió Ivan Reitman, Gemelos [Twins] –1988– y Junior –1994–, salieron muy bien). Jamie Lee Curtis tenía un problema: desde su debut en Noche de brujas [Halloween] (John Carpenter, 1978), quedó identificada con el terror, se la conocía como una de las scream queens (“reinas del alarido”) de la pantalla. Pero era y es una enorme comediante (véase por ejemplo su trabajo en Un viernes de locos [Freaky friday], comedia familiar de 2003 dirigida por Mark Waters). Es decir, Cameron tomó como pareja a reenamorarse a dos actores que querían mostrar que eran felices haciendo felices a los espectadores. Punto para Cameron.
En la película, la aburrida Helen es engañada por Simon, no más que un vendedor de autos que le dice ser un espía de incógnito. Helen le cree porque necesita algo más que la rutina del ama de casa y queda claro que no siente por Simon ninguna clase de atracción. Harry descubre el que supone un affaire y decide probar a su esposa: la secuestra y, sin revelarle su identidad, le dice que la única manera de terminar con su sufrimiento es aceptando una misión secreta “real”. Esa misión implica hacer un baile erótico ante un supuesto espía (que es el propio Harry escondido en la oscuridad de una habitación) y ponerle un micrófono. Todo sale mal: en el momento de la danza, Harry y Helen son capturados por unos terroristas, Harry tiene que contarle la verdad a su esposa y ambos, juntos, luchar contra los villanos, que tienen dos bombas nucleares consigo. Hacia el final, Harry salva a su esposa y la besa mientras estalla una de las bombas de fondo, y luego debe ir a rescatar a su propia hija de una muerte casi segura. En la última secuencia, Helen y Harry han recuperado el erotismo, la sensualidad y el deseo trabajando al unísono como espías.
Toda la acción es desaforada y fuera de norma. Cameron hace que Harry persiga villanos con un caballo en un hotel (en un momento, de hecho, sube con el equino a un ascensor transparente y salta de la terraza de un rascacielos a otro parodiando lejanos trucos del western), o, en una burla a la clásica secuencia de apertura de Dedos de oro [Goldfinger] (el tercer film de la saga Bond), lo hace salir de un traje para nieve con un perfecto smoking. El mundo del film tiene dos capas: la de la realidad cotidiana, llena de trivialidades y abulia, y la de la aventura superlativa y desaforada, más grande que la vida. Y lo interesante del asunto es que nuestra pareja, contra toda intuición, decide finalmente mudarse al Reino Peligroso, donde la vida es mucho más real.
Pero para que eso suceda, antes hay que definir realmente el término “aventura”. Algo que aparece en las películas que hemos visto en este apartado es que los héroes, incluso de modo dubitativo, eligen ir hacia el lado del peligro. Nadie los obliga. Helen es “obligada” por su esposo a una especie de farsa. Pero cuando descubre quién es, cuando ha sufrido ya varias veces la posibilidad de morir de modo espectacular, toma una decisión: formar parte del mundo de Harry. Claro que esa decisión ya existe antes, cuando ha decidido creerle a Simon. Pero esa farsa es el entrenamiento de Helen: es el beso sobre la bomba atómica (el amor transforma el mayor de los terrores en una metáfora luminosa en un plano que es, también, homenaje a Hitchcock y al beso de Cary Grant y Grace Kelly sobre fuegos artificiales en la felicísima Para atrapar al ladrón [To catch a thief] –1955–) cuando se concreta y se sella el pasaje a un mundo más pleno. Para que la vida cotidiana, la cena familiar, las compras, el pago de impuestos y la comida del perro tengan sentido, es necesaria siempre la aventura que justifica el regreso al hogar. Y ese pasaje de un mundo a otro vuelve la vida algo mucho más pleno de sentido.
La verdadera protagonista del film es, pues, Helen, esa mujer que a la hora de representar el erotismo lo hace con convicción. Probablemente su danza erótica sea uno de los momentos más tiernos y arriesgados del cine contemporáneo. Llega al hotel donde le han indicado que debe seducir a un hombre vestida con un traje negro y anticuado, lleno de volados. Cuando pasa frente a un espejo y se mira, descubre que no, que sigue siendo un ama de casa disfrazada de mujer deseable. Acorta su falda, rompe sus volados, toma de un florero agua y se alisa el pelo. El espejo devuelve entonces la imagen de una mujer sexy y peligrosa, objeto y sujeto de deseo. Como Alicia, pasa a través del cristal hacia el otro mundo, ese donde todo es posible. Y allí, inadvertidamente, bailando a veces mal (el tropiezo en medio de la danza erótica es uno de los momentos más cómicos de la filmografía de Cameron, que tiene muchos momentos cómicos), su esposo la redescubre. Ese momento feliz de reconciliación erótica sin palabras es la verdadera aventura. Una aventura amorosa, en el más literal sentido de la etiqueta.
Consejo:
La película ideal para ver con la pareja, si andan un poco abúlicos.
Acompañar con:
– Back in black (álbum de AC/DC)
– Mini espías [Spy kids] (film de Robert Rodríguez, 2001)
– Cuando Alice se subió a la mesa (novela de Jonathan Lethem)