viernes 19 de abril de 2024
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«Piazzolla ¡Loco! ¡Loco! ¡Loco!», de Oscar Lopez Ruiz

Astor Piazzolla es considerado unos de los compositores más importantes del siglo xx y su aporte como renovador del tango es incuestionable. Pero el camino para llegar a este merecido reconocimiento estuvo lleno de batallas por librar para lograr hacer conocer su música. Oscar López Ruiz compartió ese camino durante 25 años en los que fue guitarrista de Piazzolla, pero además, amigo, compinche, testigo.

Las anécdotas que nos cuenta en este libro permiten comprender mejor la carrera de un gran músico: la aventura de las giras por pequeñas ciudades de la Argentina primero y por las capitales de Europa más adelante, sus encontronazos con los tradicionalistas del tango que no reconocían sus aportes, su relación con otros grandes de la música, como Aníbal Troilo, Stan Getz, Benny Carter, Vinicius de Moraes o Milton Nascimento, sus desencuentros con la política, o los pormenores de la convivencia en cabarets y clubes nocturnos. 

A continuación un fragmento, a modo de adelanto:

Capítulo 18 – Astor y la política II

Los Montoneros

En 1978, recién llegado a la Argentina después de dos años de ausencia, Astor fue entrevistado por la revista Gente en el mismo barco que lo trajo hasta estos lares. Como ustedes comprenderán, después de una ausencia tan larga, sin haber tenido oportunidad siquiera de bajar del barco y, aunque más no sea, charlar con los amigos, no tenía un conocimiento muy actualizado de lo que estaba pasando en el país. Cuando le preguntaron acerca de cómo veía a la Argentina, Astor, con bastante irresponsabilidad y, según él, para sacarse la pregunta de encima, contestó: “Y…, no sé; la veo tranquila”.

No recuerdo exactamente las fechas, pero creo que fue en esa oportunidad cuando fue invitado por Jorge Rafael Videla, nuestro dictador de turno, a una comida en la Casa Rosada. Esto le provocó un gran conflicto, porque no quería ir, pero no sabía cómo hacer para zafar del compromiso sin que pareciera un desaire. Era (como, amenazadoramente, lo comprobamos tiempo después) un compromiso de plomo, una lápida; pero también es cierto que es muy difícil negarse a una convocatoria del Presidente de la Nación, y más difícil aun si es un dictador, porque insisto que estaba “legitimado” por la sociedad argentina, por la opinión pública que fue, a mi entender, la que lo puso en ese lugar.

De todas maneras, estos dos acontecimientos fueron sendas “metidas de pata” fenomenales que le trajeron (y nos trajeron) algunas consecuencias no deseadas años más tarde.

Durante nuestra primera gira europea de la última era del Quinteto, entre muchos otros sitios en los que teníamos que actuar estaba lo que para nosotros era el momento más esperado: tocar en París en el Teatro de Champs-Élysées (que, engañosamente, no está ubicado en la famosa avenida parisina, sino en la Avenue Montaigne). Este teatro tenía para nosotros un significado muy especial: en él se estrenó La consagración de la Primavera, el ballet que Igor Stravinsky terminara de componer en diciembre de 1912 por expreso pedido de Diaghilev para sus Ballets Russes, y que fue estrenado en este teatro por dicha compañía, con coreografía del bailarín Vaslav Nijinsky, en mayo de 1913, estreno que dio pie a uno de los más grandes escándalos de la historia de la música. Se dice (vaya uno a saber si esto fue efectivamente así, ya que el paso de los años suele deformar los acontecimientos) que Stravinsky, Diaghilev y Nijinsky tuvieron que escapar del teatro por una puerta trasera porque los querían linchar.

Por si esto fuera poco, dos días antes de nuestra presentación estaba programado un concierto de una de las grandes pianistas de la historia de la música: Martha Argerich. Quiero aclarar que cuando digo una de las grandes pianistas de la historia de la música, no me estoy refiriendo a su condición de mujer, sino al hecho de que, a mi juicio (y el de varios más), esta señora es una Grande entre todos los pianistas, hombres y mujeres. En fin, les he dado estas referencias acerca del Teatro de Champs-Élysées solamente para ayudarles a comprender nuestro estado de ánimo.

Estábamos fascinados (y bastante “asustados”) frente a la responsabilidad de tener que tocar en un teatro de tal significación, de tanto y tan justificado prestigio, en el que seguían, sin solución de continuidad, produciéndose acontecimientos musicales de primerísimo nivel.

Mientras disfrutábamos de la gira, y de estar y poder tocar juntos, recibimos de la Embajada argentina la nada agradable noticia de que la rama parisina de los Montoneros había amenazado con atentar contra nuestras vidas o, en el mejor de los casos, boicotear nuestra presentación en París mediante la colocación de bombas en el teatro y/o bloquear, por medio de una manifestación con pancartas y otras yerbas (lo que hoy llamamos un “escrache”), la entrada de la gente al mismo. Tratamos de no darle trascendencia a estas amenazas, de no asustarnos (esta vez sin comillas) y de continuar con nuestra gira como si nada sucediera.

Unos días antes del concierto en París teníamos que tocar en Bruselas (Bélgica). Dado que la distancia entre París y Bruselas es, para nosotros los argentinos, relativamente corta (300 kilómetros, aproximadamente), nos fuimos hacia allí por carretera (maravillosa autopista) en el auto de Astor, quien a la sazón estaba, una vez más, residiendo en Francia desde 1979.

Cuando llegamos, por varias razones que no vienen al caso explicar (entre otras porque, tal cual lo afirmo en el capítulo “Astor y nosotros”, él no era el mismo después de su infarto), resultó que fuimos a dar con nuestros huesos a hoteles diferentes. Nosotros cuatro, los músicos, en un hotel bastante “berreta” y Astor, en un hotel bárbaro (no recuerdo pero creo que era el Hilton). Apenas llegados, junto a Pablo Ziegler y Héctor Console hicimos lo que era habitual en nosotros: salimos a caminar por esta hermosa ciudad. De regreso en nuestro hotel encontré un mensaje de Astor pidiéndome que lo llamara inmediatamente porque necesitaba hablar conmigo con urgencia.

Asustado y preocupado por lo perentorio del mensaje, me comuniqué con él inmediatamente, y me respondió la voz de un mucho más asustado y preocupado Astor, quien me contó que los Montoneros se habían puesto en contacto con él y le habían poco menos que exigido reunirse con ellos para “conversar” acerca de aquellas declaraciones que habían provocado estas preocupantes amenazas. Astor había accedido y me pedía que “le hiciera la pata” acompañándolo en la entrevista, la que se realizaría en su habitación.

Para ser honesto, el pedido me cayó como una patada en la encía, pero sentí que, en esta circunstancia, no podía negarme a hacerlo, por lo que, “haciendo de tripas, corazón” y con un “jabón” de aquellos, volví a salir para ir al encuentro de Astor y los Montos. Cuando llegué, la reunión ya había empezado.

Me encontré con cuatro hombres y una mujer (quien parecía tener la voz cantante del grupo). Al ver el cuadro de situación, me dije que si alguna posibilidad teníamos de salir más o menos indemnes de allí dentro, y de todo este asunto, solamente sería aplicando aquello de que la mejor defensa es un buen ataque. Comprendí que si nos poníamos a la defensiva, la cosa se iba a poner “súper espesa”, así que comencé mi ataque contra la ideología y metodología de su grupo.

Cuando se vieron atacados se sorprendieron. Ellos estaban allí para lograr que Astor rectificara públicamente sus dichos anteriores y repudiara, también públicamente, su famoso almuerzo con Videla. Ellos eran los atacantes; los que tenían el poder de hacernos daño. Nosotros solamente éramos dos músicos cuya única arma (la única que siempre habíamos utilizado y, en mi caso, la única que había visto en mi vida) era la música, por lo tanto no esperaban ser ellos los que tuvieran que “explicarse”.

Astor, que de “zonzo” no tenía ni la menor traza, no bien advirtió mi táctica se prendió al asunto con todas sus ganas, por lo que la reunión degeneró en una discusión fenomenal acerca de las prácticas y quehaceres de ellos, los Montos, quedando las declaraciones de Astor en el olvido.

Debo decir que la mujer del grupo era durísima. Con mucho, la más dura y combativa.

Después de una muy larga y tensa discusión, inesperadamente y mirándome fijamente, acusadora, la mujer me preguntó: “Decime…, ¿cuánto hace que saliste de Buenos Aires?”. Esta vez el sorprendido fui yo, pero en medio de mi sorpresa (no entendía a qué venía tal pregunta) le contesté: “Quince días, ¿por qué?”. Ella me miró con más intensidad aun si cabía, y masticando cada palabra me replicó: “Yo, hace cinco años que no veo a mis hijos. Para ustedes, los que se quedaron en la Argentina, todo es muy fácil; pero te quisiera ver soportando una situación como la mía, y me gustaría saber cómo reaccionarías frente a declaraciones como las de tu amigo”.

Estas palabras me pusieron frente a la realidad más descarnada: el patetismo de la situación que estábamos viviendo en nuestro país y la profundidad de las heridas que el accionar de los diversos delirantes que nos asolaron a lo largo de casi toda nuestra historia habían provocado en todos nosotros. Hasta ese momento, con la alienación propia de los que no quieren ver, me había considerado como a salvo, como indemne, como que a mí no me había tocado esta realidad apabullante y horrenda. Allí, en esa habitación, comprendí que el extrañamiento de esta mujer, su desgarramiento interior, su casi esquizofrénica manera de seguir viviendo (una parte suya en Francia, la otra en la Argentina), era también el mío, el de todos nosotros, lo supiéramos o no.

Con un extremo cuidado producto de la compasión que, súbitamente, me inspiró la situación de esta gente, le contesté: “Mirá, verdaderamente no sé, y espero no saberlo nunca, cómo es estar en tu situación, pero si hubiera tomado la opción de vida que vos tomaste, supongo que lo habría hecho con pleno conocimiento de los riesgos a los que me expondría, y no tendría más remedio que aceptar, con todo el dolor del mundo supongo, las consecuencias de mi decisión. Como adulto, el estado que me permitió convertirme en padre, marido etc., tengo la obligación de saber a qué atenerme sobre las consecuencias de mis actos. Tu situación es producto de tu elección, de la opción que elegiste como forma de vida. No nos eches la culpa a nosotros, simples músicos, ni a nuestras declaraciones, por las consecuencias que la clandestinidad y el exilio te acarrean. Nosotros odiamos a la dictadura tanto como ustedes, pero solamente somos músicos porque eso elegimos ser desde mucho antes que vos nacieras, y los músicos significamos algo o no, no por nuestras declaraciones sino por nuestra música. No se conoce, en la historia de la Humanidad, que las declaraciones de un artista hayan promovido o evitado que las cosas que sucedieron, sucedieran. Lo que te puedo garantizar, es que jamás las armas hubieran sido nuestro lenguaje ni las amenazas nuestro método. Nuestras ‘bombas’ solo pueden ser, a lo sumo y en el mejor de los casos, unos cuantos acordes disonantes. Jamás he creído, ni lo creeré, que el miedo, ya sea por tenerlo o por provocarlo en los demás, sirva para algo útil y constructivo”.

Esto terminó con la reunión, y lo que siguió algunos días después era tan inevitable como el exilio de esta gente. Ellos tenían que cumplir con su rol de agitadores políticos y, en esa tarea, usarnos para atacar al gobierno argentino. Nosotros teníamos que cumplir con el nuestro: tocar. Eso hicieron. Eso hicimos.

Tocamos a sala llena y con un éxito espectacular, mientras nuestros contertulios de Bruselas, junto a sus seguidores, se paseaban frente al teatro con pancartas que denostaban a Astor y a la dictadura. Nosotros, que estábamos en el teatro desde muy temprano, no advertimos absolutamente nada anormal, pero algunos colegas y amigos que nos fueron a escuchar afirmaban rotundamente que esa noche, en la sala, había habido por lo menos tantos agentes de los servicios de inteligencia argentinos como público. No sé si el embajador estuvo presente. No nos vino a saludar ni supimos de su asistencia, pero, a estar por las declaraciones de los amigos y colegas, se preocupó lo suficiente con las amenazas como para disponer un operativo de seguridad espectacular. Ni a él, ni a la dictadura de la cual era representante les interesaba que sufriéramos ningún contratiempo, ya que París era, según los argentinos radicados en esta increíble ciudad, un centro de propaganda y espionaje argentinos al que los detentadores del poder otorgaban una importancia fundamental para sus estrategias.

¡Más delicias de las dictaduras!

Toda esta experiencia me dejó un gusto amargo del que no he podido desprenderme totalmente. La injusticia de equiparar a un tipo como Astor con la dictadura era tan flagrante que aún me resisto a creer que la “locura” producto del microclima generado por la clandestinidad y la lucha armada haya posibilitado que esta gente, los Montoneros, no pudiera diferenciar “los tantos” (como se dice en el truco).

Astor era un artista, un hombre íntegro que vivió por y para su arte. Jamás en la vida explotó a nadie ni vivió de la plusvalía de ninguna cosa. Su único objetivo en la vida fue, como todo aquel que se diga artista, darle a la gente lo mejor de sí mismo. Si hubo una prédica contraria a lo que la dictadura preconizaba, esta fue la de tipos como Astor, quienes no solo no querían contribuir a la masificación tramposa que prepara a la gente para sufrir la explotación más vil (y además agradecerla), sino que, con su arte, pretendían lograr que cada una de las personas de este mundo se reconociera como un individuo valioso y sensible, único e inimitable, condición que, de ser así reconocida, hubiera quizás imposibilitado la recurrencia permanente a “la magia” del papá protector y súper fuerte que nos solucionaría todos nuestros problemas por la sola voluntad de su omnipotencia.

 

Astor, Donna y la Triple A

París, y los avatares que los diversos acontecimientos políticos nos depararon, me traen a la memoria una anécdota que Donna “padeció” gracias a Astor y su peculiar sentido del humor, en París en 1974.

Donna había sido contratada por el entonces muy importante sello discográfico Decca para grabar, en París (y en francés), un LP (disco long play, o larga duración, como prefieran).

Como ustedes saben, yo había dejado de tocar con Astor en 1973, y debido a los muchos compromisos de trabajo que tenía en Buenos Aires no pude acompañarla en su viaje. Pues bien, Donna, solita y (según ella) extra  ñándome, se alegró mucho cuando llegó a París y se enteró de que Astor, con Amelita Baltar y el Quinteto, estaba actuando junto a Georges Moustaki en el Teatro Olympia. Inmediatamente se puso en contacto con ellos, quienes también se alegraron de tener alguien querido con quien compartir la nostalgia del país y la invitaron a ver el espectáculo, comprometiéndola para que, una vez finalizado el mismo, fueran juntos a comer. Astor, recién recuperado de su infarto, hacía ya algunos meses que se había ausentado de Buenos Aires y estaba encantado con la idea de que Donna, recién llegada, le contara las noticias fresquitas que seguramente traería desde y sobre nuestro país. Y allí fue Donna, ingenua e indefensa, a exponerse a las consecuencias del humor, a veces más negro que el alma de Adolf Hitler, de su muy querido Astor.

Y vio el espectáculo. Y fueron a comer. Y mientras estaban disfrutando de las delicias de la insuperable cocina francesa (Astor, un “morfón” fenomenal, conocía los lugares), como al pasar, y con un tono similar al que cualquiera usaría para preguntar por aquello que menos le importa en el mundo, Astor le dijo: “Che, Donnita, ¿sabés que en Milán leí una lista de las Tres A en donde figuraba El Flaco?”. ¡Para qué les cuento! Donna se pegó un susto de aquellos; se aterró como solo un habitante de nuestro país podía hacerlo frente a tamaña amenaza.

Su terror, en el contexto de aquellos años, estaba más que justificado, por lo que prácticamente abandonó corriendo la cena con Astor, y a pesar de que la telefónica francesa estaba en huelga, esto no fue impedimento para que, finalmente, lograra llamarme por teléfono inmediatamente. Cuando atendí su llamado, impactado por lo que me contaba y la angustia en su voz, traté de tranquilizarla diciéndole, de la manera más calma y despreocupada que pude fingir, que no se preocupara, que no tenía noticias de lo que Astor afirmaba y que, seguramente, sería una de las “bromitas” pesadas que tan bien conocíamos.

Mis palabras no surtieron efecto; entre otras cosas, porque la distancia magnifica y deforma los hechos y sentimientos de una manera notable, aunque en este caso, de haber sido cierto, no había mucho para magnificar ni deformar que digamos, ya que habría sido lo suficientemente grave y aterrador de por sí como para no necesitar del “auxilio” de la distancia.

Cuando comprendí que no la calmaría fácilmente, le prometí que a la mañana siguiente, bien temprano, iba a averiguar cuánto de cierto había en lo dicho por Astor, y que una vez que lo hubiera hecho la llamaría inmediatamente. Traté de seguir haciendo mis cosas, pero preocupado y asustado yo también ante la sola posibilidad de que lo dicho por Astor no fuera, como sospechaba, una broma, y que, efectivamente, mi nombre apareciera incluido en alguna de las listas negras de estos tataranietos de puta, anduve a los saltos y luego dormí con un ojo abierto como los perros. Como no hacía falta ninguna razón específica para aparecer “enlistado” (tan solo el haber “molestado” a alguno de estos delirantes alguna vez, aun sin quererlo ni saberlo, podía ser motivo de sus amenazas), mi preocupación y nerviosismo aumentaban inconteniblemente con el paso de las horas que tuve que esperar hasta poder entrar en acción.

Como por lo general esas amenazantes listas eran enviadas por estos infra-animales al diario Crónica, no bien me desperté recordé que Santo Biasatti y Chacho Marchetti, dos periodistas de nota y entonces buenos amigos nuestros, eran algo así como directores del diario en cuestión, por lo que tomé el teléfono y me puse en contacto con Chacho, quien al escuchar mi relato me contestó: “Me extraña sobremanera lo que me contás, Flaco, porque nosotros recibimos esas listas de mierda, y si hubiera visto tu nombre en ellas, como te imaginarás, te hubiera llamado inmediatamente para hacértelo saber.

Con estas cosas y estos ‘cosos’ no se jode. Estos hijos de puta son demasiado peligrosos y están amparados desde arriba (se refería al amparo del gobierno). De todas maneras, voy a volver a revisarlas íntegramente y, en cuanto lo haya hecho, te llamo inmediatamente”. Pasaron dos o tres horas (de las más largas de mi vida) hasta que Chacho, con inocultable alegría y alivio en su voz, me dijo que había revisado las famosas listas varias veces y que mi nombre no estaba en ellas. “Habrá sido una de las jodas del loco”, agregó. “Decile a Donna que no se caliente más”.

Como verán, la “famita” de Astor en la materia estaba bastante difundida (aunque más no fuera en nuestro ambiente artístico).

Tal como se lo había prometido, inmediatamente la llamé para darle la buena nueva y luego de haberme escuchado con alivio, mucho más tranquila y con la “polenta” que la distingue y la bronca que tenía, se fue como una tromba hasta el hotel de Astor y, una vez que estuvo con él, le recitó la Biblia, el Corán, la Torá y todos los demás libros sagrados conocidos y por conocerse (a Donna, por lo general, las bromas un poco pesadas no le gustan demasiado, pero esta en especial la puso de un humor inenarrable). Astor, después de escucharla pacientemente y sin enojarse (lo que demuestra el cariño que le tenía), le contestó: “Pero Donnita, ¿de verdad te lo tomaste en serio? ¿Realmente lo creíste? Era una jodita nada más”. Donna, a quien tocarle a cualquiera de sus seres queridos es peligrosísimo, y además, cuando está enojada (y estaba furiosa), es de temer, demostró que ella también lo quería mucho a Astor por el solo hecho de no haberle tirado la cama, la mesita de luz y hasta la habitación entera por la cabeza, pero le costó mucho tiempo perdonarle el chistecito.

Como la conozco mucho (¡más me vale!), creo que puedo decirles con conocimiento de causa que, esta vez, Astor ¡la sacó bien barata!

 

Alfonsín

Dos meses antes de que se realizaran las elecciones de 1983, partimos nuevamente hacia Europa para hacer otra gira de conciertos. Durante el largo y (por lo menos para nosotros) cansador viaje en avión, desde luego no podían estar ausentes de nuestras conversaciones las elecciones generales que se celebraron ese año y la suerte que correrían los diversos candidatos que se presentaban en ellas. Eran las primeras elecciones democráticas que se hacían en diez años, y significaban además el tan ansiado retorno a la democracia.

En determinado momento, Astor, con la rotundidad que lo caracterizaba en todos sus actos, dijo: “Muchachos, no le den más vueltas al asunto; gana Alfonsín con el 52% de los votos”. En medio de nuestras ruidosas carcajadas, y de las cargadas y los chistes que le hicimos al respecto, Astor insistió: “Ustedes cárguenme nomás, que el 30 de octubre les voy a meter una tapa de novela”.

Hoy todos sabemos lo que pasó: ganó Alfonsín con el 52 por ciento de los votos, pero en aquellos momentos, por lo menos para la gente común como nosotros, los que no estábamos metidos en la cocina de la política, era vox pópuli que Ítalo Luder (candidato del Movimiento Peronista), “mataba”, y que se impondría por un amplio margen. Astor, sin embargo, con ese sentido de anticipación al que ya he hecho referencia sobradamente en este libro, “sabía”. No me pregunten cómo ni por qué; él sabía. Y ¡ojo!, que no estoy sugiriendo ningún tipo de calidad “brujeril” o mágica en Astor (¡vade retro, Satanás!), solamente que, una vez más, su fenomenal intuición le decía que las cosas serían como fueron; pero a nosotros, los “normales”, y aun proviniendo de él, a quien habíamos aprendido a respetar también en este aspecto, su predicción nos parecía una fanfarronada, una chantada más de las tantas con las que nos divertíamos permanentemente.

Chantada va, chantada viene, casi sin quererlo fuimos atrapados por la seriedad del tema y por la preocupación que lógicamente nos provocaba, ya que no se nos escapaba que sería determinante para nuestro futuro y el del país. En un momento, sufriente argentino hasta la médula de mis huesos, dije que si los peronistas volvían a ser gobierno en la Argentina, lo más probable era que me fuera del país junto a mi familia, ya que estaba harto de vivir bajo el gobierno de tipos que creían que había una sola manera de ser argentino: ser peronista.

No había terminado aún de decir aquello de irme del país cuando Astor, recogiendo la bandera, dijo: “¡Qué quieren que les diga muchachos! ¡Yo también estoy podrido de estos tipos, así que los conjuro para que, si gana Luder, nos quedemos a vivir en París! Pero no se calienten… ¡Va a ganar Alfonsín y con el 52 por ciento de los votos!”.

Esta vez no nos reímos para nada, y aceptando la propuesta de Astor, nos prometimos que, si sucedía lo peor, volvíamos a Buenos Aires, vendíamos nuestros bienes (en mi caso, bastante más que escasos, debo señalar), y nos las tomábamos junto a nuestras familias, el perro, los gatos y todo lo que pudiéramos llevarnos.

El domingo 30 de octubre de 1983 nos encontró tocando en el Teatro Le Chatelet de París. Por la tarde, después del ensayo de sonido que era de rigor, nos fuimos hacia el consulado argentino para justificar la no emisión del voto, asunto que generó una discusión fenomenal (y muy divertida) con Astor, porque que yo sostenía que no era necesario hacerlo (había un mundo de gente haciendo lo que más nos gusta hacer a los argentinos, ¡interminables colas!), y que cuando llegáramos a Buenos Aires, con el pasaporte en el que constaban las fechas de salida y de retorno al país, podíamos hacer, con total tranquilidad y mucho más rápidamente, lo que en París nos demandaría, con suerte, varias horas. Astor, ansioso como era, se puso loco, y después de discutir conmigo a grito pelado (y de endilgarme la retahíla usual de epítetos tales como: cabeza dura, hincha pelotas, histérico, flaco de mierda, guitarrista de circo, chinchudo y otras linduras por el estilo) junto a mis compañeros hizo la “colita” de sus amores, y luego de un muy largo rato consiguió su objetivo, tras lo cual salió del consulado feliz y triunfante. Y exhibiendo ante mi cara su pasaporte como una especie de trofeo especial, me decía: “Flaco, por cabeza dura vas a tener un flor de despelote cuando llegués a Buenos Aires”. Yo, que me había quedado charlando tranquilamente en un “tabac” parisino contiguo al consulado con José Luis Castiñeira de Dios y Susana Lago, le contesté: “No se preocupe Astor, que cuando llegue a Buenos Aires les voy a demostrar que clase de ‘giles de goma’ son ustedes cuatro”. El 1º de noviembre llegamos a Buenos Aires, y al día siguiente, ansioso por cumplir mi promesa de demostrarle que era un “gil de goma”, y acompañado por un amigo común para que me sirviera de testigo, me presenté en el Juzgado Electoral con pasaporte y libreta de enrolamiento (hoy DNI) en mano, y en menos de un minuto hice el trámite.

Si Astor había refregado su pasaporte ante mi cara como si fuera un trofeo especial, yo, por poco, casi le hago comer mi libreta de enrolamiento, más allá de que este asunto me sirvió como latiguillo para “gastarlo” durante mucho tiempo. No bien teníamos una discusión sobre algún aspecto contractual (más habituales de lo que ustedes supondrían), yo le enjaretaba: “¡Sí! ¡Claro! ¡Lo mismo que con el asunto del pasaporte en París!”. Como, insisto, no le gustaba ni un poquito ser objeto de broma alguna, mis respuestas lo ponían de un humor de perros, pero no me podía decir una palabra, ya que cuando intentó hacerlo blandí mi libreta y, sin hablar, le mostré el sello de la disputa parisina, lo cual no solo logró terminar la discusión en el acto, sino que lo desalentó (aunque no mucho ni por mucho tiempo, por supuesto) para futuras discusiones.

El día de las elecciones habíamos quedado de acuerdo en encontrarnos con Jairo (quien había estado en Buenos Aires para el cierre de la campaña electoral del radicalismo, y había sido portador de un mensaje de adhesión al Dr. Raúl Alfonsín firmado por los cinco) en la sede parisina del partido Radical francés para seguir paso a paso los resultados de la elección que nos desvelaba, por lo que luego de tocar en Le Chatelet comenzamos una larga, tediosa y, lo que es peor, infructuosa búsqueda del sitio en el que, según Astor (¡vaya garantía!) estaba la dichosa sede. Como no la encontramos, después de putearlo hasta en sánscrito porque había confundido u olvidado la dirección, decidimos por unanimidad (de nuestros estómagos, por supuesto) abandonar la búsqueda e irnos a comer, ya que el hambre que teníamos había logrado aplacar momentáneamente nuestra ansiedad por los resultados electorales.

Luego de una más bien pantagruélica cena (lo habitual de cualquier músico, actor o bailarín que se respete), volvimos a nuestro hotel. Pablo Ziegler y yo, que compartíamos la habitación, lo hicimos a pie (como dos mil cuadras), ya que teníamos que “bajar” la comilona, porque de lo contrario no íbamos a poder ni siquiera intentar dormir, por lo que la próxima noticia que tuvimos de Astor fue muy temprano, en la madrugada siguiente (¡qué castigo!) y de una manera que, como no podía ser de otra forma tratándose de Astor, fue muy poco convencional.

Dormíamos como niños después de tomar la teta, cuando se abrió violentamente la puerta de nuestra habitación y entró una tromba desenfrenada llamada Astor Piazzolla, quien, en un vuelo espectacular que haría palidecer de envidia a Superman, se arrojó sobre la cama en la que, “desmayado”, yacía Pablo, y tras destrozar la cama (y al pobre Pablo), abrazándolo y palmeándolo, gritaba: “¡Qué tapa! ¡Qué tapa! ¡Ganó Alfonsín con el 52 por ciento de los votos! ¡Despiértense, par de boludos, que ganó Alfonsín! ¡Ganó Alfonsín! ¡Ganó Alfonsín!”.

 

Astor y Menem

Por supuesto, ya sabemos lo que sucedió en las elecciones de 1989. Ganó Carlos Menem.

Astor tenía una muy cargada agenda de viajes. La cantidad y duración de las giras que emprendió hicieron que estuviera muy poco en nuestro país (casi repitiendo la historia que lo llevó al enfrentamiento con los Montos) y que, como es lógico, conociera muy superficialmente lo que sucedía en él. Pero, además, debo reiterar que era muy influenciable en todo aquello que no estu  viera relacionado con la música, y tenía a su alrededor a personas de las cuales uno casi podía leer la firma al trasluz de los dichos de Astor.

Esta circunstancia lo llevó a afirmar, con el mismo énfasis que antes había dicho “si gana Menem me voy del país y no vuelvo más”, que las cosas estaban bien y algo así como que Menem lo había sorprendido gratamente. Para los que lo conocíamos desde siempre, este cambio de temperamento, esta declaración de fe filomenemista, no significó sorpresa alguna. Astor era cambiante y caprichoso en sus conductas y afirmaciones en tanto y en cuanto estas, repito, no estuvieran relacionadas con la música, ya que, también me veo obligado a reiterar, la música era lo único que verdaderamente le importaba en la vida y en este mundo.

Pues bien, después de tocar en el Teatro Ópera, donde recibiera la visita de Menem y produjera las declaraciones de marras, se fue del país por enésima vez.

En aquella conversación que mantuvimos donde me contaba acerca de su grupo y de por qué lo había disuelto, en determinado momento, hablando de la realidad del país (después del encanto de los famosos “primeros cien días” se estaba comenzando a avizorar el rumbo que tomaba el gobierno, y además estábamos sufriendo una hiperinflación que superaba con creces a la de 1989) Astor, entre risueño y enojado, refiriéndose a sus ya por entonces famosas declaraciones de tibio apoyo a Menem, me dijo aquello de: “Flaco, la verdad es que me tendría que meter la lengua en el culo, ¿no?”. Mi respuesta, también entre la risa y el enojo, fue: “¡Astor! ¡La puta madre! ¡Hace veinticinco años que le vengo diciendo que lo haga! ¡Menos mal que se empezó a avivar de una buena vez! ¡Ya era hora!”. Su respuesta, esta vez decididamente risueña, fue: “Mirá, Flaco; te lo juro sobre la tumba de Nonina (su mamá): si algún periodista me vuelve a hacer una pregunta acerca del país, o de lo que opino acerca de la matanza de ballenas, o de alguna otra cosa que no sea estrictamente sobre música, le voy a sacudir una puteada que le va a derretir el grabador. ¡Estoy podrido de que me usen como forro aprovechando que soy un pelotudo que siempre mete la pata!”. A confesión de parte, relevo de pruebas.

Piazzolla ¡Loco! ¡Loco! ¡Loco!
Con cariño y un gran sentido del humor, López Ruiz nos permite conocer en detalle la personalidad de Piazzolla, un genio capaz de planear todo tipo de bromas a sus compañeros pero a la vez mantener una gran disciplina laboral y una enorme autoexigencia y pasión por la música a través de un testimonio imperdible que nos lleva de la carcajada a la reflexión.
Publicada por: Gourmet Musical Ediciones
Fecha de publicación: 03/01/2018
Edición: 2a
ISBN: 978-987-3823-21-3
Disponible en: Libro de bolsillo
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